CAPÍTULO 9

El SD 109 podía ser un delincuente sexual o no, pero fuera lo que fuera, su secuencia de ADN no figuraba en el archivo CODIS.

El resultado negativo era típico de la ausencia de pistas que caracterizaba a este caso, reflexionó Rhyme con frustración. Habían recibido los demás fragmentos de bala, extraídos del cuerpo del doctor Barry por el médico forense, pero estaban aún más pulverizados que el obtenido de la transeúnte, y no fueron de más utilidad en la consulta que hicieron a IBIS y DRUGFIRE que lo que habían sido los primeros pedazos.

También habían escuchado lo que varias personas habían dicho en el museo. El doctor Barry no había mencionado a ningún empleado que otro visitante estuviera interesado en el número de Coloreds' Weekly Illustrated de 1868. Tampoco el registro de llamadas telefónicas del museo reveló nada; todas las llamadas iban a una centralita y de allí se derivaban a las extensiones, sin que se almacenaran los detalles. Las llamadas entrantes y salientes de su teléfono móvil tampoco proporcionaron pista alguna.

Cooper les contó lo que había averiguado a través del propietario de Trenton Plastics, una de las mayores empresas fabricantes de bolsas de plástico para la compra del país. El técnico relató la historia del icono de la cara sonriente amarilla tal como se la había contado el dueño de la empresa.

—Se cree que al principio una filial de la Mutua Estatal de Seguros hizo grabar la cara en botones, en los años sesenta, en el marco de una campaña destinada a impulsar la moral de la compañía y como ardid publicitario. En los setenta, dos hermanos dibujaron una cara de ésas con el eslogan «Be happy». Una especie de alternativa al símbolo de la paz. Para entonces, montones de empresas ya la imprimían en cincuenta millones de artículos todos los años.

—¿Adónde quieres ir a parar con esta conferencia sobre cultura popular? —murmuró Rhyme.

—A que aunque estén registrados los derechos sobre ella, algo que nadie parece saber, hay montones de empresas que fabrican bolsas con la carita sonriente, por lo que es imposible seguirle la pista.

Vía muerta…

De las docenas de museos y bibliotecas que habían consultado Cooper, Sachs y Sellitto, sólo en dos les informaron de que un hombre había llamado hacía varias semanas preguntando por un número del Coloreds' Weekly Illustrated de julio de 1868. Eso era alentador, porque apoyaba la teoría de Rhyme de que la revista habría podido ser la razón por la que Geneva había sido atacada. Pero ninguna de las instituciones tenía el número, y nadie recordaba el nombre de la persona que había llamado, si es que lo había dado. Nadie más parecía contar con un ejemplar de la revista para que ellos pudieran echarle un vistazo. En el Museo de Periodismo Afroamericano de New Haven les comunicaron que ellos habían tenido la colección completa en microfichas, pero que había desaparecido.

Rhyme puso cara de pocos amigos al oír estas noticias, y así seguía cuando sonó un pitido en un ordenador y Cooper anunció:

—Tenemos la respuesta del VICAP.

Presionó una tecla y envió el mensaje de correo electrónico a todos los monitores del laboratorio de Rhyme. Sellitto y Sachs se apiñaron ante uno de ellos, Rhyme miraba su propia pantalla plana. Era un correo seguro enviado por un detective del laboratorio de la policía científica de Queens.

Detective Cooper:

De acuerdo con su solicitud, hemos contrastado el perfil criminal que usted nos envió tanto en VICAP como en HITS, y hemos obtenido estas dos concordancias.

Incidente uno: homicidio en Amarillo, Texas. Caso n° 3451-01 (Texas Rangers). Hace cinco años, Charles T. Tucker, de sesenta y siete años de edad, funcionario jubilado, fue encontrado muerto detrás de un pequeño centro comercial cercano a su casa. Le habían golpeado en la parte posterior de la cabeza con un objeto contundente, presumiblemente para reducirle, y luego le lincharon. Le pusieron una cuerda de fibra de algodón con un nudo corredizo alrededor del cuello y a continuación la pasaron por encima de una rama. Después el atacante tiró con fuerza. Los rasguños en el cuello indicaban que la víctima estuvo consciente durante algunos minutos antes de que le sobreviniera la muerte.

