CAPÍTULO 6

Analizad con el cromatógrafo de gases esas gotas blancas de ahí —ordenó Rhyme—. ¿Qué demonios son?

Mel Cooper despegó varias muestras de la cinta y las pasó por el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, el instrumento por excelencia de todo laboratorio forense, que separa los restos desconocidos en sus partes componentes y las identifica. Los resultados tardarían unos quince minutos, y mientras esperaban que estuviera listo el análisis, Cooper encajó los pedazos de la bala que el médico de urgencias le había sacado de la pierna a la mujer que había recibido el disparo del asesino. Sachs había informado de que el arma tenía que ser un revólver, no una pistola automática, ya que en el lugar desde el que se habían hecho los disparos, fuera del museo, no habían quedado casquillos de bronce expulsados por el arma.

—¡Qué barbaridad! —musitó en voz baja Cooper mientras examinaba los fragmentos con un par de pinzas finas—. El arma es pequeña, una 22. Pero son disparos de mágnum.

—Bien —asintió Rhyme. Se alegró porque la poderosa versión mágnum de la bala calibre 22 era una munición rara y, por lo tanto, iba a ser más fácil seguirle la pista. El hecho de que el arma fuera un revólver lo hacía aún más infrecuente, lo que significaba que deberían ser capaces de encontrar fácilmente al fabricante.

Sachs, que era una tiradora competente con la pistola, ni siquiera tuvo que buscarlo.

—El único que conozco es North American Arms. Puede que sea su modelo Black Widow, pero yo creo que debe ser el Mini-Master. Tiene un tambor de unos diez centímetros. Es más preciso y los disparos dieron todos en el blanco.

Rhyme se dirigió al técnico, que estaba estudiando minuciosamente lo que tenía sobre la mesa de trabajo.

—¿Qué quieres decir con «barbaridad»?

—Échale un ojo a esto.

Rhyme, Sachs y Sellitto se acercaron. Cooper estaba empujando pedacitos de metal manchados de sangre con las pinzas.

—Parece que las fabricó él mismo.

—¿Municiones explosivas?

—No, algo casi tan malvado como eso. O tal vez peor. La bala tiene una fina cubierta exterior de plomo. Dentro, el proyectil se rellenó con estas cosas.

Había media docena de minúsculas agujas, de unos diez milímetros de largo. Después del impacto, la bala se hacía pedazos y las agujas se dispersaban en forma de V por el cuerpo. Aunque los proyectiles eran pequeños, hacían mucho más daño que un disparo normal. No estaban diseñadas para detener a un agresor; su propósito era exclusivamente la destrucción de los tejidos internos. Y aunque sin el efecto instantáneamente letal de un proyectil de grueso calibre, estas balas debían de provocar unas heridas terriblemente dolorosas.

Lon Sellitto movió la cabeza, con los ojos fijos en las agujas, y se rascó la mancha invisible de su rostro, probablemente pensando en lo cerca que había estado de ser alcanzado por uno de aquellos proyectiles.

—¡Diablos! —masculló. Se le quebró la voz y carraspeó; se rio para disimularlo y dio unos pasos alejándose de la mesa.

Curiosamente, el teniente reaccionó con más nerviosismo que la chica. Geneva no pareció prestar mucha atención a los detalles sobre los aterradores proyectiles de su agresor. Volvió a mirar su reloj y se echó hacia atrás en la silla, con impaciencia.

Cooper escaneó los pedazos más grandes de la bala y buscó información sobre proyectiles en el Sistema Integrado de Identificación Balística, SIIB, al que estaban suscritos casi mil departamentos de policía en todo el país, así como en el sistema DRUGFIRE del FBI. Estas enormes bases de datos pueden hallar concordancias entre proyectiles, fragmentos o cubiertas de bronce, y balas o armas registradas en los archivos. Un arma que se le ha encontrado hoy a un sospechoso, por ejemplo, se puede vincular con una bala extraída a una víctima hace cinco años.

Los resultados correspondientes a estos proyectiles, sin embargo, fueron negativos. Las mismas agujas parecían haber sido cortadas de los extremos de agujas de coser de las que se pueden comprar en todas partes. Imposible seguirles la pista.

