El apellido Chang significa arquero.
Con su padre, su esposa y sus hijos sentados junto a él, Sam Chang, con su toque mágico de calígrafo, dibujó los caracteres chinos del nombre familiar en una tabla rota que había encontrado en el callejón de su nuevo apartamento. La bolsa de seda que contenía sus preciados pinceles de pelo de lobo, de carnero y de conejo se había ido al fondo del mar con el Fuzhou Dragón por lo que se había visto forzado a utilizar un penoso bolígrafo norteamericano de plástico.
En cualquier caso, Chang había aprendido el arte de la caligrafía de su padre cuando era joven y lo había practicado durante toda su vida con lo que, a pesar de que el ancho de tinta no variaba, los trazos estaban hechos a la perfección; decidió que eran como los estudios del artista del siglo XVI Wan Li, quien sólo dibujaba el contorno simple de una escena que luego pintaba o hacía en cerámica: el esbozo estaba bien formado y en sí era bello. Chang tomó el pedazo de madera con el nombre familiar y lo colocó en un improvisado altar en la repisa de la chimenea de la sala de estar.
China es un «centro comercial» de lo teológico, un país donde Buda es la deidad tradicional más reconocida pero que también considera a filósofos como Confucio o Lao-Tsé como semidioses, donde el cristianismo y el Islam poseen inmensos reductos de devotos, y donde la inmensa mayoría de la gente protege sus apuestas rezando y haciendo sacrificios con regularidad a una serie de dioses menores tan numerosa que nadie llega a saber cuántos hay en realidad.
Pero en lo más alto del panteón de los chinos están sus ancestros.
Y en honor de sus progenitores los Chang habían alzado ese pequeño altar que habían decorado con los únicos restos ancestrales que habían sobrevivido al hundimiento del barco: instantáneas manchadas de agua de mar de los padres y abuelos de Chang que éste guardaba en la cartera.
—Ahí está —dijo—. Nuestro hogar.
Chang Jiechi le dio la mano a su hijo e hizo el gesto de pedir té, que Mei-Mei le sirvió. El anciano tomó la taza y echó un vistazo a las oscuras habitaciones.
—Mejor que nada.
A pesar de aquellas palabras, Sam Chang sintió una oleada de vergüenza, como fiebre alta, por haber llevado a su padre a semejante sitio. Según Confucio, la mayor obligación de un hombre, después de la que tiene con su gobernante, es la que contrae con su padre. Ya desde el momento en que Chang empezara a planear su salida de China, se había sentido preocupado por cómo el viaje podría afectar al anciano. Siempre callado e inalterable, Chang Jiechi se había tomado la noticia del inminente viaje en silencio, y Chang se preguntó si, a ojos del buen anciano, estaría haciendo lo correcto.
Y ahora, tras el hundimiento del Dragón, su vida no iba a mejorar durante un tiempo. Ese apartamento se convertiría en su prisión hasta que el Fantasma fuese capturado o devuelto a China, lo que podría tardar meses en suceder.
Volvió a pensar en el sitio donde se detuvieron a robar la pintura y los pinceles: The Home Store. Las filas de bañeras relucientes, de espejos, de luces y de losas de mármol. Ojalá hubiera podido llevar a su padre y a su familia a un lugar decorado con las cosas maravillosas que allí había visto. Esto era una miseria. Esto era…
Alguien llamaba a la puerta con fuerza.
Durante un instante nadie se movió. Luego Chang miró a través de la cortina y se relajó. Abrió la puerta y sonrió al ver a un hombre de mediana edad vestido con vaqueros y una sudadera. Joseph Tan entró y ambos hombres se dieron la mano. Chang echó un vistazo fuera, a la tranquila calle residencial, y no vio a nadie que tuviera pinta de soplón del Fantasma. Había un olor raro en el ambiente húmedo de lluvia; luego se enteró de que el apartamento quedaba cerca de una planta de tratamiento de residuos. Entró y cerró con llave.
Tan, hermano de un buen amigo de Chang en Fujián, había llegado a América hacía ya varios años. Era ciudadano norteamericano y, como no tenía un pasado como disidente político, con frecuencia viajaba libremente de Nueva York a China. Chang había pasado varias tardes con él y con su hermano en Fuzhou la primavera anterior y había acabado por sentirse lo bastante cómodo como para compartir con Tan la noticia de que pretendía llevar a su familia al País Bello. Tan se había ofrecido a ayudarles. Se había encargado de alquilarles el apartamento y de conseguir un empleo para Chang y su hijo mayor en uno de sus negocios: una imprenta no lejana a la casa.
