El Fantasma esperó a los tres hombres en un entorno «decadente».
Duchado, vestido con ropa limpia y discreta, se sentó en el sofá de cuero y observó el puerto de Nueva York desde un aventajado mirador, el apartamento del decimoctavo piso que constituía su mayor piso franco en Nueva York. Estaba en una llamativa torre de viviendas cercana a Battery Park City, en la esquina suroccidental de Manhattan, no lejos de Chinatown, aunque apartada de las calles abarrotadas, de los olores a pescado, del hedor a aceite rancio de los restaurantes para turistas. Pensó entonces en cómo aquella elegancia y esa comodidad que tanto había luchado por conseguir habían sido los viejos blancos del Partido Comunista.
¿Por qué ansias el sendero de la decadencia?
¡Eres parte del pasado! ¿Te arrepientes de tus ideas?
¡Debes despojarte de la cultura del pasado, de los viejos hábitos, de las viejas ideas!
¡Debes negar los valores decadentes!
¡Estás infectado de pensamientos errados y malos deseos!
¿Malos deseos?, pensó mientras sonreía, cínico, para sí. ¿Deseos? Sintió una sensación familiar recorriéndole las entrañas. Un impulso con el que estaba muy familiarizado y que con frecuencia le sometía.
Ahora que había sobrevivido al hundimiento del barco y había logrado escapar de la playa, su pensamiento regresaba a sus prioridades habituales: necesitaba una mujer con urgencia.
No había tenido ninguna en casi dos semanas: desde una prostituta rusa en San Petersburgo, una mujer de boca abundante y unos pechos que le colgaban alarmantemente hacia las axilas cuando estaba tumbada boca arriba. Había sido satisfactorio: pero sólo en parte.
¿Y en el Fuzhou Dragón? Nada de nada. Era habitual que el cabeza de serpiente tuviera como prerrogativa el pedir a una de las cochinillas más guapas que pasara por su camarote, con la promesa de reducir su tarifa de transporte a cambio de una noche en su cama. O, si ésta viajaba sola o con un pusilánime, llevarla simplemente a la cabina y allí violarla. ¿Qué podía hacer ella, después de todo? ¿Llamar a la policía cuando llegaran al País Bello?
Pero su bangshou, escondido dentro de la bodega como espía, le había advertido de que ninguna de las mujeres era particularmente atractiva o joven, y que los hombres eran rebeldes y listos, perfectamente capaces de provocar algaradas. Así que había sido un largo viaje célibe.
Siguió fantaseando sobre una mujer a la que llamaba Yindao, palabra china que alude a los genitales femeninos. El apodo era del todo desdeñoso, pero no en ese caso ya que el Fantasma pensaba en las mujeres —a excepción de unas cuantas ejecutivas y de las cabezas de serpiente a las que respetaba— sólo en función de sus cuerpos. A la mente le vinieron un buen número de imágenes que ejemplificaban el tipo de relación que pensaba mantener con Yindao: ella tendida debajo, el bello sonido de su voz en sus oídos, la espalda curvada, acariciarle la larga cabellera… suave, sedosa, sublime… Se encontró de pronto dolorosamente excitado. Por un instante pensó en olvidarse de los Chang y de los Wu. Podría encontrarse con Yindao —ella estaba allí, en Nueva York— y convertir sus fantasías en realidad. Pero iba contra su naturaleza hacer eso. Primero las familias de cochinillos debían morir. Luego podría pasar largas horas con ella.
Naixin.
Todo a su debido tiempo.
Miró el reloj. Eran casi las once de la mañana. ¿Dónde se habrán metido los tres turcos?, se preguntó.
Cuando el Fantasma había llegado, no hacía mucho, a su piso franco, buscó uno de los teléfonos móviles robados que guardaba allí para llamar a un centro comunitario de Queens con el que había hecho varios tratos en los últimos años. Había contratado a tres hombres para que lo ayudaran a acabar con los cochinillos. Siempre paranoico, siempre deseoso de mantener cierta distancia entre sus crímenes y su persona, el Fantasma no se había dirigido a ninguno de los tongs de Chinatown; había contratado a uigures.
Desde el punto de vista étnico, la inmensa mayoría de la población china es Han y sus ancestros se remontan hasta la dinastía del mismo nombre, que se estableció hacia el año doscientos antes de Cristo. El otro ocho por ciento de la población está formado por minorías como los tibetanos, los mongoles y los manchús. Los uigures, que habitaban en la China más occidental, son una de esas minorías. En su mayoría árabes, su región de origen se encuentra en lo que se denomina Asia Central, en una zona que antes de ser anexionada a China se llamaba Turquestán Oriental. De ahí que el Fantasma los apodara «turcos».