—Nunca es fácil, ¿eh? —farfulló Cooper. Siguiendo una indicación de Rhyme, buscó también usuarios registrados de Mini-Masters, y del más pequeño Black Widow, en mágnum 22, y el sistema le devolvió una lista de casi mil propietarios, ninguno de los cuales tenía antecedentes penales. La ley no obliga a las tiendas a llevar registros de quién compra municiones y, por lo tanto, las tiendas jamás lo hacen. Por el momento, el arma era una vía muerta.

—¿Pulaski? —gritó Rhyme—. ¿Qué hay del bicho?

—¿El exoesqueleto? ¿Es así como le llamó usted? ¿Se refiere a eso, señor?

—Correcto, correcto, correcto. ¿Qué hay sobre eso?

—Ninguna coincidencia, por ahora. ¿Qué es exactamente un exoesqueleto?

Rhyme no respondió. Miró la pantalla y vio que el joven sólo había recorrido una pequeña parte del orden hemípteros. Tenía un largo camino por delante.

—Siga con lo suyo.

El ordenador del cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa hizo un bip; había completado el análisis de las gotas blancas. En la pantalla se veía un gráfico de picos y valles, bajo el cual había un bloque de texto.

Cooper se inclinó hacia adelante y leyó.

—Tenemos cúrcuma, dimetiloxicurcumina, bidimetiloxicurcumina, aceite volátil, aminoácidos, lisina y triptófano, teromina e isoleucina, cloruro, restos de otras proteínas varias y una gran proporción de almidones, aceites, triglicéridos, sodio, polisacáridos… Nunca había visto esta combinación.

El cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa hacía milagros en cuanto a cómo aislaba e identificaba las sustancias, pero no era necesariamente tan fantástico en cuanto a informar qué significaba su combinación. A menudo Rhyme era capaz de deducir sustancias comunes, como gasolina o explosivos, simplemente a partir de una lista de sus ingredientes. Pero éstos eran nuevos para él. Ladeó la cabeza y empezó a ordenar aquellas sustancias de la lista que, como científico, sabía que era lógico que aparecieran juntas, y las que no.

—La cúrcuma, sus componentes y los polisacáridos es obvio que encajan entre sí.

—Sí, es obvio —fue la mordaz respuesta de Amelia Sachs, la cual en el instituto, solía hacer novillos en las clases de ciencias para ir a hacer carreras de coches con sus amigos.

—A ésta la llamaremos sustancia uno. Luego los aminoácidos, las otras proteínas, los almidones y los triglicéridos: éstos también se encuentran a menudo juntos. Las llamaremos sustancia dos. El cloruro…

—¿Veneno, señor? —preguntó Pulaski.

—… y el sodio —masculló Rhyme— son casi con certeza sal. —Miró al novato—. Peligrosa sólo para las personas con la tensión alta. O si uno es una babosa de jardín.

El chaval se dio la vuelta y se concentró otra vez en la base de datos de insectos.

—Con los aminoácidos, los almidones y los aceites, estoy pensando que la sustancia dos es una comida, una comida salada. Conéctate, Mel, y averigua qué diablos es la cúrcuma.

Cooper se conectó.

—Estás en lo cierto. Es un colorante vegetal que se utiliza en productos alimenticios. Generalmente se encuentra en combinación con los otros componentes de la sustancia uno. También los aceites volátiles.

—¿Qué clase de productos alimenticios?

—Cientos de productos.

—¿Qué tal si me das unos ejemplos?

Cooper empezó a leer en voz alta una larga lista. Pero Rhyme le interrumpió.

—Un momento. ¿Las palomitas de maíz están en la lista?

—Veamos… Sí, aquí están.

Rhyme se dio la vuelta y se dirigió a Pulaski.

—Deje eso.

—¿Que lo deje?

—No es un exoesqueleto. Es un resto de mazorca de una palomita de maíz. Sal y aceite y palomitas de maíz. Deberíamos haberlo pensado a la primera, maldita sea. —Era un improperio alegre—. Ponlo en la tabla, Thom. A nuestro hombre le gusta la comida basura.

—¿Lo escribo así?

—Por supuesto que no. Podría detestar las palomitas de maíz. Tal vez trabaje en una fábrica de palomitas o en un cine. Limítate a añadir «palomitas de maíz». —Rhyme miró la tabla—. Ahora averigüemos algo sobre los otros restos. Esa cosa color hueso.

Cooper realizó otro examen con el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. Los resultados indicaron que era sacarosa y ácido úrico.