—¿Cuál es el siguiente caso? —preguntó Rhyme.

Cooper desplazó el texto hacia abajo.

Incidente dos: homicidio en Cleveland, Ohio. Caso 2002-34554F (Policía Estatal de Ohio). Hace tres años, un empresario de cuarenta y cinco años de edad, Gregory Tallis, fue hallado muerto en su piso, asesinado a tiros.

Pruebas traspapeladas, pensó Rhyme… ¡Santo Dios! Miró la pantalla.

—Amañar pruebas para aparentar un falso móvil, y otra agresión ritual simulada. —Sacudió la cabeza mirando la carta de tarot del hombre colgado—. Primero reduce a sus víctimas con la porra, luego las estrangula o las dispara, guantes de látex, zapatos Bass, el pie derecho… Seguro, podría ser nuestro muchacho. Y da la impresión de que es un pistolero a sueldo. De ser así, probablemente tendremos dos criminales: el sujeto y quienquiera que le haya contratado. De acuerdo, quiero todo lo que tengan en Texas y Ohio sobre estos dos casos.

Cooper hizo algunas llamadas. Le informaron de que las autoridades de Texas revisarían el expediente y se lo enviarían en cuanto fuera posible. En Ohio, sin embargo, un detective confirmó que ese expediente estaba entre los cientos de casos congelados que se habían traspapelado durante una mudanza a unas instalaciones nuevas, hacía dos años. Lo buscarían. «Pero», añadió el hombre, «no se queden esperándolo de brazos cruzados». Rhyme hizo una mueca de disgusto ante esta noticia y le dijo a Cooper que les instara a buscar el expediente si era posible.

Un momento después sonó el teléfono móvil de Cooper y éste cogió la llamada.

—¿Piola?… Sí, prosiga. —Tomó unas notas, dio las gracias al que había llamado y luego colgó—. Eran los de tráfico. Finalmente han localizado toda la información relativa a permisos extraordinarios para ferias o mercadillos lo suficientemente grandes como para tener que cerrar calles, y que tuvieron lugar durante los dos últimos días. Dos en Queens: una asociación de vecinos y una entidad de camaradería de la colectividad griega. Un festival en Brooklyn por el Día de la Hispanidad, y otro en Little Italy. Éste fue el más importante. En Mulberry Street.

—Deberíamos enviar equipos a los cuatro barrios —dijo Rhyme—. Peinar la zona recorriendo todos los baratillos que utilicen bolsas de caritas sonrientes, que vendan condones, cinta adhesiva para tuberías y cúters, y que usen una caja registradora barata o una calculadora. Y darle a los equipos una descripción del criminal y ver si algún cajero lo recuerda.

Rhyme miraba a Sellitto, que tenía la vista fija en un pequeño punto oscuro en la manga de la americana. Otra mancha de sangre de los disparos de esta mañana, supuso. El corpulento detective no se movía. Puesto que, de los presentes, él era el agente de mayor rango, era a él a quien correspondía llamar a la USU y a la Jefatura de Patrullas y organizar los equipos de investigación. Sin embargo, parecía no haber oído al criminalista.

Rhyme le echó una mirada a Sachs, que asintió con la cabeza y llamó a la central para acordar con los agentes quiénes integrarían cada equipo. Cuando colgó, vio que Rhyme tenía la vista fija en la pizarra de las pruebas, con el ceño fruncido.

—¿Qué sucede?

Rhyme no respondió de inmediato; estaba meditando sobre qué, exactamente, era lo que sucedía. Entonces se dio cuenta. Gallina en corral ajeno…

—Creo que necesitamos ayuda.

Uno de los problemas más difíciles al que se enfrentan los criminalistas es al hecho de no conocer el territorio que pisan. Un analista del lugar del crimen sólo es bueno en la medida en que conoce la zona en la que habitan los sospechosos: geología, sociología, historia, cultura popular, trabajo… todo.

