CAPÍTULO 5

Tras veinte eternos minutos, Sachs y Sellitto llegaron a casa de Rhyme, en compañía de un joven agente rubio llamado Pulaski.

Sellitto dijo que le había pedido al chaval que transportara las pruebas hasta allí y les ayudara con la investigación. Un novato, eso era evidente, con la palabra «entusiasmo» escrita en su tersa frente. Resultaba obvio que había sido advertido de la discapacidad del criminalista: se comportaba como si no tuviera nada de raro el hecho de que el hombre estuviera paralizado. Rhyme detestaba esas reacciones fingidas. Prefería infinitamente el desparpajo de Lakeesha.

Es que… ya sabes, ¡caray!

Los dos detectives saludaron a las chicas. Pulaski les dirigió una mirada cordial y les preguntó con voz amistosa, la que uno utiliza para hablar con los niños, cómo se encontraban. Rhyme notó que llevaba una alianza en el anular e imaginó un matrimonio que se remontaba a los días del instituto; lo único que puede dar un aspecto semejante es tener hijos propios.

—Metida en un lío, así es como estoy. Fastidiada… Algún mamón que va y trata de machacar a mi amiga. ¿A usted qué le parece? — respondió Lakeesha.

Geneva dijo que ella se encontraba bien.

—Tengo entendido que estás viviendo con un familiar, ¿no? —preguntó Sachs.

—Mi tío. Está en casa hasta que mis padres regresen de Londres.

Rhyme miró a Lon Sellitto por casualidad. Algo no iba bien. Su aspecto había cambiado dramáticamente en las últimas dos horas. Había desaparecido su buen humor. Y parecía asustado y nervioso. Rhyme se fijó también en que no dejaba de frotarse con los dedos una zona concreta de la mejilla. La tenía colorada.

—¿Te ha herido alguna esquirla? —preguntó Rhyme, recordando que el detective estaba cerca del bibliotecario cuando el criminal disparó. Tal vez a Sellitto le había alcanzado algún fragmento de bala o algún pedacito de piedra que hubiera rebotado en el caso de que una de las balas hubiera atravesado a Barry e impactado en un edificio.

—¿Qué? —Sellitto se dio cuenta de que estaba frotándose la piel y apartó la mano. Habló en voz baja, para que las chicas no pudieran oírle—: Estaba bastante cerca de la víctima. Me salpicó la sangre. Eso es todo. Nada importante.

Pero un momento después empezó a frotarse otra vez distraídamente.

A Rhyme ese gesto le recordó a Sachs, que tenía la costumbre de rascarse el cuero cabelludo y toquetearse las uñas. Esa compulsión aparecía y desaparecía, relacionada de algún modo con sus impulsos, su ambición, la indefinible confusión que tenían la mayoría de los polis. Los oficiales de policía se infligían heridas a sí mismos de cien maneras diferentes. El daño que se hacían iba desde las pequeñas lesiones que se provocaba Sachs, pasando por la destrucción de los matrimonios y de la moral de los niños con duras palabras, hasta la costumbre de meterse en la boca el cañón del arma de servicio para sentir su sabor acre. Nunca lo había notado en Lon Sellitto.

—¿No habrá habido algún error? —preguntó Geneva a Sachs.

—¿Error?

—Sobre el doctor Barry.

—Lo siento, no. Ha muerto.

La chica seguía inmóvil. Rhyme podía percibir su pesar.

Y también su enojo. Sus ojos eran dos puntos negros de rabia. Luego miró su reloj y le preguntó:

—¿Qué pasa con esos exámenes de los que le he hablado?

—Bueno, vamos a aclarar algunas cuestiones, y luego ya veremos. ¿Sachs?

Con las pruebas dispuestas sobre la mesa de análisis y una vez terminados los impresos de custodia, Sachs puso una silla al lado de Rhyme y comenzó a hacer preguntas a las chicas. Le preguntó a Geneva qué era lo que había sucedido exactamente. La chica explicó que estaba mirando un artículo en una revista antigua cuando alguien entró en la biblioteca. Oyó pasos dubitativos. Luego una risa. La voz de un hombre que concluía una conversación y el chasquido de un teléfono móvil al cerrarse.