Como ocurría con otras minorías étnicas en la China, los uigures eran a menudo perseguidos y desde Beijín se les sometía a gran presión para que asimilaran la cultura china. Se asesinaba brutalmente a los separatistas y los uigures estaban muy movilizados a la hora de clamar por su independencia; la mayor parte de los actos terroristas en China se achacaba a los luchadores por la libertad uigur.
La comunidad uigur de Nueva York era tranquila, devota y pacífica. Sin embargo, aquel grupo de hombres de la comunidad turca y del Centro Árabe de Queens era tan despiadado como cualquier esbirro con el que el Fantasma hubiera contactado antes. Y, dado que el encargo conllevaba asesinar familias de la etnia Han, eran perfectos para ayudarle; les motivarían tanto los largos años de opresión como las grandes cantidades de dinero que el Fantasma había prometido pagarles, parte de las cuales acabarían en la provincia china de Xinjiang para financiar al Movimiento por la Liberación uigur.
Llegaron en diez minutos. Le dieron la mano y le dijeron sus nombres: Hajip, Yusuf y Kashgari. Eran de tez oscura, callados y delgados; también de menor estatura que él, y eso que el Fantasma no era particularmente alto. Vestían traje oscuro, llevaban cadenas o pulseras de oro y sus teléfonos móviles colgaban de los cinturones como placas policiales.
Los uigur hablaban turco, una lengua que el Fantasma no entendía, y no se sentían cómodos con ninguno de los diversos dialectos chinos, así que se comunicaron en inglés. El Fantasma les explicó lo que necesitaba y les preguntó si les molestaba asesinar a gente desarmada y a mujeres y niños.
Yusuf, un tipo de veintitantos años cuyas pestañas casi le llegaban a la nariz, era el portavoz: «No hay problema. Hacemos eso. Hacemos lo que quieres». Como si asesinara a diario a mujeres y niños… Y tal vez, pensó el Fantasma, así era. El Fantasma le dio a cada uno de ellos diez mil dólares que había sacado de una caja fuerte que tenía en el piso franco y luego llamó al jefe del centro de la comunidad y le pasó el teléfono a Yusuf, quien le dijo cuánto dinero les había dado el Fantasma, para que no hubiera ningún tipo de disputa sobre el paradero o la cantidad de dinero en juego. Colgaron.
—Voy a salir un rato —dijo el Fantasma—. Necesito información.
—Esperaremos. ¿Podemos tomar un café?
El Fantasma les señaló la cocina. Luego caminó hacia una pequeña capilla. Encendió una pequeña barrita de incienso y murmuró una plegaria a Yi, el arquero divino de la mitología china, a quien el Fantasma había adoptado como deidad particular. Luego se metió su arma en una tobillera y salió del decadente apartamento.
*****
Sonny Li estaba sentado en un autobús de línea de Long Island que se abría paso entre el tráfico de aquella mañana lluviosa, mientras la silueta de los edificios de Manhattan iba delineándose poco a poco.
A pesar de su naturaleza cínica y recia, Li se hallaba deslumbrado por lo que veía. Y no era por la ingente dimensión de la ciudad a la que se dirigía, pues el mundo de Li era la costa suroriental de China, el núcleo urbano más inmenso de la tierra.
No, lo que le fascinaba era el autobús en el que iba.
En China, los autobuses son el medio de transporte público más usual. Son vehículos viejos, sucios y a menudo cochambrosos que hierven en los meses estivales y se congelan en otoño e invierno, con las ventanillas sucias de residuos de tabaco, de gomina y de hollín. También las estaciones de autobús eran sucias, decrépitas. Li había disparado a un hombre en la infame estación Norte de Fuzhou y le habían acuchillado a él no lejos del mismo lugar.
Por esa razón Li jamás había visto nada parecido: el autobús era amplio y lujoso, de asientos acolchados y suelos limpios. Las ventanas estaban inmaculadas. Incluso en un día tan asfixiante de agosto como aquél, el aire acondicionado funcionaba a las mil maravillas. Había pasado dos semanas mareado sobre la cubierta de un barco, no tenía dinero ni la menor idea del paradero del Fantasma. Carecía de un arma y ni siquiera poseía un paquete de cigarrillos. Pero al menos el autobús era una bendición del cielo.
