Amelia Sachs había dejado el Camaro en una calle cercana a la casa de Rhyme y ahora conducía el autobús de Escena del Crimen hacia el sur de la ciudad por el FDR Drive.
En teoría, el vehículo, una furgoneta Ford, era propiedad del ayuntamiento, pero ella lo conducía como si se tratara de su coche de carreras amarillo chillón. Eran las tres menos cuarto de la tarde, antes de la hora punta, pero las carreteras estaban atestadas y maniobrar entre el tráfico ciudadano requería toda su pericia.
—Hey, Hongse… —empezó a decir un nervioso Sonny Li mientras Sachs esquivaba un taxi a ciento treinta kilómetros por hora. Sin embargo, debió pensar que era mejor que ella mantuviera la atención puesta en la carretera y se calló.
En el asiento de atrás iban Eddie Deng, a quien no le importaba su manera de conducir, y el agente Alan Coe a quien, como al policía chino, estaba claro que sí le importaba. Estaba aferrado a la cinta de su cinturón de seguridad como si fuera el cordón de apertura de un paracaídas tras tirarse de un avión.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Sachs cuando el taxi ignoró tanto la sirena como las luces y torció justo enfrente para llegar a la salida de Houston Street.
—Vamos muy rápido —dijo Li, aunque luego pareció recordar que no quería distraerla y volvió a quedarse callado.
—¿Hacia dónde, Eddie? —preguntó Sachs.
—Al Bowery. Tuerce a la izquierda, dos manzanas más allá y luego a la derecha.
Entró por la calzada mojada de lluvia de Canal Street a setenta por hora, controló el derrape para evitar que se empotraran contra un camión de basuras y aceleró por Chinatown; las ruedas, que chocaban contra la pesada carrocería, empezaron a echar humo.
Li murmuró algo en chino.
—¿Qué?
—Diez jueces del infierno —dijo, traduciendo sus propias palabras.
Sachs se acordó de los diez jueces del infierno que llevaban el Registro de Muertos y Vivos que contenía los nombres de todo el mundo. La hoja de balance de la vida y la muerte.
Mi padre, Herman, pensó, ya está inscrito en el lado de los muertos.
¿Dónde estará mi nombre en ese registro?, se preguntó.
—Ah, señorita Sachs, aquí está usted.
—Hola, doctor.
—Acabo de tener una cita con la médico de Lincoln Rhyme.
—¿Y?
—Tengo que decirle algo.
—Por la cara que pone, parecen malas noticias, doctor.
—Ejem, oficial —dijo Deng, interrumpiendo sus pensamientos—. Creo que estamos frente a un semáforo en rojo.
—Lo veo —respondió, y redujo a cuarenta y cinco para llegar al cruce.
—Gan —susurró Li. Y luego le ofreció lo que Sachs interpretó como una traducción—: Joder.
Tres minutos después el autobús de escena del crimen se detenía en un callejón rodeado por una multitud de curiosos, retenidos por la tela de araña amarilla de la cinta de la policía, y por una media docena de agentes de la división de patrulleros. La puerta delantera de lo que parecía ser un pequeño almacén estaba abierta. Sachs bajó del autobús seguida de Deng, quien le gritó «Hola, detective» a un tipo rubio vestido con traje. El otro, un detective del Distrito Quinto, asintió y Deng le presentó a Sachs.
—¿Va a investigar la escena del crimen?
—¿Qué es esto? —quiso saber ella, tras asentir con la cabeza.
—Un almacén. Parece que el propietario está limpio. Le hemos localizado, pero no sabía nada más que esto: la víctima, llamada Jerry Tang, trabajaba aquí. Ocho arrestos, dos condenas. Se dedicaba a robar coches. Y también hace, hacía, de matón.
Señaló un BMW cuatro por cuatro plateado que estaba aparcado en el callejón. Un X5. Era el que Tang había conducido aquella mañana para ir a recoger al Fantasma a Long Island. En la puerta trasera había un impacto de la bala disparada por el Fantasma cuando Tang había decidido huir, abandonándole.
Un patrullero había oído gritos y se había fijado en el BMW cuatro por cuatro último modelo aparcado cerca del edificio de donde provenía el barullo. Entonces vio el impacto de bala y, escoltado por su compañero, entró en el edificio.
Y encontraron lo que quedaba de Jerry Tang. Había sido torturado con un cuchillo o una hoja de afeitar, le faltaba piel y no tenía pestañas, y luego le habían asesinado.
