—¡Ting, ting! —gritó Eddie Deng, aterrorizado.
El joven detective, que no llevaba ningún arma, alzó las manos hasta colocarlas sobre su pelo de puercoespín.
Nadie se movió. Sachs oyó una multitud de sonidos: los gemidos de la chica, el murmullo del tráfico, los cláxones que sonaban en la calle. Las órdenes desesperadas del pistolero en una lengua que no entendía. Los latidos de su propio corazón.
Se puso de lado para quedar más a cubierto y apuntó su Glock hacia donde veía que podría estar su cabeza. La regla era ésta: por difícil que fuera, uno nunca se sacrificaba, uno nunca entregaba su arma, uno nunca la dejaba a un lado en un enfrentamiento, uno jamás permitía que un criminal pudiera hacer blanco en su cuerpo. Uno tenía que hacerles entender que tomar rehenes no les iba a ayudar en nada. El hombre se echó hacia adelante, les conminó a ir hacia atrás mientras musitaba en ese lenguaje ininteligible. Ni Sachs ni el joven detective se movieron un ápice.
—¿Tienes chaleco antibalas, Deng? —susurró ella.
—Sí —fue su rápida respuesta.
Ella también llevaba puesto un chaleco American Body Armor con una placa cardial Super Shok, pero a esa distancia un disparo podía hacerles mucho daño en las partes del cuerpo no protegidas. Un disparo en la arteria femoral te mata mucho antes que unas cuantas heridas en el pecho.
—Retrocede —susurró ella—. Necesito tener mejor luz para disparar.
—¿Vas a disparar? —preguntó Deng dudoso.
—Tú retrocede.
Ella dio un paso hacia atrás. Luego otro. El joven policía, con el cuero cabelludo cubierto de sudor, no se movió. Sachs se detuvo. Él musitaba algo, tal vez una oración.
—Eddie, ¿estás conmigo? —susurró ella. Y tras un breve instante—: ¿Eddie?, ¡maldita sea!
—Perdona. Sí —dijo él.
—Venga, poco a poco. —Se dirigió al hombre que agarraba a la chica llorosa; ella con voz suave y muy lentamente dijo—: Baja el arma. Nadie tiene por qué salir herido. ¿Hablas inglés?
Retrocedió un poco más. El hombre les siguió.
—¿Hablas inglés? —volvió a intentarlo ella.
Nada.
—Eddie, dile que vamos a arreglarlo.
—No es Han —dijo Deng—. No hablará chino.
—Inténtalo, en cualquier caso.
Una descarga de sonidos brotó de la boca de Deng. Las palabras en staccato daban miedo.
El hombre no respondió.
Los dos oficiales se retiraron hasta el comienzo del callejón. Ni un solo policía, ningún maldito agente se fijó en ellos. ¿Dónde coño están todos?, se preguntó Sachs.
El asaltante y la aterrorizada chica, con una pistola en el cuello, también se fueron moviendo hacia adelante hasta ir saliendo fuera.
—Tú —ladró el hombre a Sachs en un inglés terrible—. Al suelo. Ambos al suelo.
—No —replicó Sachs—. No vamos a tumbarnos. Te pido que dejes la pistola. No puedes huir. Hay cientos de policías. ¿Entiendes? —Mientras hablaba apuntaba a su objetivo (la mejilla de él) aprovechando que allí la luz era algo mejor. Pero seguía siendo una diana muy pequeña. Y la sien de la chica quedaba a pocos centímetros. El tipo era muy flaco por lo que ella no tenía mucho espacio al que disparar.
El hombre miró hacia atrás, hacia el callejón oscuro.
—Va a disparar y luego echará a correr —dijo Deng con un hilo de voz.
—Escucha —gritó Sachs—. No vamos a hacerte daño. Nosotros…
—¡No! —El hombre hundió el cañón del arma en el cuello de la chica y ésta gritó.
Entonces Deng se inclinó para sacar su arma.
—¡Eddie, no! —gritó Sachs.
—¡Bu! —gritó el asaltante y apuntó a Deng, disparándole en el pecho. El detective soltó un bramido y cayó hacia atrás sobre Sachs; tirándola al suelo. Deng quedó bocabajo, parecía tener arcadas, o tal vez escupiera sangre, ella no podía saberlo. El disparo podía haber traspasado el chaleco a esa distancia. Aturdida, Sachs se puso de rodillas. El pistolero la tuvo en el punto de mira antes de que ella pudiera coger la pistola.
Pero él titubeó. Algo pasaba a su espalda. El pistolero miró hacia atrás. En la penumbra del callejón, Sachs podía distinguir la silueta de un hombre que corría hacia ellos con algo en la mano.
