CAPÍTULO 8

El hombre corpulento caminaba por la acera, en Harlem, pensando en la conversación telefónica que había tenido hacía una hora. Le había puesto contento, le había puesto nervioso, le había puesto alerta. Pero sobre todo pensaba: a lo mejor, finalmente, las cosas mejoran.

Bueno, se merecía un incentivo, algo que le ayudara a recuperarse.

Últimamente, Jax no había tenido mucha suerte. Por supuesto, se había alegrado de haber salido del sistema penitenciario. Pero los dos meses transcurridos desde que había salido de la cárcel habían sido un hueso duro de roer: solo y sin que nada, en justicia, le lloviera del cielo. Pero ese día era diferente. La llamada en relación con Geneva Settle podría cambiar su vida para siempre.

Iba caminando por la parte alta de la Quinta Avenida, en dirección al parque de St. Ambrose, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Disfrutando del frío aire otoñal, disfrutando del sol. Disfrutando del hecho de que la gente de por allí le evitara. En parte era por su gesto adusto. Y en parte por su tatuaje carcelario. También por la cojera. (Aunque, a decir verdad, la suya no era una cojera de tío duro, de chulo, no era una cojera de matón del tipo «a mí se me respeta»; era una cojera del tipo «joder, me han disparado». Pero eso no lo sabía nadie).

Jax vestía como había vestido siempre: vaqueros, una chaqueta hecha jirones y unos aparatosos zapatos de trabajo, de piel muy gastada. En el bolsillo llevaba un enorme fajo de billetes, así como un cuchillo con mango de asta, un paquete de cigarrillos y un llavero con la única llave de su pequeño apartamento de la calle 136. Sus dos habitaciones contaban con una cama, una mesa, dos sillas, un ordenador de segunda mano y cacharros de cocina comprados en un rastro. Era poco mejor que su última residencia en un correccional del Estado de Nueva York.

Se detuvo y miró alrededor.

Allí estaba, el tío flacucho de piel pardusca, un hombre que podría tener desde treinta y cinco años hasta sesenta. Estaba apoyado en la alambrada poco firme que rodeaba aquel parque del corazón de Harlem. Detrás de él, brillaba con el sol el cuello húmedo de una botella de whisky o de vino que estaba medio escondida entre la hierba amarillenta.

—¿Qué passsa, colega? —preguntó Jax, encendiendo otro cigarrillo mientras se acercaba resueltamente y se detenía.

El tipo flacucho le hizo un guiño. Miró el paquete que le ofrecía Jax. No tenía claro de qué iba la cosa, pero de todas maneras cogió un cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Tú eres Ralph? —prosiguió Jax.

—¿Y tú quién eres?

—Amigo de DeLisle Marshall. Estaba con él en el pabellón S.

—¿Lisie? —El tipo flacucho se tranquilizó un poco. Apartó la vista de aquel hombre que podía partirle en dos y vigiló el mundo desde la posición estratégica de la alambrada—. ¿Lisie ha salido?

Jax se echó a reír.

—Lisie le pegó cuatro tiros en la cabeza a un miserable hijo de puta. Habrá un negro en la Casa Blanca antes de que Lisie salga.

—A algunos les dan la condicional —dijo Ralph, tratando de ocultar sin éxito el hecho de haber sido pillado poniendo a prueba a Jax—. ¿Y qué se cuenta Lisie?

—Te envía saludos. Me dijo que te buscara. Él responde por mí.

—Responde por ti, responde por ti. De acuerdo. Dime, ¿cómo es su tatuaje? —El pequeño y flacucho Ralph, con su flacucha y pequeña perilla, estaba recuperando un poco su bravuconería. Estaba poniéndole a prueba otra vez.

—¿Cuál de ellos? —respondió Jax—. ¿El de la rosa o el de la navaja? Y tengo entendido que tiene otro cerca de la polla. Pero nunca me he acercado lo suficiente como para vérselo.

