Capítulo 23

El estado de su mujer había empeorado.

Era el principio de la tarde y Wu Qichen había estado sentado en el suelo durante una hora cerca del colchón, secándole la frente a su esposa. Su hija había hervido a conciencia las hierbas que él había traído y ambos le habían administrado el líquido caliente a la mujer enfebrecida. También le habían dado las pastillas pero no parecía haber ninguna mejoría.

Wu Qichen se inclinó sobre la enferma y le secó la piel. ¿Por qué no se ponía mejor?, se preguntó. ¿Le habría timado el del herbolario? ¿Y por qué estaba su mujer tan delgada? Si hubiera comido bien, si hubiera dormido como es debido, no se habría puesto enferma en el viaje. Yong-Ping, una mujer frágil y pálida, debería haberse forzado a conservarse en mejor estado. Tenía responsabilidades…

—Tengo miedo —dijo ella—. Ya no sé qué es real. Todo me parece un sueño. Mi cabeza, el dolor… —comenzó a musitar algo más y luego calló.

Y de repente, Wu se dio cuenta de que él también estaba asustado. Por vez primera desde que, hace una eternidad, se marcharan de Fuzhou, Wu Qichen empezó a pensar que podía perderla. Oh, había muchas cosas de Yong-Ping que no lograba entender. Se habían casado por impulso, sin saber casi nada el uno del otro. Tenía mal humor, era menos respetuosa de lo que su padre habría tolerado. Pero era una buena madre, se podía contar con ella en la cocina, respetaba a los padres de Wu y era inteligente en la cama. Y siempre estaba dispuesta a sentarse en silencio y escuchar sus palabras: a tomarle en serio. No mucha gente lo hacía.

Alzó la vista y vio a su hijo en el umbral de la puerta; tenía los ojos muy abiertos y había estado llorando.

—Vuelve y ve la televisión —le dijo Wu.

Pero el chico no se movió. Miraba a su madre. Wu se puso en pie.

—Chin-Mei —llamó—. Ven aquí. —La chica acudió a la entrada de la habitación en un segundo.

—¿Sí, Baba?

—Tráeme las ropas nuevas de tu madre.

La muchacha desapareció para volver en un instante con un par de pantalones elásticos y una camiseta. Juntos la vistieron. Chin-Mei cogió una toalla limpia y le secó la frente a su madre.

Wu fue a la tienda de electrónica contigua a su apartamento. Le preguntó al encargado dónde quedaba el hospital más próximo. El hombre le dijo que había una gran clínica no lejos de allí. Wu le pidió que le escribiera la dirección en inglés; había decidido gastarse dinero en un taxi para llevar a su esposa y necesitaba la nota escrita para mostrársela al taxista, pues su inglés era muy malo. Cuando volvió al apartamento le dijo a su hija:

—Volveremos pronto. Escúchame con atención. No le abras la puerta a nadie. ¿Me entiendes?

—Sí, padre.

—Tu hermano y tú os quedaréis en el apartamento. No salgáis bajo ningún concepto.

Ella asintió.

—Cierra con llave y echa la cadena en cuanto salgamos.

Wu abrió la puerta, le ofreció el brazo a su esposa para que se apoyara en él y salieron. Se detuvo para oír la vuelta de la llave y el ruido de la cadena. Luego enfilaron hacia Canal Street, llena de gente, con tantas oportunidades, con tanto dinero… que nada significaban en ese momento para el hombrecillo bajito y asustado.

*****

—¡Allí! —dijo el Fantasma con urgencia, mientras doblaba la esquina y dejaba el Blazer sobre la acera de Canal Street, cerca de Mulberry, en Chinatown—. ¡Son los Wu!

Sin embargo, antes de que él y los turcos pudieran ponerse las máscaras y bajar del vehículo, Wu ayudó a su mujer a subir a un taxi. Él subió tras ella y el vehículo amarillo se perdió enseguida en el tráfico de la hora punta de Canal Street.

