Capítulo 14

Wu Qichen secó el sudor de la frente de su esposa.

Temblando, ardiendo a causa de la fiebre, empapada de sudor, yacía sobre un colchón en el dormitorio de su mínimo apartamento. Las habitaciones del sótano daban a un callejón cercano a Canal Street, en el corazón de Chinatown. Se las había proporcionado un agente a quien habían acudido por consejo de Jimmy Mah, aunque más que agente era un ladrón, se dijo entonces Wu con amargura. El alquiler era abusivo y el hombre les había exigido también un depósito. El apartamento hedía, el sitio estaba prácticamente sin amueblar y las cucarachas correteaban a sus anchas por el suelo, incluso en aquel momento, bajo la luz difusa de la luna que se derramaba a través de las ventanas grasientas.

Observó a su mujer con preocupación. La cefalea salvaje que Yong-Ping había sufrido a bordo, el letargo, los escalofríos y los sudores, todo lo que él creía que era sólo producto del mareo por la travesía, habían continuado una vez en tierra. Estaba aquejada de otra dolencia.

Su mujer entreabrió los ojos enfebrecidos.

—Si muero… —susurró.

—No vas a morir —dijo su marido.

Pero Wu no estaba seguro de creer sus propias palabras. Se acordó del doctor John Sung en la bodega del Dragón y se arrepintió de no haberle pedido su opinión sobre el estado de su esposa; el doctor había tratado a muchos pacientes por diversas dolencias pero Wu había tenido miedo de que tratara de cobrarle si examinaba a su Yong-Ping.

—Duerme —le dijo con dureza—. Necesitas reposo. Si descansas te encontrarás mejor. ¿Por qué no lo intentas?

—Si muero debes buscarte una mujer. Alguien que se ocupe de los niños.

—No vas a morir.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó Yong-Ping.

—Lang está en la sala.

Echó un vistazo por la puerta y vio al chico en el sofá y a la adolescente Chin-Mei que colgaba la colada sobre un cordel extendido a lo largo de la estancia. Nada más llegar se habían turnado para ducharse y ponerse la ropa limpia que Wu había comprado en una tienda de saldos de Canal Street. Después de comer algo, aunque Yong-Ping no había probado un solo bocado, Chin-Mei había llevado a su hermano frente al televisor y lavado en el fregadero de la cocina las ropas llenas de arena y sal, que ahora ponía a secar.

La mujer de Wu paseó la mirada por la habitación, guiñando los ojos, como si tratara de recordar dónde se encontraba. Se cansó y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

—¿Dónde… dónde estamos?

—Estamos en Chinatown, en Manhattan, en Nueva York.

—Pero… —Entrecerró los ojos al oír esas palabras que su mente enfebrecida a duras penas registraba—: el Fantasma, esposo. No podemos quedarnos aquí. No es seguro. Sam Chang dijo que no debíamos quedarnos.

—Ah, el Fantasma… —hizo aspavientos como quitándole hierro al asunto—. Ha vuelto a China.

—No —replicó Yong-Ping—. No lo creo. Tengo miedo por nuestros hijos. Tenemos que irnos. Tenemos que largarnos tan lejos como nos sea posible.

—Ningún cabeza de serpiente se arriesgaría a que le detuvieran o le dispararan sólo por dedicarse a buscar a unos cuantos inmigrantes que se le han escapado —señaló Wu—. ¿Eres tan tonta como para pensar eso?

—Por favor, esposo. Sam Chang dijo que…

—Olvídate de Chang. Es un cobarde —replicó Wu—. Nos quedamos. —Ante la desobediencia de su esposa, su cólera se veía aplacada por la semblanza de la pobre mujer y el dolor que debía de estar sufriendo.

—Voy a salir —añadió con suavidad—. Voy a conseguir medicinas.

Miró a los niños, que observaban intranquilos la habitación donde yacía su madre.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó la adolescente.

—Sí. Se pondrá bien. Volveré en media hora —respondió—. Voy a conseguir medicinas.

—Espere, padre —dijo Chin-Mei, vacilante y con los ojos bajos.

—¿Qué?

—¿Puedo ir con usted? —preguntó la chica.

—No, te quedarás con tu madre y tu hermano.

—Pero…

—¿Qué?

—Hay algo que necesito.

¿Una revista de moda?, se preguntó él, cínico. ¿Maquillaje? ¿Laca para el pelo? Si espera que me gaste el dinero de nuestra supervivencia en su cara bonita…

—¿Qué?

—Por favor, déjeme que le acompañe. Lo compraré yo misma. —Estaba toda encarnada.

—¿Qué es lo que quieres? —insistió su padre

—Necesito algo para… —susurró, con los ojos bajos.

—¿… para qué? —inquirió él con fiereza—. Contéstame.

—Para mi periodo —dijo ella tragando saliva—. Ya sabe, compresas.

De pronto Wu lo entendió. Retiró la mirada y señaló al baño.

