—Tiene mejor aspecto —dijo Sachs—. ¿Cómo se encuentra?
John Sung la invitó a pasar a su apartamento. «Muy dolorido», dijo, y cerrando la puerta se unió a ella en la sala de estar. Caminaba despacio y de cuando en cuando se crispaba de dolor. Una secuela más que aceptable tras haber recibido un tiro, se dijo ella.
La vivienda que su abogado de inmigración le había conseguido era un cubil desmañado en el Bowery: dos estancias oscuras con muebles disparejos y medio rotos. Justo debajo, en el primer piso, había un restaurante chino. El olor a aceite frito y a ajo invadía el lugar.
Hombre compacto y con algunas canas, Sung caminaba encorvado por culpa de la herida. Al observar su andar vacilante, Sachs sintió una creciente compasión por él. En su vida en China como médico de profesión, seguro que habría disfrutado del respeto de sus pacientes e —incluso siendo disidente— habría tenido algún prestigio. Pero allí Sung no tenía nada. Se preguntó qué haría para ganarse la vida: ¿conducir un taxi? ¿Trabajar en un restaurante?
—Haré té —dijo él.
—No, no se preocupe. No puedo quedarme mucho tiempo.
—En cualquier caso, haré un poco de té para mí. —No había una cocina, sólo un hornillo, una nevera pequeña y un fregadero medio oxidado, todo ello en una pared de la sala. Colocó la tetera sobre la llama chisporroteante y sacó una caja de té Lipton de un armario sobre el fregadero. Lo olió y puso cara rara.
—¿No es como el que suele tomar?
—Iré a la compra más tarde —replicó Sung lacónico.
—¿Le ha dejado el INS salir bajo fianza? —preguntó Sachs.
Sung asintió.
—He formulado una petición formal de asilo. Mi abogado me ha dicho que la mayor parte de la gente lo solicita pero no se lo conceden pues no está cualificada. Pero yo pasé dos años en un campo de reeducación. Y he publicado artículos donde atacaba las violaciones de los derechos humanos por parte de Beijín. Bajamos algunos de la Red para aportarlos como prueba. El oficial a cargo del caso no podía garantizarnos nada, pero dijo que servirían para argumentar mi petición.
—¿Cuándo es la vista?
—El mes que viene.
Sachs observó sus manos cuando él tomó dos tazas del armario y con cuidado las lavó, las secó y las dispuso sobre una bandeja. Había algo ceremonioso en la forma en que lo hizo. Abrió las bolsas de té, echó su contenido en una tetera de cerámica y vertió agua hirviendo sobre ellas antes de remover brevemente el líquido con una cucharilla.
Todo por un poco de té Lipton vulgar y corriente…
Llevó la tetera y las tazas a la sala de estar y se sentó erguido. Vertió el contenido en las dos tazas y le ofreció una. Ella se alzó para ayudarle. Tomó la taza de manos de él, que le parecieron suaves aunque fuertes.
—¿Se sabe algo de los otros? —preguntó él.
—Están en Manhattan, pensamos. Encontramos la furgoneta que abandonaron no muy lejos de aquí. Me gustaría hacerle un par de preguntas sobre ellos.
Sung se llevó la taza a los labios y tomó un pequeño sorbo.
—Había dos familias: los Wu y los Chang. Y otra gente que también escapó. No recuerdo sus nombres. Algunos miembros de la tripulación también huyeron del barco. Chang trató de ayudarles, era él quien manejaba nuestro bote, pero el Fantasma les disparó.
Sachs probó el té. Sabía de un modo muy distinto al brebaje de supermercado al que estaba acostumbrada. Mi imaginación, se dijo.
—La tripulación se portó bien con nosotros —prosiguió Sung—. Antes de salir yo había oído rumores sobre las tripulaciones de los barcos de inmigrantes. Pero en el Dragón nos trataban bien; nos daban agua fresca y comida.
—¿Recuerda algún sitio donde los Chang y los Wu puedan haber ido?