Lincoln Rhyme estaba pensando en lo poco que sabía del mundo en el que vivía Geneva Settle: Harlem. Bueno, había leído las estadísticas, por supuesto: la mayor parte de la población era una mezcla a partes iguales de negros africanos (tanto inmigrantes de hace muchos años como recientes) e hispanos negros y no negros (sobre todo portorriqueños, dominicanos, salvadoreños y mexicanos), seguidos por los blancos y algunos asiáticos. Había pobreza y había bandas, drogas y violencia —especialmente concentradas alrededor de las viviendas de protección oficial—, pero buena parte del barrio era, en términos generales, seguro, mucho más que muchas zonas de Brooklyn, el Bronx o Newark. Harlem tenía más iglesias, mezquitas, organizaciones comunitarias y grupos de padres comprometidos que cualquier otro barrio de la ciudad. El lugar había sido una meca de los derechos civiles de los negros, y de la cultura y las artes negras e hispanas. Ahora era el centro de un nuevo movimiento: por la igualdad fiscal. Había cientos de proyectos de rehabilitación económica que estaban teniendo lugar en la actualidad, y los inversores de todas las razas y nacionalidades se apresuraban a meter dinero en Harlem, aprovechándose, en particular, del bullente mercado inmobiliario.

Pero éstos eran los datos del New York Times, los datos del Departamento de Policía de Nueva York. A Rhyme no le servían para comprender por qué un asesino a sueldo quería matar a una adolescente de ese barrio. Su investigación de SD 109 estaba seriamente obstaculizada por esta limitación. Le ordenó a su teléfono que hiciera una llamada, y el software le conectó obedientemente con un número de la oficina central del FBI.

—Aquí Dellray.

—Fred, soy Lincoln. Necesito de nuevo un poco de ayuda.

—¿Te echó una mano mi simpático colega del distrito?

—Ajá, por supuesto que lo hizo. También los de Maryland.

—Me alegra oír eso. Espera un momento. Déjame que saque a alguien zumbando de aquí.

Rhyme había estado varias veces en la oficina de Dellray. El cubil del alto y desgarbado agente negro en el edificio de los federales estaba repleto de obras literarias y libros de filosofía esotérica, así como de percheros con las diversas vestimentas que usaba cuando estaba trabajando de incógnito, aunque ya no hacía mucho trabajo de campo. Irónicamente, era en esos percheros donde uno podía encontrar trajes Brooks Brothers del FBI, camisas blancas y corbatas a rayas. La vestimenta normal de Dellray era, para decirlo amablemente, extraña. Chándales y sudaderas junto con americanas deportivas; y para sus trajes prefería el verde, el azul y el amarillo. Al menos evitaba los sombreros, con los que seguro que parecería un proxeneta salido de una película de los años setenta sobre conflictos raciales.

El agente regresó al teléfono y Rhyme le preguntó:

—¿Cómo va el asunto de la bomba?

—Otra llamada anónima esta mañana sobre el consulado de Israel. Exactamente igual que la semana pasada. Sólo que mis soplones, incluso los más mimados, son incapaces de decirme nada con un poco de fundamento. Y me fastidia. Bueno, ¿qué se cuece por ahí?

—El caso nos está llevando a Harlem. ¿Trabajas mucho en la zona?

—A veces doy una vuelta por allí. Pero no soy una enciclopedia al respecto. Nacido y criado en BK.

—¿BK?

—Brooklyn, originalmente la ciudad de Breuckelen, la cual nos fue entregada por cortesía de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales en la década de 1640. Primera población oficialmente declarada ciudad en el Estado de Nueva York, por si te interesa. Cuna de Walt Whitman. Pero no me has llamado para hablar de trivialidades.

—¿Puedes escaparte un rato e ir a escarbar un poco por las calles?

—Veré lo que puedo hacer. Pero no puedo prometerte que vaya a servirte de mucho.

—Bueno, Fred, me llevas ventaja, tú pasas inadvertido en el norte de la ciudad.

—Ya, ya, ya. Yo no tengo el culo sentado en una silla de ruedas rojo chillón.