La chica entrecerró los ojos.

—¿Sabe? A lo mejor podrían pedir los datos a todas las compañías de móviles de la ciudad, y ver quién estaba hablando en ese momento.

Rhyme soltó una risa.

—Bien pensado. Pero en Manhattan, en cualquier momento, tienen lugar unas cincuenta mil llamadas de telefonía móvil. Además dudo que realmente estuviera hablando por teléfono.

—¿Estaba haciendo el paripé? ¿Cómo puede saberlo? —preguntó Lakeesha, deslizándose furtivamente dos chicles en la boca.

—No lo sé. Lo sospecho. Igual que la risa. Probablemente estuviera haciendo todo eso para que Geneva bajara la guardia. Uno tiende a no prestar atención a la gente que está hablando por el móvil. Y rara vez se piensa que pueda suponer un peligro.

Geneva movía la cabeza.

—Sí. Cuando entró en la biblioteca, al principio me asusté un poco. Pero al oírle hablar por teléfono, bueno, pensé que era una grosería hacerlo en una biblioteca, pero se me pasó el miedo.

—¿Y luego qué sucedió? —preguntó Sachs.

La chica dijo que oyó un segundo clic, que le pareció que sonaba como una pistola, y vio a un hombre con un pasamontañas. Luego contó cómo había desarmado el maniquí y lo había vestido con sus propias ropas.

—¡Qué tía! —exclamó Lakeesha con orgullo—. ¡Qué lista es!

«Desde luego que lo es», pensó Rhyme.

—Me escondí entre las estanterías hasta que él se dirigió hacia el lector de microfichas, y entonces corrí hacia la puerta de incendios.

—¿No viste nada más de él? —preguntó Sachs.

—No.

—¿De qué color era el pasamontañas?

—Oscuro. No sabría decirle exactamente.

—¿Otra ropa?

—La verdad es que no vi nada más. Al menos que yo recuerde. Estaba bastante asustada.

—No me extraña —dijo Sachs—. Cuando estabas escondida entre las estanterías, ¿mirabas hacia donde se encontraba él para saber cuándo salir corriendo?

Geneva frunció el ceño durante un momento.

—Bueno, sí, así es, estaba mirando. Lo había olvidado. Miré a través de los estantes inferiores para poder salir corriendo cuando él se acercara a mi silla.

—Así que puede que vieras algo más.

—Ahora que lo pienso, creo que sí. Creo que llevaba unos zapatos marrones. Sí, marrones. De un tono claro, no marrón oscuro.

—Bien. ¿Y qué hay de sus pantalones?

—Oscuros, estoy casi segura. Pero eso es todo lo que pude ver, sólo la parte de abajo.

—¿Percibiste algún olor?

—No… Espere un momento. Puede que sí. Algo dulce, como a flores.

—¿Y luego?

—Vino hacia la silla y oí el golpe y a continuación otros dos ruidos. Algo que se rompía.

—El lector de microfichas —dijo Sachs—. Lo destrozó.

—En aquel momento yo ya estaba corriendo todo lo rápido que podía hacia la puerta de incendios. Bajé por las escaleras y cuando llegué a la calle me reuní con Keesh y huimos juntas. Pero pensé que tal vez el tipo fuera a hacerle daño a alguna otra persona. Así que me di la vuelta y… —miró a Pulaski— le vimos a usted.

—¿Viste tú al agresor? —preguntó Sachs a Lakeesha.

—¡Qué va! Yo sólo estaba ahí muerta de frío y entonces llegó Gen, corriendo a toda prisa y fuera de sí y todo eso, ya me entiende. No vi nada.

—El autor de los hechos mató a Barry porque era un testigo… ¿qué había visto? —preguntó Rhyme a Sellitto.

—Dijo que no había visto nada. Me dio los nombres de los empleados varones blancos del museo por si había sido uno de ellos. Hay dos, pero ya hemos verificado su testimonio. Uno estaba llevando a su hija a la escuela en ese momento y el otro se encontraba en la oficina principal, con más gente.