Tan le mostró sus respetos primero a Chang Jiechi y luego a Mei-Mei y se sentaron para tomar el té. Tan ofreció cigarrillos. Sam Chang pasó, pero su padre tomó uno y ambos hombres fumaron.
—Hemos oído lo del barco en las noticias —dijo Tan—. Agradecí a Guan Yin que estuvierais a salvo.
—Muchos murieron. Fue terrible. Un poco más y nos ahogamos todos.
—La televisión dijo que el cabeza de serpiente era el Fantasma.
Chang le contestó que sí, y que había tratado de asesinarles incluso cuando se dirigían a tierra.
—Entonces tendremos que tener mucho cuidado. No mencionaré a nadie vuestros nombres. Pero a la tienda va gente que sentirá curiosidad por saber quiénes sois. Había pensado que podríais empezar a trabajar cuanto antes pero ahora, con el Fantasma… Será mejor esperar. Tal vez la semana que viene. O la siguiente. Entonces os enseñaré el oficio. ¿Sabéis algo sobre las máquinas de artes gráficas norteamericanas?
Chang negó con la cabeza. En China era profesor de arte y cultura, hasta que su estatus de disidente hizo que le despidieran, como sucedió con los artistas desplazados y rechazados durante la revolución cultural de la década de los sesenta. Chang se había visto abocado a un trabajo «bien-pensante», a un trabajo manual. Y, como tantos calígrafos y artistas de la era anterior, había conseguido un empleo como impresor. Pero sólo sabía manejar prensas viejas con maquinaria rusa o china.
Durante un rato hablaron de las diferencias de vida entre China y los Estados Unidos. Luego Tan escribió la dirección de la tienda y los horarios de trabajo para Chang y su hijo y pidió conocer a William.
Chang abrió la puerta de la habitación del chico. Se encontró, primero con sorpresa y luego con temor, con una estancia vacía. El muchacho no estaba. Se volvió hacia Mei-Mei.
—¿Dónde está nuestro hijo?
—Estaba en su habitación. No le he visto salir.
Chang fue hacia la puerta trasera y vio que la llave no estaba echada. William la había dejado así al salir de casa.
¡No!
El callejón trasero estaba desierto. Y la calle más allá también. Regresó a la sala.
—¿Dónde podría ir un adolescente en esta zona? —le preguntó a Tan.
—¿Habla inglés?
—Mejor que nosotros.
—En la esquina hay un Starbucks, ¿sabes qué es?
—Sí, una cadena de cafeterías.
—Muchos adolescentes chinos van allí. No dirá nada acerca del Dragón, ¿no?
—No, estoy seguro —respondió Chang—. Sabe el peligro que corremos.
—Él será vuestro mayor peligro —replicó Tan, quien también tenía hijos—. Verá eso —señaló el televisor— y querrá todo lo que ve: videojuegos, coches, ropa. Y los querrá sin trabajar para ganárselos. Porque en la televisión uno ve gente que tiene cosas, y no les ve mereciéndoselas. Habéis venido hasta aquí, habéis sobrevivido al Atlántico, habéis sobrevivido al Fantasma. Que no os deporten porque la policía arreste a vuestro hijo por robar en una tienda y se lo cuente todo al INS.
Chang entendía lo que el hombre le decía pero en ese momento sentía tanto pavor que no pudo aprovechar el consejo. Tal vez el Fantasma tuviera bangshous en todas esas calles. Tal vez hubiera alguien que denunciara su paradero.
—Debo ir a encontrar a mi chico ahora mismo.
Tan y él salieron y caminaron por la acera. Su amigo le señaló la esquina donde quedaba la cafetería.
—Ahora te dejo. Sé duro con tu hijo. Ahora que está aquí será más difícil, pero debes ejercer control sobre él.
Chang mantuvo la cabeza gacha mientras pasaba frente a apartamentos baratos, lavanderías, delicatessens, restaurantes y tiendas. Este barrio estaba menos congestionado que el Chinatown de Manhattan, las aceras eran más anchas y había menos gente en la calle. Más de la mitad eran asiáticos, pero la población era mixta: chinos, vietnamitas y coreanos. También había hispanos, italianos y paquistaníes. Y casi ningún blanco.
Miró en las tiendas mientras pasaba por delante pero no vio a su hijo en ninguna de ellas.
Rezó a Chen-Wu para que el chico sólo hubiera ido a dar un paseo y no se hubiese encontrado con nadie, para que no le hubiera contado a nadie cómo había llegado al país (tal vez lo hiciera para impresionar a alguna chica).
Un pequeño parque: ni rastro de él.
Un restaurante: nada.
