Amelia Sachs conducía el autobús de la escena del crimen a través de las estrechas calles de Chinatown; paró en un callejón cercano al apartamento de John Sung.
Al subir, vio un anuncio pintado a mano en la floristería del bajo, al lado del restaurante: ¿NECESITA SUERTE EN LA VIDA? ¡COMPRE NUESTRO BAMBÚ DE LA SUERTE!
Entonces vio a Sung a través del ventanal del restaurante. Él la saludó sonriente.
Ya dentro, él hizo un gesto de dolor al levantarse para saludarla.
—No, no —dijo ella—. No te levantes.
Se sentó enfrente de él en uno de los cubículos.
—¿Quieres comer algo?
—No, no puedo quedarme mucho tiempo.
—Té, entonces. —Lo sirvió y le pasó la tacita.
El restaurante era oscuro, pero estaba limpio. En los cubículos contiguos había varios hombres encorvados que hablaban en chino.
—¿Ya le han encontrado? —preguntó Sung—. ¿Al Fantasma?
Poco inclinada a hablar de la investigación, Amelia sólo le dijo que tenían varias pistas.
—No me gusta esta incertidumbre —dijo Sung—. Oigo pasos en el vestíbulo y se me hiela la sangre. Es como estar en Fuzhou. Alguien se detiene frente a tu puerta y no sabes si son los vecinos o los oficiales de seguridad que el jefe local del Partido ha enviado para que te arresten.
Ella pensó en lo que le había ocurrido a Jerry Tang y miró por la ventana para cerciorarse de que el coche patrulla que cuidaba de él seguía en la esquina.
—Después de todas esas noticias sobre el Fuzhou Dragón, ¿crees que el Fantasma regresará a China? ¿Es que no se da cuenta de que hay un montón de gente que lo busca?
—«Rompe las calderas… —le recordó Sung.
—… y hunde los barcos» —ella asintió. Y luego añadió—: Bien, no es el único con ese lema.
Sung la miró detenidamente.
—Eres una mujer muy fuerte. ¿Has sido siempre vigilante de seguridad?
—Aquí nos llamamos policías. O polis a secas. Los vigilantes de seguridad son privados.
—Oh.
—No, fui a la academia de policía después de trabajar durante unos años. —Y le contó su carrera como modelo en una agencia de Madison Avenue.
—¿Así que fuiste modelo? —parecía interesado.
—Era joven. Quería probar. En realidad la idea fue de mi madre. Recuerdo que una vez estaba trabajando en un coche con mi padre. Él también era policía, pero le apasionaban los coches. Estábamos montando el motor de su viejo Thunderbird. ¿Un Ford? Un deportivo. ¿Sabes de qué hablo?
—No.
—Yo tenía dieciocho o diecinueve años, no sé, y solía hacer cosas para la agencia de modelos. Estaba debajo de la carrocería y se me cayó el coche encima. Me pilló un pómulo.
—Uy.
—Pero el verdadero «Uy» fue cuando mi madre vio el corte. No sé a quién odió más: a mí, a mi padre o a la empresa Ford.
—¿Y tu madre? —preguntó Sung—. ¿Es ella quien cuida de tus hijos cuando vas al trabajo?
Un sorbo de té, una mirada fija.
—No tengo hijos.
Él frunció los ojos.
—Tú… lo siento. —En su voz había comprensión.
—No es el fin del mundo —repuso ella, estoica.
—Claro que no —dijo Sung, meneando la cabeza—. He reaccionado mal. Oriente y Occidente tienen ideas contrapuestas sobre la familia.
No necesariamente, se dijo Amelia, pero no dejó que sus pensamientos siguieran en esa dirección.
—En China los niños son muy importantes —prosiguió Sung—. Es cierto que tenemos problemas de superpoblación, pero una de las medidas más odiosas de la política gubernamental es la tener un solo hijo, que sólo se aplica a los Han, la raza mayoritaria en China, por lo que hay gente en las zonas fronterizas que simula pertenecer a una minoría racial para poder tener más de un hijo. Algún día yo tendré más. Traeré aquí a mis chicos y entonces, cuando haya conocido a alguien, tendré otros dos o tres.
Mientras decía esto la miraba y ella vio algo reconfortante en sus ojos. Y también en su sonrisa. No sabía nada de su competencia como médico en China pero, con esa cara, seguro que hacía mucho por tranquilizar a sus pacientes y ayudarles a sanar.
—Sabes que nuestro lenguaje se basa en pictogramas. El carácter chino para la palabra «amor» son unos brochazos que representan a una madre que acuna a su niño.
