En la distancia, las sirenas taladraban el aire de la mañana.
El sonido se hizo más fuerte y Lincoln Rhyme deseó que anunciaran la llegada de Amelia Sachs. Las pruebas que ella había recogido en la playa ya habían llegado; las había traído un joven técnico que había entrado en la guarida del legendario Lincoln Rhyme con vergüenza y se había largado sin soltar palabra después de correr de un lado para otro dejando bolsas y sobres con pruebas y montones de fotografías dirigido por el gruñón criminalista.
La misma Sachs había tenido un contratiempo en la playa al tener que examinar una segunda escena del crimen. La furgoneta robada en la iglesia de Easton había aparecido en Chinatown: la habían encontrado hacía cuarenta y cinco minutos, abandonada en un callejón cercano a una parada de metro, en la parte alta de la ciudad. La furgoneta había pasado los controles no sólo porque llevaba matrículas falsas sino porque uno de los inmigrantes había borrado el nombre de la iglesia y lo había camuflado con el logo falsificado de una cadena de tiendas de bricolaje.
—¡Qué inteligente! —exclamó Rhyme, desesperanzado. No le gustaban los criminales inteligentes. Luego llamó a Sachs, que volvía a todo correr por la autopista de Long Island, y le ordenó que se encontrara con el autobús de Escena del Crimen en el centro para estudiar y procesar la furgoneta.
Harold Peabody, del INS, se había ido: lo requerían para montar ruedas de prensa y lidiar llamadas de Washington para explicar el fiasco.
Alan Coe, Lon Sellitto y Fred Dellray se quedaron, al igual que el delgado detective Eddie Deng, con su peinado de puercoespín. Se les había unido uno más: Mel Cooper, flaco, medio calvo y reservado. Era uno de los mejores técnicos forenses del NYPD y Rhyme acostumbraba a pedir sus servicios. Caminaba sin hacer ruido sobre sus zapatos marca Hush Puppies de suela silenciosa, que vestía de día porque eran cómodos y de noche porque le brindaban una tracción inmejorable en las pistas de baile. Cooper estaba montando el equipamiento mientras organizaba las sucesivas fases de examen y desempaquetaba las pruebas encontradas en la playa.
A petición de Rhyme, Thom colgó en la pared un mapa de Nueva York junto al de Long Island y sus costas que habían usado para seguir la trayectoria del Fuzhou Dragón. Rhyme se fijó en la marca roja que representaba el barco y al instante sintió el dolor de la culpa al pensar que su falta de previsión había provocado las muertes de los inmigrantes.
Las sirenas sonaban cada vez más cerca; luego cesaron bajo su ventana, que daba a Central Park. Un momento después se abrió la puerta y por ella entró cojeando levemente a la estancia Amelia Sachs. Tenía el pelo cubierto de restos de algas y mugre, y los pantalones y la camisa empapados y sucios.
La recibieron con vagas inclinaciones de cabeza; Dellray se fijó en sus ropas y alzó una ceja.
—Tenía algo de tiempo libre —dijo ella—. Y me he dado un baño. Hola, Mel.
—Amelia —la saludó Cooper, subiéndose las gafas que se le escurrían por el puente de la nariz. Al verla guiñó ambos ojos a la vez.
Rhyme observó expectante lo que traía: un cajón de embalaje de leche gris lleno de bolsas de papel y de plástico. Ella le pasó las pruebas a Cooper y empezó a subir las escaleras.
—Vuelvo en cinco minutos —dijo.
Un segundo después, Rhyme oía correr el agua de la ducha y, exactamente a los cinco minutos, estaba de vuelta, vestida con algunas prendas que guardaba en el armario del dormitorio de él: unos vaqueros, una camiseta negra y unas playeras.
Provisto de guantes de látex, Cooper empezó a distribuir las bolsas de pruebas, organizándolas según los distintos escenarios: la playa y la furgoneta de Chinatown. Rhyme las miró y sintió en las sienes —no en su pecho desnudo— cómo el corazón se le aceleraba por la excitación increíble que le producía la caza que estaba a punto de empezar. A pesar de que los deportes y el atletismo le traían sin cuidado, Rhyme supuso que eso debía de ser lo que sentían, por ejemplo, los esquiadores de descenso cuando observaban la pendiente desde lo alto de la montaña. ¿Ganarían? ¿La pendiente los derrotaría? ¿Cometerían un error táctico y perderían por una fracción de segundo? ¿Resultarían heridos? ¿Morirían?