El sicario soltó a la chica y se dio la vuelta alzando la pistola, pero antes de que pudiese disparar la persona que corría le golpeó en la cabeza con lo que llevaba en la mano: un ladrillo.
—¡Hongse! —gritó Sonny Li, dejando caer el ladrillo y alejando a la chica del pistolero caído. Li la echó al suelo y se volvió hacia el hombre, que se agarraba la cabeza sangrante. Pero de pronto, dio un brinco y apuntó a Li, quien se echó contra la pared.
Tres raudos disparos que salieron del cañón de la pistola de Sachs lo abatieron como si fuera una muñeca que cae sobre adoquines y quedó inerte en el suelo.
—¡Jueces del infierno! —musitó Li, que observaba el cadáver. Se le acercó, comprobó que no tenía pulso y le quitó la pistola de la mano exánime—. Querida Hongse —dijo. Luego se dio la vuelta para ayudar a la chica, que gimoteaba y corría por el callejón dejando atrás a Sachs, para caer en los brazos de un oficial chino del Distrito Quinto, que empezó a reconfortarla en su propio idioma.
Los médicos corrieron hacia Deng para auscultarlo. El chaleco había detenido la bala, pero el impacto le había roto una o dos costillas.
—Lo siento —le dijo a Sachs—. Sólo reaccioné.
—¿Tu primera vez con fuego real?
Él asintió.
—Bienvenido al club —le dijo ella con una sonrisa. El médico le ayudó a levantarse y se lo llevaron para realizarle un examen más exhaustivo en el autobús médico.
Sachs y dos agentes de la ESU revisaron el apartamento y se encontraron a un niño de unos ochos años presa del pánico en el cuarto de baño. Con la ayuda del agente chino-americano del Distrito Quinto, los médicos examinaron a los dos hermanos y comprobaron que el sicario del Fantasma no les había hecho daño ni había abusado de ellos.
Sachs miró el callejón, donde un médico y dos agentes uniformados observaban el cadáver del asaltante.
—Tengo que investigar el cadáver —les recordó—. No quiero que lo toquen más de lo necesario.
—Claro, oficial —respondieron.
Muy cerca, Sonny Li rebuscaba en sus bolsillos hasta encontrar un paquete de cigarrillos. Si no hubiera sido así, a ella no le habría extrañado verle meter la mano en los bolsillos del muerto.
*****
Mientras se ponía el traje de Tyvek para analizar las escenas del crimen, Amelia Sachs vio que Sonny Li se acercaba.
Se rió al ver la expresión risueña del hombrecillo.
—¿Cómo? —le preguntó.
—¿Cómo qué?
—¿Cómo has sabido dónde estaban los Wu?
—Lo mismo digo.
—Dime tú primero. —Ella intuyó que a él le gustaría fanfarronear un poco y no le importaba dejarle hacer.
—Okay. —Encendió un cigarrillo con el anterior—. Forma de trabajar en China. Voy a sitios, hablo con gente. Esta noche voy a garitos de apuestas a tres. Pierdo dinero, gano dinero, bebo. Y hablo y hablo. Al final conozco tipo en mesa de póquer, carpintero. De Fujián. Me cuenta de un tipo que había llegado antes, nadie lo conocía. El tipo se queja de las mujeres y de lo que tiene que hacer por su familia porque esposa enferma y con brazo roto. Alardea del dinero que va a ganar. Luego dice que él en Dragón esta mañana y que salva a todo el mundo cuando naufragio. Tenía que ser Wu. No armonía en bazo, digo. Dice que vive cerca. Pregunto y encuentro este bloque de casas. Muchos cabezas de serpiente hola qué tal ponen gente aquí cuando llegan país. Vengo y echo un vistazo, pregunto gente, veo si alguien sabe algo y me dicen que familia, como los Wu, recién mudados hoy. Compruebo edificio y miro ventana trasera y veo hombre con arma. Hey, ¿has mirado primero ventana trasera, Hongse?
—No.
—Tal vez tú deberías haber hecho eso. Esa buena regla: siempre mira en ventana trasera como primer cosa.
—Debería haberlo hecho, Sonny. —Sachs miró en dirección al sicario muerto.
—Malo que no siga vivo —dijo Li con desánimo—. Podría haber sido de ayuda.
—No es cierto que torturéis a la gente para hacerla hablar, ¿no? —le preguntó ella.
Pero el policía chino se limitó a lanzarle una sonrisa críptica.
—Hongse, ¿cómo encuentras tú a los Wu? —le preguntó.