—Eso hace que sean dos ventajas —replicó Rhyme, cuyo cutis era tan pálido como el rubio cabello de Pulaski.

Las otras cartas de Charles Singleton llegaron de la casa de Geneva.

No habían estado guardadas con demasiado celo a lo largo de los años; estaban desvaídas y el papel era frágil. Mel Cooper las colocó cuidadosamente entre dos delgadas láminas acrílicas, después de tratar químicamente los pliegues para evitar que el papel se rompiera.

Sellitto se acercó a Cooper.

—¿Qué tenemos aquí?

El técnico enfocó el escáner óptico sobre la primera carta y presionó un botón. La imagen apareció en varios de los monitores de ordenador que había por toda la habitación.

Mi amadísima Violet:

Sólo tengo un momento para escribirte unas palabras en esta calurosa y tranquila mañana de domingo. Nuestro regimiento, el 31.º de Nueva York, ha recorrido un largo camino desde que éramos inexpertos reclutas concentrados en la Isla de Hart. Pero ahora estamos ocupados en la trascendental misión de perseguir al mismísimo general Robert E. Lee, cuyo batallón se retiró después de su derrota en Petersburg, Virginia, el 2 de abril.

Ahora ha tomado posición para resistir con sus treinta mil soldados en el corazón de la Confederación, y le ha tocado a nuestro regimiento, entre otros, la tarea de guardar la frontera del oeste cuando intente escapar, lo que seguramente tendrá que hacer, ya que tanto el general Grant como el general Sherman le están aplastando con su superioridad numérica.

En este momento reina la tranquilidad previa a la tormenta, y estamos concentrados en una enorme granja. A nuestro alrededor deambulan esclavos descalzos, mirándonos, vestidos con la ropa de algodón típica de los negros. Algunos no dicen nada, pero nos miran sin comprender. Otros nos animan vigorosamente.

No hace mucho nuestro comandante vino cabalgando hacia nosotros, descendió de su caballo y nos explicó el plan de batalla para el día de hoy. Luego recitó —de memoria— unas palabras de Mr. Frederick Douglass, palabras que según recuerdo son las siguientes: «Una vez que al hombre de color se le haga llevar sobre su persona las letras US, un águila en los botones, un mosquete al hombro y balas en los bolsillos, nadie sobre la faz de la tierra podrá negar que se ha ganado el derecho a la ciudadanía estadounidense».

Luego hizo un saludo y dijo que era un privilegio para él haber servido junto con nosotros en esta compañía, a la que Dios le había encomendado reunificar nuestra nación.

Un «hurra» como yo no había oído jamás se elevó de las filas del 31.°

Y ahora, amor mío, oigo los tambores en la distancia y el estruendo de los morteros del cuatro y del ocho, que anuncian el comienzo de la batalla. Si éstas fueran las últimas palabras que puedo dedicarte desde este lado del río Jordán, quiero que sepas que te amo a ti y a nuestro hijo mucho más de lo que las palabras puedan expresar. Toma posesión de nuestra granja enseguida, sigue con la historia de que somos los encargados de esas tierras, no los dueños, y declina toda oferta de compra. Deseo que esta tierra pase intacta a nuestro hijo y a sus descendientes; los trabajos y los negocios van y vienen, los mercados financieros son caprichosos, pero la tierra es la gran constante de Dios, y nuestra granja, finalmente, traerá a nuestra familia respetabilidad a los ojos de aquellos que ahora no nos respetan. Será la salvación de nuestros hijos, y la de las generaciones venideras. Ahora, querida mía, debo una vez más coger mi rifle y hacer lo que Dios ha encomendado: asegurar nuestra libertad y proteger a nuestro sagrado país.

Con mi amor eterno,

Charles

9 de abril de 1865

Appomattox, Virginia

Sachs levantó la vista.

—Ufff. Esto sí que es una película de suspense.

—No tanto —dijo Thom.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, sabemos que lograron defender la frontera.

—¿Y eso?

—Porque el 9 de abril fue el día en que el sur se rindió.