—Vale —dijo—. Manos a la obra. —Echó un vistazo por toda la estancia—. ¿Thom? ¡Thom! ¿Dónde se ha metido? Estaba aquí hace medio segundo. ¡Thom!
—¿Qué pasa, Lincoln? —Su ayudante apareció a toda prisa en el umbral de la puerta con una sartén en una mano y un trapo de cocina en la otra.
—Sé nuestro escriba… Apunta nuestras penosas intuiciones —miró hacia una pizarra— con esa caligrafía tan elegante que gastas.
—Sí, bwana —Thom se volvió de nuevo hacia la cocina.
—No, no, deja todo eso —gruñó Rhyme—. ¡Escribe!
Con un suspiro, Thom dejó la sartén y se secó las manos con el trapo. Se metió la corbata morada por dentro de la camisa para evitar mancharla con el rotulador y fue hacia la pizarra. Ya había participado en varias operaciones como miembro no oficial del equipo forense y conocía el procedimiento, por eso preguntó a Dellray:
—¿Ya le habéis puesto un nombre al caso?
El FBI siempre bautizaba las investigaciones de gran calado con nombres que parecieran siglas, sirviéndose de las palabras clave del caso. Dellray asió el cigarrillo que llevaba sobre la oreja.
—No —dijo—. Aún no. Pero será mejor que lo decidamos nosotros y que apechuguen los de Washington. ¿Qué tal si le damos el nombre de nuestro chico? GHOSTKILL[1]. ¿Os parece bien a todos? ¿Es lo bastante espeluznante?
—Más que espeluznante —concedió Sellitto, con el tono de voz de alguien que rara vez se sentiría horrorizado por nada.
Thom lo escribió en lo alto de la pizarra y se volvió hacia los agentes de la ley y el orden.
—Tenemos dos escenas —dijo Rhyme—: la playa de Easton y la furgoneta. La playa primero.
Mientras Thom escribía el encabezado, sonó el teléfono de Dellray y él contestó la llamada. Tras una breve conversación colgó y les explicó lo que acababan de decirle:
—Por ahora no hay supervivientes. Y el guardacostas no ha encontrado el barco. Pero sí han sacado unos cuentos cadáveres del mar. Dos asesinados a tiros y otro ahogado. La documentación de uno de ellos revela que era marino. De los otros dos no hay nada. Nos envían fotografías y huellas dactilares y van a enviar a China copias de todo.
—¿Ha asesinado también a la tripulación? —preguntó Eddie Deng, incapaz de creérselo.
—¿Y qué esperabas? —replicó Coe—. Ahora sabes cómo las gasta. —Soltó una risita—. Además, con la tripulación muerta no tendrá que pagar los gastos por haber fletado el barco. Y allá en China dirá que los guardacostas les dispararon y hundieron el Dragón.
Pero Rhyme no podía perder tiempo enfadándose con el Fantasma ni horrorizándose por lo cruel de la mente humana.
—Vale, Sachs —dijo cortante—. La playa. Cuéntanos qué pasó.
Ella se apoyó sobre la mesa de laboratorio y repasó sus notas.
—Catorce personas llegaron a la orilla en un bote salvavidas a unos setecientos cincuenta metros de la playa de Easton, en la carretera de Orient Point. —Caminó hacia el mapa y señaló el lugar exacto de la costa de Long Island al que se refería—. Cerca del faro de Horton Point. Cuando estaban acercándose a la orilla, el fueraborda se golpeó contra una roca y empezó a desinflarse. Cuatro de los inmigrantes cayeron al agua y fueron arrastrados hasta la playa. Los otros diez permanecieron juntos. Robaron la furgoneta de la iglesia y se largaron.
—¿Hay fotos de las pisadas? —preguntó Rhyme.