—Usa algo de ahí.

—No puedo. Es muy incómodo.

Wu estaba furioso. Ocuparse de esas cosas era tarea de su mujer. Ningún hombre que él conociera había comprado esas… cosas.

—¡Vale! —gritó—. Vale. Te compraré lo que necesitas. —Se negó a preguntarle de qué tipo las quería. Compraría lo que encontrara en la primera tienda que viera. Ella tendría que conformarse con eso. Salió y cerró la puerta a su paso.

Wu Qichen echó a andar por las calles de Chinatown y escuchó la cacofonía producida por las diversas lenguas que se hablaban: minnanhua, cantones, putonghua, vietnamita y coreano. También inglés, aunque aderezado con más acentos y dialectos de los que hubiera imaginado que existían.

Echó una ojeada a las tiendas y los comercios, las pilas de mercancías, los rascacielos que adornaban la ciudad. Nueva York parecía diez veces mayor que Hong Kong y unas cien más que Fuzhou.

Tengo miedo por nuestros hijos. Tenemos que irnos. Tenemos que largarnos tan lejos como nos sea posible…

Pero Wu Qichen no tenía la menor intención de irse de Manhattan. Durante los cuarenta años de su vida, había albergado una ilusión y no permitiría que ni la enfermedad de su esposa ni la amenaza de un cabeza de serpiente se la robaran. Wu Qichen iba a hacerse rico, el más rico de todos los miembros de su familia.

A los veinte años había sido botones y luego ayudante del manager del Hotel Paraíso en la calle Hundong, cerca del parque de Hot Springs, en el corazón de Fuzhou, donde sirvió a chinos ricos y a europeos pudientes. Entonces Wu decidió que sería un exitoso hombre de negocios. Trabajó muy duro en el hotel y, a pesar de que daba a sus padres la cuarta parte de sus ingresos, se las arregló para ahorrar lo bastante como para comprar a medias con sus hermanos una tienda de recuerdos cerca de la famosa estatua de Mao Zedong en la calle Gutian; con lo que sacaron de la tienda compraron un ultramarinos y luego otros dos. Su intención era seguir con esos negocios durante años y ahorrar todo lo que pudieran para comprar un edificio y multiplicar su fortuna en el mercado inmobiliario.

Pero Wu Qichen cometió un error.

La economía de China estaba cambiando de forma drástica. Las zonas de libre comercio prosperaban y hasta los políticos de mayor renombre hablaban favorablemente acerca del sector privado; el mismísimo Deng Xiaoping había dicho: «Ser rico es glorioso». Pero Wu no quiso acordarse de la primera regla de la vida en China: el Partido Comunista es quien lleva las riendas. Wu se mostró excesivamente vehemente acerca de la necesidad de crear vínculos económicos más estrechos con Taiwán, de acabar con el sistema de empleo garantizado a cambio de un cuenco de arroz que ignoraba la productividad, y se rió de los oficiales y de los miembros del partido que aceptaban sobornos mientras imponían impuestos arbitrarios sobre los negocios. Irónicamente, a Wu ni siquiera le importaba aquello que afirmaba anhelar; sus esfuerzos iban encaminados a llamar la atención de socios occidentales, tanto en Europa como en América, que vendrían a buscarle con dinero para invertir, pues él era la voz de la nueva economía china.

Pero no fue Occidente quien escuchó la voz de ese hombre flacucho, sino los cuadros y los secretarios del Partido Comunista. De pronto, los inspectores gubernamentales empezaron a pasarse por las tiendas de los Wu y a encontrar docenas de violaciones de las reglas sanitarias y de seguridad, que en su mayoría aparecían de repente, como por arte de magia. Incapaces de pagar las elevadas multas, los hermanos se arruinaron con rapidez.

Aun a pesar de sentirse avergonzado por su situación actual, Wu se negaba a dejar atrás su sueño de hacerse rico. Y así, seducido por las oportunidades del País Bello, Wu Qichen había obligado a su familia a arriesgarse en el submundo de la inmigración ilegal. Se convertiría en un casero de Chinatown e iría al trabajo en limusina y, cuando le fuera posible volver a China, iría al hotel Paraíso y reservaría la suite más grande, el penthouse, aquella habitación a la que de joven viajaba tanto acarreando maletas.

No, ya había tenido que arrinconar sus sueños durante demasiado tiempo: ahora el Fantasma no le echaría de la ciudad del dinero.

Wu encontró una farmacia china. Entró y comentó con el herborista las dolencias de su mujer. El doctor le escuchó con atención y diagnosticó un deficiente qi, el espíritu de la vida, y sangre obstruida, dolencias ambas agravadas por el frío excesivo. Le dio un manojo de distintas hierbas por el que Wu tuvo que pagar la escalofriante cifra de dieciocho dólares, algo que le puso furioso por haber sido engañado de nuevo.