Sachs sabía que Rhyme odiaba que otro agente de la ley quedara por encima de él, casi tanto como le molestaba que un malhechor quedara por encima de él; cuando se enterara de que Sonny Li había tenido razón, y que la primera misión del Fantasma había sido asesinar al hombre que le había abandonado, su estado de ánimo empeoraría aún más. Evidentemente, tampoco ayudaría mucho que Li dijera «Hey, Loaban, deberías haberme escuchado. Deberías haberme escuchado».
—Tenemos a dos tipos haciendo preguntas en busca de testigos —prosiguió el detective del Distrito Quinto—. Mira, aquí vienen.
Sachs saludó a ambos detectives, con los que ya había trabajado antes. Ya no hacía falta que Bedding y Saúl siguieran buscando dueños de X5, así que habían vuelto a su tarea habitual: interrogar a testigos en la escena del crimen, o hacer «trabajo preparatorio», como se le denominaba en el argot policial. Eran conocidos por su habilidad para interrogar juntos a los testigos; a pesar de que sus estaturas, complexiones y hechuras eran distintas (uno de ellos tenía pecas), tenían idéntico pelo pajizo y una conducta muy similar, por lo que se les apodaba «Los Gemelos». También se les conocía como «Los Hardy Boys».
—Llegamos veinte minutos después de la primera noticia —dijo uno, Saúl o Bedding, el más alto.
—Fue una adolescente que volvía a casa tras una clase de teatro. Oyó gritos en el edificio. Pero no lo notificó hasta que llegó a casa. Estaba…
—… con miedo, ya sabes. No se la puede culpar, si consideramos lo que se ha encontrado en el lugar de los hechos. Yo también estaría asustado.
Sachs hizo un gesto de dolor, pero no por la descripción de la carnicería: lo que pasaba era que estaba doblando las rodillas para ponerse el traje de Tyvek blanco y sus artríticas articulaciones la estaban castigando de lo lindo.
—Hemos hablado con unas ocho personas en el edificio —dijo uno, ¿Bedding? ¿Saúl?
—… y en los alrededores. Hay muchos más sordos y mudos que de costumbre.
—Sí, por no hablar de los ciegos.
—Creemos que se enteraron que quien le estaba dando la lección a Tang era el Fantasma y se asustaron. Nadie nos va a echar una mano. Lo máximo que dirán es que dos o…
—… tres o cuatro…
—… personas, se supone que hombres, echaron abajo la puerta del almacén.
—Y entonces se oyeron gritos durante diez minutos. Y luego dos disparos. Y ahí se acabó todo.
—La madre de la chica llamó a la policía.
—Pero cuando llegó la patrulla ya no había nadie.
Sachs echó un vistazo al callejón y a la calle que quedaba frente al almacén. Tal y como había temido, la lluvia había borrado las marcas del coche que el Fantasma y sus ayudantes habían utilizado.
—¿Quién ha entrado ahí? —preguntó al detective del Distrito Quinto.
—Sólo una agente… para ver si la víctima estaba viva. Los jefazos nos han dicho que lo queríais virgen, así que no hemos dejado pasar ni al doctor de la oficina de Examinadores Médicos.
—Bien —aprobó Amelia—. Necesito que venga la oficial que entró.
—Me encargaré de que así sea.
Un momento después volvía con una patrullera.
—Fui la primera en entrar. ¿Quería verme?
—Sólo su zapato.
—Vale. —La mujer se quitó un zapato y se lo pasó a Sachs, quien fotografió y midió la suela para diferenciar sus huellas de las del Fantasma y sus ayudantes.
Después, pusieron unas cintas elásticas alrededor de sus zapatos para distinguir también sus huellas de las restantes. Al alzar la vista, vio que Sonny Li estaba en el umbral de la puerta del almacén.
—Perdona —le dijo con premura—, ¿te importaría echarte hacia atrás?
—Claro, claro, Hongse. Habitación grande. Mucho que ver. Pero conoces Confucio, ¿no?
—La verdad es que no —respondió ella, atenta a la escena del crimen.
—Confucio escribe: «El viaje más largo comienza por el primer paso». Creo que él escribe eso. Tal vez fue otro. Leo más a Mickey Spillane que a Confucio.
—¿Podría esperar allí, oficial Li?
—Llámame Sonny, digo.
Sonny Li se hizo a un lado y Sachs entró en el almacén. Se puso los auriculares y encendió su Motorola.
—Escena del Crimen cinco ocho ocho cinco a Central. Necesito contactar con línea terrestre, cambio.