—Nada que no le haya dicho ya en la playa. Todo lo que oí es que íbamos a desembarcar en una playa de Long Island. Y luego los camiones nos iban a traer a algún lugar en Nueva York.
—¿Y el Fantasma? ¿Puede decirme algo que nos ayude a dar con su paradero?
Él negó con la cabeza.
—En China, los cabezas de serpiente de poca monta, los representantes del Fantasma, dijeron que una vez hubiéramos tocado tierra no lo volveríamos a ver. Y nos advirtieron que no debíamos tratar de contactar con él.
—Creemos que tenía un ayudante a bordo que se hacía pasar por uno de los inmigrantes —dijo Sachs—. El Fantasma acostumbra a hacer eso. ¿Sabe de quién puede tratarse?
—No —contestó Sung—. En la bodega había varios hombres que viajaban solos. No hablaban mucho que dijéramos. Tal vez era uno de ellos. Pero no llegué a prestar atención. No recuerdo sus nombres.
—¿Dijo alguna vez alguien de la tripulación algo sobre el lugar al que se dirigiría el Fantasma una vez en el país?
Sung se puso serio y pareció estar pensando en algo muy grave.
—Nada en especial —contestó al fin—, pues también le tenían miedo, creo. Pero hay una cosa… No sé si les servirá de ayuda, pero es algo que oí. Una vez, el capitán del barco estaba hablando sobre el Fantasma y usó la expresión «Po fu chen zhou» para referirse a él. Se traduce literalmente como «Rompe las calderas y hunde el barco»; ustedes dirían «No hay vuelta de hoja». Alude a un guerrero de la dinastía Qin: una vez que sus tropas habían cruzado el río para atacar al enemigo, les pidió a sus hombres que hicieran eso, que rompieran las calderas y hundieran los barcos, para que no hubiera posibilidad ni de acampar ni de retirarse. Si querían sobrevivir, debían ir hacia adelante y destruir al bando contrario. El Fantasma es un enemigo de ese tipo.
Así que no parará hasta encontrar a las familias y asesinarlos a todos, pensó Sachs.
Entre ellos se hizo el silencio, apenas roto por los sonidos del tráfico que corría por Canal Street. En un impulso, Sachs le preguntó:
—¿Su mujer sigue en China? —Sung la miró a los ojos y dijo sin alterarse:
—Murió el año pasado.
—Lo siento.
—En un campo de reeducación. Los oficiales dijeron que se había puesto enferma. Pero nunca me dijeron la enfermedad. Y no hubo autopsia. Espero que se pusiera enferma de verdad. Es mejor eso que… que pensar que la torturaron hasta matarla.
Al oír esas palabras, Sachs sintió un escalofrío.
—¿Era también disidente con el régimen?
Él asintió.
—Así nos conocimos. En un acto de protesta en Beijín, hace diez años. En el aniversario de la plaza de Tiananmen. Con el tiempo, ella era más directa que yo en sus críticas. Antes de que fuera arrestada pensamos en venirnos aquí, con los niños… —La voz de Sung se fue desvaneciendo y el silencio que siguió fue la forma más elocuente de acabar de contar la congoja en la que se había convertido su vida en esos momentos.
Finalmente añadió:
—Decidí que no podía quedarme en el país ni un minuto más. En el aspecto político, era peligroso, claro está. Pero peor aún eran todos los recuerdos de mi mujer. Así que tomé la decisión de venir aquí, pedir asilo político y luego reclamar a mis hijos. —En su rostro se dibujó una sonrisa cansada—. Cuando acabe mi luto encontraré una mujer para que sea la madre de mis niños. —Se encogió de hombros y dio un sorbo a su té—. Pero eso tendrá que ser en el futuro.
Se llevó la mano al amuleto que llevaba al cuello. Sachs se lo quedó mirando; él se dio cuenta y se lo pasó tras quitárselo.
—Es mi amuleto de buena suerte. Tal vez funcione —se rió—. La trajo hasta mí cuando me estaba ahogando.
—¿Qué es? —preguntó ella, mientras sostenía la piedra tallada.
—Es una talla de Qingtian, al sur de Fuzhou. La esteatita de esa zona es muy famosa. Fue un regalo de mi mujer.
