Se hallaban sentados en silencio frente al televisor y William traducía aquellas palabras que sus padres no comprendían.
El boletín especial de noticias no daba los nombres de las personas que casi habían sido asesinadas en Canal Street pero no había duda de que éstas eran Wu Qichen y su familia; en el reportaje se decía que aquella misma mañana habían sido pasajeros del Fuzhou Dragón. Uno de los sicarios del Fantasma había muerto, pero el cabeza de serpiente había logrado huir con otro u otros dos.
Acabó la noticia y llegaron los anuncios a la pantalla del televisor. William se levantó y miró por la ventana.
—Vuelve aquí —le ordenó Chang a su hijo. El muchacho se quedó dónde estaba durante un momento, desafiante.
Hijos… pensó Chang.
—¡William!
El muchacho por fin dejó la ventana y fue a su habitación. Ronald fue cambiando los distintos canales.
—No —le dijo Sam Chang a su hijo menor—. Lee, coge un libro y practica tu inglés.
El chaval le hizo caso. Fue hacia la estantería, encontró un libro y volvió al sofá para leer.
Mei-Mei acabó de coser un pequeño animal relleno de tela para el bebé: un gato. La mujer lo fue moviendo por el respaldo de la silla y Po-Yee cogió el juguete con ambas manos y lo observó con ojos felices. Se pusieron las dos a jugar con el gato; reían.
Chang escuchó un gemido que provenía del sofá donde yacía su padre, cubierto con una manta que era del mismo gris apagado que su propia piel.
—Baba —susurró Chang y se levantó inmediatamente. Encontró la medicina del anciano, la abrió y le dio una pastilla de morfina. Le llevó una taza de té frío a los labios para ayudarle a tragarla. Al principio, cuando se había puesto enfermo, cuando el calor y la humedad se habían abierto paso entre los órganos yang de su cuerpo, había acudido al médico local, que les había dado hierbas y tónicos. Muy pronto eso no fue suficiente para calmar el dolor y otro médico había diagnosticado un cáncer. Pero la condición de disidente de Chang colocó a su padre al final de la lista de espera en todos los atiborrados hospitales donde podían tratarle. La medicina estaba cambiando en China. Los hospitales del estado estaban dejando paso a clínicas privadas extremadamente caras: una sola visita podía costar el sueldo de dos meses y el tratamiento de un cáncer quedaba fuera del alcance de cualquier familia que luchara por llegar a fin de mes. Lo mejor que Chang había logrado encontrar en el campo, al norte de Fuzhou, era un «doctor descalzo», uno de esos individuos a los que el gobierno daba la categoría de médicos, pero que ejercían su oficio con unos recursos mínimos. Ese hombre les había recetado la morfina para aliviar el dolor de Chang Jiechi pero no había podido hacer nada más.
El frasco era grande pero aun así no les duraría más de un mes y el estado del anciano cada vez era peor. En Internet, Sam Chang había hecho indagaciones sobre los tratamientos en los Estados Unidos. En Nueva York había un hospital muy famoso que se dedicaba solamente a tratar a pacientes con cáncer. Sabía que la enfermedad de su padre estaba en un estado avanzado pero el hombre no era tan viejo, no según los estándares americanos, pues sólo tenía sesenta y nueve años, y seguía fuerte gracias a sus paseos diarios y al ejercicio físico. Los cirujanos podrían operarle y quitarle aquellas partes de su cuerpo afectadas por la humedad cancerosa y darle radiaciones y medicinas que mantuvieran la enfermedad a raya. Aún podría vivir unos años más.
Mientras observaba a su padre, éste abrió los ojos de improviso.
—El Fantasma está enfadado, ahora que han matado a uno de los suyos. Y también porque ha fallado a la hora de matar a los Wu. Vendrá a por nosotros. Conozco a los de su calaña. No parará hasta que nos encuentre.
Así era su padre. Se sentaba, lo absorbía todo y luego daba sus veredictos, que siempre eran certeros. Por ejemplo, siempre había considerado que Mao Zedong era un psicópata y había predicho los cataclismos que asolarían al país bajo su mandato. Y había estado en lo cierto: la casi total aniquilación de la economía china en los años cincuenta sucedió gracias a la política del Gran Salto Hacia Adelante y una década después a la Revolución Cultural de la que su padre, como todos los pensadores y artistas sin prejuicios, había sido víctima.