—Aquí en realidad no estamos preocupados por los detalles de la historia —dijo Rhyme—. Yo lo que quiero es enterarme de lo del secreto.

—Eso está en ésta —dijo Cooper, escaneando la segunda carta. La colocó en el escáner.

Mi queridísima Violet:

Te echo de menos, querida, y también a nuestro pequeño Joshua. Me ha alentado la noticia de que tu hermana ha sobrellevado bien la enfermedad que siguió al nacimiento de tu sobrino, y agradezco a Nuestro Señor Jesucristo que tú estuvieras presente para acompañarla en ese difícil momento. Aun así, creo que lo mejor es que por ahora permanezcas en Harrisburg. Son tiempos críticos y más peligrosos, me parece a mí, que los que resultaron ser los de la guerra de secesión.

Han sucedido tantas cosas en el mes que tú has estado fuera. ¡Cómo ha cambiado mi vida, de simple granjero y maestro de escuela a mi actual situación! Estoy comprometido en asuntos que son difíciles y peligrosos y —me atrevo a decir— vitales para el bien de nuestro pueblo.

Esta noche, mis colegas y yo nos reuniremos nuevamente en Gallows Heights, que ha llegado a parecerse a un castillo sitiado. Los días son interminables; el viaje, agotador. Mi vida consiste en arduas horas y en un ir y venir bajo el manto de la oscuridad, y evitando a los que podrían hacernos daño, que son muchos, y no son sólo los antiguos rebeldes; hay mucha gente en el norte que es también hostil a nuestra causa. Recibo frecuentes amenazas, algunas veladas, algunas explícitas.

Otra pesadilla me despertó esta madrugada. No recuerdo las imágenes que asolaron mi sueño, pero cuando me desperté, ya no pude volver a dormirme. Me quedé en la cama hasta el amanecer, pensando en lo difícil que es guardar este secreto. Deseo tanto compartirlo con el mundo, pero sé que no puedo. No tengo la menor duda de que las consecuencias de revelarlo serían trágicas.

Perdona mi tono sombrío. Te echo de menos a ti y a nuestro hijo, y estoy terriblemente cansado. Tal vez el día de mañana vea un renacer de la esperanza. Rezo por que así sea.

Con todo mi amor,

Charles

3 de mayo de 1867

—Bueno —dijo Rhyme pensativo—, habla del secreto. Pero ¿de qué se trata? Debe de ser algo relacionado con esas reuniones en Gallows Heights. «El bien de nuestro pueblo». Derechos civiles o política. También lo mencionó en su primera carta… Gallows Heights: Altos de la Horca. ¿Qué demonios es eso?

Sus ojos buscaron la carta de tarot del hombre colgado, suspendido por los pies de una horca.

—Voy a buscarlo —dijo Cooper, y miró en Internet. Un momento después dijo—: Era un barrio de Manhattan en el siglo XIX, en la parte norte del West Side, situado alrededor de Bloomingdale Road y la calle 18. Bloomingdale se convirtió después en el Boulevard, y luego en Broadway. —Levantó la vista, con una ceja enarcada—. No lejos de aquí.

—¿Gallows con apóstrofo?

—Sin apóstrofo. Al menos en las páginas que he encontrado.

—¿Dicen algo más sobre ese lugar?

Cooper revisó una página web de historia social.

—Un par de cosas. Un mapa de 1872. —Giró el monitor en dirección a Rhyme, que examinó la imagen, fijándose en que el barrio abarcaba una amplia zona. Había algunas grandes fincas, propiedad de antiguas familias de magnates y financieros de Nueva York, así como cientos de casas y edificios de apartamentos más pequeños—. Eh, mira, Lincoln —dijo Cooper, tocando una parte del mapa cerca de Central Park—. Aquí está tu casa. En donde estamos ahora. En esa época era una ciénaga.

—Interesante —masculló Rhyme sarcásticamente.

—La otra referencia que hay es una noticia del Times del mes pasado acerca de la reinauguración de un nuevo archivo en la Fundación Sanford, esa vieja mansión de la calle 81.