—Roger, cinco ocho ocho cinco. ¿Qué número, cambio?
Ella les dio el número de teléfono de Lincoln Rhyme y un instante más tarde oía su voz.
—Sachs, ¿dónde estás? ¿Has llegado a la escena? Tenemos que darnos prisa con esto.
Como siempre, de forma inexplicable, la impaciencia de Rhyme hizo que se sintiera más segura. Echó un vistazo a la carnicería.
—Dios, Rhyme, esto es un asco.
—Cuéntame —le pidió Lincoln—, pero antes ponme en antecedentes.
—Un almacén que también hace las veces de oficina. De nueve metros por quince, más o menos; la zona de la oficina de unos tres por seis. Unos cuantos escritorios y…
—¿Unos cuantos?, ¿dos o dieciocho?
Rhyme era despiadado con cualquiera que observara de forma descuidada.
—Perdona —dijo ella—. Cuatro escritorios de metal, ocho sillas, no nueve, una está dada la vuelta.
Aquélla en la que el Fantasma había torturado y asesinado a Tang.
—Estantes de metal repletos de cajas de cartón con comida. Latas y paquetes envueltos en celofán. Suministros para restaurantes.
—Vale, Thom va a empezar a escribirlo todo. Estás listo, ¿no, Thom? Haz letras grandes para que pueda leerlo. Esas palabras de ahí, no las distingo bien. Hazlas de nuevo… vale, vale… Por favor, ¿serías tan amable de volverlas a escribir? —luego siguió—. Empieza con la cuadrícula, Sachs.
Ella empezó a buscar en la escena, mientras pensaba: el primer paso… el viaje más largo… Pero, tras veinte minutos de búsqueda paso a paso no descubrió prácticamente nada útil. Encontró dos casquillos de bala, que parecían ser iguales a los que el Fantasma había disparado en la playa. Pero no había nada que pudiera conducirles hasta su escondrijo en Nueva York… Ni colillas, ni cerillas, ni huellas dactilares: los asaltantes habían usado guantes de cuero.
Estudió el techo y olfateó la escena, dos de las actividades más importantes que Rhyme aconsejaba a los que hacían escena del crimen, pero no detectó nada que fuera de ayuda. Sachs dio un bote cuando la voz de Rhyme resonó en su oído.
—Háblame, Sachs. No me gusta que todo esté en silencio.
—Este lugar es un asco.
—Ya lo has dicho. Un. Asco. Aunque eso no nos dice mucho, ¿no? Dame detalles.
—Lo han registrado de arriba abajo, han abierto los armarios, han roto los carteles de las paredes, barrido todo de los escritorios: figurillas, una pecera, tazas… lo han destrozado todo.
—¿Crees que ha sido en el transcurso de una pelea?
—Lo dudo.
—¿Han robado algo?
—Tal vez, pero más bien parece un acto de vandalismo.
—¿Cómo son las marcas de calzado?
—Suaves.
—Cabrones coquetos —murmuró Rhyme.
Amelia sabía que él confiaba encontrar alguna fibra que les llevara hasta el piso franco del Fantasma pero, así como las suelas con el dibujo muy marcado pueden retener ese tipo de pruebas durante meses, las suelas con dibujo suave las pierden con rapidez.
—Vale Sachs, sigue. ¿Qué es lo que te dicen las pisadas?
—Estoy pensando que…
—No pienses, Sachs. Así no se entienden las escenas del crimen. Lo sabes. Tienes que sentirlo.
Su voz, baja y sugerente, resultaba hipnotizadora y con cada palabra que le decía, ella se sentía de alguna forma transportada hasta el mismo crimen, como si hubiera participado en él. Le sudaban las manos en los guantes de látex.
—Vale. Jerry Tang está en su escritorio y ellos…
—Nosotros —la corrigió Rhyme con rudeza—. Recuerda que ahora tú eres el Fantasma.
—… tiramos la puerta abajo. Él se levanta e intenta llegar a la puerta trasera pero le echamos mano y le arrastramos de vuelta a su silla.
—Vayamos al grano, Sachs. Eres el Fantasma. Estás ante el tipo que te ha traicionado. ¿Qué es lo que vas a hacer?
—Voy a matarlo.
Veo cuervo en carretera cogiendo comida. Otro cuervo trató de robar comida y el primero no asustado, al contrario: persigue segundo cuervo y trata de sacarle ojos.
De pronto se sintió llena de un odio no determinado. Casi se quedó sin respiración.