—El ácido está concentrado —explicó el técnico—. El azúcar es puro, no hay ninguna otra sustancia alimenticia, y la estructura cristalina es extraña. Nunca he visto azúcar molido de ese modo.

A Rhyme esta noticia le preocupó.

—Envíaselo a los de bombas del FBI.

—¿Bombas? —preguntó Sellitto.

—No habéis leído mi libro, ¿eeeeeh? —preguntó Rhyme.

—No —soltó el corpulento detective—. He estado ocupado persiguiendo a tíos malos.

—Me hago cargo. Pero sería útil que al menos cada cierto tiempo le echarais una ojeada a los títulos de las secciones. Como el que pone «Dispositivos explosivos caseros». El azúcar suele ser un ingrediente. Si se mezcla con nitrato de sodio, se obtiene una bomba de gas. Con permanganato, es un explosivo de baja potencia, que, aun así, puede hacer mucho daño si se coloca en un tubo. No estoy seguro de si el ácido úrico aparece también, pero el FBI tiene la mejor base de datos del mundo. Ellos lo sabrán.

El laboratorio del FBI está a disposición de los cuerpos de seguridad para ocuparse del análisis de pruebas, sin coste, siempre que la agencia que solicita el servicio esté de acuerdo en dos cosas: que aceptará los resultados del FBI como definitivos y que se los mostrará al abogado defensor. Como consecuencia de la generosidad de los federales —y de su talento—, sus agentes reciben un aluvión de solicitudes de ayuda; realizan más de setecientos mil análisis al año.

Incluso a la fuerza pública de Nueva York no le quedaría más remedio que ponerse a la cola y esperar como cualquier otra para conseguir que fuera analizado ese pedacito de azúcar. Pero Lincoln Rhyme tenía enchufe: Fred Dellray, un agente especial de la oficina del FBI en Manhattan, que a menudo trabajaba con Rhyme y Sellitto y tenía mucho peso dentro de la organización. Tan importante como ello era el hecho de que Rhyme había ayudado al FBI a montar su sistema, el ERPF: equipo de respuestas sobre pruebas físicas. Sellitto llamó a Dellray, que en ese momento estaba en el grupo de tareas investigando los informes sobre potenciales atentados terroristas con bombas en Nueva York. Dellray movió los hilos en el cuartel general del FBI en Washington DC, y en unos minutos había sido asignado un técnico para ayudar en el caso de SD 109. Cooper le envió los resultados de los análisis y las imágenes digitalmente comprimidas de las sustancias a través de un correo electrónico seguro.

No pasaron más de diez minutos antes de que sonara el teléfono.

—Comando: responder —espetó Rhyme a su sistema de control de reconocimiento de voz.

—Por favor, con el detective Rhyme.

—Sí, soy yo.

—Habla el analista Phillips, de la calle 9. —Se refería a la calle 9 de Washington. El cuartel general del FBI.

—¿Tiene algo para nosotros? —preguntó Rhyme con tono de querer ir al grano.

—Y gracias por habernos llamado tan pronto —añadió rápidamente Sachs. A veces no tenía más remedio que intervenir para suavizar la brusquedad de Rhyme.

—No se preocupe, señora. Bueno, al principio vi que eso que me han mandado ustedes era bastante extraño. Así que lo reenvié a análisis de materiales. Ellos lo han resuelto. Tenemos una certeza del noventa y siete por ciento con respecto a qué es la sustancia.

«¿Hasta qué punto era peligroso el explosivo?», se preguntó Rhyme.

—Adelante. ¿Qué era?

—Algodón de azúcar.

Esa canción no la conocía. Pero había un buen número de explosivos de última generación que tenían una velocidad de detonación de diez mil metros por segundo, diez veces la velocidad de una bala. ¿Se trataba de uno de ellos?

—¿Cuáles son sus características? —preguntó.

Una pausa.

—Sabe bien.

—¿Y eso?

—Es dulce. Sabe bien.

—¿Lo que usted quiere decir es que es verdadero algodón de azúcar, como el que se compra en cualquier parque? —preguntó Rhyme.

—Sí, ¿qué otra cosa iba a querer decir?

—Olvídelo. —Suspirando, el criminalista siguió con su interrogatorio—: ¿Y el ácido úrico provenía de su zapato porque había pisado alguna meada de perro en la acera?