Ralph sacudió la cabeza, con expresión adusta.

—¿Cómo te llamas?

—Jackson. Alonzo Jackson. Pero me llaman Jax. —El apodo iba acompañado de una reputación justificada. Se preguntó si Ralph habría oído hablar de él. Pero aparentemente no, nada de cejas enarcadas. Eso le cabreó—. Si quieres comprobar quién soy preguntando a DeLisle, adelante, hombre, pero no menciones mi nombre por teléfono, ¿sabes lo que te digo? Sólo dile que el rey del graffiti vino a charlar contigo.

—El rey del graffiti —repitió Ralph, pensando a las claras qué querría decir eso. ¿Se trataba acaso de que Jax rociaba las paredes con la sangre de los cabrones como si fuera pintura en aerosol?—. Vale. Puede que lo compruebe. Depende. De modo que has salido.

—He salido.

—¿Y por qué estabas dentro?

—Robo a mano armada y tenencia ilícita de armas. —Luego agregó en voz más baja—: Fueron a por mí por un intento de 25-25. Luego lo rebajaron a asalto. —Una referencia abreviada a lo que establece el Código Penal para el homicidio, sección 125.25.

—Y ahora eres un hombre libre. Dabuti.

Jax pensó que la cosa era graciosa. Y aquí tenemos al mamón de Ralph, nervioso y todo lo demás, cuando aparece Jax con un cigarrillo y un qué pasa, colega. Pero empieza a relajarse cuando se entera de que ha estado una buena temporada a la sombra por robo a mano armada, tenencia ilícita de armas e intento de homicidio, rociando sangre como si fuera pintura.

El puto Harlem. ¿No era un sitio adorable?

Dentro, poco antes de ser puesto en libertad, se había acercado a DeLisle Marshall para pedirle ayuda, y éste le había dicho que se pusiera en contacto con Ralph. Lisie le había explicado por qué el pequeño tipo esquelético era un hombre al que valía la pena conocer. «Ese hombre anda por todos lados. Como si las calles le pertenecieran. Lo sabe todo. Y, si no, lo averigua».

El rey del graffiti, pintor a la sangre, dio una fuerte chupada al cigarrillo y fue directamente al grano.

—Necesito que me eches una mano —dijo Jax en voz baja.

—Ajá. ¿Qué quieres?

Lo que a la vez significaba qué quieres y qué voy a sacar yo con ello.

Un trato bastante justo.

Miró a su alrededor. Estaban solos, salvo por las palomas y por dos chicas dominicanas, bajitas, guapas, que pasaban dando grandes zancadas. A pesar del frío, llevaban unos tops diminutos y unos shorts ajustados en sus redondeados cuerpos de aquí te pillo aquí te mato.

—Ay, papi —dijo una a Jax en español, con una sonrisa, y siguió andando.

Las chicas cruzaron la calle y giraron hacia el este, hacia su territorio. La Quinta Avenida era la línea divisoria entre el Harlem negro y el hispano —el barrio— desde hacía años. Una vez que uno estaba al este de la Quinta, eso era el otro lado. No estaba mal, pero no era Harlem.

Jax se quedó mirándolas mientras se alejaban.

—¡Joder! —Había estado en la cárcel mucho tiempo.

—Y que lo digas —coincidió Ralph. Se acomodó en su posición, siempre apoyado en la alambrada, y se cruzó de brazos como lo haría un príncipe egipcio.

Jax esperó un minuto, se inclinó sobre él y le susurró a su oído de faraón:

—Necesito una pipa.

—Tú estás zumbao, tío —dijo Ralph después de un momento—. Como te agarren con una pipa, te mandarán otra vez a la trena. Y tendrás que pasar un año en Rikers por el arma. ¿Por qué quieres correr semejante riesgo?

—¿Puedes hacerlo o no? —preguntó Jax pacientemente.

El tipo escuálido reajustó su ángulo de inclinación y levantó la vista para mirar a Jax.