—Está roto —observó Amelia, frotando la fractura con la uña. Se desprendió un trocito de piedra.
—Se golpeó contra las rocas a las que estaba agarrado cuando usted me salvó.
Representaba un mono sentado en cuclillas. La figura parecía tener forma humana. Astuto y sagaz, Sung le explicó:
—Es un personaje muy famoso de la mitología china. El Rey Mono.
Ella le devolvió el amuleto que Sung se volvió a anudar en su cuello musculoso y sin pelo. Los vendajes que cubrían el disparo que le había hecho el Fantasma eran visibles bajo la camisa de faena azul. De pronto sintió una agradable sensación por hallarse en la compañía de este hombre, que estaba apenas a unos centímetros de ella. Podía oler en sus ropas el jabón desinfectante, el ácido detergente de lavandería. Sentía un desahogo inexplicable que provenía de él; de él, que era en realidad un extraño.
—Vamos a dejar un coche patrulla en la calle —le dijo ella.
—¿Para protegerme a mí?
—Sí.
Eso le llamó la atención.
—Los oficiales de la ley y el orden en China no harían eso; sólo aparcan junto a tu puerta para espiarte o intimidarte.
—Ya no estás en Kansas, John.
—¿Kansas?
—Es un dicho. Tengo que volver a casa de Lincoln.
—¿De Lincoln…?
—El hombre con quien trabajo, Lincoln Rhyme.
Se levantó y sintió una punzada de dolor en la rodilla.
—Espere —dijo John Sung. Le cogió la mano. Ella sintió que irradiaba un poder sereno—: Abra la boca —le dijo.
—¿Qué? —rió ella.
—Inclínese hacia adelante. Abra la boca.
—¿Por qué?
—Soy médico. Quiero echarle un vistazo a su lengua.
Divertida, Sachs hizo lo que le pedía y él la observó su lengua con rapidez.
—Tiene artritis —dijo mientras soltaba su mano y se volvía a sentar.
—Crónica —respondió ella—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Como le dije, soy médico. Vuelva y la trataré.
—He pasado por un montón de médicos —se rió la joven.
—La medicina occidental y los médicos occidentales cumplen su cometido, pero la medicina china es mejor para sanar dolores crónicos y molestias varias, las que aparecen sin motivo aparente. Aunque siempre hay un motivo, una razón. Hay cosas que yo puedo hacer y que le serán de ayuda. Estoy en deuda con usted. Me salvó la vida. Si no le pagara ese gesto, me cubriría de vergüenza.
—Eso se lo debe a dos tipos enormes con trajes de neopreno.
—No, no. De no haber sido por usted yo me habría ahogado. Lo sé. Así que, por favor, ¿regresará y me permitirá que la ayude?
Ella dudó un instante.
Y entonces, como para forzarla a decidirse, un rayo de dolor le atravesó la rodilla. Compuso la cara para no mostrar señales de lo que acontecía en su interior, pero sacó un bolígrafo y escribió para Sung el número de su teléfono móvil.
*****
Apostado en Central Park West, Sonny Li estaba confuso.
¿Qué diantre pasaba aquí con las fuerzas del orden? Hongse conducía ese coche amarillo tan rápido, bang, bang, como una poli de la tele y ahora, o al menos esa impresión daba, ¿los oficiales perseguían al Fantasma desde una casa así de lujosa? Ningún oficial chino, ni siquiera el más corrupto, podría permitirse un apartamento así… ¡y eso que algunos eran corruptos hasta más no poder!
Li tiró el cigarrillo, escupió en el césped y luego, con la cabeza gacha, cruzó con rapidez la calle para adentrarse en el callejón que llevaba a la puerta trasera del edificio. ¡Hasta el callejón estaba limpio! En casa de Li en Liu Guoyuan —que era más rica que otras muchas ciudades chinas— un callejón como éste estaría lleno de basuras y trastos viejos. Se detuvo, miró hacia la esquina y se encontró con que la puerta trasera del edificio estaba abierta. Salió un joven rubio con el cabello bien cortado, pantalones negros, camisa clara y corbata floreada. Llevaba dos grandes bolsas de plástico verde que arrojó a un contenedor de basuras azul. El hombre echó una ojeada al callejón, recogió un par de pedazos de papel y también los tiró a la basura. Se frotó las manos y volvió a entrar, cerrando la puerta a su paso. Pero no le echó el pestillo.
