—Estamos justo encima de ellos, Lincoln. El buque se dirige a la costa pero ¿llegarán? No señor, de ninguna manera. Un segundo, ¿tú lo llamarías «buque»? Creo que sí. Es demasiado grande para considerarlo un simple barco.
—No lo sé —replicó Lincoln Rhyme a Fred Dellray con aire ausente—. No es que yo navegue mucho que digamos.
El alto y desgarbado Dellray era el agente del FBI que los federales habían enviado para la búsqueda y arresto del Fantasma. Ni su camisa color amarillo canario ni su traje negro, tan oscuro como su piel lustrosa, tenían pinta de haber pasado recientemente por la plancha, aunque tampoco había nadie en esa estancia que pareciera estar fresco y descansado. La media docena de personas reunidas en torno a Rhyme había pasado las últimas veinticuatro horas allí, en aquel cuartel general improvisado: la sala de estar de la casa de Rhyme al oeste de Central Park, que se parecía más a un laboratorio forense que al antiguo salón Victoriano que había sido; estaba atiborrada de mesas, ordenadores, equipamientos, productos químicos, cables y centenares de libros y revistas de temática forense.
El equipo se componía de agentes federales y estatales. De la parte estatal estaba el teniente Lon Sellitto, detective de Homicidios del NYPD —el Departamento de Policía de Nueva York—, aún más arrugado que Dellray, y también más rechoncho: acababa de mudarse a Brooklyn con su novia quien, según anunció el policía con indisimulado orgullo, cocinaba como una diosa. También se hallaba presente el joven Eddie Deng, un detective del distrito quinto del NYPD, que cubría la zona de Chinatown. Deng era delgado, atlético y estiloso; vestía gafas con montura de Armani y llevaba el pelo peinado en punta, como un puercoespín. Se hallaba allí en calidad de compañero temporal de Sellitto; Roland Bell, el camarada habitual del enorme policía, había ido a una reunión familiar a su pueblo natal en Carolina del Norte y, al parecer, había trabado amistad con una agente de la policía local, Lucy Kerr. Bell había decidido tomarse unos cuantos días más de vacaciones.
En la parte federal del equipo estaba el cincuentón Harold Peabody, un gestor inteligente y rollizo que tenía un puesto de responsabilidad en la oficina de Manhattan del INS, el Servicio de Inmigración norteamericano. Peabody se comportaba con cautela y modestia, como todos los burócratas cuya jubilación está próxima, pero su inmenso conocimiento en materia de inmigración venía refrendado por una larga y exitosa carrera profesional.
Peabody y Dellray habían discutido más de una vez en el curso de aquella investigación. Después del incidente del Golden Venture (en el que se ahogaron diez inmigrantes ilegales cuando el navío con ese nombre que los transportaba encalló en Brooklyn), el presidente de los EE.UU había ordenado que el FBI se hiciera cargo de la jurisdicción de los casos de transporte de inmigrantes ilegales en perjuicio del INS, y que incluso fuera apoyado por la CIA. El Servicio de Inmigración tenía más experiencia que el FBI con los cabezas de serpiente y sus actos de transporte ilegal de personas, por lo que a sus responsables no les hizo mucha gracia tener que ceder su jurisdicción a otras agencias, y menos a una que insistía en trabajar hombro con hombro con el NYPD y, en fin, con consultores externos alternativos, como Lincoln Rhyme.
El asistente de Peabody era un joven agente del INS llamado Alan Coe, de unos treinta años, de cabello pelirrojo cortado a cepillo. Coe, un hombre energético pero amargado y de temperamento voluble, era también un enigma, pues no dejaba escapar una sola palabra sobre su vida privada y contaba muy poco sobre su trayectoria profesional más allá del caso del Fantasma. Rhyme se había fijado en que vestía trajes vistosos, pero comprados en grandes almacenes (tenían un buen corte pero eran de tela basta) y que sus zapatos negros y polvorientos tenían gruesas suelas de goma, como los de los guardias de seguridad: eran perfectos para perseguir cleptómanos. Sólo hablaba para ofrecer espontáneos y tediosos sermones sobre los males de la inmigración ilegal. En cualquier caso, Coe trabajaba sin descanso y ponía gran celo en atrapar al Fantasma.