—De modo que tenemos un criminal oportunista —reflexionó Sachs—. La vio entrar y la siguió.

—¿Un museo? —preguntó Rhyme—. Extraña elección.

—¿Visteis si alguien os seguía hoy? —preguntó Sellitto a ambas chicas.

—Vinimos en el tren C en hora punta. La línea de la Octava Avenida… hasta arriba de gente, un asco. Yo no vi nada raro. ¿Y tú? —contó Lakeesha.

Geneva negó con la cabeza.

—¿Y últimamente? ¿Alguien que os estuviera fastidiando? ¿Que tratara de propasarse con vosotras?

Ninguna de las dos recordaba a nadie que pareciera peligroso. Con cierto apuro, Geneva dijo:

—No puedo decir que tenga muchos acosadores que me anden rondando. Buscarían una conquista más apetecible, ya sabe. Más bling-bling.

—¿Bling-bling?

—Mi amiga quiere decir llamativa —tradujo Lakeesha, que claramente caía tanto dentro de la categoría bling-bling como de la llamativa. Frunció el ceño y miró a Geneva—. ¿Por qué tienes que decir eso, tía? No hables así de ti, como si fueras cualquier cosa.

Sachs miró a Rhyme, que tenía el ceño fruncido.

—¿En qué estás pensando?

—Algo no encaja. Echemos un vistazo a las pruebas mientras Geneva está aquí. Podría haber alguna cosa que nos ayudara a encontrar una explicación.

La chica movió la cabeza.

—¿Y mi examen? —Levantó el brazo mostrando su reloj.

—No nos va a llevar mucho tiempo —dijo Rhyme.

Geneva miró a su amiga.

—Tú puedes irte y llegar a las horas de estudio.

—Yo me quedo contigo. No puedo estar ahí sentada todas esas horas en clase preocupándome por ti y todo lo demás.

Geneva soltó una risa mordaz.

—De ninguna manera, muchacha. —Preguntó a Rhyme—: No la necesita, ¿verdad?

Éste miró a Sachs, que negó con la cabeza. Sellitto apuntó la dirección y el número de teléfono de la chica.

—En caso de que tuviéramos que hacerte más preguntas, te llamaríamos.

—Pasa del examen, tía —dijo Keesh—. Déjalo y quédate en casa.

—Te veré en el instituto —dijo Geneva con firmeza—. ¿Estarás allí? —Luego enarcó una ceja—. ¿Palabra?

Dos sonoras explosiones de globos de chicle. Un suspiro.

—Palabra. —En la puerta, la chica se detuvo, se dio media vuelta y se dirigió a Rhyme—: Eh, señor, ¿cuándo podrá levantarse de esa silla?

Nadie dijo nada para llenar el incómodo momento. Incómodo para todos, supuso Rhyme, menos para él.

—Falta mucho para eso —le contestó.

—Pues ¡vaya mierda!

—Ajá —replicó Rhyme—. Sí que lo es a veces.

Se encaminó hacia el salón, en dirección a la puerta de entrada. Y aún le oyeron decir:

—¡Caray! Cuídese, colega. —La puerta de entrada se cerró de un golpe.

Mel Cooper entró en la habitación, mirando hacia atrás, hacia el lugar en el que casi le había arrollado una adolescente que pesaba veinticinco kilos más que él.

—De acuerdo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. No haré preguntas. —Se quitó la cazadora y saludó a todos con la cabeza.

El hombre, delgado y calvo, llevaba varios años trabajando como científico forense en una comisaría de policía del norte de Nueva York cuando un día le dijo cortés pero insistentemente a Rhyme, a la sazón jefe de forenses del Departamento de Policía de Nueva York que uno de sus análisis estaba equivocado. Rhyme sentía mucho más respeto por la gente que señalaba los errores que por los aduladores, siempre, claro está, que estuvieran en lo cierto, y Cooper lo estaba. Rhyme se había puesto inmediatamente en marcha para conseguir que le trasladaran a la ciudad de Nueva York, algo que finalmente logró.

Cooper era un científico nato, pero más importante aún era que se trataba de un científico forense nato, lo que es muy diferente.