—No, espera Rhyme. Que él muera es algo secundario. Lo que de verdad deseo es hacerle daño. Me ha traicionado y quiero que pague por ello.
—¿Qué es lo que haces? Con exactitud.
Ella titubeó. Sudaba por culpa del traje. Le dolían varios miembros a un tiempo. Le dieron ganas de hacer un agujero en el traje para rascarse la piel.
—Yo no puedo…
—¿«Yo», Sachs? ¿Quién es «yo»? Recuerda que tú eres el Fantasma.
—Tengo problemas con esto, Rhyme —respondió ella, hablando de sí misma—. Hay algo que me dice que el Fantasma está en otro lado… —Dudó—. Y allí todo va muy mal.
Era un lugar donde las familias morían, donde los niños se quedaban atrapados en las bodegas de barcos que se hundían, donde los hombres y las mujeres recibían un tiro por la espalda cuando se aferraban a la única tabla de salvación a la que podían aspirar: un océano frío y despiadado. Un lugar donde agonizaban sin motivo aparente.
Sachs miró los ojos abiertos de Jerry Tang.
—Entra ahí, Sachs —murmuró Rhyme—. Entra, yo te sacaré. No te preocupes.
Ella deseó poder creerle.
—Has encontrado a quien te traicionó —prosiguió el criminalista—. Le odias. ¿Qué es lo que haces?
—Los tres tipos que vienen conmigo lo atan a una silla y usan sus cuchillos o sus hojas de afeitar. Él está aterrorizado, grita. Nos tomamos nuestro tiempo. A mi alrededor hay fragmentos de carne humana. Lo que parece un pedazo de oreja, carne. Le cortan las pestañas… —Titubeó—. Pero no veo pistas, Rhyme. Nada que nos sea de ayuda.
—Pero allí hay pistas, Sachs. Sabes que están ahí. Recuerda a Locard.
Edmond Locard fue un antiguo criminalista francés que expuso que en toda escena del crimen existe un intercambio de pruebas entre la víctima y el asaltante, o entre la misma escena del crimen y el criminal. Identificar las pruebas podía resultar difícil, y más aún rastrear su procedencia pero, tal como le había dicho Rhyme un montón de veces, un criminalista debe ignorar las imposibilidades aparentes de su trabajo.
—Sigue, sigue… Eres el Fantasma. En la mano tienes un cuchillo, o una hoja de afeitar.
Y, de repente, la rabia que Sachs sentía se desvaneció, dando paso a una extraña serenidad. Esa chocante sensación, aunque extrañamente magnética, tomó posesión de ella. Mientras respiraba con dificultad, bañada en sudor, observó a Jerry Tang invadida por el espíritu de Kwan Ang, Gui, el Fantasma. Y sintió lo que él había experimentado: una satisfacción visceral al contemplar el dolor y la muerte lenta del traidor.
Tragó saliva y constató que sentía un profundo deseo de ver más, de oír los gritos de Tang, de ver las espirales de sangre que le corrían por los brazos…
—¿Qué, Sachs?
—No soy yo quien tortura a Tang.
—¿No eres tú?
—No. Quiero que los otros lo hagan. Para poder mirar. Así me da más gusto. Es como ver una película porno. Quiero mirarlo todo, escucharlo todo. No quiero perderme un solo detalle. Y hago que le corten primero los párpados para que Tang tenga que verme a mí. —Susurró—: Quiero seguir más y más.
—Bien, Sachs —murmuró Lincoln—. Y eso significa que hay un lugar desde donde lo observas todo.
—Sí. Ahí hay una silla frente a Tang, a unos tres metros de su cuerpo. —Se le rompió la voz—. Estoy mirando. —Susurró—: Lo estoy disfrutando. —Tragó saliva, el sudor le corría por el cuero cabelludo—. Los gritos duraron cinco, diez minutos. Durante todo ese tiempo me siento y le miro, disfruto cada grito, cada gota de sangre, cada rebanada de carne. —Su respiración estaba ahora alterada.
—¿Qué tal estás, Sachs?
—Bien —dijo ella.
Pero no estaba nada bien. Se encontraba atrapada en el mismo lugar al que no había querido acceder. De pronto, todo lo que había de bueno en su vida le era negado y resbalaba cada vez más hasta el corazón del mundo del Fantasma.
Por la cara que pone, parecen malas noticias…
Le temblaban las manos. Estaba desesperada y sola.