Amelia sintió un urgente deseo de contarle cosas, de decirle que sí, que deseaba tener hijos con todas sus fuerzas. Y de pronto se sintió al borde de las lágrimas. Se controló con rapidez. Nada de eso. Nada de lloriqueos cuando tienes una de las mejores pistolas austríacas en una mano y un spray de gas pimienta en la otra. Se dio cuenta de que por un instante se habían estado mirando con intensidad. Bajó los ojos y sorbió su té.
—¿Estás casada? —le preguntó Sung.
—No. Aunque hay alguien en mi vida.
—Eso está bien —dijo el doctor, que seguía estudiándola—. Intuyo que trabaja en algo parecido a lo tuyo. ¿Es, por casualidad, ese hombre del que me has hablado? ¿Lincoln…?
—Rhyme —se rió—. Eres muy observador.
—En China, los médicos son los detectives del alma. —Luego Sung se echó hacia adelante y le pidió—: Extiende el brazo.
—¿Qué?
—Tu brazo, por favor.
Ella le obedeció y él le puso dos dedos en la muñeca.
—¿Qué?
—Shhh. Te estoy tomando el pulso. —Un momento después volvió a sentarse—. Mi diagnóstico era correcto.
—¿De mi artritis?
—La artritis no es sino un síntoma. Nosotros creemos que curar sólo los síntomas es un error. El propósito de la medicina debería ser el de recuperar el equilibrio de las armonías.
—¿Y qué es lo que está desequilibrado?
—En China nos gustan los números. Las cinco bendiciones, las cinco bestias para el sacrificio.
—Los diez jueces del infierno —añadió ella.
Él se rió.
—Exacto. Bien, en medicina tenemos el liu-yin: las seis influencias perniciosas. Son la humedad, el viento, el fuego, el frío, la sequedad y el calor del estío. Afectan a los órganos del cuerpo y al qi, al espíritu, así como a la sangre y a la esencia. Cuando faltan o son excesivas crean discordia y causan problemas. El frío excesivo requiere algo de calor.
Las seis influencias perniciosas, pensó ella. A ver cómo se ponía eso en un formulario de la compañía médica.
—Por lo que veo en tu lengua y en tu pulso, tienes demasiada humedad en el bazo. Eso desemboca en artritis, aparte de en otros males.
—¿El bazo?
—No me refiero al bazo tal y como lo denomina la medicina occidental —le explicó, al advertir su escepticismo—. El bazo es como un sistema de órganos.
—¿Y qué es lo que necesita? —preguntó Sachs.
—Estar menos húmedo —repuso Sung, como si fuera obvio—. Te he comprado esto. —Le pasó una bolsa; dentro había hierbas y plantas secas—. Haz una infusión con ellas y bébela lentamente en el transcurso de dos días. —Acto seguido, le pasó una cajita—. Ésas son pastillas de Qi Ye Lien. Aspirina vegetal. En la caja vienen las instrucciones en inglés. —Y luego añadió—: La acupuntura te vendría muy bien. No tengo licencia para practicarla en este país y no quiero correr ningún riesgo hasta tener el juicio con el INS.
—Ni yo lo quiero.
—Pero te puedo dar masajes. Creo que aquí lo llamáis acupresión. Es muy efectivo. Te lo mostraré. Inclínate hacia mí. Pon las manos en el regazo.
Sung se inclinó sobre la mesa, el mono de piedra se balanceaba sobre su fuerte pecho. Bajo la camisa, Amelia vio los vendajes de la herida de bala del Fantasma. Sus manos se dirigieron a ciertos puntos en los hombros de Sachs, donde presionó durante unos cinco segundos; luego pasaron a nuevos puntos e hizo lo mismo.
Un minuto después, él volvió a sentarse.
—Ahora levanta los brazos.
Amelia así lo hizo y, a pesar de que aún le dolían algo las articulaciones, le pareció que era mucho menos de lo que le habían venido molestando en los últimos días.
—Funciona —dijo sorprendida.
—Es sólo temporal. La acupuntura dura mucho más.
—Me lo pensaré. Gracias. —Miró su reloj—. Debo volver.
—Espera —dijo Sung con un tono de cierta urgencia—. No he acabado mi diagnóstico. —Tomó su mano y examinó las uñas mordidas y los padrastros de los dedos. Normalmente a ella le daba mucha vergüenza que le observaran esos vicios, pero no se sintió para nada cohibida delante de aquel hombre.