A menudo se cree que «forense» se refiere al trabajo en el lugar del crimen, pero en realidad la palabra se refiere a cualquier aspecto de los asuntos que se debaten en los tribunales. Para ser un criminalista de éxito, hay que traducir los datos en bruto de modo que sean útiles para la parte acusadora. No es suficiente, por ejemplo, determinar la presencia de restos de nuez vómica en un lugar bajo sospecha, pues muchas veces se utiliza con propósitos médicos tan inocuos como el tratamiento de la otitis. Un auténtico científico forense como Mel Cooper sabría instantáneamente que de esa misma sustancia se extrae la estricnina, un alcaloide letal.

Cooper tenía todas las características del típico bicho raro de videojuego: vivía con su madre, todavía usaba camisas de madrás y pantalones de vestir, y tenía un físico tipo Woody Allen. Pero las apariencias engañan. La novia que Cooper tenía desde hacía mucho tiempo era una alta y guapísima rubia. Iban juntos a salones de baile para participar en concursos de danza, en los que a menudo obtenían el primer puesto. Recientemente habían empezado a dedicarse al tiro al plato y a la elaboración de vinos (a la que Cooper estaba aplicando meticulosamente los principios de la química y la física).

Rhyme le puso al tanto de lo que sabían del caso, y se pusieron a trabajar sobre las pruebas.

—Veamos lo que hay en esa bolsa.

Poniéndose unos guantes de látex, Cooper miró a Sachs, que señaló la bolsa de papel dentro de la cual estaba la bolsa con los objetos destinados a perpetrar la violación. La abrió sobre un enorme pedazo de papel de periódico —a fin de evitar la contaminación de las pruebas— y extrajo la bolsa del violador. Era una bolsa de plástico fino. No tenía impreso el logotipo de ninguna tienda, sólo una enorme y sonriente cara amarilla. El técnico abrió la bolsa y luego se detuvo.

—Huelo a algo… —dijo. Una inspiración profunda—. A flores. ¿Qué es? —Cooper le acercó la bolsa a Rhyme y éste la olfateó. Había algo familiar en el perfume, pero no podía determinar qué era.

—¿Geneva?

—¿SÍ?

—¿Es éste el olor que notaste en la biblioteca?

La joven aspiró.

—Sí, es éste.

—Jazmín. Creo que es jazmín —dijo Sachs.

—¡Pongámoslo en la tabla! —exclamó Rhyme.

—¿Qué tabla? —preguntó Cooper, mirando a su alrededor.

En todos los casos, Rhyme hacía tablas en una pizarra con las pruebas encontradas en el lugar del crimen y los perfiles de los criminales.

—Empezad una —ordenó—. Y habrá que llamarle de alguna manera al tipo en cuestión. A ver, que alguno diga un nombre.

A ninguno se le ocurrió nada; nadie estaba inspirado.

—No hay tiempo para ponerse creativos —dijo Rhyme—. Hoy es 9 de octubre, ¿no? Mes 10, día 9. Así que se llamará Sujeto Desconocido 109. ¡Thom! Necesitamos tu elegante caligrafía.

—No hace falta que me haga la pelota —dijo el asistente al entrar en la habitación trayendo otra cafetera.

—SD 109. Tablas de pruebas y del perfil. Es un hombre blanco. ¿Estatura?

—No lo sé. Para mí todo el mundo es alto. Supongo que un metro ochenta —dijo Geneva.

—Pareces una persona observadora. Ya seguiremos con eso. ¿Peso?

—Ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. —La chica se quedó en silencio durante un momento, inquieta—. Más o menos del peso del doctor Barry.

—Digamos unos noventa kilos —aventuró Sellitto—. ¿Edad?

—No lo sé. No le vi la cara.

—¿Voz?

—No le presté la menor atención. Normal, supongo.

—Y zapatos marrón claro, pantalones oscuros, pasamontañas oscuro. Unos chismes en una bolsa que huele a jazmín. Él también huele a jazmín. Tal vez un jabón o una loción —prosiguió Rhyme.