También se habían pasado por allí, para luego desaparecer, muchos otros subordinados tanto de los federales como de la agencia estatal, para lidiar con asuntos diversos relacionados con el caso.
Esta mierda se parece a la Estación Central, había pensado y verbalizado con frecuencia Lincoln Rhyme en esas últimas horas.
En ese instante, a las 4:45 de esa madrugada lluviosa, condujo su silla de ruedas Storm Arrow propulsada con una batería a través de la sala atestada, hacia el tablero de apuntes del caso, en el que había pegado una de las pocas fotografías existentes del Fantasma, una pobre instantánea borrosa de una cámara de vigilancia, así como otra foto de Sen Zijun, el capitán del Fuzhou Dragón, y un mapa de la zona occidental de Long Island y de las costas adyacentes.
A diferencia de los días de convalecencia en cama, que se había impuesto él mismo, después de un accidente durante una investigación que le dejó tetrapléjico, Rhyme pasaba la mayor parte de sus horas activas sobre su silla de ruedas Storm Arrow de color cereza, equipada con un novísimo controlador por ratón MKIV que su ayudante, Thom, había encontrado en la empresa Invacare. El controlador, sobre el cual reposaba el único dedo que Rhyme podía mover, le daba mucha más flexibilidad que el antiguo mando bucal accionado por inhalación y exhalación.
—¿A qué distancia de la costa? —preguntó mientras observaba el mapa.
Lon Sellitto, que estaba al teléfono, alzó la vista.
—Lo estoy averiguando.
Rhyme solía trabajar con frecuencia para el NYPD como consultor, pero sus mayores esfuerzos se centraban en el campo de la deducción forense clásica o criminalística, como ahora se le había dado por llamar en la jerga policial; ese tipo de misión era inusual. Hacía cuatro días, Sellitto, Dellray, Peabody y un taciturno Coe habían ido a visitarlo. Rhyme estaba distraído (en esos momentos, el acontecimiento que ocupaba su mente era una intervención quirúrgica inminente), pero Dellray captó su atención cuando le dijo:
—Linc, eres nuestra última esperanza. Tenemos un problema de narices y no sabemos a quién más acudir.
—Continúa.
Interpol (el centro de intercambio de información internacional sobre asuntos criminales) había distribuido uno de sus tristemente famosos Avisos Rojos sobre el Fantasma. Según una serie de informantes, el elusivo cabeza de serpiente había aparecido en Fuzhou, China; desde allí había volado hasta el sur de Francia y luego se había dirigido hasta algún puerto ruso para recoger un cargamento de inmigrantes ilegales, entre quienes se hallaba el bangshou, o asistente del Fantasma, que se hacía pasar por uno de los pasajeros. Se suponía que su destino era Nueva York. Pero justo entonces había desaparecido del mapa. La policía de Taiwán, Francia y Rusia, así como el FBI y el INS, habían sido incapaces de localizarlo.
Dellray había llevado consigo la única prueba con la que contaban, un maletín que contenía algunos efectos personales del Fantasma, encontrado en un escondrijo en Francia, con la esperanza de que Rhyme pudiera ofrecerles alguna pista de su paradero.
—¿Por qué estáis todos juntos en este caso? —preguntó Rhyme al ver al grupo, que representaba a las tres agencias más importantes al servicio de la ley.
—Es un puto psicópata —replicó Coe.
Peabody ofreció una respuesta más mesurada:
—Probablemente, el Fantasma sea el traficante de personas más peligroso del mundo. Se le busca por once muertes: no sólo de inmigrantes, sino también de policías y agentes. Pero sabemos que ha asesinado a más gente. A los ilegales se les llama los «desaparecidos»: si tratan de engañar a un cabeza de serpiente, los matan. Si se quejan, los matan. De pronto desaparecen para siempre.