—No podemos decir en dónde la pisó —dijo el analista, exhibiendo toda la precisión de la que hacen gala los federales—. Pero la muestra arroja positivo en el test de orina canina.

Rhyme le dio las gracias al hombre y cortó la comunicación. Se volvió hacia su equipo.

—¿Palomitas de maíz y algodón de azúcar en los zapatos todo junto? —caviló Rhyme—. ¿En dónde le sitúa eso?

—¿En un partido de béisbol?

—Los equipos de Nueva York no han jugado en casa últimamente. Creo que nuestro sujeto estuvo andando por algún barrio en el que había habido un mercadillo o rastrillo el día anterior, o algo así. —Preguntó a Geneva—: ¿Has estado en alguna feria recientemente? ¿Podría ser que el tipo te hubiera visto allí?

—¿Yo? No. La verdad es que no voy a ferias.

Rhyme se dirigió a Pulaski.

—Ya que ha terminado con el asunto de los bichos, agente, llame a quien sea necesario y averigüe todos los permisos que se hayan concedido para montar ferias, mercadillos, festivales, fiestas religiosas, lo que sea.

—Eso está hecho —dijo el novato.

—¿Qué más tenemos? —preguntó Rhyme.

—Unas escamillas en el soporte del lector de microfichas, en el lugar en que lo golpeó con el objeto contundente.

—¿Escamillas?

—Partículas de barniz, supongo, provenientes de lo que sea el objeto que haya utilizado.

—De acuerdo. Confróntalas con Maryland.

El FBI tenía una enorme base de datos de muestras de pintura actuales y antiguas situada en uno de sus complejos en Maryland. Se utilizaba sobre todo para buscar concordancias entre restos de pintura y coches. Pero también había cientos de muestras de barniz.

Tras otra llamada de Dellray, Cooper envió a los federales el análisis de compuestos y otros datos sobre las escamillas de esmalte, obtenidos mediante el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. En unos minutos sonó el teléfono, y el analista del FBI informó de que el barniz correspondía a un producto que se vendía exclusivamente a fabricantes de accesorios para artes marciales, como nunchakus y bastones de lucha. Añadió la desalentadora noticia de que la sustancia no contenía trazas que la identificaran con un fabricante y de que se vendía en grandes cantidades, lo que significaba que era virtualmente imposible seguirle la pista.

—De acuerdo, tenemos un violador con un nunchaku, unas balas ingeniosas, una cuerda ensangrentada… Este hombre es una pesadilla andante.

Sonó el timbre de la puerta, y un momento después Thom hizo pasar a una mujer de unos veintitantos años, a la que traía rodeándole los hombros con el brazo.

—Miren quién está aquí —anunció el asistente.

La delgada mujer tenía el cabello morado y de punta, y un rostro bonito. Sus pantalones elásticos y su jersey revelaban un cuerpo atlético, el cuerpo de una artista, como sabía Rhyme.

—Kara —saludó Rhyme—. Me alegro de verte. Deduzco que eres la especialista a la que ha llamado Sachs.

—Hola. —La joven abrazó a Sachs, saludó a los demás y cogió las manos de Rhyme. Sachs le presentó a Geneva, que la estudió con una expresión de reserva.

Kara (era su nombre artístico, nunca revelaba el verdadero) era una ilusionista y artista que había ayudado a Rhyme y a Sachs, en calidad de asesora, en un reciente caso de homicidios en el que un asesino había utilizado sus habilidades de mago y prestidigitador para acercarse a sus víctimas, matarlas y huir.

Vivía en Greenwich Village, pero, explicó, había ido a visitar a su madre, que vivía en una residencia en la zona norte de la ciudad, cuando la había llamado Sachs. Durante un rato estuvieron poniéndose al día de sus vidas. Kara estaba montando un espectáculo que iba a presentar en el Performance Warehouse del Soho y estaba saliendo con un acróbata.

—Necesitamos tu experta opinión —dijo Rhyme cuando terminaron de charlar.

—Por supuesto —dijo la joven—. Todo lo que esté a mi alcance…

Sachs le explicó los pormenores del caso. La joven frunció el ceño y susurró un «lo siento» dirigido a Geneva cuando oyó lo del intento de violación.

La estudiante se limitó a encogerse de hombros.

—Traía esto consigo —explicó Cooper, extrayendo de la bolsa de los objetos destinados a la violación la carta de tarot del hombre colgado y exhibiéndola en alto.