—¿Chismes? —preguntó Thom—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Chismes para usar en una violación —dijo Geneva. Una mirada a Rhyme—. No necesitan edulcorarme nada, si eso es lo que están haciendo.

—De acuerdo. —Rhyme asintió con la cabeza—. Sigamos. —Se fijó en que el rostro de Sachs se ensombrecía al ver a Cooper coger la bolsa.

—¿Qué sucede?

—La cara sonriente. En una bolsa que contiene chismes para perpetrar una violación. ¿Qué clase de mamón enfermo haría eso?

Rhyme se quedó perplejo ante el enojo de la mujer.

—Te darás cuenta de que es una buena noticia que haya utilizado eso, ¿no, Sachs?

—¿Una buena noticia?

—Reduce el número de tiendas que tenemos que buscar. No tan fácil como una bolsa que tuviera impreso un logotipo concreto, pero mejor que un plástico sin nada.

—Supongo que así es —dijo ella, haciendo una mueca de disgusto—. Pero aun así…

Con los guantes de látex puestos, Mel Cooper examinó la bolsa. Primero extrajo la carta de tarot. Representaba un hombre colgado cabeza abajo, de los pies, en un cadalso. Su rostro tenía una expresión de extraña pasividad. No parecía estar sufriendo. Encima de él había un doce en números romanos, XII.

—¿Significa algo para ti? —le preguntó Rhyme a Geneva.

La chica negó con la cabeza.

—¿Alguna clase de asunto ritual o de culto? —murmuró Cooper.

—Se me ha ocurrido algo —intervino Sachs. Cogió su teléfono móvil, e hizo una llamada. Rhyme dedujo que la persona a la que había llamado llegaría pronto—. He llamado a una especialista en ese tipo de cartas.

—Bien.

Cooper estudió la carta para ver si contenía huellas, pero no encontró ninguna. Ni tampoco encontró ningún rastro material que fuera de ayuda.

—¿Qué más había en la bolsa? —preguntó Rhyme.

—Vamos a ver —respondió el técnico—, tenemos un rollo intacto de cinta adhesiva, un cúter, condones Trojan. Nada a lo que se pueda seguir la pista. Y… ¡bingo! —Cooper levantó un pequeño trozo de papel—. Un recibo.

Rhyme acercó su silla de ruedas y lo examinó. No tenía el nombre de la tienda; el recibo se había impreso con una calculadora. La tinta estaba desvaída.

—No nos va a servir de mucho que digamos —dijo Pulaski, y a continuación dio la impresión de estar pensando que él no debería hablar.

«¿Qué estará haciendo él aquí?», se preguntó Rhyme. «Ah, vale. Ayudando a Sellitto».

—Siento discrepar —dijo Rhyme ruidosamente—. Nos servirá de muchísimo. Compró todos los objetos que hay en la bolsa en una única tienda. Se puede comparar el recibo con las pegatinas de los precios; bueno, junto con alguna otra cosa que compró por 5,95 dólares y que no estaba en la bolsa. Tal vez la baraja de tarot. De modo que tenemos una tienda que vende cinta adhesiva, cúters y condones. Tiene que ser un bazar o una de esas tiendas en las que venden comestibles, medicamentos y otras cosas. Sabemos que no es una cadena, porque ni la bolsa ni el recibo tienen logotipo. Y es una tienda barata porque sólo tiene una calculadora, no una máquina registradora electrónica. Y eso sin tener en cuenta los bajos precios. Y la tasa de impuestos nos indica que la tienda está en… —Echó una ojeada al tique y comparó el subtotal con la cifra de impuestos—. Diablos, ¿quién sabe matemáticas? ¿Cuál es el porcentaje?

—Yo tengo una calculadora —dijo Cooper.

Geneva miró el tique.

—Ocho coma seis-dos-cinco.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Sachs.

—Es fácil —dijo la chica.

—Ocho coma seis-dos-cinco —repitió Rhyme—. Eso es la suma del impuesto del Estado de Nueva York más el de la ciudad. Lo que coloca a la tienda en uno de los cinco municipios. —Echó una mirada a Pulaski—. ¿De modo, agente, que todavía cree que no resulta muy revelador?