—De acuerdo, tío. Pero no estoy seguro de dónde encontrar algo pa' ti. Una pipa, digo.

—Y yo no estoy seguro de a quién darle esto. —Sacó un fajo de billetes, separó algunos de veinte y se los tendió a Ralph. Con mucho cuidado, por supuesto. Un negro deslizando dinero a otro en las calles de Harlem podría hacer levantar las cejas a un poli, aunque el tipo estuviera entregando el diezmo a un pastor de la Iglesia Pentecostal Bautista de la Ascensión.

Pero la única ceja que se elevó fue la de Ralph en el momento en que se metía los billetes en el bolsillo y miraba el resto del fajo enrollado.

—Tienes una pasta ahí, ¿eh?

—Y que lo digas. Y tú ahora también. Y la oportunidad de tener más. Tu día de suerte. —Guardó el fajo.

Ralph gruñó.

—¿Qué clase de pipa?

—Pequeña. Una que pueda esconder fácilmente, ya sabes lo que quiero decir.

—Te costará cinco.

—Me costará dos, yo mismo podría hacerlo.

—¿Limpia? —preguntó Ralph.

Como si Jax quisiera un arma con el número de registro aún grabado en el bastidor.

—¿A ti qué te parece?

—Entonces, ¡que te jodan! —dijo el pequeño egipcio. Ahora mostraba más agallas; no se mata a la gente que puede conseguirte algo que necesitas.

—Tres —ofreció Jax.

—Podría hacerlo por tres y medio.

Jax se quedó pensativo un momento. Cerró el puño y le dio un golpecillo a Ralph. Otra mirada alrededor.

—Necesito algo más. ¿Tienes contactos en los colegios?

—Algunos. ¿De qué colegios estás hablando? No sé nada de Queens o Brooklyn o el Bronx. Sólo de aquí, del barrio.

Jax se mofó para sus adentros, pensando: «barrio», mierda. Había crecido en Harlem y nunca había vivido en ningún otro lugar del mundo, salvo en los cuarteles del ejército o las cárceles. Podías referirte a ese lugar como el «vecindario», si era necesario, pero no era «el barrio». En Los Ángeles, en Newark, hay barrios. En algunas partes de Brooklyn también. Pero Harlem era un universo diferente, y Jax estaba cabreado con Ralph por haber usado esa palabra, aunque supuso que el hombre no estaba faltándole el respeto al lugar; seguramente veía mucha televisión de la mala.

—Sólo de aquí —señaló Jax.

—Puedo preguntar por ahí. —Parecía un poco intranquilo, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta que un ex convicto con un arresto por 25-25 estaba interesado tanto en un arma como en un instituto. Jax le deslizó otros cuarenta. Eso pareció aliviar considerablemente la conciencia del hombrecillo.

—De acuerdo, dime, ¿qué se supone que tengo que buscar?

Jax se sacó un papel del bolsillo de su chaqueta. Era la crónica que había descargado de la edición digital del Daily News de Nueva York. Le tendió a Ralph el artículo, que estaba presentado como «noticia de última hora».

Jax dio unos golpecillos sobre el papel con uno de sus gruesos dedos.

—Tengo que encontrar a la chica de la que hablan ahí.

Ralph leyó el artículo que seguía al titular: FUNCIONARIO DE MUSEO ASESINADO A TIROS EN PLENO CENTRO. Levantó la vista.

—Aquí no viene nada sobre ella, ni dónde vive, ni a qué instituto va, nada. Ni siquiera dice cómo coño se llama.

—Su nombre es Geneva Settle. Y por lo demás… —Jax señaló con la cabeza el bolsillo del hombre, adonde había ido a parar el dinero—, es por lo que te estoy pagando a ti ese dinero.

—¿Para qué la buscas? —preguntó Ralph, con la mirada fija en el artículo.

Jax se quedó un minuto en silencio y luego se acercó un poco más a la oreja pardusca del hombre.