—Hemos pensado que quizá tú podrías decirnos algo al respecto.

Kara había explicado a Rhyme y a Sachs que el mundo de la magia estaba dividido en dos bandos: los artistas, que no pretendían hacerle creer a nadie que tenían habilidades sobrenaturales, y los que afirmaban que tenían poderes ocultos. Kara no soportaba a estos últimos —ella era sólo una artista—, pero como resultado de la experiencia acumulada en tiendas de magia, en las que había trabajado para poder pagarse un techo y el sustento, sabía algunas cosas acerca del arte adivinatorio.

—De acuerdo, el tarot es un viejo método de adivinación que se remonta al Antiguo Egipto. La baraja de naipes de tarot se divide en los arcanos menores, que se corresponden con las cincuenta y dos cartas de las barajas francesas ordinarias, y los arcanos mayores, que van desde el cero hasta el veintiuno. Representan algo así como el viaje a través de la vida. El hombre colgado es la carta número doce de los arcanos mayores. —Sacudió la cabeza—. Pero hay algo que no tiene sentido.

—¿Y qué es? —preguntó Sellitto, restregándose discretamente la piel.

—No es en absoluto una carta mala. Fijaos en el dibujo.

Realmente parece bastante sereno —dijo Sachs—, teniendo en cuenta que está colgado cabeza abajo.

—El personaje del dibujo está basado en el dios escandinavo Odín, que estuvo colgado cabeza abajo durante nueve días con el fin de buscar el conocimiento interior. Si a uno le sale esta carta en una tirada, significa que está a punto de empezar una búsqueda de iluminación espiritual. —Señaló un ordenador con la cabeza—. ¿Puedo?

Cooper le hizo un gesto indicándole que era todo suyo. La joven buscó en Google y unos segundos después encontró una página web.

—¿Cómo puedo imprimir esto?

Sachs la ayudó, y un momento después salió un papel por la impresora. Cooper lo pegó con cinta adhesiva en la pizarra de las pruebas. Kara leyó:

—Éste es el significado:

El hombre colgado no se refiere a alguien que recibe un castigo. Su aparición en una tirada indica una búsqueda espiritual encaminada a una decisión, una transición, un cambio de dirección. A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, aceptando las cosas como son. Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior, aunque ese mensaje parezca contradecir la lógica.

—No tiene nada que ver con la violencia ni la muerte —continuó Kara—. Se trata de un estado de inercia espiritual y de expectación. No es la clase de objeto que dejaría un asesino si supiera algo sobre el tarot. Si hubiera querido dejar algo destructivo, habría sido la torre o una de las cartas de espadas de los arcanos menores, que significan malas noticias.

—De modo que la eligió sólo por su aspecto tétrico —resumió Rhyme—. Y porque pensaba estrangular o «colgar» a Geneva.

—Supongo que así es.

—Nos has sido de gran ayuda —dijo Rhyme.

Sachs también le dio las gracias.

—Debo irme. Tengo ensayo. —Kara estrechó la mano a Geneva—. Espero que todo lo tuyo termine bien.

—Gracias.

Kara se dirigió a la puerta. Se detuvo y miró a Geneva.

—¿Te gustan los espectáculos de magia e ilusionismo?

—No salgo demasiado —respondió la chica—. Estoy bastante ocupada con el instituto.

—Bueno, presento un espectáculo dentro de tres semanas. Si te interesa, todos los datos están en la entrada.

—¿En la…?

—Entrada.

—Yo no tengo ninguna entrada.

—Sí que la tienes —dijo Kara—. En la mochila. Ah, ¿y la flor que hay junto a ella? Considérala un amuleto de la buena suerte.

Se fue, y todos oyeron cómo la puerta se cerraba.

—¿De qué estaba hablando? —preguntó Geneva, bajando la mirada hacia su mochila, que estaba cerrada.

Sachs se rio.

—Ábrela.

La chica abrió el cierre y parpadeó llena de sorpresa. Allí dentro había una entrada para uno de los espectáculos de Kara. Al lado había una violeta prensada.

—¿Cómo lo ha hecho? —susurró Geneva.

—Nunca hemos podido pillarla —dijo Rhyme—. Lo único que sabemos es que es condenadamente buena en lo que hace.

—Ya lo creo. —La estudiante levantó la flor de color morado.