Gracias, señor.
Sonny Li se coló en el sótano, olió la humedad del ambiente y escuchó con atención. Las pisadas del joven subían por la escalera. Li se escondió tras una pila de cajas de cartón a la espera de que el joven regresara pero daba la impresión de que éste se dedicaba ahora a otros quehaceres. Arriba se oían chirridos, el rumor de un grifo abierto. Li echó un vistazo a las cajas de cartón del suelo. Algunas estaban llenas de ropas y otras parecían contener documentos. Placas, premios, títulos universitarios. Universidad de Iyi-nois, pronunció para sí Sonny. El premio del Instituto de Cirugía Forense, una carta de recomendación del FBI, firmada por el director en persona. Un montón de otras cartas similares.
Todas con el mismo nombre: Lincoln Rhyme.
Al parecer, el rubio no iba a bajar más basura a la calle, así que Li salió de su escondrijo. Subió un tramo de escalones, muy lentamente; la escalera era de madera vieja y pisaba con suavidad para evitar los crujidos. Se detuvo frente una puerta en un piso superior y la empujó con cuidado.
A sus oídos llegaron fuertes pisadas que se acercaban. Li se pegó contra una pared, junto a un montón de ropas y de escobas.
—Volveremos en un par de horas, Linc —dijo una voz—. Tenemos una llamada del forense… y algunas otras cosas que Li no llegó a entender.
Las pisadas cesaron y Li escuchó cómo otro hombre preguntaba:
—Hey, Lincoln, ¿quieres que se quede uno de nosotros contigo?
Otra voz, ésta irritada, replicó:
—¿Qué se quede? ¿Por qué habría de querer que uno de vosotros se quedase? Lo que deseo es que se trabaje. ¡Así que no me vengáis con interrupciones!
—Sólo digo que tal vez sería mejor que se quedara alguien con un arma. El puto Fantasma se ha desvanecido. Su ayudante también. Tú mismo dijiste que nos cubriéramos las espaldas.
—Pero, ¿cómo diantre crees que me va a encontrar a mí? ¿Cómo crees que podría descubrir dónde demonios vivo? Quiero que me traigáis la maldita información que os he pedido.
—Vale, vale.
Arriba, el sonido de gente andando, una puerta que se abre y se cierra. Y luego el silencio. Sonny Li esperó un momento. Abrió la puerta del todo y echó un vistazo. Frente a él había un largo pasillo que llevaba a la puerta principal; aquélla por la que los hombres —seguramente pertenecientes a las fuerzas del orden público— habían salido.
A su izquierda quedaba la entrada a lo que parecía una sala de estar. Pegado al rodapié para no hacer ruido al pisar, Li se movió por el recibidor. Se detuvo a la entrada de la estancia y echó un raudo vistazo dentro. Lo que vio era extraño: la habitación estaba atiborrada de equipos científicos, ordenadores, mesas, pizarras y libros sobre cualquier materia… Lo que menos se esperaba encontrar en un edificio como aquél.
Pero aún más curioso resultaba el hombre de pelo oscuro sentado en una aparatosa silla de ruedas de color rojo, que observaba la pantalla de un ordenador y parecía hablar solo. Luego Li se dio cuenta de que no era así: el hombre hablaba a un micrófono que tenía junto a la boca; el micro debía de enviar señales al ordenador, le ordenaba qué hacer, pues la pantalla respondía ante esos comandos.
Pero bueno, ¿acaso aquel tipo era Lincoln Rhyme?
En fin, daba igual quién fuera y, además, Sonny Li no tenía tiempo para andar con especulaciones. No sabía cuándo regresarían los otros oficiales.
Sonny Li alzó su pistola y entró en la sala.