El Fantasma maniobró para aparcar justo enfrente del apartamento cuya dirección, y llave de la puerta delantera, les había dado el agente inmobiliario de Mah, justo antes de morir de un disparo.

—¿Dónde crees que han ido? —preguntó al Fantasma a uno de los turcos.

—No lo sé. Ella, la mujer, parecía enferma. ¿Has visto cómo andaba? Tal vez al médico.

El Fantasma echó un vistazo a la calle. Calculó distancias, fijándose sobre todo en la cantidad de joyerías que había en el cruce entre Mulberry y Canal. Parecía una versión en miniatura del barrio de los diamantes, en el Midtown. Esto le preocupaba, pues significaba que en esa calle había docenas de guardas de seguridad armados; si asesinaban a los Wu antes de que cerraran las tiendas, alguno podría oír los disparos y llegar enseguida. E incluso, una vez cerradas las tiendas había riesgos: vio que en las esquinas había cajetines cuadrados, sin duda cámaras de seguridad. Allí estaban a salvo de los objetivos de las cámaras, pero acercarse a los Wu suponía entrar en su campo de visión. Tendrían que moverse con rapidez y ponerse los pasamontañas.

—Creo que vamos a hacerlo así —dijo el Fantasma lentamente, en inglés—. ¿Me estáis escuchando?

Los turcos se volvieron para prestarle atención.

*****

Cuando su padre y su madre se fueron, Wu Chin-Mei hizo té y le sirvió un poco de arroz y un bollo de té a su hermano menor. Ella pensaba en lo mucho que la había avergonzado su padre esa misma mañana, nada más llegar a Chinatown, ante el chico guapo de la tienda de alimentación al tratar de regatear.

¡Todo por ahorrar un par de yuan en unos bollos de té y unos fideos! Sentó al niño de ocho años, que se llamaba Lang, frente al televisor con la comida y fue al dormitorio para cambiar las sábanas empapadas de la cama de sus padres.

Frente al espejo, se observó. Le gustó lo que veía: el pelo largo negro, los labios anchos, los ojos profundos.

Mucha gente le había dicho que se parecía a la actriz Lucy Liu, y Chin-Mei podía ver que era cierto. Bueno, se parecería aún más en cuanto perdiera algunos kilos… y se operara la nariz, claro. ¡Y esa ropa ridícula! Un chándal verde claro… era asqueroso. La ropa era muy importante para Wu Chin-Mei. Ella y sus amigas solían ver los programas de moda de Beijín, Hong Kong y Singapur, con esas altísimas modelos que meneaban las caderas por la pasarela. Luego ellas, chicas de trece y catorce años, montaban sus propios desfiles de moda, recorriendo una pasarela casera y pasando luego a un probador improvisado para cambiarse.

Una vez, antes de que el Partido se le echara encima a su padre por abrir esa bocaza, la familia le había acompañado a Xiamen, al sur de Fuzhou. Era una ciudad deliciosa, un lugar muy frecuentado por los turistas, sobre todo occidentales y de Taiwán. En un estanco al que su padre había entrado para comprar cigarrillos, Chin-Mei se asombró al encontrar más de treinta revistas de moda. Se quedó media hora en la tienda mientras su padre hacía unos negocios por la zona y su madre llevaba a Lang a un parque cercano. Las hojeó todas. La mayoría de las revistas eran occidentales, pero algunas estaban publicadas en Beijín y mostraban las últimas creaciones de los diseñadores chinos, con tanto glamour como lo que salía de Milán o de París.

La adolescente había planeado estudiar diseño de moda en Beijín y convertirse en una diseñadora famosa… después de hacer de modelo durante un año o dos.

Pero ahora su padre le había desbaratado los planes.

Se bajó de la cama, agarró la tela barata de su chándal y tiró de ella con el deseo de romperla.

¿Qué iba a hacer ahora con su vida?

Trabajar en una fábrica, coser prendas tan repulsivas como ésa. Ganar doscientos yuan al mes y dárselos a sus patéticos padres. Tal vez así pasaría lo que le quedaba de vida.

