En chino hay muchas palabras que se forman como una combinación de dos opuestos. Por ejemplo, «avanzar-retirarse» significa «moverse».
Una de estas palabras es la correspondiente a «hacer negocios», que literalmente se traduce como «comprar-vender».
Y esto era lo que hacían los cuatro hombres sentados en una oficina llena de humo de la Asociación de Trabajadores de East Broadway en esa noche tormentosa de agosto: comprar y vender.
Que el objeto de sus negociaciones eran vidas humanas —la venta al Fantasma de la localización de la familia Chang— no parecía molestar ni por asomo a ninguno de ellos.
Por supuesto, en Chinatown había muchos tongs legales que ofrecían importantes servicios a sus miembros: resolvían conflictos laborales, protegían a los escolares de las bandas, llevaban centros de ancianos y guarderías, protegían a las asociaciones de trabajadores textiles y a los restaurantes y servían de enlace con el «Otro Gobierno», esto es, con el ayuntamiento y el NYPD.
Pero aquel tong en particular no realizaba ninguna de esas funciones. Su única especialidad era la de servir como base de operaciones para cabezas de serpiente en la zona de Nueva York.
En aquel momento, casi al filo de la medianoche, los tres líderes de la asociación, todos ya pasados los treinta y algunos en la cuarentena, estaban sentados a un lado de la mesa, frente a un hombre que ninguno conocía, pero que podría resultarles muy valioso, ya que conocía el paradero de los Chang.
—¿Cómo es que conoces a esa gente? —le preguntó el director de la asociación, a quien sólo se le había facilitado el apellido del hombre, Tan, para que el Fantasma no pudiera localizarle y torturarle hasta que le confesara la dirección de los Chang.
—Chang es un amigo de mi hermano en China. Les conseguí un apartamento y un trabajo a él y a su hijo mayor.
—¿Dónde está ese apartamento? —le preguntó el director de la asociación.
—Eso es lo que he venido a vender —contestó Tan, con grandes aspavientos—. Si el Fantasma quiere saberlo tendrá que pagar.
—Puedes decírnoslo —repuso un socio—. Te guardaremos el secreto.
—Sólo hablaré con el Fantasma.
Estaba claro que ya lo sabían, pero siempre convenía probar… había tanto estúpido en el mundo…
—Tienes que comprender —dijo otro socio— que localizar al Fantasma no es fácil.
—Vale —concedió Tan—, pero recordad que no sois los únicos a los que puedo acudir.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —preguntó un tercer socio.
—Porque me han dicho que sois los mejor informados —repuso Tan tras una breve pausa.
—Es peligroso —le advirtió el director—. La policía anda tras los pasos del Fantasma. Si supieran que le hemos contactado… podrían acabar con nuestra asociación.
Tan se encogió de hombros.
—Seguro que sabéis alguna forma segura de poneros en contacto con él, ¿no?
—Hablemos de dinero. ¿Qué nos vas a pagar por ayudarte a contactar con el Fantasma?
—Un diez por ciento de lo que me pague.
El director movió los brazos.
—Esta reunión se ha acabado. Vete a buscar otras fuentes.
Riéndose ante el comentario del director, Tan preguntó:
—¿Y cuánto queréis?
—La mitad.
—Es un chiste muy malo.
Una vez establecidas las bases de la discusión, empezaron las negociaciones. La compra-venta continuó durante casi media hora. Al final, llegaron a un acuerdo, el treinta por ciento, siempre y cuando fuera en dinero verde.
El director sacó un teléfono móvil e hizo una llamada. El Fantasma respondió y el director se identificó.
—¿Y? —preguntó el Fantasma.
—Tengo aquí a alguien que alquiló un apartamento a unos supervivientes del Dragón, los Chang. Quiere venderte información.
El Fantasma se quedó callado.
—Dile que me dé alguna prueba —pidió al fin.
El director le transmitió esa petición a Tan, quien dijo:
—El nombre occidental del padre es Sam. También hay un viejo, el padre de Chang. Y dos chicos. Ah, y una esposa, Mei-Mei. Y tienen un bebé, una niña que no es suya. Estaba en el barco. Su madre se ahogó.
—¿Cómo es que los conoce?
—Es el hermano de un amigo de Chang en China —le explicó el director.
El Fantasma meditó un momento.
—Dile que le pagaré cien mil dólares por la información.
El director preguntó a Tan si le parecía aceptable. Éste dijo que sí de inmediato. Hay gente con la que uno no hace compra-ventas.