Pero Chang Jiechi había sobrevivido a esos desastres. «Esto pasará —dijo a su familia en los sesenta—. Esta locura no puede continuar. Sólo debemos seguir vivos y esperar. Ese es nuestro objetivo».
Y en diez años, Mao había muerto, la Banda de los Cuatro estaba en la cárcel y Chang Jiechi había vuelto a acertar.
Y ahora también tenía razón, pensó Chang, apesadumbrado. El Fantasma iría a por ellos.
El mismo nombre de «cabeza de serpiente» alude a los traficantes de personas que reptan entre las fronteras para llevar su carga humana a su destino final. Chang sintió que el Fantasma estaba ahora haciendo eso mismo: reptar, merodear, pedir favores, usar su guanxi, amenazar, tal vez torturar a gente para conocer el paradero de los Chang. Tal vez…
Afuera se oyó el chirrido de unos frenos.
Chang, su mujer y su padre se estremecieron.
Pasos.
—Las luces. ¡Rápido! —ordenó. Mei-Mei fue por todo el apartamento apagándolas.
Chang fue al armario, sacó la pistola de William de su escondrijo y fue hacia la ventana cubierta con cortinas. Con manos temblorosas miró hacia fuera.
Al otro lado de la calle había una furgoneta de reparto con un gran cartel de pizza pintado en uno de los laterales. Su conductor llevaba una caja de cartón a uno de los apartamentos.
—Está bien —dijo—. Es un reparto al otro lado de la calle.
Pero luego se volvió y observó el apartamento casi a oscuras, tan sólo iluminado por el reflejo azul de la pantalla del televisor, y vio las siluetas de su padre, de su mujer y del bebé. Se le desvaneció la sonrisa de la boca y, como un borrón de tinta en una hoja caligrafiada, le consumió el remordimiento inmenso por el efecto que las decisiones que había tomado tenían sobre aquellas personas a las que tanto amaba. Chang sabía que en Estados Unidos lo que tortura la mente es la culpa que propician las propias transgresiones; en China, por el contrario, la vergüenza aflora cuando uno deja de lado a la familia y a los amigos: ése es el tormento. Y eso era lo que ahora sentía: una vergüenza infinita.
Así que ésta va a ser la vida a la que he traído a mi padre y a mi familia: una vida de miedo y oscuridad. De nada más que miedo y oscuridad…
Esta locura no puede continuar.
Tal vez no, pensó Chang. Pero eso no significa que mientras persista sea menos letal.
*****
Sentado en un banco de Battery Park City, el Fantasma observaba las luces de los barcos en el río Hudson, mucho más tranquilo pero menos pintoresco que el puerto de Hong Kong. Había dejado de llover, pero el viento aún era fuerte y empujaba las nubes bajas cuyos vientres se iluminaban sobre el vasto espectro de las luces de la ciudad.
¿Cómo había encontrado la policía a los Wu?, se preguntó.
No pudo responderse a sí mismo. Lo más probable es que hubiera sido a través de Mah y el agente inmobiliario que mataron; los investigadores no se habían creído que los italianos hubieran asesinado al jefe del tong, a pesar del mensaje escrito con la sangre de Mah. Las noticias habían informado que el uigur que habían dejado atrás estaba muerto, lo que significaba que tendría que hacer un gran pago como reparación al jefe del centro cultural.
¿Cómo habrían encontrado a la familia?
Tal vez haya sido magia…
No, no se trataba de magia. Había algo diferente en los tipos que le perseguían ahora: eran mejores que los de Taiwán, mejores que los franceses, mejores que los típicos agentes del INS. Si no llega a haber sido por el primer disparo en Canal Street, ahora estaría arrestado o muerto.
¿Y quién era en realidad ese Lincoln Rhyme del que le había hablado su fuente de información?
Bueno, ahora creía estar a salvo. Los turcos y él se habían dado buena maña en ocultar el Lexus robado y de hecho lo habían escondido mejor que el Honda de la playa. De inmediato se habían separado. En Canal Street llevaba puesta una máscara, nadie les había seguido desde el lugar del tiroteo, y Kashgari no llevaba encima ningún tipo de identificación que le vinculara con el Fantasma o con el centro cultural de Queens.
Mañana encontraría a los Chang.
Dos jóvenes americanas pasaron paseando cerca de él, mientas disfrutaban de la vista y charlaban de una manera que él consideró irritante, pero el Fantasma decidió hacer caso omiso de sus palabras y fijarse en sus cuerpos.