Sachs le explicó a Li cómo los habían encontrado gracias a las heridas de la esposa.
Li asintió, impresionado por las deducciones de Rhyme.
—¿Qué pasó con Fantasma?
Sachs le contó lo del disparo prematuro y la posterior escapada del cabeza de serpiente.
—¿Coe?
—Ese mismo —dijo ella.
—Puta pena… No me gusta ese hombre, digo. Cuando él en China en reunión en Fuzhou nosotros no fiarnos de él. Viene a oficina y no le caemos bien, ninguno. Nos habla como a niños y quiere hacer caso contra el Fantasma él solo. Habla mal sobre los inmigrantes. Desaparece en momentos cuando le necesitamos. —Li observó el mono blanco de Tyvek. Puso mala cara—. ¿Por qué vistes ese traje, Hongse?
—Para no contaminar las pruebas.
—Color malo. No deberías vestir blanco. Color de muerte en mi país, color de funerales, digo. Tíralo. Consigue traje rojo. Rojo es buena suerte en China. No azul. Consigue traje rojo.
—De blanco ya hago una buena diana.
—No bueno —replicó él—. Mal presentimiento. —Recordó una palabra que Deng le había enseñado antes—. Mal augurio, digo.
—No soy supersticiosa —dijo Sachs.
—Yo lo soy —dijo Li—. Mucha gente en China lo es. Siempre rezando oraciones, haciendo sacrificios, cortándole la cola al demonio…
—¿Cortando qué?
—Se llama cortar la cola al demonio. Mira, los demonios siempre te siguen, así cuando cruzas calle corres deprisa frente a un coche. Eso corta cola al demonio y se lleva su poder.
—¿Y la gente no resulta atropellada?
—A veces.
—¿Es que no saben que eso no funciona?
—No, sólo saben que a veces tú cortas cola a demonio y a veces el demonio te atrapa.
Cortarle la cola al demonio…
Sachs consiguió que Li le prometiera mantenerse lejos de las escenas del crimen, al menos hasta que ella hubiera acabado, y luego investigó el cadáver del sicario muerto, pasó la cuadrícula en el apartamento y finalmente rastreó el coche del Fantasma que había quedado como un colador. Metió todas las pruebas en bolsas que etiquetó y por fin se quitó el traje.
Luego Li y ella condujeron hasta la clínica, donde encontraron a la familia Wu reunida en torno a una habitación custodiada por policías uniformados y una impertérrita agente del INS. Con Li y la agente como intérpretes, Sachs recabó toda la información que pudo. A pesar de que Wu Qichen no sabía nada del paradero del Fantasma, el tipo amargado y delgaducho le ofreció alguna información sobre los Chang, incluido el nombre del bebé que estaba con ellos, Po-Yee, que significaba niña afortunada.
Vaya un nombre más adorable, pensó Sachs.
—¿Van a ir a un centro de detención? —le preguntó a la agente del INS.
—Exacto, hasta la vista.
—¿Le importaría que les instaláramos en uno de nuestros pisos francos? —El NYPD tenía una serie de casas de alta seguridad en la ciudad para la protección de testigos. Los centros de detención del INS para inmigrantes ilegales eran notoriamente inseguros. Además, el Fantasma supondría que les llevarían a un centro de Inmigración y, con su guanxi, tal vez sobornara a alguien para que le permitiera, a él o a uno de sus bangshous, colarse dentro e intentar asesinar de nuevo a la familia.
—No tenemos reparo.
Sachs sabía que la casa de Murray Hill estaba vacía. Le dio a la agente la dirección y el nombre del oficial del NYPD que se encargaba de las viviendas de protección a testigos.
La agente del INS miró a Wu y, como una maestra mal encarada, le dijo:
—¿Por qué no os quedáis en vuestro país? Solucionad allí vuestros problemas. Un poco más y consigues que maten a tu mujer y a tus hijos.
El inglés de Wu no era bueno, pero al parecer comprendió sus palabras. Se puso en pie junto a la cama de su mujer e hizo grandes aspavientos.
—¡No es culpa nuestra! ¡No es culpa nuestra! —dijo inclinándose hacia la amargada mujer—. ¡Venir aquí no es culpa nuestra!
—¿Qué no es vuestra culpa? —exclamó la agente del INS, asombrada—. ¿A quién queréis echarle la culpa, entonces?
—¡A tu país!
—¿Y eso cómo se come?