—Aquí tienes —dijo Sachs, y le pasó un sobre a Thom, quien dispuso las Polaroid en la pizarra—. Las encontré en un refugio de la playa cerca del bote salvavidas. Había demasiada humedad para usar el equipo electrostático —dijo a sus oyentes—. Tuve que tomar fotos.
—Y mira si son buenas —dijo Rhyme, yendo de atrás hacia adelante frente a ellas.
—Sólo cuento nueve personas —dijo Dellray—. ¿Por qué has dicho diez, Amelia?
—Porque —interrumpió Rhyme— hay un bebé. ¿No es así?
—Así es —asintió Sachs—. Bajo la tejavana del refugio encontré algunas formas que no pude identificar; parecía algo que se arrastrara pero no dejaba huellas delante, sólo detrás. Me imaginé que era un bebé que gateaba.
—Vale —dijo Rhyme, que estudiaba los tamaños de las suelas—, parece que tenemos siete adultos y/o jóvenes ya crecidos, dos niños y un bebé. Uno de los adultos podría ser ya un anciano: arrastra los pies. Y digo «anciano» y no «anciana» por el tamaño del zapato. Y hay alguien herido; una mujer, a juzgar por el número del calzado. El hombre que va a su lado la está ayudando.
—Había manchas de sangre tanto en la playa como en la furgoneta.
—¿Tenemos muestras? —preguntó Cooper.
—Ni en el bote ni en la playa pude conseguir mucho: el agua las había borrado. Saqué tres muestras de la arena. Y muchas más en la furgoneta, aún frescas. —Buscó una bolsa de plástico que contenía varios frascos y se los pasó.
El técnico preparó muestras para los análisis y rellenó el formulario correspondiente; llamó apremiante al departamento de serología de la oficina de Análisis Médicos y se aseguró de que un oficial uniformado se encargara de llevar las muestras.
Sachs continuó su narración.
—Bien, el Fantasma iba en un segundo bote y llegó a la orilla a unos ciento cuarenta metros más al este.
Se pasó los dedos por la espesa melena pelirroja y apretó con fuerza el cuero cabelludo. No era extraño que Sachs se hiciera heridas como aquella. Era una mujer bella, una ex modelo que, no obstante, solía tener las uñas rotas y a menudo sanguinolentas. Rhyme había renunciado a averiguar de dónde le venían aquellas dolorosas compulsiones, pero era evidente que la envidiaba. A él también le sacudían aquellas misteriosas tensiones. La diferencia radicaba en que él no tenía la misma válvula de escape que ella, no podía hacerse sangrar con el estrés para expulsar el estrés de su organismo.
En silencio envió una plegaria a la doctora Weaver, su neurocirujana: Por favor, haz algo por mí. Sácame de esta prisión horrible. Por favor… Y entonces cerró de golpe la puerta que conducía a sus pensamientos íntimos, insatisfecho consigo mismo, y volvió a dirigir su atención hacia Sachs.
—En ese momento —continuaba ella con una pizca de emoción en la voz— empezó a buscar a los inmigrantes y a asesinarles. Encontró a dos que se habían caído del bote y les mató. Les disparó por la espalda. Hirió a otro. El cuarto inmigrante está desaparecido.
—¿Dónde está el herido?
—Primero lo iban al llevar a una unidad de traumatología y después a las instalaciones del INS en Manhattan. Dice que no sabe dónde podrían haber ido ni el Fantasma ni los inmigrantes cuando dejaron la playa. —Sachs consultó sus notas manuscritas—. Ah, sí: había un vehículo cerca de la playa, pero se largó; muy rápido, las ruedas sacaron humo cuando aceleró a tope y derrapó al torcer a la izquierda. Creo que el Fantasma le disparó. Así que puede que haya testigos, si es que somos capaces de rastrear la marca y el modelo. Tengo las dimensiones de la distancia entre los ejes, y…
—Espera un segundo —la interrumpió Rhyme—. ¿Qué es lo que estaba cerca? ¿El coche?
—¿Cerca? —repitió ella—. Nada. Sólo estaba aparcado a un lado de la carretera.
El criminalista frunció el ceño.
—¿Por qué le daría a alguien por aparcar allí antes del alba con semejante tormenta?
—¿Tal vez conducía y vio los botes? —propuso Dellray.