Los ojos del criminalista se deslizaron hacia la carta de tarot cuando Cooper la pegó en la pizarra de las pruebas, junto a su significado.

—De modo que parece la clase de objeto que un asesino dejaría en una agresión vinculada con el ocultismo. Pero el individuo no tiene ni la menor idea de qué significa. La eligió por el efecto. Lo que quiere decir… —Pero su voz se apagó cuando miró el resto de apuntes de la tabla de pruebas—. ¡Dios santo!

Los otros se volvieron hacia él.

—¿Qué? —preguntó Cooper.

—Todo lo que tenemos está equivocado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sellitto dejando de restregarse la piel durante un momento.

—Mirad las huellas de lo que había en la bolsa con esos chismes. Borró las suyas con un paño, ¿no?

—Ajá —confirmó Cooper.

—Pero hay huellas —afirmó el criminalista—. Y probablemente sean de la cajera, ya que son las mismas que hay en el tique.

—Exacto. —Sellitto se encogió de hombros—. ¿Y entonces?

—Entonces borró las huellas antes de pasar por la caja. Mientras estaba en la tienda. —Un silencio en la habitación. Irritado porque nadie le entendía, el criminalista prosiguió—: Porque quería que quedaran las huellas de la cajera en todos los objetos.

Sachs comprendió.

—Dejó la bolsa con los chismes adrede. Para que la encontráramos.

Pulaski sacudió la cabeza.

—De no ser así, habría limpiado las huellas después de llegar a su casa.

—Exacto —asintió Rhyme con un matiz de triunfo en la voz—. Creo que son pruebas preparadas para hacernos creer que se trataba de una violación, con alguna clase de connotaciones ocultistas. De acuerdo, de acuerdo… Retrocedamos sobre nuestros pasos. —A Rhyme le hizo gracia la mirada incómoda de Pulaski hacia sus piernas cuando el criminalista usó esa expresión—. Un agresor da con Geneva en un museo público. No es el típico escenario para una agresión sexual. Luego la golpea, bueno, al maniquí lo suficientemente fuerte como para matarla, o al menos para dejarla inconsciente durante horas. Si éste es el caso, ¿para qué necesita el cúter y la cinta adhesiva? Y deja una carta de tarot que cree que es tétrica, pero que en realidad se refiere a la búsqueda espiritual. No, no fue en absoluto un intento de violación.

—¿A qué fue allí el tipo entonces? —preguntó Sellitto.

—Demonios, eso es lo que más vale que averigüemos. —Rhyme pensó durante un momento y luego preguntó—: ¿Y dijiste que el doctor Barry no vio nada?

—Eso es lo que me dijo —respondió Sellitto.

—Pero aun así el sujeto regresa y le mata. —Rhyme frunció el ceño—. Y el señor 109 destrozó el lector de microfichas. Es un profesional, pero las rabietas no son nada profesionales. Su víctima está huyendo: no va a perder tiempo aporreando objetos porque está teniendo una mala mañana. —Rhyme preguntó a la chica—: ¿Dijiste que estabas leyendo un periódico antiguo?

—Una revista —corrigió ella.

—¿En el lector de microfichas?

—Exacto.

—¿Ésas? —Rhyme señaló con la cabeza una gran bolsa de plástico con pruebas que contenía una caja de bandejas de microfichas que Sachs había traído de la biblioteca. Dos rendijas, la primera y la tercera, estaban vacías.

Geneva miró la caja. Asintió con la cabeza.

—Ajá. Ésas, las que faltan, eran las que tenían el artículo que estaba leyendo.

—¿Has traído la que estaba en el aparato?

—No había ninguna. Se las tiene que haber llevado consigo —respondió Sachs.

—Y destrozó la máquina para que no nos diéramos cuenta de que la bandeja había desaparecido. Vaya, esto se está poniendo interesante. ¿Qué pretendía hacer? ¿Cuáles fueron sus condenados motivos?

Sellitto se rio.

—Creía que no te preocupaban los motivos. Sólo las pruebas.

