Los Wu en la entrada.
Los niños en el apartamento.
El Fantasma y Yusuf, con pasamontañas cubriéndoles la cara y empuñando sus armas, corrían por Canal Street. Sintió la oleada de excitación que sentía siempre antes de un asesinato. Las manos le temblaban un poco pero se tranquilizarían en cuanto tuviera que disparar.
Volvió a pensar en la niña de los Wu. Diecisiete, dieciocho… Bastante guapa. Él le…
En ese mismo instante se oyó un gran ruido y una bala se empotró en un coche justo detrás del Fantasma. La alarma comenzó a crecer.
—Dios —dijo una voz—, ¿quién ha disparado?
Yusuf y el Fantasma se detuvieron y se agacharon. Levantaron las armas y echaron un vistazo a la calle para localizar a su atacante.
—Mierda —dijo otra voz—. ¡Que cese el fuego!
Los Wu también se detuvieron y se tiraron al suelo.
Al Fantasma le daba vueltas la cabeza. Cogió a Yusuf por el brazo.
—¡Kwan Ang! —gritó una voz por un megáfono—. Deténgase. ¡Le habla el Servicio de Inmigración de los Estados Unidos! —Acto seguido sonó un segundo disparo; al Fantasma le dio la impresión que quien disparaba era quien le había hablado, y la ventanilla de un coche aparcado cerca explotó en una nube de vidrios rotos.
Con la cabeza a cien por la sorpresa, el cabeza de serpiente gateó hacia atrás mientras levantaba su pistola de la suerte y buscaba a su objetivo. ¿El INS estaba allí? ¿Cómo?
El caos se había apoderado de Canal Street. Gritos, transeúntes y dependientes de tiendas se tiraban al suelo; un poco más allá, se abrieron las puertas de dos furgonetas blancas y salieron hombres y mujeres con uniformes negros que llevaban armas.
¿Qué era aquello? ¡Hasta los mismísimos Wu tenían armas! El marido había sacado de una bolsa de plástico una automática. La mujer se sacaba una pistola del bolsillo del chándal… y entonces el Fantasma se dio cuenta de que no eran los Wu, sino señuelos, policías chino-americanos, agentes que vestían las prendas de los Wu. De alguna forma la policía había encontrado a la pareja y había enviado a esos agentes en su lugar para hacerle salir de su escondrijo.
—¡Tira el arma! —le conminó el hombre que suplantaba a Wu.
El Fantasma hizo cinco o seis disparos al azar, para evitar que la gente se levantara y para agudizar el pánico. Disparó al escaparate de una joyería, logrando así añadir otra sirena al cúmulo de ruidos e intensificar el caos.
El turco que estaba en el asiento del conductor abrió la puerta y empezó a disparar a las furgonetas blancas. A la carrera, buscando ponerse a cubierto y tener alguien a tiro, los policías se concentraron en la otra acera de Canal Street.
Mientras se agachaba detrás de su cuatro por cuatro, el Fantasma oyó: «¿Quién ha disparado?… Los refuerzos están en posición… ¿Qué cojones ha pasado?… Cuidado con los viandantes, la hostia…».
Presa del pánico, un conductor cuyo coche estaba frente al apartamento de los Wu aceleró para escapar a toda costa de la línea de fuego. El Fantasma disparó al asiento delantero dos veces. La ventanilla del vehículo estalló y el coche se empotró con gran estruendo contra una hilera de vehículos.
—Kwan Ang —dijo la voz metálica desde un megáfono o desde un altavoz de un vehículo, y esta vez era la de otra persona—. Le habla el FBI. Tire el…
El Fantasma hizo callar al agente disparando en su dirección y se subió al Blazer. Los uigures se colocaron detrás.
—Kashgari —dijo Yusuf, señalando el apartamento de los Wu, donde el tercer turco les esperaba— sigue dentro.
—Está muerto o arrestado —gritó el Fantasma—. ¿Entiendes? No vamos a esperar a nadie.