Con cara larga, a pesar de lo atractivo de la suma, el director añadió, de forma suave:
—Él ha accedido a pagarnos una señal. Tal vez, señor, si no fuera demasiada molestia…
—Sí. Os pagaré vuestra parte directamente. Si la información es cierta. ¿Cuál es vuestra tajada?
—El treinta por ciento.
—Eres idiota —se rió el Fantasma—. Os han robado. Si de mí hubiese dependido no habría aceptado menos del sesenta por ciento.
El director se puso nervioso y empezó a justificarse, pero el Fantasma le cortó.
—Enviadle a que venga a verme mañana a las ocho y media. Sabes dónde. —Colgó.
El director le transmitió el mensaje a Tan y se dieron la mano.
En la escala de deberes y obligaciones con el prójimo de Confucio, la amistad se encuentra en el último escalón: después del gobernante-súbdito, del padre-hijo, del esposo-esposa y del hermano mayor-hermano menor. Pero, en cualquier caso, había algo repulsivo, se dijo el director, en aquella especie de traición.
Pero no importaba. Cuando fuera al infierno, Tan sería juzgado por sus actos. Y, en cuanto al director y sus socios… bueno, treinta mil dólares no es mala paga para media hora de trabajo.
*****
Con manos temblorosas y el corazón a cien, Sam Chang dejó la Asociación de Trabajadores de East Broadway; tuvo que caminar tres manzanas antes de encontrar un bar, pues no abundan en Chinatown. Se sentó en un taburete poco seguro y pidió una cerveza Tsingtao. La bebió deprisa y pidió otra.
Aún le dejaba sorprendido, boquiabierto, mejor dicho, que los hombres del tong se hubieran creído que él era Joseph Tan y que, de hecho, le hubieran dicho dónde podría encontrar al Fantasma la mañana del día siguiente.
Se rió. Vaya idea más loca: negociar con esos hombres la venta de su propia familia.
Horas antes, sentado en su oscuro apartamento de Brooklyn, Chang había estado pensando: Así que ésta es nuestra vida, oscuridad y tinieblas…
Su padre le había mirado con curiosidad.
—¿En qué estás pensando, hijo? —le preguntó.
—El Fantasma nos anda buscando.
—Sí.
—Entonces, no se espera que yo pueda buscarle a él.
Chang Jiechi posó la mirada primero en su hijo y luego en la placa del altar con el nombre de la familia: Chang… arquero.
—¿Y qué harías si lo encontraras?
—Lo mataría —respondió Chang.
—¿No irías a la policía?
—¿Es que confías en la policía de aquí más que en la de China? —respondió Chang, riendo.
—No —respondió su padre.
—Le mataré —repitió Chang. Jamás en la vida había desobedecido a su padre y se preguntó si el anciano le prohibiría hacer lo que él había decidido.
—¿Serás capaz de hacerlo? —fue lo que, para su sorpresa, le repuso el anciano.
—Sí, por mi familia, sí. —Chang se subió la cremallera del impermeable—. Voy a ir a Chinatown. Veré que puedo hacer para encontrarle.
—Escúchame —le dijo su padre—, ¿sabes cómo encontrar a un hombre?
—¿Cómo, Baba?
—Encuentras a un hombre a través de sus debilidades.
—¿Cuál es la debilidad del Fantasma?
—No puede aceptar la derrota —dijo Chang Jiechi—. Tiene que asesinarnos o la discordia entrará en su vida.
Y así, Sam Chang había hecho lo que su padre le había sugerido: ofrecerle al Fantasma una oportunidad para encontrar a su presa. Y había funcionado.
Chang se puso la fría botella de cerveza contra la frente y pensó que era muy probable que muriera. Dispararía al Fantasma inmediatamente, tan pronto como le abriera la puerta. Pero el hombre estaría acompañado de socios y de sicarios que le matarían después a él.
Y al pensar en eso, lo primero que le vino a la cabeza fue la imagen de William, su primogénito, el hombre que, antes de lo previsto, tendría que heredar la responsabilidad en el hogar de los Chang.
El padre vio ahora la insolencia de su hijo, el desprecio en sus ojos…
Oh, William, pensó. Sí, te he descuidado. Pero ojalá comprendieras que lo he hecho para poder ofrecerte una patria mejor a ti y a tus hijos. Y cuando China se volvió demasiado peligrosa os traje aquí, dejando atrás mi querido país, para daros lo que nos estaba vedado en el nuestro.
Hijo, el amor no se manifiesta en el regalo de objetos, de comidas exquisitas o de habitaciones para uno solo. El amor se manifiesta en la disciplina, en el ejemplo y en el sacrificio: en dar la vida por los seres queridos.