¿He de resistirme?, pensó.
No, se respondió a sí mismo de inmediato. Sacó el teléfono y, antes de que su voluntad le detuviera, llamó a Yindao y concertó una cita con ella. Notó que parecía encantada porque él le hubiera llamado. ¿Con quién estará ahora?, se preguntó. Aquella noche no tendría demasiado tiempo para verla, pues se sentía exhausto por el interminable día y necesitaba dormir. Pero deseaba tanto verla, estar cerca de ella, sentir su firme cuerpo entre sus manos, verla exhausta debajo de él… tocarla y así erradicar la rabia y la frustración que aquel pseudo desastre de Canal Street le había dejado.
Al colgar, retuvo en la memoria el sonido de la voz sensual de la joven, mientras seguía viendo las nubes que pasaban, las olas…
El decepcionado encontrará satisfacción.
El hambriento será saciado.
El vencido alcanzará la victoria.
*****
A las nueve y media de la noche, Fred Dellray se levantó de la silla y se estiró; después tiró a la basura cuatro vasos de plástico que antes habían contenido café y que reposaban sobre el escritorio de su despacho, en la oficina del FBI en Manhattan.
Hora de irse a casa.
Echó un vistazo a su informe sobre el tiroteo de Canal Street. Estaba casi acabado, pero sabía que al día siguiente tendría que revisarlo. A Dellray le gustaba escribir y lo hacía bien (había enviado artículos, firmados con pseudónimo, a varias revistas de historia y filosofía durante años en las que escribía sobre temas diversos) pero aquella pieza en particular iba a necesitar un par de retoques.
Encorvado sobre el escritorio hojeó las páginas apuntando cambios de forma compulsiva, mientras se preguntaba por qué estaba trabajando en el caso GHOSTKILL.
Frederick Dellray, licenciado en criminología, psicología y filosofía, evitaba si podía el trabajo policial puramente intelectual. Era, dentro del mundo de los agentes secretos, el equivalente a la criminalística. Se le conocía como El Camaleón por su habilidad para hacerse pasar por una persona de cualquier otra cultura, siempre y cuando dicha persona midiera casi dos metros y fuera tan negro como un etíope, lo que aún le dejaba al agente una inmensa cantidad de posibilidades en un mundo como el del crimen, donde uno es juzgado por sus habilidades y no por su raza.
No obstante, el talento de Dellray, su pasión innata por la defensa de la ley y el orden, se habían vuelto en su contra. Además de hacerse pasar por un infiltrado dentro del propio FBI, había hecho trabajos para la DEA, la agencia antidroga de los EEUU, para asuntos relacionados con el alcohol, tabaco y armas de fuego, y para los departamentos de policía de Nueva York, L.A. y Washington D.C. Pero los chicos malos también tenían ordenadores y teléfonos móviles y poco a poco la reputación de Dellray había ido creciendo en los bajos fondos. Entonces le empezó a resultar demasiado peligroso infiltrarse en grupos criminales.
Le ascendieron y le encargaron supervisar a los policías que trabajan en operaciones secretas y a los CI[4], los «informantes especiales», los soplones, de Nueva York.
En lo que a él respectaba, hubiera preferido cualquier otro cometido. Su socio, el agente especial Toby Doolittle, había muerto en el atentado del edificio federal de Oklahoma City, y su muerte hizo que Dellray se empeñara en ser asignado a la unidad de antiterrorismo. Pero aun así, admitía, a regañadientes, por supuesto, que la pasión por encerrar a un criminal no era suficiente para sobresalir en un trabajo (ahí estaba el caso de Coe para demostrarlo), por lo que en cierto modo le satisfacía seguir haciendo algo para lo que sí tenía talento.
Al principio le había confundido que le asignaran el caso que acabaría por convertirse en GHOSTKILL; jamás había llevado ningún caso de tráfico de inmigrantes. Le dijeron que le habían reclutado por su experiencia en operaciones secretas en Manhattan, Queens y Brooklyn, las zonas donde había comunidades de chino-americanos. Pero Dellray se dio cuenta muy pronto de que sus técnicas tradicionales de lidiar con soplones y agentes secretos no funcionaban en ese contexto. Amante del cine, Dellray había visto la famosa película Chinatown, donde se aclaraba que el barrio homónimo de la vieja ciudad de Los Angeles funcionaba ajeno a las leyes occidentales. Descubrió que eso no era un truco de los guionistas y que también se podía aplicar al Chinatown de Nueva York. Los tongs actuaban como tribunales de justicia y el número de llamadas al 911, el teléfono de la policía, era muy inferior en las comunidades chinas de Nueva York que en el resto de los barrios. Nadie pasaba información a los que no eran de allí, y reconocían a los agentes secretos a kilómetros de distancia.