Yusuf asintió. Pero mientras el Fantasma arrancaba para largarse de allí vio a un policía que salía de la hilera de coches para indicar a los viandantes que se pusieran a cubierto. Cogió la pistola y se inclinó hacia la parte delantera del cuatro por cuatro.
—¡Agachaos! —gritó el Fantasma, mientras el agente realizaba varios disparos. Los tres hombres se agacharon esperando que el parabrisas estallara.
Sin embargo, lo que oyeron fue el ruido de las balas al impactar en la carrocería del vehículo: ocho o nueve balas. Al final hubo un gran estrépito, cuando las aspas del ventilador se doblaron a causa de los disparos y chocaron con otras partes del motor, mientras el vapor se escapaba del radiador agujereado. Finalmente todo quedó en silencio.
—¡Fuera! —ordenó el Fantasma mientras saltaba del coche y disparaba unos cuantos tiros al agente para obligarle a ponerse a cubierto.
Los tres se agacharon en la acerca. Durante un instante se produjo un silencio. La policía y los agentes no disparaban y probablemente se hallaban a la espera de los inminentes refuerzos; las sirenas de los coches de emergencia se aproximaban por Canal Street.
—Tirad las armas y poneos en pie —clamó de nuevo la voz del megáfono a través de la estática—. ¡Kwan, tira el arma!
—¿Nos rendimos? —dijo Hajip, con los ojos enormes por el miedo.
El Fantasma le ignoró y se secó el sudor de las manos en las perneras del pantalón antes de meter un nuevo cargador en su pistola modelo 51. Miró a su espalda.
—¡Por aquí! —Se levantó, hizo varios disparos y corrió hacia la pescadería que había a su espalda. Los dueños y varios empleados se escondían tras cajas de pescado y anguilas, cajones de comestibles y cajas de congelados. El Fantasma y los dos turcos corrieron por el callejón donde se toparon con un viejo junto a un camión de reparto. Al ver los pasamontañas y las armas, el tipo se hincó de hinojos y alzó los brazos.
—No me hagan daño —suplicó—. ¡Por favor! ¡Tengo una familia que mantener…! —Se le quebró la voz y empezó a gimotear.
—Adentro —ordenó el Fantasma a los turcos. Subieron al camión. El cabeza de serpiente miró hacia atrás y divisó a varios agentes que con cautela se acercaban a la tienda. Se dio la vuelta e hizo varios disparos; ellos se dispersaron para ponerse a cubierto.
Entonces, al volverse de nuevo, el Fantasma se quedó helado. El viejo había cogido un gran cuchillo y daba un paso hacia delante; se detuvo y se le quedó mirando con ojos aterrorizados. El Fantasma le apuntó a la frente. El cuchillo cayó sobre los adoquines húmedos de la calle. Cerró los ojos.
*****
Cinco minutos más tarde Amelia Sachs llegaba a la escena. Corrió hacia el apartamento de los Wu con la pistola en la mano.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a un oficial parado junto a un coche tiroteado—. ¿Qué demonios ha pasado?
Pero el joven temblaba mucho y sólo pudo mirarla, paralizado.
Siguió caminando por la calle y se encontró a Fred Dellray agachado junto a un agente que tenía un disparo en el brazo, a quien había puesto un vendaje improvisado. Los médicos corrieron hacia el herido y se lo llevaron.
—Esto es un asco, Amelia —le dijo Dellray furioso—. Estábamos a un milímetro de él. Lo teníamos a medio milímetro.
—¿Dónde está? —preguntó Sachs mientras enfundaba la Glock.
—Robó un camión de reparto en la pescadería del fondo de la calle. Hemos puesto a todos los agentes a buscarle.
Sachs cerró los ojos, no se lo podía creer. Todas las deducciones brillantes de Rhyme, todo el esfuerzo sobrehumano para conseguir montar un equipo de arresto en tan poco tiempo… Todo para nada.