—Lo he entendido, señor.

—No estoy en activo. No hace falta el «señor». De acuerdo. Anotad todo cuidadosamente y veamos qué podemos encontrar.

—¿Yo? —preguntó vacilante el novato.

—No. Ellos.

Cooper y Sachs aplicaron toda una variedad de técnicas para extraer huellas de las pruebas: polvo fluorescente, spray Ardrox y cola volátil sobre las superficies lisas, vapor de yodo y ninhidrina sobre las porosas; algunas hacían por sí solas que se vieran las huellas, mientras que otras mostraban los resultados bajo una fuente de luz especial.

Levantando la vista hacia los miembros del equipo, a través de las enormes gafas anaranjadas, el técnico informó:

—Huellas en el recibo, huellas en las mercancías. Son todas iguales. Lo único digno de mención es que son pequeñas, demasiado pequeñas para ser de un hombre de un metro ochenta. Una mujer pequeña o una adolescente; yo diría que la cajera. También veo huellas de grasa. Yo diría que el sujeto se limpió las suyas con un paño.

Así como era difícil quitar la grasa y los restos dejados por dedos humanos, las huellas podían borrarse fácilmente mediante un breve frotado.

—Contrasta lo que hayas obtenido con el AFIS Integrado.

Cooper hizo copias de las huellas y las escaneó. Diez minutos después, el sistema de identificación de huellas dactilares automatizado había verificado que las huellas no pertenecían a nadie que estuviera fichado en las grandes bases de datos de la ciudad, ni del Estado ni federales. Cooper también las envió a algunas de las bases de datos locales que no estaban vinculadas con el sistema del FBI.

—Los zapatos —dijo Rhyme.

Sachs extrajo la impresión electrostática. Las marcas de las pisadas eran irregulares, de modo que los zapatos eran viejos.

—Del número 11 —respondió Cooper.

Había una débil correlación entre el tamaño de los pies y la estructura ósea y la estatura, aunque en los tribunales se consideraba una prueba circunstancial muy endeble. Aun así, el tamaño sugería que Geneva probablemente estaba en lo cierto en su apreciación de la estatura del hombre, alrededor de un metro ochenta.

—¿Y qué hay de la marca comercial?

Cooper envió la imagen a la base de datos de huellas de pisadas del departamento, y obtuvo una concordancia.

—Zapatos Bass, de calle. Al menos tienen tres años. Desde entonces ya no se fabrica ese modelo.

—El desgaste del calzado nos dice que tiene el pie derecho ligeramente torcido, pero sin que padezca una cojera perceptible ni juanetes demasiado desarrollados, uñas encarnadas u otras maladies des pieds —apuntó Rhyme.

—No sabía que hablaras francés, Lincoln —dijo Cooper.

Sólo hasta donde podía ser útil en una investigación. Esa frase en particular había aparecido cuando estaba llevando el caso de los zapatos derechos desaparecidos y había hablado unas cuantas veces con un poli francés.

—¿Cómo estamos entonces con respecto a los restos?

Cooper estaba estudiando minuciosamente las bolsas de recogida de pruebas que contenían las partículas diminutas que se habían adherido al objeto con que recogía indicios Sachs, un rodillo pegajoso, como los que se usan para quitar la pelusa de la ropa y los pelos sueltos de las mascotas. Los rodillos habían reemplazado a las aspiradoras DustBuster para recoger fibras, pelo y restos sólidos.

Poniéndose otra vez las gafas de aumento, el técnico se valió de unas pinzas de precisión para recoger los materiales. Preparó un portaobjetos y lo colocó bajo el microscopio; luego ajustó el aumento y el foco. Simultáneamente, la imagen apareció en varias pantallas planas de ordenador dispersas por toda la habitación. Rhyme giró su silla y examinó las imágenes de cerca. Vio unas motas que parecían partículas de polvo, varias fibras, unos objetos blancos hinchados y lo que parecían unos minúsculos caparazones ámbar de insectos: exoesqueletos. Cuando Cooper movió el portaobjetos, aparecieron a la vista unas pequeñas bolitas de material fibroso, esponjoso, color hueso.