—No —replicó Rhyme—. En tal caso habría buscado ayuda o dado el parte. Y la policía no ha recibido ninguna llamada. No, creo que el conductor estaba allí para recoger al Fantasma, pero cuando se dio cuenta de que el cabeza de serpiente no estaba por la labor de largarse de allí deprisa, salió pitando.
—Así que el Fantasma se quedó solo y abandonado… —comentó Sellitto.
Rhyme asintió.
Sachs le pasó una hoja de papel a Mel Cooper.
—Las dimensiones de la distancia entre las ruedas. Y aquí tienes unas fotos de las marcas de los neumáticos.
El técnico escaneó aquellas marcas y envió la imagen, junto con las dimensiones, a la base de datos del VI (identificador de vehículos) de NYPD.
—No tardará —les aseguró Cooper con voz tranquila.
—¿Y qué pasa con los otros camiones? —preguntó el joven detective Eddie Deng.
—¿Qué otros camiones? —preguntó Sachs.
—Los acuerdos a los que llegan los inmigrantes ilegales —le explicó Coe— incluyen también transporte terrestre. Debería haber habido camiones en la zona para llevarlos a la ciudad.
—No vi ni rastro de ellos —dijo Sachs mientras negaba con la cabeza—. Pero tal vez, tras hundir el barco, el Fantasma llamó al conductor y le ordenó que volviera a la ciudad. —Revolvió en las bolsas con pruebas—. He encontrado esto…
Sostenía una bolsa que contenía un teléfono móvil.
—¡Magnífico! —dijo Rhyme. A este tipo de pistas las había apodado «pruebas NASDAQ», en referencia al mercado de valores de nuevas tecnologías. Se trataba de un nuevo tipo de pruebas, de artilugios reveladores que podían proporcionar una inmensa cantidad de información sobre los sospechosos y sobre la gente con la que éstos entraban en contacto.
—Fred, que tu gente le eche un vistazo.
—Oído cocina.
El FBI acababa de organizar un equipo de informática y electrónica en su oficina de Nueva York. Dellray hizo una llamada y pidió que un agente viniera a recoger el teléfono móvil y lo llevara al laboratorio forense federal del centro para que lo analizaran.
—Vale —reflexionó Rhyme—, les está dando caza, dispara a los inmigrantes y al conductor que había ido a recogerle. Y lo hace él solo, ¿no, Sachs?, ¿no hay rastro del ayudante misterioso?
Ella apuntó hacia las Polaroid de pisadas.
—No, estoy segura de que el Fantasma fue el único ocupante del segundo fueraborda y el único en disparar.
Rhyme frunció el entrecejo.
—No me gustan los criminales no identificados que andan por el lugar donde examinamos la escena del crimen. ¿Tampoco sabemos nada sobre quién es ese bangshou?
—No —murmuró Sellitto—. Ni idea. El Fantasma tiene a docenas de ellos por todo el mundo.
—¿Y tampoco hay rastro del cuarto inmigrante? ¿El que se cayó del bote salvavidas?
—No.
—¿Qué hay de la balística? —preguntó entonces el criminalista a Sachs.
Sachs enseñó una bolsa de plástico que contenía casquillos de bala para que Rhyme los examinara.
—Son de siete-punto-seis-dos milímetros —dijo él—, aunque el latón es extraño: irregular, torcido. Barato. —A pesar de que no podía mover el cuerpo, sus ojos eran tan agudos como los de los halcones peregrinos que vivían en la repisa de la ventana de su dormitorio—. Échales una ojeada a esos casquillos en la Red, Mel.
Cuando Rhyme era el jefe del departamento forense del NYPD, había invertido muchos meses en crear bases de datos de patrones de pruebas: muestras de sustancias y de materiales junto con las fuentes de las que provenían, como aceite de motor, hebras, fibras, mugre y demás… la idea final era poder facilitar el rastreo de pruebas en las escenas del crimen. Una de las más extensas y utilizadas bases de datos era la de información sobre casquillos de bala y de postas. La colección conjunta del NYPD y del FBI poseía muestras e imágenes digitalizadas de prácticamente cualquier proyectil disparado en los últimos cien años.