Lo que Rhyme, frustrado por la falta de pistas, se había encontrado en la pizarra era la referencia al grupo sanguíneo de la inmigrante herida. Se había dado cuenta de que el laboratorio no había llamado para darles los resultados del examen. El número que le había pedido a Sachs era el de la oficina de Exámenes Médicos. Rhyme había ordenado al patólogo forense terminar el análisis con rapidez.
El médico había encontrado varias cosas que les fueron útiles: presencia de esquirlas de hueso en la sangre, lo que indicaba una fractura severa; sepsis, lo que denotaba un corte o abrasión, y la presencia de Coxiella burnetii, bacteria responsable de la fiebre Q, una enfermedad zoonótica, es decir de las que se transmiten de animales a personas. Esa bacteria solía anidar en lugares donde se guardaba ganado durante largas temporadas, como los corrales de puerto o las bodegas de barcos.
Todo ello indicaba que la inmigrante estaba muy enferma.
Y Rhyme opinaba que eso les iba a ser de gran ayuda.
—Cuénteme más cosas de esa fiebre —le había preguntado al patólogo.
Le dijeron que, aunque no era contagiosa ni mortal, sus síntomas podían ser muy severos; comprendían cefaleas, escalofríos, fiebre, y también solía atacar el hígado.
—¿Es poco común? —preguntó Rhyme.
—Muy extraña, al menos aquí.
—Excelente —dijo Rhyme, alegre por esta noticia, antes de hacer que Sellitto y Deng reunieran un equipo de interrogadores del Gran Edificio, la comisaría del centro, el One Police Plaza, y del Quinto Distrito. Empezaron a llamar a todos los hospitales y clínicas de Chinatown en Manhattan y de Flushing, en Queens, para preguntar si habían admitido a una mujer china con fiebre Q y un brazo roto e infectado.
En sólo diez minutos recibieron una llamada de uno de los oficiales del centro. Daba la casualidad de que un chino había llevado a su esposa a una clínica de Chinatown y que ella cumplía el diagnóstico: fiebre Q avanzada y múltiples fracturas. Su nombre era Wu Yong-Ping, había sido ingresada y su marido también estaba allí.
Sachs, Deng y unos cuantos agentes del Distrito Quinto habían corrido al hospital para interrogarles. Los Wu, asustados por el arresto, les habían dicho a los policías dónde vivían, y que sus niños seguían en el apartamento. Entonces Rhyme había llamado a Sachs para decirle que acababan de llegar los resultados de AFIS correspondientes al asesinato de Jimmy Mah: algunas huellas concordaban con las de escenas de crímenes anteriores del caso GHOSTKILL, luego el cabeza de serpiente también era responsable de aquel crimen. Cuando Wu les confesó que había conseguido el apartamento por mediación de Mah, Rhyme y Sachs se dieron cuenta de que el Fantasma sabía el paradero de los Wu y que probablemente se dirigía hacia allí para asesinarles.
Dado que aún no estaba disponible el equipo SPEC-TAC del FBI, Dellray, Sellitto y Peabody habían reunido un equipo de arresto y también conseguido la ayuda de algunos agentes chino-americanos para que suplantaran a los Wu.
Pero un disparo antes de tiempo había dado al traste con toda la operación.
—¿Se sabe algo más de la furgoneta de la pescadería? —le preguntó Dellray a un agente—. ¿Cómo puede ser que nadie haya visto nada? ¡Si en el puto lateral lleva escrito el nombre de la tienda en letras grandes!
El hombre hizo una llamada de radio y un instante después le informó:
—Nada, señor. No hay informes que digan si sigue en la carretera o si ha sido abandonada.
Dellray jugó con el nudo de la corbata, morado y negro, que sobresalía del chaleco antibalas.
—Algo. Va. Mal.
—¿A qué te refieres, Fred? —le preguntó Sachs.
Pero el agente no contestó. Echó una ojeada a la pescadería y se dirigió hacia allá. Sachs fue con él. Frente a un gran cajón de hielo había tres chinos (Sachs supuso que serían dependientes) y dos policías del NYPD que les interrogaban.