Fue a la cafetería Starbucks y un buen número de adolescentes cautelosos y de viejos complacientes se fijaron en el rostro desencajado del inmigrante. William no estaba allí. Chang salió de inmediato.
Y entonces, cuando por casualidad pasaba junto a un callejón oscuro, vio a su hijo. El chico estaba hablando con dos hombres chinos que vestían chaquetas de cuero negro. Llevaban el pelo largo y con tupés fijos gracias a la ayuda de la laca o la gomina. William le pasó a uno de ellos algo que Chang no alcanzó a ver. El hombre hizo una seña a su compañero quien le extendió a William una pequeña bolsa de papel. Luego los dos se volvieron con presteza y dejaron el callejón. El chaval echó un vistazo al contenido de la bolsa y luego se la metió al bolsillo. ¡No!, pensó Chang, anonadado. ¿Qué era eso? ¿Drogas? ¿Su propio hijo estaba comprando drogas?
Chang se puso a la entrada del callejón y, cuando salió su hijo, lo agarró por el brazo y lo tiró contra la pared.
—¿Cómo puedes hacerme esto? —le preguntó.
—Déjame en paz.
—¡Contéstame!
William miró hacia la cafetería cercana, donde cuatro o cinco personas, aprovechando que no llovía, se habían sentado fuera. Oyeron el grito de Chang y volvieron sus ojos hacia el padre y el hijo. Chang los vio y soltó al chico, haciéndole una seña para que le siguiera.
—¡Es que no sabes que el Fantasma nos busca! ¡Quiere matarnos!
—Quería salir un rato. ¡Eso es como una cárcel! ¡Esa puta habitación enana, con mi hermano!
Chang agarró al muchacho por el brazo.
—No vuelvas a usar ese lenguaje conmigo. No puedes desobedecerme de esa forma.
—Es un sitio de mierda. Quiero una habitación para mí solo —dijo el chico, soltándose.
—Más tarde. Tenemos que hacer algunos sacrificios.
—Tú decidiste que viniéramos: haz tú los sacrificios.
—¡No me hables así —dijo Chan—, soy tu padre!
—Quiero un cuarto para mí. Quiero algo de intimidad.
—Deberías sentirte agradecido porque tengamos un sitio donde quedarnos. Ninguno de nosotros tiene una habitación para él solo. Tu abuelo duerme con tu madre y conmigo.
El muchacho no dijo nada.
Ese día Chang había aprendido muchas cosas sobre su hijo. Era insolente, era un ladrón de coches y los cables de acero de la obligación familiar que habían atado toda la vida de Sam Chang no significaban nada para él. De forma supersticiosa, Chang se preguntó si habría cometido un error al ponerle a su hijo, cuando empezó a ir al colegio, un nombre occidental, el del genio de la informática Gates. Tal vez aquello había conducido al chico por el sendero de la rebelión.
—¿Quiénes eran? —le preguntó mientras se acercaban al apartamento.
—¿Quiénes? —preguntó a su vez el muchacho, evasivo.
—Los tipos con los que estabas.
—Nadie.
—¿Qué te han vendido? ¿Drogas?
La respuesta fue un silencio irritado.
Se encontraban ante la puerta principal del apartamento. William se dispuso a seguir, pero Chang le frenó. Metió la mano en el bolsillo del muchacho. El joven alzó los brazos de forma violenta y por un breve instante Chang pensó que el muchacho se disponía a empujarle o incluso a golpearle pero, tras un momento eterno, bajo los brazos.
Chang sacó la bolsa y miró en su interior, asombrado ante la visión de una pequeña pistola plateada.
—¿Qué haces tú con esto? —susurró enfadado—. ¿Para qué la quieres… para robar a la gente?
Silencio.
—Dímelo, hijo. —Su fuerte mano de calígrafo se posó sobre el brazo del muchacho—. ¡Dímelo!
—¡La conseguí para que podamos protegernos! —gritó el muchacho.
—Yo os protegeré. Y no con esto.
—¿Tú? —rió William con sarcasmo—. Tú eres quien escribió artículos sobre Taiwán y la democracia que nos arruinaron la vida. Tú eres quien decidió que viniéramos aquí y un puto cabeza de serpiente ha estado a punto de matarnos. ¿Y tú llamas a eso protegernos?
—¿Qué has pagado por esto? —dijo mientras sostenía la bolsa con la pistola—. ¿De dónde has sacado el dinero? No trabajas.
El chico ignoró la pregunta:
—El Fantasma ha matado a otros. ¿Qué pasa si viene a por nosotros? ¿Qué haremos?
—Nos esconderemos de él hasta que la policía lo encuentre.