—Tienes que saber distinguir, Lon, entre utilizar un motivo para probar un caso en un tribunal, lo que en el mejor de los casos es especulativo, y utilizar un motivo para que te guíe hacia las pruebas, las que condenan inexorablemente a un criminal: un hombre mata a su socio con un arma que nos lleva a su garaje, cargada con balas que él compró, gracias a un tique que tiene sus huellas dactilares. En tal caso, ¿a quién le importa si mató al socio porque creía que se lo había ordenado un perro dotado de habla o porque el tío se hubiera acostado con su esposa? Son las pruebas las que determinan el caso. ¿Pero qué ocurre si no hay balas, arma, tique o huellas de neumáticos? Entonces, resulta perfectamente válida la pregunta de por qué fue asesinada la víctima. Responderla puede señalarnos el camino hacia las pruebas que definitivamente le condenarán. Perdón por la charla —añadió sin el menor tono de disculpa en la voz.

—Se le ha pasado el buen humor, ¿eh? —preguntó Thom.

—Aquí se me está escapando algo, y eso no me gusta —refunfuñó Rhyme.

Geneva tenía el ceño fruncido. Rhyme se dio cuenta y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Bueno, estaba pensando… que el doctor Barry dijo que había alguien más interesado en el mismo número de la revista que me interesaba a mí. Quería leerla, pero el doctor Barry le respondió que tendría que esperar a que yo hubiera terminado con ella.

—¿Dijo quién era?

—No.

Rhyme se quedó pensativo.

—Hagamos conjeturas: el bibliotecario le dice a ese alguien que tú estás interesada en la revista. El sujeto quiere robarla y quiere matarte porque tú la has leído o vas a leerla. —El criminalista no estaba convencido de que ésta fuera la situación real, por supuesto. Pero una de las razones por las que tenía tanto éxito era por su voluntad para tener en cuenta teorías audaces, a veces rocambolescas—. Y se llevó el mismísimo artículo que estabas leyendo, ¿verdad?

La chica asintió con la cabeza.

—Era como si él supiera exactamente lo que tenía que buscar… ¿De qué trataba?

—Nada importante. Sólo de un antepasado mío. Mi profesor está con todo este asunto de Raíces y teníamos que escribir algo sobre nuestro pasado.

—¿Quién era ese antepasado?

—Mi tatara-tatara-algo, un esclavo liberto. Fui al museo la semana pasada y allí averigüé que había un artículo sobre él en ese número del Coloreds' Weekly Illustrated. No lo tenían en la biblioteca, pero el señor Barry dijo que buscaría la microficha en el depósito. Finalmente la localizó.

—¿De qué trataba exactamente el artículo? —insistió Rhyme.

La chica dudó y luego respondió con impaciencia.

—Charles Singleton, mi antepasado, era un esclavo de Virginia. Su amo cambió de ideas y dejó en libertad a todos sus esclavos. Y puesto que Charles y su esposa habían permanecido con la familia durante tanto tiempo y les habían enseñado a leer y a escribir a sus hijos, el amo les dio una granja en el Estado de Nueva York. Charles fue soldado en la guerra civil. Luego regresó a casa, y en 1868 fue acusado de robar dinero de un fondo educativo para los negros. Eso es todo lo que relata el artículo de la revista. Yo acababa de llegar a la parte en la que él saltó al río para escapar de la policía cuando apareció ese hombre.

Rhyme reparó en que ella hablaba bien, pero que se aferraba con fuerza a sus palabras, como si fueran cachorrillos que se retorcieran tratando de escapar. Teniendo por un lado padres cultos y por el otro amigas de barrio como Lakeesha, era natural que la chica sufriera de una suerte de personalidad lingüística múltiple.

—¿De modo que no sabes qué fue de él?

Geneva negó con la cabeza.

—Imagino que tenemos que suponer que el agresor tenía algún interés en lo que tú estabas investigando. ¿Quién conocía el tema de tu trabajo? Tu profesor, me figuro.

—No, no se lo dije. Creo que no se lo he contado a nadie, aparte de Lakeesha. Ella podría habérselo mencionado a alguien, pero lo dudo. No presta demasiada atención a las tareas escolares, ¿sabe a lo que me refiero? Ni siquiera a las suyas propias. La semana pasada fui a un bufete de abogados de Harlem, para ver si tenían registros antiguos sobre crímenes del siglo XIX, pero tampoco le conté mucho que digamos al abogado de allí. Por supuesto, el que sí lo sabía era el doctor Barry.

—Y él podría habérselo mencionado a la otra persona que también estaba interesada en la revista —señaló Rhyme—. Ahora, sólo por barajar una hipótesis, supongamos que había algo en ese artículo que el sujeto no quiere que se sepa, puede que sobre tu antepasado, o sobre algo completamente distinto. —Miró a Sachs—. ¿Hay alguien aún en el lugar de los hechos?

