Sonny Li acababa de encontrar cigarrillos de los buenos.
Eran Camel sin filtro, casi sabían cómo la marca que solía fumar en China. Li aspiró profundamente y dijo «Apuesto cinco». Movió las fichas y observó a los otros jugadores de póquer para ver cómo respondían a la apuesta hecha sobre una barata mesa de metacrilato, manchada tras años y años de manos sudorosas y licor vertido.
El garito de apuestas estaba en Mott Street, en el corazón de Chinatown, el barrio al que había acudido a comprar sus cigarrillos. Lo más seguro es que Loaban no hubiera pensado en un viaje tan largo cuando le dio permiso a Li para que saliera a por tabaco. Pero no importaba. Volvería enseguida. No había prisa.
El local era grande y estaba lleno de gente, en su mayoría fujianeses (había procurado evitar toparse con el guarda cantones al que había atracado esa misma mañana), y en él había un bar y tres máquinas de tabaco. La estancia estaba a oscuras, salvo por las tenues luces apostadas sobre las mesas, pero su ojo entrenado de oficial de policía ya había advertido la presencia de cinco guardas armados.
Aunque eso no era un problema. Nada de robar armas o de dar palizas a niños bonitos: estaba allí sólo para jugar, beber y charlar un rato.
Ganó la mano, rió y acto seguido sirvió mao-tai en los vasos de todos los que le acompañaban en la mesa salvo en el del que repartía, que no estaba autorizado a beber. Los hombres alzaron los vasos y con rapidez tragaron el licor cristalino. El mao-tai es el equivalente chino del aguardiente y no se degusta: uno lo echa garganta abajo tan rápido como puede.
Li empezó a charlar con los hombres que estaban inclinados sobre la mesa a su alrededor. Una botella de licor y doce Camel más tarde, Sonny Li calculó que sus pérdidas netas se reducían a siete dólares.
Decidió no beber otro vaso más y se levantó. Varios hombres le pidieron que se quedara. Disfrutaban con su compañía. Sin embargo, Li les dijo que su querida le estaba esperando y los tipos asintieron con entusiasmo.
—Ella te jode de todas las maneras —dijo un viejo borracho. A Li no le quedó claro si se trataba de una afirmación o de una pregunta.
Sonny Li fue hacia la puerta, ofreciéndoles una sonrisa que confirmaba sus éxitos en el amor. La verdad, en cualquier caso, era que ese garito de juego tenía poco que ofrecerle y que deseaba probar fortuna en otro.
*****
El Blazer corría por el callejón que daba a la parte de atrás del edificio de los Chang.
Lo conducía el Fantasma, que en una mano tenía su pistola y con la otra manejaba el volante cubierto con una funda de cuero.
Los turcos estaban preparados para saltar del vehículo.
Dejaron el callejón y se adentraron en un gran aparcamiento, para toparse con un gran camión que se les aproximaba de frente. Con un gran estruendo de frenos, el camión empezó a derrapar.
El Fantasma hundió el pie en el pedal del freno y de forma instintiva su pie izquierdo se hincó dónde estaba el pedal del embrague en su BMW deportivo. El Blazer viró y quedó puerta con puerta con el camión. Tragó saliva y sintió cómo el corazón le latía con fuerza.
—¿Qué cojones haces? —gritó el camionero. Se agachó hacia la ventanilla del copiloto del Blazer—. ¡Es una calle de una sola dirección, japonés de mierda! Si vienes a este país, apréndete las putas reglas.
El Fantasma estaba demasiado alterado como para responder.
El camionero metió una marcha y dejó atrás el Chevy.
El Fantasma dio gracias a su dios, el arquero Yi, por haberle librado de la muerte. Diez segundos más tarde, y se habrían empotrado contra el camión.
Conduciendo con lentitud, el Fantasma se volvió hacia los turcos, quienes miraban fuera desconcertados, estaban confusos.
—¿Dónde está? —preguntó Yusuf, con la vista clavada en el gran aparcamiento donde se hallaban—. ¿Dónde está el apartamento de los Chang? No lo veo.
El Fantasma comprobó la dirección. El número era correcto; aquél era el lugar. Salvo que… salvo que no había sino un gran almacén. El callejón en el que el Fantasma había entrado no era sino una de las salidas del aparcamiento.
—«Gan» —escupió el Fantasma.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó uno de los turcos.
Lo que había pasado era que Chang no se había fiado de Jimmy Mah. Le había dado al jefe del tong una dirección falsa. Probablemente habría visto un anuncio de este sitio. El Fantasma miró el enorme letrero que quedaba sobre sus cabezas.
The Home Store:
Todo para la casa y el jardín
El Fantasma pensó qué podría hacer. Lo más probable era que el otro inmigrante, Wu, no hubiera sido tan inteligente. Se había servido del agente de Mah para conseguir un apartamento; el Fantasma tenía el nombre del agente y podría conseguir el número del apartamento con rapidez.
—Vayamos ahora a por los Wu —dijo—. Y luego encontraremos a los Chang.
Naixin.
Todo a su debido tiempo.
*****
Sam Chang colgó el teléfono.
Agotado, se quedó un segundo de pie, mirando una serie de televisión en la que aparecía una sala de estar muy diferente de la que ahora ocupaba su familia, muy diferente a su vez de la de la serie. Miró a Mei-Mei, quien lo observaba con ojos interrogantes. Él negó con la cabeza y ella volvió a jugar con la pequeña Po-Yee. Chang entonces se agachó junto a su padre.