Dellray miró a los dependientes uno a uno y se fijó en un viejo, cuyos ojos se desviaron de inmediato hacia una docena de salmonetes que yacían en un lecho de hielo.
—Te ha dicho que el Fantasma había robado la furgoneta, ¿no? —preguntó mientras apuntaba al hombre con el dedo.
—Así es, agente Dellray —respondió uno de los policías.
—¡Bien, pues estaba mintiendo como un bellaco!
Dellray y Sachs corrieron hacia el fondo de la tienda y llegaron al callejón que había detrás. Oculto tras un gran contendor de basura, a unos diez metros de allí, estaba escondido el camión de reparto.
—Escúchame, mequetrefe, dime lo que ha ocurrido y no me jodas. ¿Estamos o no estamos? —le apremió Dellray al volver a la tienda.
—Iba a matarme —replicó el hombre, gimoteando—. Me hizo decir que habían robado camión, tres hombres. Condujeron hasta callejón, escondieron camión y echaron a correr. No sé dónde fueron.
Dellray y Sachs volvieron al improvisado puesto de mando.
—No puedo culpar al viejo… Pero, aun así, mierda y media.
—Así que lo más probable —dijo ella— es que hayan corrido hasta alguna calle adyacente y hayan robado un coche.
—Lo más seguro. Después de matar al conductor.
Un instante después llamaba un oficial para decirles que se había recibido un mensaje que informaba del robo de un coche. Tres hombres enmascarados habían abordado un Lexus en un semáforo, habían ordenado a la pareja que lo conducía que se bajara y luego escaparon. Al contrario de lo que Dellray había supuesto, tanto el conductor como el pasajero resultaron ilesos.
—¿Por qué no los habrá matado? —se preguntó éste.
—Tal vez no quería hacer fuego —le respondió Sachs—. Eso llama la atención. Habría sido un inconveniente. ¿Quién ha sido? —le preguntó mientras aparecían más y más vehículos de emergencia en la zona—. ¿Quién hizo el disparo que le alertó?
—Aún no lo sé. Pero voy a investigar este maldito caso con una puta lupa.
Sin embargo, no tuvo que esforzarse mucho. Dos policías uniformados se acercaron al agente del FBI y hablaron con él. En ese momento la cara del agente fue todo un poema; Dellray alzó la vista y fue hacia el culpable.
Era Alan Coe.
—¿Qué diantre ha sucedido? —ladró.
A la defensiva aunque desafiante al mismo tiempo, el agente pelirrojo miró al del FBI.
—Tuve que hacerlo. El Fantasma iba a disparar a los señuelos, ¿o es que no lo has visto?
—No, para nada. Llevaba el arma baja.
—No desde mi campo visual.
—Me cago en tu campo visual —gritó Dellray—. Llevaba. El. Arma. Baja.
—Me estoy cansando de que me des lecciones, Dellray. Era del todo necesario. Además, si tu agente hubiera estado en posición, podríamos haberle arrestado.
—Habíamos quedado en hacerlo en la acera, donde no hubiera inocentes, y no en medio de una calle abarrotada. —Dellray sacudió la cabeza—. Treinta míseros segundos y habría quedado más atado que un regalo de Navidad. —Luego el agente señaló la gran pistola Glock del 45 que Coe llevaba a la cintura—. Y aun en el caso de que, como dices, se dispusiera a atacar a alguien, ¿cómo cojones no has podido dar en un blanco así a sólo diez metros? Yo mismo podría haberle dado, y eso que no disparo mi birriosa arma más de una vez al año. Joder.
—Me pareció que era lo que tenía que hacer dadas las circunstancias —dijo Coe, ya sin su pose desafiante y algo apenado—. Creí que debía salvar vidas.
Dellray se sacó el cigarrillo de la oreja y lo miró como si se dispusiera a encenderlo.
—Esto ha ido demasiado lejos. A partir de ahora, el INS sólo tendrá carácter consultivo y no participará ni como refuerzo ni en operaciones especiales.