—A veces la gente hace preguntas, mira a su alrededor y se entera de más mierda de la que realmente debería saber.

Ralph empezó a preguntar algo más, pero enseguida debió de figurarse que aunque tal vez Jax estuviera hablando de algo que había hecho la chica, también era posible que el rey del graffiti de la sangre se refiriera a que Ralph estaba metiendo sus putas narices donde no debía.

—Dame una hora o dos. —Le dio su número de teléfono. El pequeño faraón se despegó de la alambrada, recuperó su botella de whisky de la hierba y se dirigió calle abajo.

Roland Bell conducía tranquilamente su Crown Vic camuflado por la zona central de Harlem, una mezcla de edificios residenciales y comerciales. Las cadenas —Pathmark, Duane Reade, Popeyes, McDonald's— coexistían junto a tiendas familiares en las que se podían cambiar cheques, pagar facturas y comprar pelucas y extensiones de cabello auténtico, o artesanías, licores o muebles africanos. Muchos de los edificios más antiguos se veían destartalados, y no pocos tapiados o cerrados con persianas metálicas llenas de graffitis. En las calles menos transitadas había electrodomésticos en estado ruinoso a la espera de que alguien se los llevara, la basura estaba amontonada junto a los edificios y las alcantarillas, y tanto la maleza como los jardines espontáneos llenaban los solares. En las carteleras cubiertas de graffiti se anunciaban espectáculos en el Apollo y otros grandes eventos en la zona norte, mientras que cientos de octavillas cubrían las paredes y los contrachapados, pregonando los espectáculos de desconocidos maestros de ceremonias, pinchadiscos y comediantes. Había grupos de jóvenes apiñados como racimos, y algunos se quedaban mirando el coche patrulla que iba detrás del coche de Bell, con una mezcla de precaución y desdén y, a veces, con verdadero desprecio.

Pero cuando Bell, Geneva y Pulaski siguieron hacia el oeste, el ambiente cambió. Los edificios abandonados se estaban demoliendo o rehabilitando; unos carteles colocados frente a los lugares de trabajo mostraban la clase de idílicas viviendas que reemplazarían pronto a las antiguas. La calle en la que vivía Geneva, que no estaba lejos del empinado y rocoso parque Morningside y de la Universidad de Columbia, era hermosa, estaba flanqueada por árboles y tenía las aceras limpias. Los antiguos edificios estaban en excelente estado. Puede que los coches tuvieran barras antirrobo en los volantes, pero entre los vehículos protegidos por ellas se veían Lexus y Beemers.

Geneva señaló un impecable edificio de cuatro plantas de piedra rojiza, adornado con bajorrelieves y con el herraje negro brillando en el sol de la mañana.

—Ésa es mi casa.

Bell condujo el coche hasta dos portales más adelante y se detuvo en doble fila.

—¡Hummm…! Detective —señaló Ron Pulaski—, creo que se refería al que está ahí atrás.

—Ya lo sé —dijo Bell—. Si hay algo de lo que soy partidario es de no ir publicando por ahí dónde vive la gente a la que estamos protegiendo.

El novato asintió con la cabeza, como si estuviera grabando en la memoria ese dato. Tan joven, pensó Bell. Y tanto por aprender.

—Sólo nos llevará unos minutos. Esté atento.

—Sí, señor. ¿A qué tengo que estar atento exactamente?

El detective no tenía tiempo de enseñarle al muchacho los detalles pormenorizados del oficio de guardaespaldas; su sola presencia sería suficientemente disuasoria mientras cumplía con su breve recado.

—Así aparecen los malos —dijo.

El coche patrulla que los había acompañado hasta allí se detuvo donde señaló Bell, delante del Crown Vic. El agente que iba en él volvería a toda velocidad a casa de Rhyme, con las cartas que éste quería. Un momento después llegó otro coche, un Chevy camuflado. En él iban dos agentes del cuerpo especial de protección de testigos, que se quedarían por la casa y los alrededores. Cuando Bell supo que el criminal no dudaría en disparar a cualquier transeúnte como maniobra de distracción, Bell solicitó refuerzos. Los agentes del equipo que había elegido para esa misión eran Luis Martínez, un detective tranquilo y robusto, y Barbe Lynch, una joven y perspicaz agente de paisano, nueva en ese trabajo, pero dotada de una gran intuición para percibir el peligro.