Tras largarse de la playa donde habían llegado los supervivientes del Fuzhou Dragón y caminar hasta un área de descanso a varios kilómetros, Li había suplicado a un camionero que le llevara. El hombre había mirado sus ropas empapadas y sucias y le había permitido sentarse en la parte trasera. Media hora más tarde, le dejó en una pulcra estación de autobuses junto a un inmenso aparcamiento. Desde aquí, le explicó el conductor, Sonny Li podría tomar un autobús interurbano que le llevaría a su destino: Manhattan.
Li no estaba seguro de lo que se precisaba para comprar un billete pero parecía que no se exigían pasaportes ni otro tipo de documentos. Sacó uno de los billetes de veinte dólares que había robado en el coche de la pelirroja Hongse y dijo: «Nueva York, por favor».
Trató de enunciarlo con su mejor acento, imitando al actor Nicholas Cage. Y habló con tanta claridad que el expendedor de billetes, quien quizás esperaba unas cuantas palabras ininteligibles, le devolvió con cierto sobresalto en el rostro un billete impreso en ordenador y seis dólares de cambio. Contó las vueltas dos veces y decidió que, o bien el tipo le había engañado, o bien estaba en lo que, como murmuró enfadado en inglés, era «un país jodidamente caro».
Fue a un quiosco cercano a la estación y compró una maquinilla de afeitar y un peine. En el baño de caballeros se afeitó y se quitó la sal del pelo. Al punto se secó con toallas de papel. Luego se peinó hacia atrás procurando desprenderse de la mayor cantidad de arena posible, y se unió a los demás viajeros bien vestidos en la plataforma.
Ahora, ya acercándose a la ciudad, el autobús se detuvo junto a una cabina de peaje y pronto prosiguió la marcha a través de un largo túnel. Por fin entró en Manhattan. Diez minutos después el vehículo aparcaba en una calle comercial abarrotada.
Li salió con todos y se quedó parado en la acera.
Su primer pensamiento fue: ¿dónde están las bicicletas y las motocicletas? En China eran el principal medio de transporte privado, y Li no podía imaginarse una ciudad tan grande sin millones de bicicletas deambulando por sus calles.
Su segundo pensamiento fue ¿dónde puedo comprar cigarrillos?
Encontró un quiosco de periódicos y allí compró un paquete.
Cuando comprobó el cambio, pensó: ¡Diez jueces del infierno! ¡Casi tres dólares por un paquete! Fumaba dos al día y hasta tres cuando andaba metido en algo peligroso y necesitaba calmar los nervios. Estimó que tras un mes de vivir allí estaría arruinado. Encendió un cigarrillo e inhaló con fuerza mientras caminaba entre la multitud. Le preguntó a una bella asiática cómo llegar a Chinatown y ésta le encaminó hacia el metro.
Abriéndose paso entre los viandantes, Li se las arregló para comprar una ficha. También era carísima pero para entonces Li había decidido no perder el tiempo haciendo comparaciones entre los dos países. Dejó caer la ficha en la ranura, y se acercó al andén. Pasó un mal rato cuando un tipo comenzó a gritarle, Li pensó que se trataba de un perturbado, a pesar de que el tipo vestía un traje caro, pero resultó que era ilegal fumar en el andén.
Li pensó que aquello era una locura. No lo podía creer. Pero no quería montar una escena así que apagó el cigarro y se metió la colilla en el bolsillo, musitando para sí otra nueva sentencia: «un país jodidamente loco».
Unos minutos después el tren entraba en la estación y Sonny Li se subía en el vagón como si lo hubiera estado haciendo toda la vida, mientras observaba a su alrededor no en busca de oficiales de policía sino para ver si algún otro viajero fumaba y así poder volver a encender el pitillo. Para su desgracia, nadie fumaba.
En Canal Street, Li salió del vagón y subió las escaleras saliendo a la ciudad en aquella mañana aturullada y frenética. La lluvia había cesado; encendió la colilla y se metió entre el gentío. Muchos hablaban cantones, el dialecto del sur, pero, a pesar del lenguaje, aquel barrio se parecía mucho a ciertas zonas de su ciudad, Liu Guo-yuan, o a cualquier otra ciudad china: cines que proyectaban películas chinas de acción o románticas, jóvenes con el pelo peinado hacia atrás o con tupé que intercambiaban miradas de recelo, chicas que caminaban cogidas a sus madres o sus abuelas, hombres de negocios de trajes ajustados, cajas con pescado fresco cubierto de hielo, pastelerías que vendían bollos de té y pastas de arroz, patos ahumados colgados del cuello en los grasientos escaparates de los restaurantes, herboristerías y acupunturistas, médicos chinos, escaparates de tiendas que exhibían raíces de ginseng retorcidas como cuerpos humanos deformes.