Ésa iba a acabar siendo toda su carrera en el mundo de la moda. La esclavitud… Ella estaba…

Un golpe seco en la puerta la sacó de sus ensoñaciones.

Asustada, se levantó deprisa con la imagen en la mente del cabeza de serpiente dentro del bote con un arma en la mano, el ruido de los disparos mientras asesinaba a las víctimas que se ahogaban… Fue hacia la sala de estar y bajó el volumen del televisor. Lang alzó la vista, asustado, y ella se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio.

Se oyó una voz de mujer

—¿Señor Wu? ¿Está ahí, señor Wu? Le traigo un mensaje de parte del señor Chang.

Ella recordó que Chang era el hombre que les había sacado de la bodega del barco y que había llevado su bote salvavidas a tierra. Le caía bien. También le gustaba su hijo, el del nombre occidental, William. Era huraño, delgado y atractivo. Era mono, aunque peligroso: carne de tríada.

—Es importante —dijo la mujer—. Si está ahí, abra la puerta. Por favor. El señor Chang dijo que está usted en peligro. Yo trabajo con el señor Mah. Está muerto. Usted también está en peligro. Necesita irse a otro sitio. Yo le puedo ayudar a encontrar uno. ¿Puede oírme?

Chin-Mei no lograba quitarse de la cabeza el sonido de la pistola. Ese hombre horrible, el Fantasma, que les disparaba. La explosión en el barco, el agua.

¿Debería irse con esa mujer?, se preguntaba Chin-Mei.

—Por favor… —Más golpes en la puerta.

Pero entonces oyó la voz de su padre que le decía que no abriera la puerta a nadie. Y, a pesar de estar enfadada, a pesar de considerar que su padre se equivocaba en muchas cosas, no era capaz de desobedecerle.

Esperó en silencio y no dejó entrar a nadie. Cuando sus padres regresaran les daría el mensaje.

La mujer del callejón debía de haberse ido, ya nadie golpeaba a la puerta. Chin-Mei volvió a subir el volumen del televisor y se preparó una taza de té.

Durante unos minutos observó los vestidos de las actrices americanas de una serie.

Luego oyó el ruido de una llave en la cerradura.

¿Estaría ya de vuelta su padre? Se levantó, preguntándose qué le habría pasado a su madre. ¿Estaría ahora bien? ¿Tendría que quedarse en el hospital?

Justo cuando se acercaba a la puerta y decía «Padre», ésta se abrió de pronto y apareció un hombrecillo que la apuntó con una pistola.

Chin-Mei gritó y echó a correr hacia Lang, pero el hombre la agarró por la cintura. La empujó contra la puerta, cogió a su hermano por el cuello y lo llevó hasta el baño.

—Quédate ahí y estate callado, niñato —dijo en inglés, y cerró la puerta del baño.

La joven cruzó los brazos sobre el pecho y trató de huir de él. Se quedó mirando la llave.

—¿Cómo… dónde la has conseguido? —le daba miedo que el hombre hubiera asesinado a sus padres y les hubiera robado la llave.

El hombre no entendía su chino y ella repitió la pregunta en inglés.

—Cierra esa boca. Si vuelves a gritar te mato. —Sacó un móvil del bolsillo e hizo una llamada—. Estoy dentro. Los chicos están aquí.

El hombre, de tez oscura, probablemente de la China occidental, asentía mientras escuchaba y miraba a Chin-Mei de arriba abajo. Puso cara de sorna.

—No sé, diecisiete, dieciocho… Lo bastante guapa… Vale.

Colgó.

—Primero —dijo en inglés—, algo de comer. —La agarró por el pelo y la condujo a la cocina—. ¿A ver qué tenemos por aquí…?

Pero todo lo que ella podía oír era el bucle interminable de esas palabras en su mente:

Primero… algo de comer… Primero… algo de comer…

¿Y luego?

Chin-Mei empezó a llorar.

*****

En la sala de la casa de Lincoln Rhyme, casi a oscuras por culpa del temprano anochecer propiciado por la tormenta, el caso estaba estancado.