Rhyme recordó una vieja construcción victoriana que estaba a poca distancia del Hotel Sanford, un edificio gótico de apartamentos, como de película de miedo, que se parecía al cercano Dakota, donde había sido asesinado John Lennon.

—El director de la fundación, William Ashberry —prosiguió Cooper—, pronunció un discurso en la ceremonia. Mencionó cuánto ha cambiado la parte norte del West Side desde que se conocía como Gallows Heights. Nada específico.

Demasiados puntos interconectados, reflexionó Rhyme. Fue entonces cuando el ordenador de Cooper emitió un pitido, indicando que había entrado un mensaje de correo electrónico. El técnico lo leyó y dirigió una mirada a los miembros del equipo.

—Escuchad esto. Es acerca del Coloreds' Weekly Illustrated. El encargado de la biblioteca del Booker T. Washington College de Filadelfia acaba de enviarme esto. La biblioteca tenía la única colección completa de la revista en todo el país. Y…

—¿Tenía? —espetó Rhyme—. ¿Qué coño es eso de «tenía»?

—La semana pasada, un incendio destruyó la sala en la que se conservaba.

—¿Qué dice el informe sobre el acto de piromanía? —preguntó Sachs.

—No se consideró un incendio intencionado. Parece ser que se rompió una bombilla y se incendiaron unos papeles. No hubo víctimas.

—Y una mierda que no fue intencionado. Alguien le prendió fuego. ¿Sugiere algo el encargado sobre dónde podríamos encontrar…?

—Yo iba a seguir leyendo.

—Vale, ¡sigue!

—La escuela tiene por norma escanear todo lo que hay en sus depósitos y almacenarlo en archivos Adobe pdf.

—¿Nos estamos acercando a las buenas noticias, Mel? ¿O sólo estás entreteniéndote?

Cooper presionó más teclas. Gesticuló señalando la pantalla.

—Voilà. 23 de julio de 1868, Coloreds' Weekly Illustrated.

—Vaya, no me digas. Bueno, léenoslo, Mel. Ante todo: ¿se ahogó en el Hudson el señor Singleton, o no?

Cooper tecleó un poco más y un momento después se empujó las gafas contra el puente de la nariz, se inclinó hacia adelante y dijo:

—Allá vamos. El titular es: «Vergonzoso, informe sobre el crimen de un liberto. Charles Singleton, un veterano de la guerra entre los Estados, traiciona la causa de nuestro pueblo en un sonado incidente».

Prosiguiendo con el texto, leyó:

—«El martes 14 de julio el Juzgado de lo Penal de Nueva York emitió una orden de arresto contra un tal Charles Singleton, un liberto y veterano de la guerra de secesión, acusado de haber robado vilmente una gran cantidad de oro y otras sumas de dinero del Fondo Nacional de Educación para la Asistencia de los Libertos, en la calle 23 de Manhattan, Nueva York.

»El señor Singleton eludió un cerco policial desplegado por la ciudad, y se suponía que había escapado a Pensilvania, donde vive la hermana de su esposa y la familia de aquélla.

»Sin embargo, la madrugada del jueves, día 16, fue avistado por un agente de policía mientras se dirigía hacia los muelles del río Hudson.

»El agente dio la voz de alarma y el señor Singleton se dio a la fuga. El agente de policía fue tras él para intentar atraparle.

»Pronto se sumaron a la persecución otros agentes de la ley, así como traperos y trabajadores irlandeses, ejerciendo su obligación cívica de aprehender al delincuente (y alentados por la promesa de cinco dólares en oro al que detuviera al villano). El camino elegido para procurar la huida fue la maraña de casuchas de dudosa reputación cercanas al río.

»En los murales pictóricos de la calle 33, el señor Singleton trastabilló. Un oficial a caballo se acercó y parecía que iba a atraparle. Sin embargo, el antiguo esclavo logró ponerse de pie nuevamente y, en lugar de admitir sus fechorías, prosiguió su cobarde huida.