Oh, hijo mío…
Sam Chang pagó las cervezas y salió del bar.
A pesar de que ya era tarde, algunas tiendas seguían abiertas para tentar a los últimos turistas. Chang entró en una y compró una pequeña caja como un relicario, un plato de latón, velas eléctricas con bombillas rojas y un poco de incienso. Pasó un rato buscando una estatua de Buda que le gustara.
Escogió una sonriente porque, a pesar de que mañana mataría a un hombre y sería asesinado, un buda alegre traería solaz, comodidad y buena fortuna a la familia que él iba a dejar atrás.
*****
—Amie, lo que pasa es que…
Amelia Sachs conducía hacia el centro de la ciudad, y cosa rara, seguía las directrices de velocidad.
—Lo que pasa, cariño —le había dicho su padre en aquel terrible estado, carcomido por las células avaras que le minaban el organismo—, es que tienes que saber arreglártelas sola.
—Claro, papá.
—No, no, dices «Claro…» pero no es eso lo que quieres apuntar. Lo que en el fondo piensas es «Le estoy dando la razón a este viejo porque tiene pinta de ya sabemos qué…».
Incluso yaciente en su lecho de muerte en el West Brooklyn Hospital, en Fort Hamilton Parkway, su padre no la dejaba en paz.
—No pienso eso.
—Ah, escucha, Amie, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—He oído las historias que cuentas de tus rondas.
Sachs, como su padre, había sido patrullera durante un tiempo, y había hecho la ronda por las calles. De hecho, su mote había sido HP, es decir, «Hija de Patrullero».
—Me he inventado muchas cosas, papi.
—Te hablo en serio.
Se le borró la sonrisa de la boca y se puso seria. Sintió la brisa polvorienta del estío que se colaba por la ventana entreabierta y le mecía la melena pelirroja y se paseaba sobre las sábanas desgastadas de la cama de su padre.
—Continúa —dijo ella.
—Gracias… He oído tus historias sobre la ronda. No te cuidas lo bastante. Y tienes que hacerlo, Amie.
—¿Adónde quieres ir a parar, papi?
Ambos sabían que todo esto se debía al cáncer que pronto acabaría con él y a la urgencia que sentía por darle a su hija algo más que una placa de policía, un Colt niquelado y un viejo Dodge Charger que necesitaba una trasmisión nueva y unos cabezales. En su papel de padre se obligó a pedirle:
—Síguele la corriente a este viejo.
—Pues contemos chistes.
—¿Te acuerdas de la primera vez que fuiste en avión?
—Fuimos a ver a la abuela Sachs a Florida. En la piscina hacía cuarenta grados y me atacó un camaleón.
—Y la azafata —prosiguió Herman Sachs, impertérrito—, o como quiera que se llamen ahora, dijo, «En caso de emergencia, que cada cual se ponga primero la máscara de oxígeno y luego, y sólo luego, que vaya a ayudar a quien necesite ayuda». Ésa es la regla a seguir.
—Eso es lo que dicen —le concedió ella, emocionada.
El viejo policía con las manos manchadas de aceite de transmisión, continuó:
—Esa es la filosofía que debe seguir todo patrullero en las calles. Primero tú, luego la víctima. Tú eres primero, pase lo que pase. Si no estás de una pieza, nunca podrás ayudar a nadie.
Conduciendo a través de la lluvia, ella oyó cómo la voz de su padre se apagaba para dejar paso a otra, la del doctor con quien había hablado unas semanas atrás.
—Ah, señorita Sachs, aquí está usted.
—Hola, doctor.
—Acabo de tener una cita con la médico de Lincoln Rhyme.
—¿Y?
—Tengo que decirle algo.
—Por la cara que pone, parecen malas noticias, doctor.
—¿Por qué no nos sentamos ahí en el rincón?
—Aquí estamos bien. Dígame. Le agradeceré que hable claro.
Todo su mundo era un torbellino, todo lo que había planeado para el futuro se hallaba amenazado.
¿Qué podía hacer?
Bueno, pensó mientras se detenía en el arcén, hay una cosa…
Amelia Sachs estuvo un rato parada. Esto es una locura, pensó. Pero luego, siguiendo el impulso, salió del Camaro y, con la cabeza gacha, dobló la esquina y entró en un edificio de apartamentos. Subió las escaleras y llamó a una puerta.
Cuando ésta se abrió, sonrió a John Sung. Él también sonrió y la invitó a pasar.
Tú eres primero, pase lo que pase. Si no estás de una pieza, nunca podrás ayudar a nadie.
De repente sintió como si le quitaran un gran peso de encima.