—Y también ha violado al menos a quince mujeres —añadió Coe—, que nosotros sepamos. Estoy seguro de que hay más.
—Por lo que sabemos, la mayoría de los cabezas de serpiente de alto nivel, como éste, no hacen el viaje —dijo Dellray—. La única razón para que él mismo traiga a esta gente es porque está expandiendo sus operaciones hasta aquí.
—Si accede al país —dijo Coe— va a haber muertos. Muchos muertos.
—Bueno, ¿y por qué yo? —preguntó Rhyme—. No sé nada sobre tráfico de personas.
—Lo hemos intentado todo, Lincoln —replicó el agente del FBI—, pero no hemos conseguido nada de nada. No tenemos ninguna información sobre él: ni fotos de fiar ni huellas. Nada de nada. Salvo eso —dijo, y señaló el maletín que contenía los efectos personales del Fantasma.
Rhyme lo miró con expresión escéptica:
—¿Y a qué lugar de Rusia fue? ¿Tenéis alguna ciudad en concreto? Un estado, una provincia, lo que sea que haya allí. Es un país bastante grande, o eso me han dicho.
Sellitto le contestó con un levantamiento de ceja, como queriendo decir que no tenía ni idea.
—Haré lo que pueda. Pero no esperéis milagros.
Dos días después, Rhyme los congregó de nuevo. Thom le pasó el maletín al agente Coe.
—¿Ha encontrado algo que pueda ser de ayuda? —preguntó el joven.
—No —contestó Rhyme risueño.
—Mierda —musitó Dellray—. Menuda suerte la nuestra.
Lo que había sido razón suficiente para que Rhyme se decidiera. Dejó caer la cabeza sobre la cómoda almohada que Thom le había puesto en la silla de ruedas y dijo con presteza:
—El Fantasma y unos veinte o treinta inmigrantes ilegales chinos están a bordo de un barco llamado Fuzhou Dragón, proveniente de Fuzhou, provincia de Fujián, China. Es un carguero de setenta y dos metros de eslora apto para transportar contenedores y carga a granel, con dos motores diesel y comandado por el capitán Sen Zi-jun (el apellido es Sen), de cincuenta y seis años de edad, al mando de una tripulación de siete personas. Salió de Vyborg, Rusia, a las 8.45, hace catorce días y en este momento, según mis cálculos, se encuentra a trescientas millas de la costa de Nueva York, camino de los muelles de Brooklyn.
—¿Cómo coño se ha enterado de eso? —barbotó Coe, asombrado. Incluso Sellitto, ya acostumbrado a las habilidades detectivescas de Rhyme, dejó escapar una carcajada.
—Es simple. Presupuse que navegarían dirección este-oeste, pues de otro modo habrían salido de la misma China. Tengo un amigo en la policía de Moscú: investiga escenas del crimen. He escrito algunos ensayos con él. Por cierto, es el mejor experto en suelos del mundo. Le pedí que contactara con todas las autoridades portuarias de Rusia occidental. Movió algunos hilos y consiguió agenciarse toda la documentación de los buques chinos que habían dejado un puerto ruso en las últimas tres semanas; pasamos algunas horas revisándolos. Por cierto, os va a llegar una factura telefónica muy, muy gorda. Ah, y le dije que os cobrara también los servicios de traducción. Yo lo haría. Bueno, la cosa es que encontramos un barco que había cargado combustible suficiente para hacer una travesía de ocho mil millas cuando el documento firmado en puerto declaraba que el trayecto era de cuatro mil cuatrocientas millas. Ocho mil les da para ir desde Vyborg hasta Nueva York y de aquí a Southampton, Inglaterra, para repostar. Así que no van a meterse en los muelles de Brooklyn, nada de eso. Su intención es dejar al Fantasma y a los inmigrantes y luego salir pitando hacia Inglaterra.
—Quizás sea porque el combustible es demasiado caro aquí en Nueva York —concedió Dellray.
