CAPÍTULO 7

El criminalista miró a Sellitto.

—¿Dónde está Roland?

—¿Bell? Fue a llevar a alguien del programa de protección de testigos al norte del Estado, pero regresará en cualquier momento. ¿Crees que deberíamos llamarle?

—Sí —dijo Rhyme.

Sellitto marcó el número del móvil del detective y, oyendo la conversación, Rhyme dedujo que Bell saldría de inmediato para venir a la ciudad.

Rhyme notó que Geneva tenía el ceño fruncido.

—El detective Bell cuidará de ti. Como un guardaespaldas. Hasta que arreglemos todo esto… Ahora, dime, ¿tienes idea de qué acusaron a Charles de haber robado?

—El artículo decía que oro o dinero o algo así.

—Oro desaparecido. Vaya, eso es interesante. La codicia: uno de los mejores móviles.

—¿Es posible que tu tío sepa algo al respecto? —le preguntó Sachs.

—¿Mi tío? Ah, no, él es hermano de mi madre. Charles pertenecía a la rama paterna de mi familia. Y mi padre sólo sabía algunas cosas. Mi tía abuela me dio unas cartas de Charles. Pero ella no sabía nada más de él.

—¿Dónde están? Las cartas, digo —preguntó Rhyme.

—Tengo una aquí. —Rebuscó en la mochila y la sacó—. Las otras están en mi casa. Mi tía cree que tiene algunas cajas con cosas de Charles, pero no está segura de dónde están. —Geneva se quedó callada, con el ceño fruncido, en su rostro oscuro y redondo, y luego le dijo a Sachs—: Una cosa… que tal vez pueda ser de ayuda…

—Adelante —dijo Sachs.

—Recuerdo algo de una de las cartas. Charles hablaba de un secreto que guardaba.

—¿Un secreto? —preguntó Sachs.

—Ajá, decía que le disgustaba no poder revelar la verdad. Pero que sería desastroso, que ocurriría una tragedia, si lo hacía. Algo así.

—Tal vez era del robo de lo que estaba hablando —apostilló Rhyme.

Geneva se puso tensa.

—No creo que él lo cometiera. Creo que le tendieron una trampa para incriminarle.

—¿Por qué? —preguntó Rhyme.

Geneva se encogió de hombros.

—Lea la carta. —La chica hizo un movimiento para alargársela a Rhyme, y entonces se contuvo y se la dio a Mel Cooper, sin disculparse por el paso en falso.

El técnico la colocó en un lector óptico y, un momento después, las palabras, escritas en una elegante caligrafía del siglo XIX, se fueron desplazando verticalmente por los monitores de pantalla plana del XXI.

Señora Violet Singleton

Para entregar a:

Señor y señora William Dodd

Essex Farm Road

Harrisburg, Pensilvania

14 de julio de 1863

Queridísima Violet:

Seguramente te has enterado de los terribles acontecimientos que han tenido lugar en Nueva York en los últimos tiempos. Ahora puedo informarte de que la paz ha vuelto, pero el precio ha sido alto.

Aquí el ambiente ha estado muy agitado, con cientos de miles de ciudadanos desafortunados que aún no se han recuperado del desastre económico que se produjo hace unos años. Desde su tribuna el señor Greeley informó de que la especulación bursátil desmedida y los préstamos imprudentes habían generado las «burbujas explosivas» de los mercados financieros mundiales.

En esta atmósfera, bastó una pequeña chispa para encender los recientes disturbios: la orden de llamar a filas a los hombres para que se incorporaran al ejército federal, algo que muchos reconocieron que era necesario en nuestra lucha contra los rebeldes, debido a la sorprendente fuerza y resistencia del enemigo. Aun así, la oposición a la llamada a filas ha sido tenaz y más mortífera de lo que nadie había previsto. Y nosotros —los de color, los abolicionistas y los republicanos— nos convertimos en el blanco de su odio, tan intenso como el del que son objeto el jefe de reclutamiento y sus hombres, si no más.