»Durante un rato, logró eludir a sus perseguidores. Pero su evasión fue meramente transitoria. Un tendero negro que estaba en un porche vio al liberto y le rogó que se detuviera, en nombre de la justicia, afirmando que había oído hablar del crimen del señor Singleton y reprochándole que llevara el deshonor a toda la gente de color a lo largo y ancho de la nación. Acto seguido, el ciudadano, un tal Walker Loakes, le arrojó un ladrillo al señor Singleton, con el propósito de derribarle.

»El liberto tenía un cuerpo robusto, por el trabajo físico que realizaba en un huerto de manzanos, y corría rápido como una centella. Pero el señor Loakes informó a la policía de la presencia del liberto y, en los embarcaderos cercanos a la calle 28, cerca de la oficina de los remolcadores, su paso fue interceptado por otro contingente de diligentes policías. Allí se detuvo, exhausto, agarrándose al cartel de la Swiftsure Express Company. El hombre que había comandado su persecución durante los últimos dos días, detective capitán William P. Simms, le instó a rendirse, apuntando al ladrón con su pistola.

»Aun así, o bien buscando desesperadamente una forma de escapar, o bien —convencido de que las consecuencias de sus malas acciones se habían vuelto contra él— deseando acabar con su vida, el señor Singleton, según la mayoría de los testimonios, dudó sólo un momento y luego saltó al río, vociferando palabras que nadie pudo oír».

Rhyme interrumpió:

—Hasta ahí llegó Geneva antes de ser atacada. Olvídate de la guerra civil, Sachs. Aquí sí que hay suspense. Continúa.

—«Desapareció de la vista bajo las olas, y los testigos aseguraron que había muerto. Tres agentes requisaron un esquife de un muelle cercano y remaron a lo largo de los embarcaderos para cerciorarse del destino del negro.

»Finalmente le encontraron, semiinconsciente a consecuencia de la caída, aferrado a un leño que sostenía contra el pecho, e invocando a su esposa e hijo con una emoción que para muchos era simulada».

—Al menos sobrevivió —dijo Sachs—. A Geneva le alegrará saberlo.

—«Un médico se ocupó de él, y luego se lo llevaron y quedó bajo custodia en espera del juicio, que tuvo lugar el martes pasado. En el juicio se probó que había robado la inimaginable suma, en billetes y monedas de oro, de treinta mil dólares».

—Eso es lo que yo pensaba —dijo Rhyme—. Que el móvil que tenemos aquí es ese botín desaparecido. ¿Qué valor tendría hoy?

Cooper minimizó la ventana que contenía el artículo referente a Charles Singleton e hizo una búsqueda en la web, luego apuntó unos números en un bloc de notas. Levantó la vista de la libreta.

—Serían cerca de ochocientos mil dólares.

Rhyme gruñó.

—«Inimaginable». De acuerdo. Continúa.

Cooper siguió leyendo:

—«Un portero vio desde la acera de enfrente del Fondo para los Libertos al señor Singleton cuando éste alcanzó la entrada de la oficina por la puerta trasera, y cuando se iba del lugar veinte minutos después, llevando dos grandes maletines. Al llegar el director del Fondo, poco después, mandado llamar por la policía, se descubrió que la caja fuerte Exeter Strongbow había sido forzada con un martillo y una palanca, idénticas a las que poseía el acusado, las cuales fueron más tarde encontradas en las proximidades del edificio.

»Aún más, se presentaron pruebas de que el señor Singleton se había congraciado, en varias reuniones en el barrio de Gallows Heights de la ciudad, con personalidades de la talla de los honorables señores Charles Sumner, Thaddeus Stevens y Frederick Douglass, y el hijo de éste, Lewis Douglass, con el pretexto de ayudar a esos nobles hombres al fomento de los derechos de nuestro pueblo ante el Congreso».

—Ah, las reuniones que Charles mencionaba en su carta. Estaban relacionadas con los derechos civiles. Y ésos deben de ser los colegas que mencionaba. Pesos pesados, parece. ¿Qué más?

—«Su motivación por ayudar a estos afamados personajes, de acuerdo con el hábil fiscal, no era, sin embargo, contribuir a la causa de los negros, sino obtener información acerca del Fondo y de otros depósitos que pudiera desvalijar».