Al salir del herbolario, siguió por la calle hasta un ultramarinos chino. Entró deprisa, antes de que le fallara la resolución. Tomó una cesta y empezó a llenarla con varios artículos que no necesitaba. Fue hasta la sección de medicinas y cogió una caja de compresas para su hija. Con rapidez fue hasta la caja y mantuvo los ojos fijos en un recipiente de vidrio lleno de raíces de ginseng durante toda la transacción. La mujer de pelo cano le dio la bolsa y, a pesar de que no sonrió ni mencionó lo que había comprado, Wu sabía que se estaba riendo de él en secreto. Dejó la tienda con la cabeza humillada y el rostro tan colorado como la bandera china.

Wu se volvió en dirección a su apartamento pero, tras cinco minutos de raudo caminar, aminoró el paso y empezó a vagar por las calles adyacentes. Claro que le importaba su mujer, claro que le preocupaba su estado y el de sus hijos pero, por amor de los dioses del cielo, el día había sido una auténtica pesadilla. No sólo casi muere en un naufragio, sino que había perdido todas sus posesiones y Jimmy Mah y su agente le habían engañado. Y, aún peor, había sufrido en sus carnes la humillación de tener que comprar lo que llevaba en la bolsa que pendía de su mano. Decidió que necesitaba algo de diversión, un poco de compañía masculina.

Encontrar lo que buscaba le llevó muy poco: una guarida de juego fujianesa, donde le admitieron tras enseñar su dinero al guarda de la entrada.

Durante un rato se sentó en silencio, jugó a los trece puntos, fumó y bebió un poco de baijiu. Ganó algo de dinero y comenzó a sentirse mejor. Otra copa de ese licor fuerte y cristalino, y luego otra más acabaron por relajarle… no sin antes cerciorarse de que la bolsa de la compra quedaba oculta para el resto de la gente bajo su silla.

Finalmente empezó a charlar con los hombres que le rodeaban y con los treinta dólares que había ganado, una gran suma para él, les invitó a un trago. Borracho y de excelente humor, contó un chiste y los tipos se rieron de lo lindo. Con tono conspiratorio de hombres solos, compartieron chismes sobre esposas desobedientes y niños indisciplinados, sobre los lugares donde vivían ahora y sobre los empleos que tenían… o que ansiaban.

Wu alzó su copa.

—Un brindis por Zai Chen —afirmó beodo; se trataba del dios de la riqueza, uno a los que más se reverenciaba en China. Wu creía tener una especial conexión con esta deidad amiga.

Todos los hombres alzaron sus copas.

—Eres nuevo aquí —dijo uno de los tipos—. ¿Cuándo has venido?

Encantado de brillar con fuerza entre sus iguales, Wu susurró:

—Esta misma mañana. En el barco que se ha hundido.

—¿En el Fuzhou Dragón? —preguntó un hombre con el entrecejo fruncido—. Ha salido en las noticias. Dijeron que el mar estaba imposible.

—¡Ah! —dijo Wu—. ¡Olas de quince metros! El cabeza de serpiente trató de asesinarnos pero yo saqué a quince personas de la bodega. Y luego tuve que bucear bajo el agua para cortar las cuerdas de un bote salvavidas. Un poco más y me ahogo. Pero me las arreglé para llevarlos a tierra.

—¿Hiciste eso tú solo?

Wu bajó la cabeza.

—No pude salvarlos a todos. Pero lo intenté.

—¿Tu familia está bien?

—Sí —respondió Wu, borracho.

—¿Estás en el barrio?

—En esta misma calle.

—¿Cómo es el Fantasma? —preguntó un hombre.

—No vale una mierda. Menudo cobarde. No es nada sin un arma. Si la hubiera tirado, si hubiera luchado como un hombre, yo podría haberle matado sin problemas.

Entonces Wu se quedó callado y las palabras de Chang empezaron a repicar en su mente. Se dio cuenta de que no debería estar diciendo lo que decía. Cambió de tema.

—¿Alguien puede decirme algo? Hay una estatua que quiero ver. Tal vez podáis decirme dónde está.

—¿Una estatua? —inquirió el tipo que tenía a un lado—. ¿Cuál de ellas? Hay muchas estatuas por todos lados.

—Es muy famosa. Es una mujer que sostiene sus cuentas.

—¿Cuentas? —preguntó otro.

—Sí —les explicó Wu—. Sale en las películas del País Bello. Está en una isla y tiene una antorcha en una mano y un libro de cuentas en la otra. Alza la antorcha para poder leer su debe y su haber a cualquier hora del día o de la noche y así conoce cuánto dinero posee. ¿Está aquí en Nueva York?

—Sí, aquí está —replicó un hombre, y empezó a reírse. Muchos otros también lo hicieron. Wu se les unió en las carcajadas aunque no tenía ni idea de por qué se reían.

—Baja hasta un sitio llamado Battery Park y coge un barco para ver la estatua.

—Lo haré.

Otro hombre rió.

—Por la mujer de las cuentas.

Vaciaron sus copas y dieron por finalizada la partida.