—Un agente.

—Que sondeen a los empleados. Que averigüen si Barry mencionó a alguien que había una persona interesada en esa revista antigua. Que revisen también su escritorio. —A Rhyme se le ocurrió una cosa más—. Y quiero el registro de sus llamadas telefónicas de un mes a esta parte.

Sellitto sacudió la cabeza.

—Linc, de verdad… eso parece un poco endeble, ¿no crees? Estamos hablando… ¿de qué? ¿Del siglo xix? Ése no es un caso antiguo. Es un caso prehistórico.

—¿Un profesional que simula un escenario, mata a una persona y casi mata a otra, delante de media docena de polis, sólo para robar ese artículo? Eso no es endeble, Lon. Eso llama la atención se mire por donde se mire.

El corpulento policía se encogió de hombros y telefoneó a la comisaría para que transmitieran la orden al poli que todavía estaba de servicio en el lugar de los hechos, y luego hizo una llamada a las autoridades judiciales para que expidieran la orden solicitando el registro de llamadas correspondientes a los teléfonos de Barry, del museo, de su casa y de su móvil.

Rhyme se quedó observando a la chavala y concluyó que no tenía alternativa; tenía que transmitirle la dura noticia.

—Te das cuenta de lo que significa todo esto, ¿verdad?

Una pausa, aunque él pudo ver, en la mirada llena de consternación que Sachs dirigió a Geneva, que al menos la mujer policía entendía exactamente el sentido de sus palabras. Fue ella la que le dijo a la chica:

—Lincoln quiere decir que lo más probable es que ese individuo ande aún detrás de ti.

—Eso es absurdo —replicó Geneva, sacudiendo la cabeza.

Tras una pausa, Rhyme respondió solemnemente.

—Me temo que es cualquier cosa menos eso.

Sentado en un ordenador con conexión a Internet en una tienda de fotocopias en el centro de Manhattan, Thompson Boyd estaba leyendo la página web del canal de televisión local, que se actualizaba cada pocos minutos.

El titular del artículo rezaba:

FUNCIONARIO DE UN MUSEO ASESINADO; TESTIGO DE UNA AGRESIÓN SEXUAL A UNA ESTUDIANTE.

Silbando, casi en silencio, observó la foto que ilustraba la nota, en la que se veía al director de la biblioteca, al que él acababa de matar, hablando con un policía de uniforme, en la calle, frente al museo. El pie de foto decía:

El doctor Donald Barry habla con la policía instantes antes de ser asesinado a tiros.

Debido a su edad, Geneva Settle no aparecía identificada por su nombre, aunque se la describía como una estudiante de instituto que vivía en Harlem. Thompson se alegró de enterarse de esa información; hasta ese momento no sabía en qué distrito de la ciudad vivía. Enchufó su teléfono al puerto USB del ordenador y transfirió la foto que le había sacado a la chica. Luego la adjuntó a una cuenta de correo electrónico anónima.

Se desconectó, pagó el tiempo de utilización —en efectivo, por supuesto— y dio un paseo por el sur de Broadway, en el corazón del distrito financiero. Compró un café a un vendedor ambulante, se bebió la mitad, luego arrojó las microfichas en la taza, volvió a colocarle la tapa y la arrojó a una papelera.

Se detuvo en una cabina telefónica, miró con cuidado a su alrededor y no vio a nadie que estuviera fijándose en él. Marcó un número. El buzón de voz no tenía ningún mensaje de bienvenida, sólo emitía un bip.

—Yo. Problema con el asunto Settle. Necesito que averigües en qué instituto estudia o dónde vive. Va a un instituto en Harlem. Es todo lo que sé. Te he enviado una foto suya a tu cuenta de correo electrónico… Ah, una cosa: si tienes la posibilidad de encargarte tú de la chica, tendrás otros cincuenta mil. Llámame cuando recibas este mensaje. Hablaremos de ello. —Thompson recitó el número del teléfono en el que estaba de pie y colgó. Dio unos pasos atrás, se cruzó de brazos y esperó, silbando bajito. Sólo había llegado al tercer compás de You Are the Sunshine of my Life, de Stevie Wonder, cuando el teléfono comenzó a sonar.