—¿Ése era el secreto? —se preguntó Sachs.

—«En el juicio, el señor Singleton permaneció en silencio en lo concerniente a estos cargos, salvo cuando hizo un descargo general, y cuando dijo que amaba a su esposa y a su hijo.

»El capitán Simms pudo recuperar la mayor parte de las ganancias ilícitas. Se especula que el negro ocultó varios miles en un escondite y que se negó a revelar el lugar. No se ha hallado ni una parte de éstos, excepción hecha de cien dólares en oro que el señor Singleton llevaba consigo y que se le encontraron cuando fue aprehendido».

—Ahí va la teoría del tesoro escondido —masculló Rhyme—. Qué pena. Me gustaba.

—«El acusado fue enviado a prisión expeditivamente. Después de la sentencia, el juez exhortó al liberto a devolver el resto de los fondos sustraídos, cuya localización se negó sin embargo a revelar, aferrándose todavía a su afirmación de que era inocente, y sosteniendo que el dinero hallado en su persona le había sido colocado en sus pertenencias después de su aprehensión. En consecuencia, el juez, sabiamente, ordenó que las posesiones del reo fueran confiscadas y vendidas para restituir lo que se pudiera, y por su parte el criminal fue sentenciado a cinco años de cárcel».

Cooper levantó la vista.

—Eso es todo.

—¿Por qué alguien iba a recurrir al asesinato sólo para mantener en secreto la historia? —preguntó Sachs.

—Ajá, ésa es la gran pregunta… —Rhyme alzó la mirada—. Entonces, ¿qué sabemos de Charles? Era maestro y veterano de la guerra civil. Poseía y explotaba una granja en el norte del Estado. Fue arrestado y encarcelado por robo. Tenía un secreto que habría tenido trágicas consecuencias en caso de haberse hecho público. Concurría a reuniones supersecretas en Gallows Heights. Estaba involucrado en el movimiento por los derechos civiles y se codeaba con los grandes políticos y luchadores por los derechos civiles de la época.

Rhyme acercó su silla de ruedas a la pantalla del ordenador y examinó el artículo. No podía ver ninguna conexión entre los acontecimientos de aquella época y el caso de SD 109.

Sonó el teléfono de Sellitto, que se quedó escuchando un momento. Enarcó una ceja.

—De acuerdo, gracias. —Cortó y miró a Rhyme—. ¡Bingo!

—¿Por qué ¡bingo!? —preguntó Rhyme.

—Uno de los equipos que enviamos a Little Italy, a menos de cien metros del sitio donde tuvo lugar la feria del Día de la Hispanidad, acaba de encontrar un baratillo en la calle Mulberry. La cajera se acordaba de un tipo blanco de mediana edad que compró todo lo que había en la bolsa de nuestro sujeto hace unos días. Lo recordaba por el gorro —contó Sellitto.

—¿Llevaba gorro?

—No, compró un gorro. Un gorro de lana. La razón por la que ella lo recordaba fue porque cuando él se lo probó, tiró del gorro hacia abajo, cubriéndose el rostro. Ella le vio en un espejo de seguridad. Creyó que el tipo iba a asaltarla. Pero luego se lo quitó y lo puso en el cesto con todo lo demás, y simplemente pagó y se fue.

Probablemente era el artículo del tique que faltaba, el de 5,95 dólares. Se lo había probado para asegurarse de que le serviría para usarlo como máscara.

—Es probable que haya sido con eso con lo que borró sus propias huellas dactilares. ¿Sabe la mujer cómo se llama ese hombre?

—No. Pero puede describirle bastante bien.

—Haremos un retrato robot y batiremos las calles —dijo Sachs. Cogió de un manotazo su bolso, y estaba ya en la puerta cuando se dio cuenta de que el corpulento detective no estaba a su lado. Se detuvo. Miró hacia atrás.

—Lon, ¿vienes?

Sellitto pareció no oírla. Ella repitió la pregunta y el detective pestañeó. Apartó la mano de su mejilla enrojecida y sonrió.

—Disculpa. Desde luego. Vamos a coger a ese hijo de puta.