Por la cara que pone, parecen malas…
¡Detente!, se dijo a sí misma.
—¿Sachs? —preguntó Rhyme.
—Estoy bien.
Deja de pensar en eso, deja de pensar en trozos de carne, en charcos de sangre… Deja de pensar en lo mucho que estás disfrutando este dolor.
Entonces se dio cuenta de que el criminalista estaba callado.
—¿Rhyme?
No hubo respuesta.
—¿Estás bien? —preguntó.
—La verdad es que no —respondió él.
—¿Qué pasa?
—No sé… ¿De qué nos sirve averiguar dónde se sentó? Llevaba esos putos zapatos de suela blanda. Es el único sitio donde sabemos que ha estado el Fantasma pero ¿qué prueba tenemos allí?
Sachs sintió náuseas, penetrada por el espíritu del Fantasma, y luego echó un vistazo a la silla, aunque enseguida retiró la mirada, incapaz de concentrarse.
—No puedo pensar —dijo él, descorazonado, enfadado.
—Yo…
—Tiene que haber algo —prosiguió Lincoln. Ella advirtió la frustración que delataba su tono de voz y supuso que deseaba poder ir hasta allí y hacer la cuadrícula él mismo.
—No sé —replicó ella con un hilo de voz.
Echó otro vistazo a la silla pero en su mente no veía sino el cuchillo que corría sobre la piel de Jerry Tang.
—Mierda —dijo Rhyme—. Yo tampoco lo sé. ¿Está la silla derecha?
—¿La que ha usado el Fantasma para sentarse? Sí.
—Pero ¿qué hacemos con eso? —exclamó él, frustrado.
No era propio de él reaccionar así. Lincoln Rhyme siempre era capaz de hacer certeras deducciones. ¿Y por qué se le oía como si hubiera fracasado? Su tono de voz la alarmó. ¿Seguía sintiéndose culpable de las muertes de los inmigrantes del Fuzhou Dragón?
Sachs volvió a observar la silla, cubierta con los restos del destrozo. La estudió con cuidado.
—Tengo una idea. Espera. —Fue hasta la silla y miró debajo de ella. El corazón le latía por la excitación—. Hay marcas, Rhyme. El Fantasma se sentó y se inclinó hacia adelante, para ver mejor. Cruzó los pies bajo la silla.
—¿Y? —dijo Rhyme.
—Significa que cualquier cosa que hubiera entre la parte de arriba de sus zapatos y las suelas ha podido desprenderse. Voy a aspirar ahí debajo. Si tenemos suerte encontraremos alguna pista que nos lleve hasta la misma puerta del Fantasma.
—Excelente, Sachs —aprobó Rhyme—. Coge la aspiradora Dustbuster.
Excitada por el hallazgo, se dirigió hacia el kit de Escena del Crimen que había dejado junto a la puerta para buscar la aspiradora. Pero al instante se detuvo y rió.
—Me has pillado, Rhyme.
—¿Que he hecho qué?
—No te hagas el inocente. —Se había dado cuenta de que él sabía que había un rastro bajo la silla desde el momento en que ella había comentado que el Fantasma se había sentado para observar la carnicería. Pero Rhyme se había dado cuenta también de que ella aún se hallaba atrapada en el mundo del Fantasma y que debía llevarla a un lugar mejor: el refugio del trabajo que ambos compartían. Había simulado encontrarse frustrado para llamar su atención y así sacarla de las tinieblas.
Una mala interpretación, supuso Amelia, aunque es precisamente en esas fintas donde aparece el amor.
—Gracias.
—Prometí sacarte. Y ahora, a aspirar.
Sachs aspiró el suelo bajo la silla y a su alrededor y luego quitó el filtro y lo metió en una bolsa de plástico.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rhyme.
Amelia midió el ángulo de las manchas de sangre que habían ocasionado los disparos que mataron a Tang.
—Parece que cuando por fin Tang se desmayó de dolor, el Fantasma se levantó y le pegó un par de tiros. Luego se fue y sus ayudantes destrozaron el local.
—¿Cómo sabes que las cosas ocurrieron en ese orden?
—Porque hay escombros cubriendo unos de los casquillos. Y porque sobre la silla en la que el Fantasma se sentó había un pedazo de póster y algunos cristales rotos.
—Bien.
—Voy a hacer impresiones electrostáticas de los zapatos —anunció Sachs.
—No me lo cuentes, Sachs —musitó Rhyme, que volvía a ser el de siempre—. Hazlo.