—En China los médicos miran, tocan y hablan para determinar lo que está haciendo daño a sus pacientes. Conocer su esquema de pensamiento es vital: si son felices o tristes, preocupados o ambiciosos o frustrados. —La miró fijo a los ojos—. Dentro de ti hay más discordia. Quieres algo que no puedes tener. O que piensas que no puedes tener. Eso te está creando estos problemas. —Señaló sus uñas.
—¿Y qué tipo de armonía deseo?
—No estoy seguro. Tal vez una familia. Amor. Tus padres han muerto, presiento.
—Mi padre.
—Y eso te afectó mucho.
—Sí.
—¿Y con los amantes? Has tenido problemas con tus amantes.
—En el colegio los asustaba: podía conducir más rápido que ellos. —Lo dijo como si fuera un chiste, aunque era verdad. Sung no se rió.
—Sigue —dijo.
—Y cuando era modelo los tipos que valían la pena tenían miedo de invitarme a salir.
—¿Cómo puede un hombre tenerle miedo a una mujer? —se preguntó Sung, verdaderamente perplejo—. Es como si el yin le tuviera miedo al yang. La noche y el día. No deberían competir; deberían complementarse el uno al otro.
—Y a partir de ahí, los que tenían arrestos para pedirme una cita buscaban sólo una cosa.
—Ah, eso.
—Sí, eso.
—La energía sexual —dijo Sung—, es muy importante, una de las partes más importantes del qi, del poder espiritual. Pero sólo resulta sana cuando aparece en una relación armoniosa.
Ella se rió para sus adentros. Ésa sí que era una buena frase para una primera cita: «¿Estás interesado en una relación armoniosa?».
Tras otro sorbo de té, ella prosiguió:
—Luego viví un tiempo con un hombre. Del cuerpo.
—¿Qué?
—También era policía. Fue bueno. Intenso, desafiante. Nos citábamos en campos de tiro y tratábamos de ganarnos el uno al otro. Pero lo arrestaron. Por aceptar sobornos. ¿Sabes lo que es eso? —Sung rió.
—He vivido en China toda la vida. Claro que sé lo que es un soborno. Y ahora —añadió—, estás con el hombre con quien trabajas.
—Sí.
—Quizás ésa sea la causa del problema —dijo Sung, calmado, mientras la estudiaba de cerca.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó ella, inquieta.
—Yo diría que tú eres el yang, una palabra que significa el lado de la montaña donde da el sol. El yang es claridad, movimiento, aumento, excitación, comienzos, suavidad, primavera y verano, nacimiento. Tú eres claramente eso. Pero pareces habitar el mundo del yin. Esto significa la ladera sombría de la montaña. Es introspección, oscuridad, introversión, dureza y muerte. Es el final de las cosas, el otoño y el invierno. —Hizo una pausa—. Tal vez tu desequilibrio venga de que no estás siendo sincera con tu naturaleza yang. Has permitido que el yin penetrara demasiado en tu vida. ¿Podría ser ése el problema?
—Yo… no estoy segura.
—Acabo de tener una cita con la doctora de Lincoln Rhyme.
—¿Y?
—Tengo que decirle algo.
Sonó su teléfono móvil, y Sachs se sobresaltó al oírlo. Cuando fue a cogerlo se dio cuenta de que Sung seguía con la mano en su brazo.
Sung se echó hacia atrás en el banco del cubículo y ella atendió la llamada:
—¿Sí?
—Oficial, ¿dónde coño estás? —Era Lon Sellitto.
Ella dudó un momento, pero vio el coche patrulla al otro lado de la calle y tuvo el presentimiento de que el detective estaría enterado de su paradero.
—Con ese testigo, John Sung —respondió.
—¿Por qué?
—Quería comentar un par de cosas.
No es mentira, se dijo. No del todo.
—Bien, pues acaba de comentarlas —dijo el hombre con rudeza—. Te necesitamos aquí, en casa de Rhyme. Te esperan unas cuantas pruebas para que las examines.
Dios, pensó ella, ¿qué le pasa a este hombre?
—Voy para allá.
—Más te vale —le conminó el detective.
Perpleja ante semejante brusquedad, Amelia colgó y le dijo a Sung:
—Tengo que irme.
—¿Habéis encontrado a Sam Chang y a los otros? —le preguntó éste con expresión alentadora.
—Aún no.
Mientras se levantaba, Sung la sorprendió con estas palabras:
—Quedaré muy honrado si vuelves a visitarme. Así podría continuar mi tratamiento —dijo, y le pasó la bolsa con las hierbas y las pastillas. Ella titubeó un momento antes de decir:
—Claro. Lo haré.