Rhyme se encogió de hombros (una de las pocas acciones que su cuerpo le permitía realizar) y dijo con amargura:
—Todo es demasiado caro en Nueva York. Pero aún hay más: la declaración para la aduana del Dragón afirma que el buque transporta máquinas industriales a América. Pero también tienen que informar del calado del barco (esto es, de los metros que el casco se hunde en el agua, por si os interesa) para certificar que no encallarán al recalar en puertos poco profundos. El calado del Dragón estaba en tres metros, cuando un barco de su tamaño cargado hasta los topes debería hundirse hasta los siete metros. Así que está vacío, sólo lleva al Fantasma y los inmigrantes. Ah, y he comentado que son unos veinte o treinta porque el Dragón se ha aprovisionado de agua y comida suficiente para esa cantidad de gente, cuando, como ya he dicho, la tripulación es de siete personas.
—¡Caray! —dejó escapar el estirado Harold Peabody, con una sonrisa.
Aquel mismo día, los satélites espía localizaron el Dragón a unas 280 millas de la costa, tal como Rhyme había previsto.
El guardacostas Evant Brigant, con una tripulación de veinticinco marineros apoyada por dos ametralladoras de calibre cincuenta y un cañón de 80 mm., estaba listo para el abordaje pero mantenía la distancia a la espera de que el Dragón se acercara un poco más a la costa.
Y entonces (en los momentos previos al amanecer del martes), el barco chino estaba en aguas jurisdiccionales norteamericanas y el Evant Brigant le pisaba los talones. El plan consistía en hacerse con el control del Dragón, arrestar al Fantasma, a su ayudante y a la tripulación del barco. Luego el guardacostas llevaría el buque al puerto de Jefferson, en Long Island, donde los inmigrantes pasarían a un centro de detención federal a la espera de ser deportados o de las vistas de petición de asilo político.
La radio del guardacostas que seguía al Dragón emitió una llamada. Thom conectó el altavoz.
—¿Agente Dellray? Le habla el capitán Ransom, del Evant Brigant.
—Le escucho, capitán.
—Creemos que nos han visto: su radar es mejor de lo que pensábamos. Han puesto el barco a toda máquina en dirección a la costa. Requerimos algunas directrices respecto al plan de asalto. Nos preocupa que si lo abordamos puedan abrir fuego. Vamos, que existe esa posibilidad, sobre todo si tenemos en cuenta quién es este individuo. Nos preocupa que pueda haber bajas. Cambio.
—¿En qué bando? —preguntó Coe—. ¿En el de los indocumentados? —El desprecio en su voz al pronunciar esa palabra para describir a los inmigrantes era patente.
—Afirmativo. Hemos pensado que tal vez sea mejor obligarles a cambiar de rumbo y esperar hasta que el Fantasma se rinda. Cambio.
Dellray se irguió y estrujó el cigarrillo que guardaba detrás de la oreja, un recordatorio de sus años de fumador:
—Negativo. Sigan el protocolo de abordaje original. Paren el barco, abórdenlo y arresten al Fantasma. ¿Me sigue?
Tras un momento de titubeo, el joven respondió:
—Al cien por cien, señor. Corto.
La conexión finalizó y Thom desconectó el altavoz. La tensión eléctrica corría por la sala de puntillas, sobre los tacones del silencio que sobrevino entonces. Sellitto se secó el sudor de las palmas en los pantalones invariablemente arrugados y luego ajustó su pistola de reglamento al cinturón. Peabody llamó al cuartel general del INS para decirles que no tenía nada que decirles.
Un instante después sonaba una llamada en la línea privada de Rhyme. Thom, en una esquina de la sala, respondió; escuchó un segundo y luego alzó la cabeza:
—Es la doctora Weaver, Lincoln. Es sobre la operación. —Echó una ojeada a la sala llena de defensores de la ley en tensión—. Le digo que luego la llamas, ¿no?
—No —respondió Rhyme con firmeza—: Me pongo.