—¿No lo ves? Vosotros todo dinero y riqueza, vosotros publicidad, vosotros ordenadores, vosotros Nikes y Levis y coches y laca… Vosotros Leonardo DiCaprio, vosotros mujeres bellas. Vosotros pastillas para todo, vosotros maquillaje, ¡vosotros televisión! ¡Vosotros decís al mundo que vosotros tenéis todo aquí! Meiguo es todo dinero, todo libertad, todo seguro. Vosotros decís todo el mundo que esto muy bueno. Vosotros cogéis nuestro dinero pero vosotros decís a nosotros mei-you, ¡largo de aquí! ¡Vosotros decís a nosotros que nuestros derechos humanos horribles, pero cuando tratamos venir aquí decís mei-you!
El hombrecillo pasó a hablar en chino y luego se calmó. Miró a la mujer de arriba abajo y señaló sus cabellos rubios:
—¿Qué tus antepasados? ¿Italianos, ingleses, alemanes? ¿Ellos en este país primero? Venga, dime. —Volvió a hacer aspavientos de enfado y se sentó junto a la cama, poniéndole a su esposa una mano en el brazo herido.
La agente meneó la cabeza, sonriendo de forma condescendiente, como si le extrañara que un inmigrante no fuera capaz de ver lo que a ella le parecía obvio.
Sachs dejó a la abatida familia y le hizo una seña a Li para que la siguiera hasta la salida de la clínica. En la acera se detuvieron y luego echaron a correr al cruzar la calle, pasando entre dos taxis que iban rápido. Cuando el segundo pasó a su lado, Sachs se preguntó si había pasado lo bastante cerca como para cortar la cola a los demonios que la perseguían.
*****
El edificio y el garaje del sótano eran prácticamente inexpugnables, pero el garaje anexo en una estructura subterránea al otro lado de la calle no lo era tanto.
La preocupación por los ataques terroristas había llevado a la Administración a limitar el acceso al garaje bajo el edificio del Manhattan Federal Plaza. Había tantos empleados federales que si se decidían a comprobar todos los vehículos crearían un atasco inmenso en el garaje del sótano, por lo que se decidió que éste quedara cerrado para todos los que no fueran altos oficiales gubernamentales, mientras que el del otro lado de la calle se reservaba para los otros empleados. Dicho aparcamiento también contaba con medidas de seguridad, por supuesto, pero dado que quedaba junto a un parque, se suponía que incluso en el caso de que estallara una bomba los daños serían limitados.
De hecho, aquella noche, a las nueve, la seguridad no era precisamente encomiable porque el único guarda que estaba de servicio en la garita de la entrada se dedicaba a observar una furgoneta en llamas en pleno Broadway. Era un vehículo viejo que ardía mientras un centenar de felices transeúntes lo observaba.
El rechoncho guarda había salido de la garita y miraba el humo negro y las llamas naranjas que ascendían danzando por las ventanillas de la furgoneta. Por eso no vio a un hombre delgado vestido de traje que llevaba un maletín y que se coló deprisa en la entrada de automóviles para bajar la rampa del garaje medio vacío.
Ese hombre había memorizado el número de matrícula del coche que andaba buscando y tardó en localizarlo sólo cinco minutos. El vehículo azul marino del gobierno quedaba muy cerca de la rampa de salida; el conductor había encontrado este espacio porque había llegado hacía sólo media hora, mucho después de que cerraran las oficinas y de que todos los empleados federales se hubieran ido a sus respectivas casas.
Como casi todos los coches federales, el hombre se había cerciorado de ello, aquél no tenía alarma. Tras echar una rápida ojeada al garaje, se puso unos guantes de tela e insertó una hoja de metal en el espacio que quedaba entre la ventanilla y la puerta del conductor, y con ella logró abrir la cerradura. Abrió el maletín y sacó una bolsa de papel, cuyo interior revisó para comprobar que estaba todo. Vio el mazo de cartuchos de color amarillo con la inscripción EXPLOSIVO, PELIGRO, VER INSTRUCCIONES ANTES DE USAR. Del detonador de uno de los cartuchos corrían varios cables hasta una pila, y de allí hasta un interruptor que se accionaba por simple presión. Colocó la bolsa bajo el asiento del conductor, sacó un poco de cable y colocó el interruptor entre los muelles del asiento. Cualquiera que pesara más de cuarenta y cinco kilos completaría el circuito y haría explotar el detonador por el simple hecho de sentarse.
El hombre cambió el interruptor de la caja con la pila de OFF a ON, cerró la puerta del coche y, tan silenciosamente como pudo, dejó el garaje, pasando por delante del guarda que seguía ajeno a sus andanzas y observaba con cara de desencanto cómo los miembros del NYFD apagaban las llamas: como si le diera pena que el depósito de gasolina no hubiera explotado de forma espectacular, como sucedía en las películas de acción y en las series de televisión.