Y muy cerca le esperaba algo con lo que estaba familiarizado.
A Li le llevó diez minutos encontrar lo que buscaba. Vio el signo revelador: el guarda, un joven con teléfono móvil que fumaba y observaba a los viandantes apostado frente a la puerta de un sótano cuyas ventanas estaban pintadas de negro. Era un garito de juego abierto las veinticuatro horas.
Se acercó y preguntó en inglés: «¿Juego aquí? ¿Fan tai? ¿Póquer? ¿Quizás trece puntos?».
El hombre observó las ropas de Li y no le hizo caso.
—Yo jugar —insistió Li.
—Que te folle un pez —le espetó el hombre.
—Tengo dinero —gritó Li, enfadado—. ¡Déjame entrar!
—Eres fujianés. Te he pillado por el acento. No eres bienvenido. Lárgate o lo lamentarás.
—Mi dólar bueno como puto dólar cantones —gritó Li—. Tú, jefe, ¿quieres dar miedo clientes?
—Lárgate, enano. No te lo voy a decir dos veces. —Y levantó un poco su chaqueta negra, dejando ver la culata de una pistola automática.
¡Excelente! Eso era lo que Li estaba esperando.
Simulando estar asustando, empezó a hacer que retrocedía para luego volverse y golpearle con el brazo extendido. Hundió el puño en el pecho del otro y le dejó sin aliento. El muchacho se tambaleó hacia atrás y Li le golpeó en la nariz con la palma de la mano. El otro gritó y cayó sobre la acera. Mientras quedaba allí tirado intentando recobrar el resuello y sangrando abundantemente por la nariz, Li le dio una patada en un costado.
Mientras cogía la pistola, un cargador extra y los cigarrillos del guarda, Li miró a su alrededor. Dos chicas que caminaban cogidas del brazo fingían no haber visto nada. Aparte de ellas, la calle estaba vacía. Se agachó sobre el pobre tipo y le quitó el reloj y unos trescientos dólares en efectivo.
—Si le dices a alguien que te he hecho esto —le dijo al guarda en putonghua—, te encontraré y te mataré.
El hombre asintió y se limpió la sangre con la manga.
Li empezó a alejarse, pero de pronto se dio la vuelta y regresó.
—Quítate los zapatos —le ordenó.
—Yo…
—Los zapatos. Quítatelos.
El guarda se desató los cordones de los elegantes zapatos negros marca Kenneth Colé y se los pasó.
—También los calcetines.
Los caros calcetines de seda negra se pegaron a los zapatos.
Li se quitó sus zapatos y calcetines, húmedos y manchados de sal y de arena, y los lanzó lejos. Se puso los nuevos.
El cielo, pensó feliz.
Li se apresuró a llegar a una de las abarrotadas calles comerciales. Allí encontró una tienda de ropa barata y compró un par de vaqueros, una camiseta y un delgado impermeable Nike. Se cambió en la trastienda, pagó y tiró las viejas ropas a la basura. Luego fue a un restaurante chino y pidió té y un cuenco de fideos chinos. Mientras comía sacó una hoja de papel de la cartera que había robado del coche de Hongse en la playa.
Ocho de agosto
De: Harold C. Peabody, ayudante del director del Servicio de Inmigración y Naturalización de los EE.UU.
Para: Capitán de detectives Lincoln Rhyme (Ret.).
Asunto: fuerza conjunta INS/FBI/NYPD para la cuestión Kwan Ang, alias Gui, alias el Fantasma.
Por la presente confirmo reunión mañana a las diez a.m. para discusión planes para la captura del sospechoso arriba aludido. Por favor, comprueba material adjunto para antecedentes.
Grapada a la hoja había una tarjeta de visita en la que se leía:
Lincoln Rhyme
345 Central Park West
Nueva York, NY, 10022
Llamó a la camarera y le hizo una pregunta.
Había algo en Li que dio miedo a la joven y que le advirtió que no debería ayudar a ese hombre. Pero una segunda ojeada le hizo decidir que sería mucho peor si no le ayudaba. Asintió y, con los ojos bajos, le dio lo que a Li le parecieron unas indicaciones excelentes para llegar hasta la calle conocida como Central Park West.