Los revoltosos, buena parte de los cuales son irlandeses, recorrieron la ciudad, atacando a cualquier hombre de color que se encontraran, saqueando casas y lugares de trabajo. ¡Casualmente, yo estaba junto a dos maestros y el director del Orfanato de Niños de Color cuando una turba atacó el edificio y le prendió fuego! ¿Por qué? ¡Había más de doscientos niños dentro! Con la ayuda de Dios, pudimos poner a salvo a los pequeños llevándolos a una comisaría cercana, pero los revoltosos nos habrían matado si se hubieran salido con la suya.

La lucha continuó todo el día. Esa noche comenzaron los linchamientos. Después de colgar a un negro, arrojaron su cuerpo a las llamas, y los revoltosos bailaron alrededor de él celebrándolo, borrachos. ¡Yo estaba aterrado!

He huido a nuestra granja en el norte y en lo sucesivo centraré mi atención en mi misión de educar niños en nuestra escuela, trabajando en el huerto, ayudando, en lo que pueda, a la causa de la libertad de nuestro pueblo.

Queridísima esposa mía, en las postrimerías de estos terribles acontecimientos la vida me parece precaria y fugaz, y, si estás dispuesta a hacer el viaje, es mi deseo que tú y nuestro hijo os reunáis conmigo. Te envío los billetes para ambos, y diez dólares para los gastos. Iré a buscaros al tren en Nueva Jersey y cogeremos un barco río arriba, hacia nuestra granja. Podrás ayudarme en la enseñanza y Joshua podrá continuar sus estudios y ayudarnos a nosotros y a James en el lagar y la tienda. Si alguien te pregunta tu destino y qué vas a hacer allí, responde como lo hago yo: di sólo que somos los cuidadores de la granja y que nos ocupamos de ella durante la ausencia del amo Trilling. Cuando vi el odio en los ojos de los revoltosos fui plenamente consciente de que ningún lugar es seguro, e incluso en nuestro idílico entorno podría muy probablemente haber incendios provocados, robos y pillaje si se supiera que los dueños de la granja son negros.

Vengo de un lugar en el que me tenían prisionero y en el que se me consideraba meramente tres quintos de hombre. Tenía la esperanza de que al trasladarme al norte esto cambiaría. Pero ¡ay!, todavía no es así. Los trágicos acontecimientos de los últimos días me han enseñado que tú y yo y los de nuestra clase todavía seguimos sin que se nos trate como hombres y mujeres completos, y nuestra batalla para lograr la plenitud a los ojos de los otros debe continuar con una determinación incansable.

Mis más cariñosos recuerdos a tu hermana y a William, así como a sus niños, por supuesto. Dile a Joshua que estoy orgulloso de sus logros en la asignatura de geografía.

Vivo esperando el día, ahora cercano, rezo por ello, en el que os veré nuevamente a ti y a nuestro hijo.

Con todo mi amor,

Charles

Geneva cogió la carta del lector óptico. Levantó la mirada y explicó:

—Los disturbios por la llamada a filas durante la guerra civil, en 1863. La mayor convulsión de la historia de Estados Unidos.

—No dice nada sobre su secreto —señaló Rhyme.

—Eso está en una de las cartas que tengo en casa. Les he mostrado ésta para que vieran que no era un ladrón.

Rhyme frunció el ceño.

—Pero el robo fue, bueno, ¿cinco años después de que escribiera esto? ¿Por qué crees que esta carta significa que no era culpable?

—Lo que afirmo —dijo Geneva—, es que no parece que fuera un ladrón, ¿no? No parece que fuera alguien que robaría dinero de un fondo educativo para los antiguos esclavos.

—Eso no prueba nada —dijo Rhyme sencillamente.

—Yo creo que sí. —La chica volvió a mirar la carta y la alisó con la mano.

—¿Qué es eso de los tres quintos de hombre? —preguntó Sellitto.