—No puedes hacer eso —dijo Coe, con una mirada furibunda.
—De acuerdo con la orden ejecutiva, puedo hacerlo, hijo. Me voy al centro y haré lo que tenga que hacer para que sea efectivo. —Se largó y Coe musitó algo entre dientes que Sachs no llegó a oír.
Ella miró a Dellray subir a su coche, dar un portazo y largarse a toda velocidad. Se volvió hacia Coe.
—¿Alguien se ha ocupado de los niños?
—¿Niños? —respondió él, abstraído—. ¿Te refieres a los de los Wu? No lo sé.
Los padres habían repetido una y mil veces que recogieran a sus hijos y los llevaran al hospital lo antes posible.
—Se lo comenté a los de la central —dijo el agente, refiriéndose por lo visto al INS—. Supongo que han enviado a alguien para hacerse cargo de la custodia. Es el procedimiento habitual.
—Bueno, no estoy hablando del procedimiento —dijo ella—. Hay dos niños solos allí y acaba de producirse un tiroteo frente a su apartamento. ¿No crees que estarán un poco asustados?
Coe había recibido demasiadas reprimendas en el mismo día. En silencio, se dio la vuelta y caminó hasta su coche, sacando el móvil mientras se alejaba. Se largó a gran velocidad con el teléfono pegado a la oreja.
Sachs llamó a Rhyme y le dio las malas noticias.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rhyme, aún más enfadado que Dellray.
—Uno disparó antes de que estuviéramos en posición. La calle no estaba despejada y el Fantasma salió de allí dando tiros… Rhyme, el que disparó fue Alan.
—¿Coe?
—El mismo.
—¡No!
—Dellray va a dejar al INS a la altura del barro.
—A Peabody no le va a gustar.
—En estas circunstancias, Fred no tiene precisamente ganas de preocuparse por lo que a la gente le gusta o le deja de gustar.
—Bien —dijo Rhyme—. Necesitamos que alguien se haga cargo. En este caso vamos dando palos de ciego. No me gusta. —Luego preguntó—: ¿Ha habido bajas?
—Unos cuantos heridos, oficiales y civiles. Nada serio. —Sachs divisó a Eddie Deng—. Tengo que encontrar a los niños de los Wu, Rhyme. Te llamaré una vez haya estudiado la escena del crimen.
Colgó y llamó a Deng.
—Necesito que me hagas de intérprete, Eddie. Con los niños de los Wu.
—Vale.
—Manténgalo sellado —le pidió a un agente mientras señalaba el cuatro por cuatro tiroteado del Fantasma—. Tengo que estudiar la escena del crimen en un minuto. —El policía asintió.
Deng y Sachs se dirigieron al apartamento.
—No quiero que los chicos vayan solos al edificio del INS, Eddie —dijo ella—. ¿Crees que podrías sacarlos de aquí y llevarlos a la clínica con sus padres?
—Claro.
Descendieron los pocos escalones que conducían a los apartamentos del sótano. El callejón estaba lleno de basura y Sachs sabía que las habitaciones serían oscuras, seguramente estarían llenas de cucarachas y, obviamente, apestarían. Imagínatelo, se dijo: los Wu arriesgan la vida y que los arresten, pasan por el mal trago de un viaje doloroso y terrible sólo por el privilegio de poder llamar hogar a este lugar asqueroso.
—¿Cuál es el número? —preguntó Deng, que iba por delante.
—Uno B —dijo ella.
Él se acercó a la puerta.
Fue entonces cuando Sachs vio la llave en la cerradura de la puerta de los Wu. Deng fue hacia la manilla…
—¡No! —gritó ella, desenfundando su arma—. ¡Espera!
Pero ya era tarde. Deng estaba abriendo la puerta. Acto seguido se echó hacia atrás, ante un tipo cetrino y delgado que llevaba por la cintura a una adolescente llorosa utilizándola como parapeto mientras le clavaba el cañón de una pistola en el cuello.