Eran los desaparecidos, los desventurados. Para los traficantes de personas —los cabeza de serpiente— que los transportaban por el mundo como palés de objetos defectuosos, eran ju-jia, cochinillos.
Para los agentes del Servicio de Inmigración americano que interceptaban sus barcos, que los arrestaban y deportaban, eran «indocumentados».
Eran los esperanzados. Aquellos que cambiaban su casa, familia y tradiciones milenarias por años venideros de trabajo y riesgos.
Aquellos que tenían la menor oportunidad de echar raíces en un lugar donde sus familias pudieran prosperar; donde la satisfacción, el dinero y la libertad eran, así se contaba, algo tan natural como la luz del sol o la lluvia.
Eran su frágil carga.
Y ahora, con las piernas hincadas sobre el tormentoso mar con olas de cinco metros, el capitán Sen Zi-jun bajó las dos cubiertas desde el puente de mando hasta la tenebrosa bodega para llevar el mensaje de que sus semanas de arduo viaje podían haber sido en vano.
Eran los instantes previos al alba de un martes de agosto. El capitán, bajo y fornido, con la cabeza rapada y un bigote frondoso, se coló entre los contendores vacíos distribuidos como camuflaje por la superficie de cubierta de setenta y dos metros del Fuzhou Dragón y abrió la pesada puerta metálica de la bodega. A sus pies vio a dos docenas de personas apiñadas allí, en el espacio oscuro y sin ventanas. La basura y los juguetes de plástico de los niños flotaban en la marea tenebrosa que corría por debajo de los catres.
A pesar del intenso oleaje, el capitán Sen (un veterano con treinta años de navegación a sus espaldas) bajó la empinada escalera metálica sin necesidad de asirse al pasamanos y se colocó en medio de la bodega. Comprobó el medidor de dióxido de carbono y vio que los niveles eran aceptables, a pesar de que el aire estaba viciado con el hedor del diesel y de los cuerpos que llevaban dos semanas conviviendo estrechamente.
A diferencia de la mayor parte de los capitanes y tripulaciones que manejaban «barreños» (barcos de transporte de personas), que en el mejor de los casos ignoraban a sus pasajeros o que a veces los golpeaban o violaban, Sen no los maltrataba. Al contrario, creía estar haciendo una buena acción: conducir a esas familias desde la dificultad hasta, si no a alcanzar la riqueza, la esperanza de una vida feliz en Estados Unidos; Meiguo en chino, cuyo significado es «El País Bello».
En aquella travesía en particular, la mayoría de los inmigrantes no se fiaba de él. ¿Por qué no? Presuponían que estaba conchabado con el cabeza de serpiente que había alquilado el Dragón, Kwan Ang, universalmente conocido por su alias, Gui, el Fantasma. Desacreditado por la reputación de hombre violento del cabeza de serpiente, los esfuerzos del capitán Sen por entablar conversación con los inmigrantes habían resultado infructuosos y sólo había conseguido hacer un amigo: Sam Jingerzi (quien prefería su nombre occidental, Sam Chang), un antiguo profesor universitario de cuarenta y cinco años que procedía de una de las zonas residenciales de la gran ciudad portuaria de Fuzhou, en el sureste de China. Se llevaba a Estados Unidos a su familia al completo: mujer, dos hijos y a su anciano padre viudo.
Chang y Sen se habían sentado al menos una media docena de veces en la bodega, y mientras bebían el potente mao-tai, del que el capitán siempre guardaba una buena reserva en el barco, hablaban de la vida en China y en los Estados Unidos.
El capitán Sen vio a Chang sentado en un catre del fondo de la bodega. El hombre alto y tranquilo frunció el ceño al percatarse de la expresión del capitán. Chang le dio a su hijo adolescente el libro que había estado leyéndole a su familia y se levantó para encontrarse con el capitán.
A su alrededor todos se mantenían en silencio.
—El radar muestra a un barco que se acerca a gran velocidad para interceptarnos.
El temor se dibujó en los rostros de todos aquellos que le escuchaban.
—¿Los americanos? —preguntó Chang—. ¿Sus guardacostas?
—Creo que sí —respondió el capitán—. Estamos en aguas norteamericanas.
Sen observó los rostros asustados de los inmigrantes que le rodeaban. Como había sucedido con la mayor parte de las cargas de ilegales que había transportado, aquella gente (en su mayoría extraños que no se conocían con anterioridad) habían trabado una fuerte amistad. Y ahora unían las manos o se susurraban entre sí; algunos buscaban seguridad, otros la proporcionaban.
El capitán se fijó en una mujer que sostenía en brazos a una niña de dieciocho meses. La madre, en cuyo rostro se veían las cicatrices de las palizas de un campo de reeducación, bajó la cabeza y comenzó a llorar.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Chang, alterado.
El capitán Sen sabía que Chang era un disidente político en China, y que estaba desesperado por salir del país. Si el Servicio de Inmigración estadounidense lo deportaba, lo más probable es que acabara como preso político en una cárcel de China occidental.
—No estamos lejos del punto de desembarque. Vamos a toda máquina. Tal vez con botes podamos dejaros cerca de la costa.
—No, no —negó Chang—. ¿Con este oleaje? Moriríamos todos.
—Hay una ensenada natural a la que me dirijo. Debería estar lo suficientemente en calma como para que podáis llegar en los botes salvavidas. En la playa habrá camiones que os llevarán a Nueva York.
—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Chang.