Salió fuera y volvió con el equipo. El proceso consistía en colocar una hoja de plástico sobre la huella y enviar una descarga eléctrica; el resultado es una imagen parecida a una fotocopia, aunque en plástico, de un pie o de una huella de calzado.
Fue entonces, cuando estaba en cuclillas, dando la espalda a la zona del almacén, cuando olió el humo de un cigarrillo. Dios, pensó de pronto, uno de los asesinos había regresado, y tal vez apuntaba con un arma a su traje blanco.
Tal vez fuera el mismísimo Fantasma.
No, pensó, ¡será su bangshou desaparecido!
Sachs dejó caer el equipo electrostático y se giró de pronto, cayendo sobre el suelo con la pistola Glock 40 en la mano, apuntando al pecho del intruso.
—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —gritó, dolorida por la caída.
—¿Qué hago? —dijo Sonny Li, quien fumaba un cigarrillo y caminaba por la oficina mientras echaba un vistazo—. Investigo también.
—Sachs, ¿qué sucede? —preguntó Rhyme.
—Li está en el perímetro. Está fumando.
—¿Qué? Que salga inmediatamente.
—Es lo que intento. —Se levantó con dificultad y se dirigió hacia el policía chino—. Me estás contaminando el perímetro.
—Sólo es un poco de humo. Vosotros los americanos os preocupáis demasiado…
—Y las huellas de tus zapatos, de tus ropas y de tus pisadas… ¡Me estás arruinando la escena!
—No, no, yo investigo.
—Sácale de ahí, Sachs —clamó Rhyme.
Ella le agarró por el brazo y le llevó hasta la puerta. Llamó a Deng y a Coe.
—Que no entre.
—Lo siento, oficial —se disculpó Deng—. Me dijo que te iba a ayudar con la escena del crimen.
—Y lo hago —dijo Li, perplejo—. ¿Qué es problema?
—Que se quede aquí. Si es necesario, lo esposáis.
—Hey, Hongse, tú mala leche. ¿Lo sabes?
Ella volvió a la escena y acabó de tomar la impresión.
—¿Está ahí Eddie Deng? —preguntó Rhyme.
—Anda afuera —contestó Sachs.
—Sé que en teoría la empresa está limpia, pero dile que eche un vistazo a todos los archivos; supongo que estarán en chino. Dile que busque lo que sea sobre el Fantasma, sobre otros cabezas de serpiente o traficantes. Todo lo que sea de ayuda.
Salió fuera y le hizo una seña a Eddie Deng, que se puso un auricular en la oreja y la siguió dentro donde ella le transmitió la orden de Rhyme y, mientras las Unidades de fotografía e Identificación reemplazaban a Sachs, Deng husmeó en armarios y archivadores. Tras media hora de trabajo diligente le dijo a Sachs:
—Nada que sea de utilidad. Todo tiene que ver con suministros a restaurantes.
Ella se lo transmitió a Rhyme y añadió:
—Lo tengo todo aquí. Volveré en veinte minutos.
Desconectaron sus radios.
Mientras se masajeaba la dolorida columna vertebral, pensó, ¿y qué pasa con el bangshou del Fantasma? ¿Estaría en la ciudad? ¿Supondría una amenaza?
Cubriros las espaldas…
Estaba en la puerta cuando sonó su móvil. Contestó y le sorprendió y agradó descubrir la voz de John Sung al otro lado.
—¿Cómo está? —le preguntó ella.
—Bien. Me escuecen las heridas un poco. —Y añadió—: Quería decirle que tengo algunas hierbas para su artritis. En mi edificio hay un restaurante. ¿Podríamos encontrarnos allí?
Sachs miró el reloj. ¿Qué tenía de malo? No se retrasaría. Pasó las pruebas a Deng y a Coe y les dijo que tenía que hacer una cosa y que estaría en casa de Rhyme en media hora. Otro oficial les llevaría a ellos y a Sonny Li hasta allí. Este último parecía contento de no tenerla a ella como conductora.
Sachs se quitó el traje de Tyvek y lo dejó en el autobús de Escena del Crimen.
Mientras se sentaba en el asiento del conductor, echó un vistazo al almacén. Dentro podía ver con claridad el cadáver de Jerry Tang, con los ojos abiertos mirando hacia un techo que no veía.
Otro cadáver en la cuenta del Fantasma. Otro nombre transferido de una columna a otra en el Registro de los vivos y los muertos.
Que no haya más, rezó a los diez jueces del infierno. Por favor, que no haya más.