Sachs, sentada en un rincón, bebía la maloliente infusión de hierbas que tanto indignaba a Rhyme, sin que él mismo supiera el motivo.

Fred Dellray estaba al fondo y estrujaba su cigarrillo sin encender; no estaba de mejor humor que el resto de los presentes.

—No estaba contento antes y tampoco lo estoy ahora. No. Estoy. Contento.

Se refería a lo que le habían dicho en el FBI sobre «distribución de recursos» y que, en definitiva, no era sino una forma de no asignar más agentes al caso GHOSTKILL.

—Son tan pedantes —escupió el agente— que lo llaman IDR. ¿Podéis creerlo? Sí, sí. Me dicen que es una situación sujeta al IDR. —Puso ojos de desprecio y dijo—: Éramos pocos y parió la abuela.

El problema de Dellray era que nadie en el Departamento de Justicia consideraba que el asunto del tráfico ilegal de personas fuera particularmente excitante y, por tanto, no se lo tomaban en serio. De hecho, y a pesar de la orden ejecutiva que cambió la jurisdicción en los noventa, el FBI no tenía tanta experiencia como el INS. Dellray había tratado de explicarle al agente especial encargado del caso que también había otro pequeño asuntillo que se le escapaba, y era que al cabeza de serpiente en cuestión se le podía considerar un asesino en serie. La respuesta que obtuvo tampoco fue precisamente entusiasta. Les explicó a sus compañeros que, a su parecer, fue lo que en inglés se denomina un «LSFH[3]»

—¿Qué significa eso? —preguntó Rhyme.

—«Que otro se encargue del puto caso». En realidad me lo he inventado, pero así veis cómo andan las cosas. —El agente añadió que el equipo de SPEC-TAC seguía en Quántico.

Y para acabar de rematarlo no estaban teniendo suerte con las pruebas de ninguna de las escenas del crimen.

—Vale, ¿qué pasa con el Honda que robaron en la playa? —Gruñó Rhyme—. Eso es pura rutina. ¿Es que no hay nadie que esté buscándolo? Vamos, ¿se ha dado o no la orden al localizador de emergencia de vehículos?

—Perdona, Linc —dijo Sellitto tras comprobarlo con la central—. Nada.

PerdonaLincnada…

Resultaba más sencillo encontrar un barco en un puerto de Rusia que encontrar a diez personas en su propio barrio.

Entonces llegó el informe preliminar sobre la escena del crimen del asesinato de Mah. Thom lo sostuvo delante de Rhyme y le fue pasando las hojas. Nada hacía indicar que el Fantasma estuviera involucrado en el asunto; no había pruebas «asociadas» con él en la escena, el término forense para indicar que estaba «implicado». No había informe de balística, pues a Mah lo habían degollado con un cuchillo, y las alfombras de la oficina y de los pasillos no mostraban señales de pisadas. Los técnicos habían encontrado cientos de huellas latentes y tres docenas de muestras que podrían aportar pruebas, pero tardarían horas en analizarlas.

Todas las peticiones remitidas al AFIS relacionadas con las huellas dactilares que Sachs había encontrado en otras escenas del crimen habían dado un resultado negativo, con la excepción de las de Jerry Tang, cuya identidad ya no era de ninguna ayuda.

—Necesito un trago —dijo Rhyme, descorazonado—. Es la hora del cóctel. Mierda, es mucho más tarde de la hora del cóctel.

—La doctora Weaver dijo que nada de alcohol antes de la operación —comentó Thom.

—Dijo que lo evitara, Thom. Estoy seguro de que dijo eso, «evítelo». Pero evitar no es prohibir.

—No voy a ponerme a discutir con el diccionario Webster en la mano, Lincoln. Nada de alcohol.

—La operación es la semana que viene. Dame un maldito trago.

—Estás trabajando muy duro en este caso —insistió el ayudante—. Tienes la tensión por las nubes y se te ha disparado todo.

—Hagamos un trato —dijo Rhyme—. Que sea un vaso pequeño.