Rhyme recordaba algo de la historia de América. Pero a menos que la información fuera relevante para su carrera de criminalista, la desechaba como un lastre inútil. Sacudió la cabeza.

Geneva lo explicó:

—Antes de la guerra civil, a los esclavos se les contaba como tres quintos de persona a efectos de la representación en el Congreso. No fue una maléfica conjura de los confederados, como uno podría pensar; fue el norte el que inventó esa regla. Querían que los esclavos no contaran, porque si no el sur tendría más representantes en el Congreso y en el colegio electoral. El sur quería que se les contara como personas íntegras. La regla de los tres quintos fue una solución de compromiso.

—Se les contaba para la representación —señaló Thom—, pero aun así, no podían votar.

—Ah, por supuesto que no —puntualizó Geneva.

—Exactamente igual que las mujeres, dicho sea de paso —terció Sachs.

En ese momento, a Rhyme no le interesaba en absoluto la historia social de América.

—Me gustaría ver las otras cartas. Y quiero encontrar otro ejemplar de esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. ¿Qué número es?

—El del 23 de julio de 1868 —dijo Geneva—. Pero me ha costado lo mío encontrarla.

—Veré qué puedo hacer —señaló Mel Cooper. Y Rhyme oyó el traqueteo de vagón de tren que producían sus dedos sobre el teclado.

Geneva miraba su maltrecho Swatch.

—De verdad, yo…

—Hola a todos —saludó una voz de hombre desde la puerta. Vestido con abrigo sport de tweed, camisa azul y vaqueros, el detective Roland Bell entró en el laboratorio. Agente de policía en su Carolina del Norte natal, Bell se había mudado a Nueva York hacía unos años por motivos personales. Tenía un revoltijo de cabellos castaños, ojos tiernos, y su carácter era tan tranquilo que a veces sus compañeros de trabajo de la ciudad sentían una punzada de impaciencia cuando compartían tareas, aunque Rhyme sospechaba que la razón por la que a veces se movía lentamente no era la herencia sureña, sino su naturaleza meticulosa, derivada de la importancia de su trabajo en el Departamento de Policía de Nueva York. La especialidad de Bell era la protección de testigos y de otras víctimas potenciales. Sus operaciones no las llevaba a cabo ninguna unidad oficial en el departamento, pero aun así ésta tenía un nombre: BPCT, acrónimo de Brigada de Protección del Culo de los Testigos.

—Roland, ésta es Geneva Settle.

—Hola, señorita —dijo, arrastrando las vocales, y le estrechó la mano.

—No necesito un guardaespaldas —replicó la joven con firmeza.

—No se preocupe; no me interpondré en su camino —dijo Bell—. Tiene mi palabra de honor de que así será. Estaré tan fuera de la vista como una garrapata oculta en la hierba. —Miró a Sellitto—. Bien, ¿a qué nos enfrentamos?

El voluminoso detective narró los pormenores del caso y lo que sabían hasta aquel momento. Bell no frunció el ceño ni sacudió la cabeza, pero Rhyme se dio cuenta de que tenía la mirada fija, lo cual era una señal de preocupación. Pero una vez que Sellitto hubo terminado, Bell volvió a poner la cara de andar por casa y le formuló a Geneva unas cuantas preguntas sobre ella y su familia para hacerse una idea de cómo ajustar los distintos aspectos de la protección. La chica respondió dubitativamente, como si le fastidiara hacer el esfuerzo.

Finalmente Bell terminó, y Geneva dijo con impaciencia:

—De verdad, he de irme. ¿Podría llevarme alguien a casa? Les traeré las cartas de Charles. Pero luego tengo que ir al instituto.

—El detective Bell te llevará a casa —dijo Rhyme y luego agregó, con una risa—: Pero en cuanto al instituto, creí que habíamos acordado que te tomarías el día libre. Podrás hacer un examen de recuperación.

—No —dijo ella con firmeza—. Yo no acordé eso. Usted dijo: «Vamos a aclarar algunas cuestiones y luego ya veremos».