El delgado hombre de Carolina del Norte salió del coche y miró a su alrededor, abotonándose el abrigo de sport para ocultar las dos pistolas que llevaba a la cintura. Bell había sido un buen policía de pueblo y era un buen investigador de ciudad, pero cuando realmente se encontraba en su elemento era a la hora de proteger testigos. Era un don, igual que el modo en que olfateaba las presas en el campo en el que había crecido cazando. Lo que percibía iba más allá de lo evidente, como ver el destello de una mira telescópica, o escuchar el clic del seguro de una pistola, o advertir que alguien está acechando al testigo a través del reflejo en el cristal de un escaparate. Podía darse cuenta de si un hombre caminaba con un propósito, cuando toda la lógica indicaba que no tenía ninguno. O de que en apariencia alguien había aparcado mal el coche, cuando en realidad estaba en la posición perfecta para permitirle a un asesino escapar sin tener que maniobrar hacia atrás y hacia adelante. Era capaz de ver la distribución espacial de un edificio, una calle y una ventana y pensar: bien, allí es donde se escondería un hombre que quisiera hacer daño.

Pero en aquel momento no percibió ningún peligro e hizo salir del coche a Geneva Settle y la escoltó hasta el interior de la casa, haciéndoles una señal a Martínez y a Lynch para que le siguieran. Les presentó a Geneva, y luego los dos agentes volvieron a la calle para vigilar los alrededores. La chica abrió con su llave la puerta de dentro, y a continuación entraron y subieron al segundo piso, acompañados por el agente de uniforme.

—Tío Bill —llamó, golpeando la puerta—. Soy yo.

Abrió la puerta un fornido hombre de cincuenta y tantos años, con algunas manchas de nacimiento esparcidas por la mejilla. Sonrió y movió la cabeza, dirigiéndose a Bell.

—Encantado de conocerle. Me llamo William.

El detective se identificó y se estrecharon las manos.

—Cariño, ¿estás bien? Es horrible lo que te ha sucedido.

—Estoy perfectamente. Sólo que la policía va a andar rondando por aquí durante un tiempo. Creen que ese tipo que trató de agredirme podría volver a intentarlo.

En la redonda cara del hombre se reflejaba su preocupación.

—Demonios. —Luego hizo un ademán señalando la televisión—. Chiquilla, has sido el centro de las noticias.

—¿Mencionaron su nombre? —preguntó Bell, frunciendo el ceño, intranquilo al oír aquello.

—No. Debido a su edad. Y tampoco mostraron ninguna foto.

—Bueno, algo es algo… —La libertad de prensa le parecía muy bien, pero en ocasiones a Roland Bell no le habría importado que hubiera cierta censura, sobre todo cuando se trataba de revelar las identidades y domicilios de los testigos—. Quédense aquí. Quiero comprobar que no hay nadie dentro.

—Sí, señor.

Bell entró en el piso y lo registró. La puerta de entrada tenía dos cerrojos y una barra de seguridad de acero. Las ventanas de la fachada miraban hacia las otras casas que había en la acera de enfrente. Bajó los estores. Las ventanas laterales daban a un callejón, y al otro lado de éste había un edificio. Sin embargo, el muro que se veía era de sólidos ladrillos, y no había ventanas que supusieran una posición estratégica para un francotirador. Aun así, cerró las ventanas y corrió los pestillos, y luego bajó las persianas.

El piso era grande: había dos puertas que daban al vestíbulo, una en el frente, que daba al salón, y una segunda al fondo, que daba a un lavadero. Se aseguró de que estuvieran echados los cerrojos y regresó al vestíbulo.