—No hay trato: eso sería Lincoln uno, Thom cero. Ya beberás después de la operación —dijo Thom y desapareció en la cocina.

Rhyme cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el respaldo de la silla de ruedas. Imaginó, en un momento de fantasía, que tras la operación podía recuperar el control de todo el brazo. No le había dicho esto a nadie, ni siquiera Amelia Sachs, pero, a pesar de que nunca volvería a andar, solía fantasear con el hecho de que iba a poder levantar cosas. Ahora se imaginó a sí mismo cogiendo la botella de Macallan y bebiendo directamente. Casi podía sentir el contacto con el vidrio frío y torneado.

Un ruido en la mesa contigua le hizo abrir los ojos. El olor seco y ahumado del whisky invadió su olfato. Sachs acababa de dejar un pequeño vaso de licor en el reposabrazos de la silla de ruedas.

—No está muy lleno que digamos —le susurró el criminalista. Pero ambos sabían que lo que de verdad quería decir con ese comentario era: «gracias».

Ella le guiñó un ojo.

Rhyme sorbió con fuerza de la pajita y el cálido fuego del licor invadió su boca y su garganta.

Otro sorbo.

Disfrutó del trago, pero se dio cuenta de que no le ayudaba a apaciguar el sentimiento de urgencia y de frustración que le provocaba que el caso estuviera estancado. Miró la pizarra. Una de las notas le llamó la atención.

—¡Sachs! —gritó—. ¡Sachs!

—¿Qué?

—Necesito un número de teléfono. Rápido.

GHOSTKILL

Easton, Long Island, Escena del crimen Furgoneta robada, Chinatown
Dos inmigrantes asesinados en la playa. Por la espalda. Camuflada por inmigrantes con logo de «The Home Store».
Un inmigrante herido: el doctor John Sung. Otro desaparecido. Manchas de sangre indican que mujer herida tiene lesiones en su mano, brazo y hombre hombro.
«Bangshou» (ayudante) a bordo; se desconoce su identidad. Muestras de sangre enviadas al laboratorio para identificación.
El asistente encontrado ahogado cerca del lugar donde se hundió el Dragón. Mujer herida es AB negativo. Se pide más información sobre su sangre.
Escapan diez inmigrantes: siete adultos (un anciano, una mujer herida), dos niños, un bebé. Roban la furgoneta de una iglesia. Huellas enviadas a AFIS.
Muestras de sangre enviadas al laboratorio para identificación. No hay correspondencias.
No se localizan vehículos de recogida de inmigrantes.
El vehículo que espera al Fantasma en la playa se largó sin él. Se cree que el Fantasma disparó al vehículo una vez. Petición de búsqueda del vehículo basada en el modelo, el dibujo de las llantas y la distancia entre los ejes.
El vehículo es un BMW X5. Se busca el nombre del dueño en el registro.
Conductor: JerryTang.
Teléfono móvil (se cree que del Fantasma) enviado al FBI para análisis.
Teléfono vía satélite, seguro, imposible de rastrear. Sistema del gobierno chino pirateado para su uso.
El arma del Fantasma es una pistola 7.62 mm: casquillo poco corriente.
Pistola automática china modelo 51.
Se sabe que el Fantasma tiene en nómina a gente del gobierno.
El Fantasma robó un sedán Honda rojo para escapar.
No se encuentra ningún rastro del Honda.
Recuperados tres cuerpos en el mar: dos asesinados, uno ahogado.
Fotos y huellas para Rhyme y la policía china.
El ahogado identificado como Víctor Au, el Bangshou del Fantasma.
Huellas enviadas a AFIS.
No se encuentran correspondencias para las huellas, pero sí marcas extrañas en los dedos de Sam Chang (¿herida, quemaduras de cuerda?).