—¿Y si no lo encuentran…?
—¿Por qué me deshonras de esta forma? —le preguntó Chang, enfadado.
William movió la cabeza y entró en el apartamento con gesto de desesperación, y se metió con rapidez en su cuarto.
Chang aceptó el té que su esposa le ofrecía.
—¿Dónde ha ido? —le preguntó Chang Jiechi.
—A la calle. A conseguir esto. —Le enseñó la pistola y el viejo Chang la tomó en sus manos arrugadas.
—¿Está cargada?
Su padre había sido soldado contra Mao Zedong; participó en la Larga Marcha que llevó a Chang Kai-shek y a los nacionalistas hasta el mar, y estaba familiarizado con las armas de fuego. La examinó con cuidado.
—Sí. Ten cuidado. Mantén el seguro así. —Devolvió el arma a su hijo.
—¿Por qué me falta al respeto? —preguntó Chang con rabia. Escondió el arma en el estante superior del armario y llevó al anciano al sofá mugriento.
Su padre no dijo nada durante un rato. La pausa fue tan prolongada que Chang se quedó mirando expectante al anciano. Por fin, con un gesto sardónico, respondió:
—¿Dónde aprendiste toda tu sabiduría, hijo?
—De mis profesores, de los libros y de mis colegas. Pero sobre todo de ti, Baba.
—¿De mí? ¿Aprendiste de tu padre? —repuso Chang Jiechi, aparentando una sorpresa irónica.
—Sí, por supuesto. —Chang frunció el entrecejo, sin saber muy bien qué es lo que su padre quería decir.
El anciano no dijo nada pero sus labios grises se curvaron en una sonrisa irónica. Pasó un rato y luego Chang dijo:
—¿Quieres decir que William lo ha aprendido de mí? Yo jamás fui insolente contigo, Baba.
—No conmigo. Pero sí con los comunistas. Con Beijín. Con el gobierno de Fujián. Hijo, eres un «disidente». Toda tu vida se ha basado en la rebelión.
—Pero…
—Si Beijín te dijera «¿Por qué nos deshonra Sam Chang?», ¿qué les responderías?
—Diría: «¿Qué habéis hecho para ganaros mi respeto?».
—William te podría decir lo mismo. —Chang Jiechi alzó las manos: había finalizado su argumentación.
—Pero mis enemigos han sido la opresión, la violencia, la corrupción. —Sam Chang amaba China con todo su corazón. Amaba a su gente. Amaba su cultura. Su historia. Durante los doce últimos años su vida había consistido en una lucha constante para mantener a su país en un escalón un poco más ilustrado de lo que estaba.
—Pero todo lo que William ve —repuso Chang Jiechi— es cómo te encorvas frente al ordenador para atacar a la autoridad, sin preocuparte de las consecuencias.
En su mente afloraron palabras de protesta, pero Sam Chang guardó silencio. Después, de improviso, se dio cuenta de que tal vez su padre tuviera razón. Se rió de forma apagada. Pensó en ir a hablar con su hijo pero algo le retuvo. Rabia, confusión, tal vez miedo de lo que William podría decirle. Cuando…
De pronto el anciano se estremeció de dolor.
—¡Baba! —gritó Chang, alarmado.
Una de las pocas posesiones que habían sobrevivido al naufragio era el frasco de morfina casi lleno de Chang Jiechi. Justo antes de que el barco se hundiera, Chang le había dado una pastilla a su padre y se había metido el resto en el bolsillo. Estaba bien sellado y no le había entrado agua.
Ahora le dio dos pastillas más y le cubrió con una manta. El hombre yacía sobre el sofá con los ojos cerrados.
Sam Chang se dejó caer sobre una silla destartalada.
Sus posesiones habían desaparecido, su padre necesitaba un tratamiento con urgencia, un asesino despiadado era su enemigo y su hijo un renegado y un criminal…
Les rodeaban demasiadas dificultades.
Deseaba echarle la culpa a alguien: a Mao, al Partido Comunista Chino, a los soldados del Ejército de Liberación Popular…
Pero la razón de sus presentes dificultades reposaba en un solo lugar que William había atinado a ubicar: a los pies de Sam Chang.
Sin embargo, los remordimientos no servían de nada, todo lo que podía hacer era rezar para que las historias sobre su nuevo país fueran ciertas y no un mito, para que el País Bello fuera en verdad una tierra proclive a los milagros. Donde la maldad afloraba a la luz para purgarse, donde sanaban los peores males que atacaban nuestros cuerpos, donde la generosa libertad cumplía sus promesas y los corazones afligidos no volvían a afrontar congojas.