No había muchas personas que le respondieran a Lincoln Rhyme citándole sus propias palabras. Éste refunfuñó.

—Haya dicho lo que haya dicho, creo que tú tendrás que quedarte en casa, ahora que sabemos que el autor del crimen puede estar todavía detrás de ti. Es una cuestión de seguridad.

—Señor Rhyme, tengo que hacer esos exámenes. En mi instituto, los exámenes de recuperación… a veces no se convocan, se pierden los exámenes, y una se queda sin créditos. —Geneva se aferraba con rabia a una presilla vacía de sus vaqueros. Estaba muy flacucha. Rhyme se preguntó si sus padres serían unos de esos maniáticos de la salud y si la tendrían a dieta de avena orgánica y tofu. Parecía ser que muchos profesores se inclinaban hacia esa tendencia.

—Llamaré al instituto ahora mismo —dijo Sachs—. Les diremos que ha habido un incidente y…

—Realmente quiero ir —dijo Geneva en voz baja, con los ojos clavados en los de Rhyme—. Ahora mismo.

—Sólo queremos que te quedes en casa uno o dos días, hasta que averigüemos algo más. O —agregó Rhyme con una risa— hasta que demos con su culo.

Se suponía que eso iba a ser gracioso, que la iba a conquistar hablándole como los adolescentes. Pero se arrepintió instantáneamente de sus palabras. No había sido auténtico con ella, había actuado así porque era joven. Era como las personas que iban a visitarle y que se mostraban demasiado ruidosas y jocosas porque él era tetrapléjico. Sólo conseguían cabrearle.

Como se había cabreado ella con él.

—La verdad es que les agradecería que me llevaran, si no les importa. O cogeré el tren. Pero tengo que irme ya, si es que quieren esas cartas —dijo la chica.

Irritado por tener que estar librando esa batalla, Rhyme contestó tajantemente.

—Tengo que decir que no.

—¿Me presta su teléfono?

—¿Para qué? —preguntó el detective.

—Tengo que llamar a un hombre.

—¿A un hombre?

—Al abogado que he mencionado. Wesley Goades. Trabajaba para la mayor empresa de seguros del país y ahora dirige un bufete en Harlem.

—¿Y quieres llamarle? —preguntó Sellitto—. ¿Para qué?

—Porque quiero preguntarle si ustedes pueden impedirme que vaya al instituto.

—Es por tu propio bien —se mofó Rhyme.

—Creo que soy yo la que debería decidirlo, ¿no?

—Tus padres, o tu tío.

—No son ellos los que tienen que aprobar el curso la próxima primavera.

Sachs soltó una risa. Rhyme la fulminó con la mirada.

—Sólo serán un día o dos, señorita —dijo Bell.

Geneva hizo como que no le había oído y prosiguió:

—El señor Goades logró que pusieran en libertad a John David Colson después de haber estado diez años preso en Sing-Sing por un asesinato que no cometió. Y ha demandado a Nueva York, quiero decir, al mismísimo Estado, dos o tres veces. Ganó todos y cada uno de los juicios. Y acaba de llevar un caso al Tribunal Supremo, sobre los derechos de los indigentes.

—Ése también lo ganó, ¿no? —preguntó Rhyme secamente.

—Generalmente gana. De hecho, no creo que haya perdido nunca.

—Esto es una locura —farfulló Sellitto, frotándose distraídamente una mancha de sangre de su americana—. Eres una niña…

Fue un error decir eso.

Geneva le miró con hostilidad.

—¿No van a dejarme hacer una llamada? ¿Acaso no se les concede eso a los detenidos? —espetó.

El corpulento detective suspiró. Gesticuló señalando el teléfono. La chica se dirigió hacia éste, miró su agenda y marcó un número.

—Wesley Goades —dijo Rhyme.

Geneva ladeó la cabeza mientras estaba llamando.