GHOSTKILL

Escena del crimen Asesinato Jerry Tang
Perfil de los inmigrantes: Sam Chang y Wu Quichen y sus familias, John Sung, bebé de mujer ahogada, hombre y mujer sin identificar (asesinados en la playa).
Cuatro hombres echan la puerta abajo, lo torturan y le disparan.
Dos casquillos: también modelo 51. Tang tiene dos disparos en la cabeza.
Vandalismo pronunciado.
Algunas huellas. Sin correspondencia, excepto las de Tang.
Los tres cómplices calzan talla menor que la del Fantasma, probable que sean de menor estatura.
Rastreo sugiere que el Fantasma tiene un piso franco en el centro, probablemente en la zona de Battery Park City.
Los sospechosos cómplices probablemente de minoría étnica china. En la actualidad se busca su paradero.

*****

El Fantasma tenía la pistola modelo 51 apretada contra la mejilla.

Aquel metal que olía a aceite le daba seguridad en sí mismo. Sí, quería nuevas armas, algo más grande y más seguro, como la Uzi y la Beretta que se habían hundido con el barco, pero ésa era su pistola de la suerte y llevaba años a su lado. Pensaba que le daba buena suerte por la forma en que se la había encontrado: hacía años en Taipei, había ido a un templo a rezar; alguien le había soplado a la policía que él se encontraba allí y dos agentes trataron de detenerle cuando bajaba las escaleras. Uno de ellos había titubeado, tuvo escrúpulos de entrar en un templo budista con un arma y la había dejado caer sobre la hierba. El Fantasma la recogió, los mató a los dos con ella y se escapó.

Desde ese día ésta había venido siendo su pistola de la suerte, un regalo del dios arquero Yi.

Había pasado casi una hora desde el momento en que Kashgari entrara en el apartamento para asegurarse de retener a los hijos de los Wu. En aquella parte de Canal las tiendas habían cerrado, los vigilantes armados se habían ido y las aceras estaban desiertas. Venga, manos a la obra, pensó el Fantasma, y se puso en movimiento. Estaba cansado de esperar. También lo estaban Yusuf y el otro turco. Se habían quejado de hambre, pero el Fantasma estaba convencido de que incluso los restaurantes y las tiendas de esta zona tenían cámaras de seguridad, así que no les había dejado ir por temor a que les grabaran por algo tan fútil como la comida. Tendrían que…

—Mirad —susurró, atento a la calle.

En la esquina vio a dos personas que bajaban de un taxi, nerviosas y con la cabeza gacha. Los Wu. El Fantasma los reconoció al instante gracias a los chándales baratos que vestían. Pagaron al conductor y entraron en la farmacia de la esquina; el marido llevaba a la mujer asida por la cintura. Ella tenía un brazo en cabestrillo y él llevaba una bolsa con algunas compras.

—Coged los pasamontañas. Revisad las armas.

Los dos turcos hicieron lo que les decía.

Cinco minutos después los Wu salieron de la tienda. Caminaban tan deprisa como podían, dado el estado de la mujer.

—Tú quédate en el coche —dijo el Fantasma a Hajip—. Mantén el motor en marcha. Él —se refería a Yu-suf— y yo seguiremos a los Wu. Los meteremos dentro del apartamento y cerraremos la puerta. Usaremos las almohadas como silenciadores. Quiero llevarme a la hija. Nos la quedaremos durante un tiempo.

Sabía que Yindao le perdonaría la infidelidad.

Ahora los Wu estaban a cinco metros de la entrada, apresurados, con la cabeza humillada, ajenos a los dioses de la muerte que flotaban a su alrededor.

El Fantasma sacó el móvil y llamó al turco que estaba con los niños.

—¿Sí? —respondió Kashgari.

—Los Wu están cerca del edificio. ¿Dónde están sus hijos?

—El chico en el baño y la chica está conmigo.

—Tan pronto como entren en el callejón les sorprenderemos por la espalda.

Apagó el teléfono, no quería que sonara en el momento menos oportuno. Yusuf y el Fantasma se pusieron los pasamontañas y salieron fuera. El otro turco se quedó frente al volante del Blazer.

Los Wu se acercaban cada vez más a la puerta.

El Fantasma dobló la esquina y fue directo hacia sus víctimas.

El que teme tendrá valor…