Cooper abrió la bolsa de plástico y hurgó en su interior con unos palillos chinos; algo muy apropiado considerando el caso que se traían entre manos. Rhyme había descubierto que aquella era la herramienta que menos dañaba las pruebas, y los prefería a los fórceps o las pinzas, que con facilidad las desgarraban; había ordenado a todos sus técnicos que aprendieran a utilizar los palillos.
—Volvamos a tu interesantísima narración de la playa, Sachs.
—Entonces las cosas se empezaban a poner al rojo vivo —continuó ella—. El Fantasma ya llevaba un buen rato en tierra. Sabía que los guardacostas no tenían su localización exacta. Encontró a un tercer inmigrante en el agua, John Sung, le disparó y luego robó el Honda y se largó. —Miró a Rhyme—. ¿Se sabe algo de eso?
Se había enviado una orden preferente de búsqueda del vehículo a todos los agentes de la ley y el orden que se encontraban en la zona. Tan pronto como vieran el Honda rojo robado en cualquier lugar de Nueva York, tanto Dellray como Sellitto recibirían una llamada. Pero el detective de homicidios le dijo que aún no se sabía nada.
—El Fantasma ha estado antes en Nueva York —añadió—, miles de veces. Conoce las rutas. Supongo que habrá ido en dirección oeste por carreteras secundarias, se habrá deshecho del coche y tomado el metro. Seguro que anda por aquí ahora, chicos.
Rhyme observó que el agente del FBI torcía el gesto, preocupado al oír esas palabras.
—¿Qué sucede, Fred?
—Ojalá encontremos a ese cabronazo antes de que entre en la ciudad.
—¿Por qué?
—Mi gente me está enviando informes que aseguran que cuenta con una buena red en la ciudad. Y no sólo tongs y bandas callejeras en Chinatown. Mucho más: tiene en nómina a gente del gobierno.
—¿Del gobierno? —preguntó Sellitto, sorprendido.
—Es lo que he oído —respondió Dellray.
—Me lo creo —dijo un cínico Deng—. Si se ha metido en el bolsillo a docenas de oficiales allá en China, ¿por qué no aquí también?
Así que no sólo tenemos que enfrentarnos a un cabeza de serpiente homicida y a su ayudante no identificado y presumiblemente armado, pensó Rhyme, sino también a espías de nuestro mismo rango. No es que las cosas suelan ser fáciles, pero esto…
Lanzó una mirada a Sachs indicándole que siguiera.
—¿Marcas de fricciones? —preguntó. Ése era el nombre técnico para huellas de dedos, palmas y pisadas.
—La playa era un caos —replicó ella—, por culpa de la lluvia y el viento. He obtenido unas cuantas parciales del motor fueraborda, de los laterales de los botes y del móvil. —Alzó las láminas de las huellas—. La calidad es bastante mala.
—Escanéalas y envíalas a AFIS.
AFIS eran las siglas del Sistema Automático de Identificación de Huellas: una red inmensa de archivos digitalizados de huellas pertenecientes a los cuerpos estatales y federales. De esta forma, se reducía el tiempo de búsqueda de concordancias en las huellas a horas o, en algunos casos, incluso minutos, en vez de tener que soportar meses de espera como ocurría antes.
—También he encontrado esto. —Sostenía un tubo de metal dentro de una bolsa de plástico—. Alguien lo usó para romper la ventanilla de la furgoneta. No había ninguna huella visible, así que pensé que mejor las buscábamos aquí.
—Ponte a trabajar, Mel.
El aludido cogió la bolsa, se puso unos guantes de algodón y extrajo el tubo, sosteniéndolo por ambos extremos.
—Voy a usar el VMD.
El VMD, el aparato «Deposición de Metal al Vacío», se considera el Rolls Royce de los sistemas de localización de huellas dactilares. Funciona superponiendo sobre el objeto una capa microscópica de metal de la que se saca una impresión que luego se radia. Minutos después, Cooper había obtenido una imagen clara y diáfana de varias huellas que fotografió. Luego pasó las fotografías por el escáner y las envió a AFIS. Más tarde le pasó las fotografías a Thom, quien las pinchó en el corcho de la pared.
—Y con eso ya está todo lo de la playa, Rhyme —dijo Sachs.