—Ya está —dijo. Geneva y su tío regresaron—. Parece que todo está en orden. Pero mantengan las puertas y las ventanas con los cerrojos echados y las persianas bajadas.

—Sí, señor —dijo el hombre—. Me aseguraré de que así sea.

—Traeré las cartas —dijo Geneva, dirigiéndose hacia los dormitorios.

Ahora que había revisado la seguridad del piso, Bell contempló la habitación como espacio vital. Le impactó su frialdad. Muebles blancos impecables, de piel y lino, todos cubiertos con protectores de plástico. Montones de libros, esculturas y pinturas africanas y caribeñas, y un armario para la porcelana lleno de lo que parecían una vajilla y una cristalería caras. Máscaras africanas. Muy pocas cosas que fueran sentimentales, personales. Casi ninguna fotografía familiar.

La casa de Bell rebosaba con instantáneas de su familia, especialmente de sus dos chavales, así como de sus primos de Carolina del Norte. También había algunas fotos de su difunta esposa, pero por deferencia a su nuevo amor —Lucy Kerr, que era sheriff del condado de Tarheel— no había ninguna de su esposa y Bell juntos; sólo de la madre con los hijos. (Lucy, que, por cierto, estaba muy bien representada en las paredes, vio las fotos de la difunta señora Bell y sus hijos y dejó bien claro que respetaba que su marido las mantuviera colgadas. Y una cosa con respecto a Lucy: lo que decía, lo decía en serio).

Bell le preguntó al tío de Geneva si últimamente había visto cerca de la casa a alguien que no le resultara familiar.

—No, señor. Ni un alma.

—¿Cuándo regresan los padres?

—No sabría decirle, señor. Fue Geneva la que habló con ellos.

Cinco minutos después volvió la chica. Le entregó a Bell un sobre que contenía dos papeles crujientes y amarillentos.

—Aquí están. —Vaciló—. Cuídenlos bien. No tengo copias.

—Vaya, no conoce usted al señor Rhyme, señorita. Trata las pruebas como si fueran el santo grial.

—Volveré cuando salga del instituto —le dijo Geneva a su tío. Y luego a Bell—: Estoy lista.

—Oye, niña —dijo el hombre—. Quiero que te comportes como te he enseñado. Se dice «señor» cuando se le habla a un policía.

La chica miró a su tío.

—¿No te acuerdas de lo que dice mi padre? ¿Que la gente tiene que ganarse el derecho a ser llamado «señor»? Así es como pienso yo también —le dijo sin alterarse.

Su tío se rio.

—Ahí tiene a mi sobrina. Tiene sus propias ideas. Por eso la queremos tanto. Dale un abrazo a tu tío, niña.

Avergonzada, como los hijos de Bell cuando éste les rodeaba los hombros con el brazo en público, la chica se dejó abrazar fríamente.

En el vestíbulo, Bell le entregó las cartas al agente de uniforme.

—Lléveselas a Lincoln enseguida.

—Sí, señor.

Cuando el agente se marchó, Bell llamó a Martínez y a Lynch por la radio. Éstos informaron de que la calle estaba despejada. Entonces se apresuró a llevar a la chica hasta la planta baja y de allí al Crown Vic. Pulaski echó a correr y subió tras ellos.

Cuando arrancó el motor, Bell la miró.

—Ah, oiga, señorita, cuando tenga un minuto, ¿qué le parece si mira en ese macuto suyo y me elige un libro que no necesite hoy?

—¿Un libro?

—Sí, algún libro de texto.

Geneva sacó uno.

—¿Estudios sociales? Es un poco aburrido.

—Ah, no es para leer. Es para hacerme pasar por profesor suplente.

La joven asintió con la cabeza.

—Para hacerse pasar por profesor. ¡Estupendo!

—¿A que sí, señorita? Ahora, ¿le importaría ponerse el cinturón de seguridad? Se lo agradecería mucho. Usted también, novato.