—Mah ha muerto —le susurró.
—¿Mah?
—El loaban de Chinatown, el que nos ayudó. Llamé para preguntar por nuestros papeles. La chica me dijo que estaba muerto.
—¿Ha sido el Fantasma? ¿Lo ha matado él?
—¿Quién si no?
—¿Sabía Mah dónde estamos? —le preguntó su padre.
—No. —Chang no se había fiado de Mah, así que le había dado la dirección de uno de los Home Store que había encontrado en un folleto del centro comercial donde habían robado la pintura y los pinceles.
De hecho, los Chang no estaban en Queens sino en Brooklyn, en un barrio llamado Owls Head, cerca del puerto. Aquél había sido su destino, aunque se lo había ocultado a todos salvo a su padre.
El anciano asintió y se combó por el dolor.
—¿Morfina?
Su padre negó con la cabeza y respiró hondo.
—Esto que me has dicho sobre Mah confirma lo que sospechábamos del Fantasma.
—Sí. —Entonces a Chang se le ocurrió algo espantoso—. ¡Los Wu! El Fantasma no puede encontrarles. Consiguieron un apartamento a través del agente de Mah. Tengo que avisarle.
Fue hacia la puerta.
—No —dijo su padre—. No puedes salvar a un hombre de su propia estupidez.
—También tiene familia. Hijos, mujer. No podemos dejar que mueran.
Chang Jiechi meditó durante unos segundos.
—Vale, pero no vayas tú en persona —dijo finalmente—. Usa el teléfono. Vuelve a llamar a esa mujer, dile que le dé un mensaje a Wu, que le advierta del peligro.
Chang cogió el teléfono y marcó el número. Habló de nuevo con la mujer de la oficina de Mah y le pidió que le diera el mensaje a Wu.
—Dígale que tiene que irse de inmediato. Su familia y él corren un gran peligro. ¿Se lo dirá?
—Sí, sí —respondió la chica, aunque estaba claro que estaba en las nubes. Chang no tenía ninguna certeza de que le fuera a transmitir el mensaje a Wu.
Su padre cerró los ojos y se recostó sobre el sofá. Chang le envolvió los pies con una manta. El anciano necesitaba con presteza que le viera un médico.
Tanto que hacer, tantas precauciones que tomar. Durante un instante, se sintió abrumado y falto de esperanzas. Pensó en el amuleto del doctor John Sung, el Rey Mono. En la bodega del barco Sung le había dejado jugar con él al joven Ronald y le había contado historias sobre el Mono. En una de ellas los dioses castigaban al Mono por su desfachatez sepultándolo bajo una montaña inmensa. Así se sentía ahora Sam Chang: cubierto por millones de toneladas de miedo e incertidumbre.
Pero miró a su familia y la carga se hizo algo menos pesada.
William se reía por algo que pasaban en la televisión; a Chang le pareció que era la primera vez que su hijo mayor se liberaba del enojo y la acritud que había venido irradiando durante todo el día. Reía alegre de verdad viendo el frívolo programa. Ronald hacía lo mismo.
Entonces Chang miró a su esposa completamente absorta con el bebé, Po-Yee. Qué a gusto se sentía con los niños. Chang no tenía la misma mano con ellos. Siempre andaba sopesando lo que decía: ¿debía mostrarse insistente con esto, indulgente con aquello?
Mei-Mei puso a la niña sobre sus rodillas y la hizo reír al mecerla.
En China las familias rezan para tener un descendiente varón que conserve el nombre de la familia (de hecho, no tener un varón es motivo de divorcio).
Chang se había sentido encantado cuando nació William, y cuando Ronald llegó tras él, fue feliz por poder mostrarle a su padre que la línea sucesoria de los Chang perviviría. Pero la tristeza de Mei-Mei por no haber dado a luz a una chica también le había supuesto cierta congoja. Así que Chang se había visto abocado a una posición extraña para un hombre chino de su edad: esperando una niña, deseoso de que Mei-Mei volviera a quedar embarazada. Ya que era disidente político y había ido contra la ley que ordenaba que sólo se podía tener un hijo, el Partido no podía castigarle con más severidad por tener otro, así que se encontraba dispuesto para tratar de darle una hija a su esposa.
Pero durante el embarazo de Ronald, Mei Mei había estado muy enferma y tardó semanas en recuperarse del parto. Era una mujer delgada, ya no era joven, y los médicos les habían dicho que, si quería conservar la salud, no debían tener más hijos. Ella lo había aceptado con estoicismo, así como había aceptado la decisión de Chang de ir al País Bello, lo que de alguna manera acababa con toda esperanza de adoptar una hija, dado su estatus ilegal.
Pero parecía que, a pesar del terrible viaje, algo bueno había aflorado de tantas privaciones. Los dioses del destino, o tal vez el espíritu de algún antepasado, les habían enviado a Po-Yee, la hija que nunca tendrían, y así habían restaurado la armonía de su esposa.
Yin y yang, luz y oscuridad, hombre y mujer, penas y alegrías.
Privaciones y dádivas…
Chang se levantó y fue hacia sus hijos, para sentarse a ver la televisión con ellos. Se movió con mucha lentitud, como si cualquier movimiento brusco pudiera quebrar esa frágil paz familiar, como una piedra cuando cae sobre las quietas aguas de un estanque en el alba.