El criminalista miró la lista. Las pruebas aún no le decían nada, pero eso no le importunaba; así era cómo actuaban los criminalistas. Era como derramar sobre una mesa el millar de piezas de un puzzle: en un principio resultaban incomprensibles y luego, tras muchas pruebas, muchos errores y un profundo análisis, los patrones comenzaban a aflorar.
—Ahora la furgoneta —dijo.
Sachs colocó fotografías del vehículo en la pared.
Al reconocer la ubicación de Chinatown en las Polaroid, Coe dijo:
—Es una zona abarrotada de gente cerca de la boca de metro. Seguro que ha habido testigos.
—Nadie vio nada —replicó Sachs con desazón.
—¿Dónde habré oído eso antes? —añadió Sellitto. Era increíble, como bien sabía Rhyme, la amnesia que atacaba a cualquier ciudadano cuando alguien le mostraba la placa dorada de las fuerzas del orden.
—¿Qué pasa con la matrícula? —preguntó Rhyme.
—La robaron de un camión en un aparcamiento del condado de Suffolk —respondió el fornido policía—. Tampoco allí hubo testigos.
—¿Qué encontraste en la furgoneta? —le preguntó Sachs.
—Que cogieron un montón de plantas y las colocaron en la puerta trasera.
—¿Plantas?
—Para ocultar a los otros, supongo, y que así pareciera que eran un par de empleados dedicados al reparto de The Home Store. Pero no vi mucho más. Sólo huellas, un par de hebras y la sangre: las manchas estaban en la ventanilla y en la puerta, así que intuyo que la herida se encuentra de cintura para arriba. El brazo o la mano, lo más seguro.
—¿No había cubos de pintura? ¿Ni pinceles o brochas? Lo que utilizaron para pintar el logo en el lateral.
—No, se deshicieron de todo. —Se encogió de hombros—. Esto es, aparte de las marcas de fricciones. —Le pasó a Cooper las tarjetas y las Polaroid de las huellas dactilares que había encontrado en la furgoneta y él las escaneó para digitalizarlas y enviarlas a AFIS.
Rhyme tenía los ojos fijos en la pizarra. Durante un instante analizó todos los datos como un escultor estudia el bloque de piedra antes de empezar a esculpirlo. Luego le dio la espalda para volverse hacia Dellray y Sellitto y preguntarles:
—¿Cómo queréis llevar el caso?
Sellitto se volvió a su vez hacia el agente del FBI.
—Tenemos que dividirnos el trabajo —replicó éste—. No veo ninguna otra manera de llevarlo a cabo. Uno, tenemos que atrapar al Fantasma. Dos, debemos encontrar a esas familias antes de que él lo haga. —Miró a Rhyme—. Si no tienes inconveniente, éste será nuestro puesto de mando.
Rhyme asintió. Ya no le importaba el intrusismo, le daba igual que su casa se convirtiera en la Estación Central. Costara lo que costara, el criminalista iba a encontrar al hombre que se había cobrado tantas y tantas vidas inocentes de forma despiadada.
—Vale, esto es lo que pienso —dijo Dellray, moviéndose impaciente—. Con este cabrón no vamos a andarnos por las ramas. Voy a hacer que asignen a los distritos Sur y Este a otra docena de agentes y voy a llamar al equipo SPEC-TAC de Quántico.
SPEC-TAC era las siglas del equipo de Tácticas Especiales, aunque se les había acabado llamando los «Spec-TACulares». De esta forma se denominaba dentro del FBI a la mejor unidad de operaciones especiales de todo el país. Solían competir en pruebas de grupos especiales de élite con los Seal y Delta Force y no era extraño que les ganaran. A Rhyme le alegró oír decir a Dellray que iba a solicitar su ayuda. A juzgar por lo que sabían del Fantasma, sus actuales recursos eran a todas luces insuficientes. Dellray, por poner un ejemplo, era el único agente del FBI asignado al caso a tiempo completo y Peabody era un agente de grado medio dentro del INS.
—No va a ser fácil reunir a toda esa gente en el edificio federal —dijo el agente—, pero me aseguraré de que así ocurre.
Sonó el teléfono de Coe. Él escuchó durante un instante mientras asentía.