—Estudió en Harvard. Ah, y también demandó al ejército. Derechos de los homosexuales, creo —le dijo a Rhyme, y prestó atención al teléfono—. Con el señor Goades, por favor… ¿Podría decirle que le ha llamado Geneva Settle? He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. —Dio la dirección de la casa de Rhyme y agregó—: Es en contra de mi voluntad y…

Rhyme le echó una mirada a Sellitto.

—Está bien —concedió Sellitto alzando la mirada.

—Espere un momento —dijo Geneva por teléfono. Luego se volvió hacia el corpulento detective, que le sacaba varias cabezas—. ¿Puedo ir al instituto?

—Para hacer el examen. Eso es todo.

—Son dos.

—De acuerdo. Los dos condenados exámenes —farfulló Sellitto. Dirigiéndose a Bell, le dijo—: Quédate con ella.

—Como un perro de presa, dadlo por hecho.

Geneva le dijo a su interlocutor al teléfono:

—Dígale al señor Goades que no se preocupe. Ya lo hemos solucionado. —Colgó.

—Pero primero quiero esas cartas —dijo Rhyme.

—Trato hecho. —Se colgó del hombro su bolso.

—Usted —ladró Sellitto a Pulaski—, vaya con ellos.

—Sí, señor.

Después de que Bell, Geneva y el novato se hubieron marchado, Sachs miró hacia la puerta y soltó una carcajada.

—Vaya, a eso llamo yo una chica con carácter.

—Wesley Goades —sonrió Rhyme—. Creo que se lo estaba inventando. Probablemente ha llamado al teléfono de la hora y la temperatura. —Señaló con la cabeza la pizarra de las pruebas—. Sigamos con todo esto. Mel, tú ocúpate de lo relacionado con las ferias callejeras. Y quiero que se envíen los datos y el perfil que tenemos hasta ahora al VICAP, el programa de análisis de crímenes violentos, y al NCIC, el centro nacional de información sobre crímenes. Quiero que sondeen todas las bibliotecas y escuelas de la ciudad para ver si ese individuo que habló con Barry también los llamó a ellos y les hizo preguntas sobre Singleton o sobre esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. Ah, y averigüen quién fabrica bolsas con caras sonrientes.

—Eso es mucho pedir.

—Oye, ¿sabes qué? También la vida es mucho pedir. Luego envía una muestra de la sangre de la cuerda al CODIS.

—Yo pensaba que no creías que fuera un crimen sexual. —El CODIS era la base de datos que contenía el ADN de delincuentes sexuales identificados.

—Las palabras clave aquí son «yo creo», Mel. Y no «tengo la puta certeza».

—¡Y después hablan de su humor! —dijo Thom.

—Otra cosa… —Se acercó con la silla de ruedas y examinó las fotos del cuerpo del bibliotecario y el diagrama del lugar de los disparos que había dibujado Sachs—. ¿A qué distancia de la víctima estaba la mujer? —le preguntó a Sellitto.

—¿Quién? ¿La transeúnte? Calculo que a unos cinco metros, a un lado.

—¿Quién fue alcanzado por el primer disparo?

—Ella.

—¿Y los disparos que impactaron en el bibliotecario dieron todos en el blanco muy juntos?

—Verdaderamente apretados. A unos centímetros. Ese tipo sabe disparar.

—Lo de la mujer no fue un fallo. Le disparó a propósito —masculló Rhyme.

—¿Qué?

El criminalista se dirigió a la mejor tiradora de pistola que había en la habitación.

—Sachs, cuando tú disparas rápidamente, ¿cuál de los tiros es el más certero?

—El primero. En ése aún no has tenido que vértelas con el retroceso del arma.

—La hirió intencionadamente, apuntando a un gran vaso sanguíneo, para quitarse de encima a todos los agentes que pudiera y tener así la posibilidad de huir —sentenció Rhyme.

—¡Dios! —dijo Cooper entre dientes.

—Decídselo a Bell. Y a Bo Haumann y a su personal del servicio de urgencias. Hacedles saber a qué clase de criminal nos enfrentamos, alguien a quien no le importa hacer blanco con inocentes.