Así que con el caso GHOSTKILL se había visto abocado a llevar una operación muy complicada y en un terreno en el que apenas tenía ninguna experiencia. Pero aquella noche se sentía mucho mejor. Al día siguiente se reuniría con los agentes especiales de las zonas sur y este y con uno de los subdirectores que venía de Washington. Haría que le nombraran agente especial supervisor, lo que aumentaría las posibilidades de actuación del FBI y del equipo GHOSTKILL. Con ese cargo, sería capaz de apretar los resortes necesarios para que le dieran lo que necesitaba para el caso: la jurisdicción completa para el FBI, es decir, para él, un equipo SPEC-TAC en la ciudad, y que el INS quedara relegado a tareas meramente consultivas, lo que significaba sacarles virtualmente del caso. A Peabody y a Coe no les iba a gustar mucho, pero él no estaba para jueguecitos. Acababa de articular sus argumentos: sí, el INS era vital a la hora de recopilar información sobre cabezas de serpiente y de interceptar barcos, pero lo que ahora tenían por delante era la caza de un asesino, eso era ahora GHOSTKILL. Y, por tanto, era competencia del FBI.
Confiaba en que aceptaran su propuesta: por experiencia, Dellray sabía que los agentes que actúan de incógnito se encuentran entre los mejores del mundo a la hora de persuadir, y extorsionar, a quien sea.
Dellray usó el teléfono de la oficina para llamar a su propia casa, a su apartamento en Brooklyn.
—¿Diga? —se oyó una voz femenina.
—Llegaré en media hora —dijo él con suavidad. Con Serena jamás usaba esa jerga que había aprendido en las calles de Nueva York y que empleaba en su trabajo como sello característico.
Colgó. Nadie, ni del FBI ni del NYPD, sabía nada de su vida privada, de su relación intermitente con Serena, una coreógrafa de la Academia de Música de Brooklyn. Ella trabajaba muchas horas al día, viajaba mucho. Él también trabajaba muchas horas y también viajaba mucho.
A los dos les venía bien ese tipo de relación.
Caminó por los pasillos de la central del FBI, que se asemejaban a los de cualquier empresa grande pero no especialmente boyante, saludó a dos agentes en mangas de camisa y con la corbata floja, algo que el Jefe, J. Edgar Hoover jamás habría tolerado (así como tampoco le habría tolerado a él, pensó Dellray).
—Demasiadas fechorías —entonó Dellray mientras pasaba a su lado— para un solo día. —Le dieron las buenas noches.
Bajó en el ascensor y salió a la calle. La cruzó y se dirigió al garaje que quedaba frente al edificio.
Vio la furgoneta calcinada que aún echaba humo y que había ardido esa misma tarde. Recordó haber oído las sirenas y haberse preguntado qué habría sucedido.
Pasó junto al guarda, bajó la rampa y se adentró en el garaje que olía a cemento húmedo y a tubo de escape.
Dellray localizó su Ford oficial y sacó la llave. Lo abrió y metió su viejo maletín que contenía una caja de munición de 9 milímetros, un block de notas amarillo con sus apuntes, algunos memorándums sobre el caso Kwan Ang y un ejemplar muy leído de los poemas de Goethe.
Mientras se subía al coche se dio cuenta de que el plástico negro que protegía el cristal de la ventanilla del conductor estaba roto, lo que le dijo de inmediato que alguien había forzado la ventanilla para abrir el coche. ¡Mierda! Echó un vistazo y vio los cables que sobresalían bajo el asiento. Su mano izquierda fue directa al techo del automóvil para evitar poner todo el peso sobre el asiento y así no comprimir lo que sabía que era una bomba de presión.
Pero era demasiado tarde.
Trató de aferrarse a la puerta con la punta de los dedos, pero se le escurrieron. Empezó a caer sobre el asiento.
¡Cuidado con los ojos!, pensó instintivamente, y se llevó las manos al rostro.