—Era la sede central del INS —anunció tras colgar—: me llamaban por ese indocumentado, John Sung. Uno de nuestros agentes lo ha soltado bajo fianza hasta vista. —Coe alzó una ceja—. Todos aquellos a quienes atrapamos en la costa suelen pedir el derecho de asilo: es el procedimiento habitual. Pero parece que a Sung se lo van a dar. En China es un disidente político bastante conocido.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Sachs.
—Con el abogado de oficio que le han asignado en el Centro de Derechos Humanos. Van a alojarlo en un apartamento cercano a Canal Street. Me han dado la dirección. Llegará en media hora. Voy a ir a interrogarle.
—Mejor que vaya yo —intervino Sachs con rapidez.
—¿Tú? —dijo Coe—. Tú eres de Escena del Crimen.
—Se fía de mí.
—¿Que se fía de ti? ¿Por qué?
—Le salvé la vida. Más o menos.
—De todos modos es un caso del INS —insistió el joven agente.
—Exacto —señaló Sachs—. ¿Crees que va a abrir su corazón a un agente federal de inmigración?
—Deja que lo haga ¡Ar!melia —bromeó Dellray.
A regañadientes, Coe le pasó la dirección. Ella se la mostró a Sellitto.
—Deberíamos poner un RPM para que haga de canguro en esa misma acera. —Se refería a una Patrulla Móvil Remota en jerga policial para un coche de la brigada—. Si el Fantasma se entera de que Sung sigue vivo le convertirá en otro objetivo.
—Claro, ahora me encargo de eso —dijo el detective mientras apuntaba la dirección.
—Vale, a ver todos: ¿cuál es el lema de esta investigación? —les retó Rhyme.
—Investiga a fondo pero cúbrete las espaldas —contestó Sachs entre risas.
—Tenedlo en cuenta. No sabemos dónde está el Fantasma y tampoco dónde, o quién es, su bangshou.
A partir de ese momento, dejó de prestar atención. Tenia la vaga idea de haber visto a Sachs coger su bolso y caminar hacia la puerta, así como se había percatado de que Coe se había quejado por lo limitado de su jurisdicción, de que Dellray paseaba nervioso por la habitación, y de que el moderno Eddie Deng se había quedado muy sorprendido porque hubieran decidido llevar el caso desde semejante centro de mando. Pero desechó de su mente estas impresiones cuando sus raudos ojos se posaron en el círculo de pruebas recogidas en ambas escenas del crimen. Con fiereza, observó cada artículo recogido, como si implorara a esas pruebas inanimadas que cobraran vida para él y le revelaran todos los secretos que ocultaban y que les ayudarían a llegar hasta el asesino y hasta las pobres víctimas que el cabeza de serpiente pensaba cazar.
GHOSTKILL
Easton, Long Island, Escena del crimen | Furgoneta robada, Chinatown |
---|---|
Dos inmigrantes asesinados en la playa. Por la espalda. | Camuflada por inmigrantes con logo de «The Home Store». |
Un inmigrante herido: el doctor John Sung. Otro desaparecido. | Manchas de sangre indican que mujer herida tiene lesiones en su mano, brazo y hombre hombro. |
«Bangshou» (ayudante) a bordo; se desconoce su identidad. | Muestras de sangre enviadas al laboratorio para identificación. |
Escapan diez inmigrantes: siete adultos (un anciano, una mujer herida), dos niños, un bebé. Roban la furgoneta de una iglesia. | Huellas enviadas a AFIS |
Muestras de sangre enviadas al laboratorio para identificación. | |
No se localizan vehículos de recogida de inmigrantes. | |
Teléfono móvil (se cree que del Fantasma) enviado al FBI para análisis. | |
El arma del Fantasma es una pistola 7.62 mm: casquillo poco corriente. | |
Se sabe que el Fantasma tiene en nómina a gente del gobierno. | |
El Fantasma robó un sedán Honda rojo para escapar. | |
Enviada orden de localización del vehículo. | |
Recuperados tres cuerpos en el mar: dos asesinados, uno ahogado. | |
Fotos y huellas para Rhyme y la policía china. | |
Huellas enviadas a AFIS. |