—Volveré a adentrarme en la tormenta. Para cuando les resulte seguro abordarme vosotros ya estaréis yendo por autopistas de oro, hacia la ciudad de los diamantes… Ahora diles a todos que recojan sus cosas. Dinero, fotografías… Que dejen todo lo demás. Habrá que darse prisa para alcanzar la orilla. Quedaos aquí hasta que el Fantasma o yo os digamos que salgáis.
El capitán Sen se apresuró a subir por la empinada escalera, camino del puente. Mientras ascendía rezó una breve oración a Tian Hou, la diosa de los marineros, por su supervivencia; luego esquivó un muro de agua gris que inundó ese lado del buque.
En el puente se encontró con el Fantasma observando la sombra brillante y gomosa de la pantalla del radar. El hombre permanecía impertérrito, inmóvil a pesar de los bandazos de la mar.
Algunos cabezas de serpiente vestían como los gánsteres cantoneses de las películas de John Woo, pero el Fantasma vestía como un chino corriente: pantalones de pinzas y camisas de manga corta. Era musculoso pero pequeño; iba bien afeitado y, aunque llevaba el pelo un poco más largo que lo que se estila en un hombre de negocios, jamás se echaba laca o fijador.
—Nos interceptarán en quince minutos —dijo el cabeza de serpiente. Incluso en aquel momento, cuando se exponía a que lo interceptaran o arrestaran, parecía tan apagado como un vendedor de billetes de una estación de autobuses de larga distancia en una zona rural.
—¿En quince? —respondió el capitán—. Eso es imposible. ¿A cuántos nudos avanzan?
Sen se acercó a la mesa de las cartas de navegación, la referencia para todos los navíos que cruzan los océanos, donde estaba extendida la de la Sección Náutica del Servicio de Cartografía del Ministerio de Defensa estadounidense. Basándose en esa carta y en el radar, debía juzgar la posición relativa de ambos barcos, ya que, para reducir el riesgo de ser sorprendidos, había ordenado desconectar tanto el GPS del Dragón y la radiobaliza de localización de siniestros, como el Sistema Global de Socorro y Seguridad Marítimos.
—Creo que al menos tenemos cuarenta minutos —dijo el capitán.
—No, he medido la distancia que han avanzado desde que los divisamos por primera vez.
El capitán Sen miró al marinero que pilotaba el Fuzhou Dragón; sudaba aferrado al timón en su esfuerzo por mantener recto el cordel atado a uno de los rayos del timón que indicaba que el casco estaba alineado con el timón. El navío avanzaba a toda máquina. Si el Fantasma tenía razón, no iban a poder llegar a tiempo a la ensenada. Como mucho, podrían quedarse a media milla de la costa rocosa, lo bastante cerca como para poder llegar a tierra con los botes salvavidas, pero a merced del mar tempestuoso.
—¿Qué tipo de armas crees que llevan? —preguntó el Fantasma al capitán.
—¿No lo sabes?
—Jamás me han abordado —dijo el Fantasma—. Dímelo.
En dos ocasiones habían detenido y abordado barcos que estaban a las órdenes de Sen, por fortuna en travesías legales y no cuando transportaba inmigrantes para cabezas de serpiente. Pero la experiencia había sido angustiosa: una docena de agentes armados habían accedido al navío mientras otro, sobre la cubierta del guardacostas, los apuntaba a él y a su tripulación con dos ametralladoras. También tenían un pequeño cañón.
El capitán le dijo al Fantasma lo que les esperaba.
—Debemos considerar qué opciones tenemos —dijo el Fantasma, asintiendo.
—¿Qué opciones? —preguntó entonces Sen—. No estarás pensando en enfrentarte a ellos, ¿no? Eso espero. No lo permitiré.
Pero el cabeza de serpiente no respondió. Siguió plantado frente al radar, observando la pantalla.
El hombre parecía calmado, pero Sen supuso que estaba muy enfadado. Ninguno de los otros cabezas de serpiente con los había trabajado antes había tomado tantas precauciones para evitar la captura y detención como había hecho el Fantasma en aquel viaje. Las dos docenas de inmigrantes se habían reunido en un almacén abandonado a las afueras de Fuzhou, donde esperaron durante dos largos días bajo la vigilancia de un socio del Fantasma, un «pequeño cabeza de serpiente». Después, los había metido en un Tupolev 154, fletado para la ocasión, que había volado hasta una pista de aterrizaje en un campo militar desierto cerca de San Petersburgo, en Rusia. Allí entraron en el contenedor de un camión que los condujo durante ciento veinte kilómetros hasta la ciudad de Vyborg, donde embarcaron en el Fuzhou Dragón que Sen había llevado hasta el puerto ruso justo el día anterior. Él mismo se había encargado de rellenar los documentos y declaración de aduanas: todo según las normas, para no despertar sospechas. El Fantasma se había unido en el último minuto, y el barco había salido como estaba previsto. Atravesaron el Báltico, el Mar del Norte, el Canal de la Mancha, hasta que cruzaron el famoso punto (49.° Norte 7.° Oeste) donde comenzaban las travesías trasatlánticas en el mar Céltico y pusieron rumbo al suroeste, hacia Long Island, Nueva York.
Ningún detalle en el viaje podía haber hecho sospechar nada a las autoridades norteamericanas.
—¿Cómo se habrán enterado los guardacostas? —preguntó el capitán.
—¿Qué? —replicó el Fantasma, distraídamente.
—Cómo nos habrán encontrado. Nadie podía adivinarlo. Es imposible.
El Fantasma se enderezó y salió al viento embravecido, mientras iba diciendo:
—¡Quién sabe! Tal vez haya sido magia.