—¿De dónde ha salido eso?

Sachs inspeccionó el rótulo.

—Dos fuentes: del suelo cerca de la mesa en la que se sentaba Geneva, y de al lado del contenedor de basura desde donde el atacante disparó a Barry.

Los restos materiales hallados en lugares públicos eran a menudo pruebas inútiles, porque había demasiadas probabilidades de que correspondieran a desconocidos sin relación alguna con el crimen. Pero la presencia de restos similares en dos lugares diferentes en los que había estado el criminal sugería que provenían de éste.

—Gracias a Dios —farfulló Rhyme—, por la sabiduría de crear zapatos de pisada profunda.

Sachs y Thom se miraron entre sí.

—¿Os estáis preguntando a qué se debe mi buen humor? —preguntó Rhyme, sin dejar de mirar la pantalla—. ¿Es ésa la razón de vuestra mirada de reojo? Puedo ponerme contento de vez en cuando, ¿sabéis?

—De higos a brevas —masculló el asistente.

—Alerta de frases hechas, Lon. ¿Has cogido ésa? Ahora, volvamos a los restos. Sabemos que provienen de él. ¿Qué son? Y ¿pueden guiarnos hasta su escondite?

Los científicos forenses se enfrentan a una tarea piramidal cuando analizan las pruebas. El trabajo inicial —y generalmente el más sencillo— es identificar una sustancia; averiguar que una mancha marrón, por ejemplo, es sangre, y si es humana o animal, o si un pedazo de plomo es un fragmento de bala.

La segunda tarea es clasificar esa muestra, es decir, colocarla en una subcategoría, como determinar que la sangre es 0 positivo o que la bala de la que quedó el fragmento es calibre 38. Determinar que la prueba cae dentro de una clase particular puede ser de cierto valor para la policía y para la parte acusadora en caso de que el sospechoso pueda ser relacionado con pruebas de una clase análoga —su camisa tiene una mancha de sangre del tipo 0 positivo o posee un arma calibre 38—, aunque esa conexión no sea concluyente.

La tarea final, y la meta última de todo científico forense, es vincular las pruebas con un individuo, relacionar de manera incuestionable un fragmento particular de prueba con un lugar o un ser humano único: el ADN de la sangre que hay en la camisa del sospechoso corresponde a la víctima, la bala tiene una marca única que sólo podría ser producida por su arma.

El equipo se encontraba en ese momento en la base de esa pirámide forense. Las hebras, por ejemplo, eran fibras de alguna clase, eso lo sabían. Pero en Estados Unidos se fabrican anualmente más de mil fibras diferentes, y se usan más de siete mil pigmentos para teñirlas. Aun así, el equipo pudo reducir el abanico de posibilidades. Los análisis de Cooper revelaron que las fibras dejadas por el asesino eran de origen vegetal —no animal ni mineral—, y eran gruesas.

—Apostaría a que es cuerda de algodón —sugirió Rhyme.

Cooper asintió con la cabeza mientras consultaba una base de datos de fibras de origen vegetal.

—Ajá, así es. Aunque de tipo genérico. No está vinculada a ningún fabricante en particular.

Una fibra no contenía pigmentos, pero la otra estaba manchada por algún tipo de sustancia. Era marrón, y Cooper pensó que la mancha podía ser de sangre. Un test con el método de la fenolftaleína reveló que lo era.

—¿Será suya? —se preguntó Sellitto.

—¿Quién sabe? —respondió Cooper, mientras seguía examinando las muestras—. Pero definitivamente, es humana. Si sumamos eso a la compresión y a los extremos fracturados, yo conjeturaría que es una cuerda destinada a estrangular. Ya lo hemos visto antes. Podría ser el arma con la que intentaba perpetrar el asesinato.

El objeto contundente podría simplemente haber estado destinado a dominar a la víctima, más que a matarla (es un trabajo engorroso y torpe golpear a alguien hasta la muerte). También tenía un revólver, pero de usarlo, habría hecho demasiado ruido, si es que quería que el asesinato se produjera en silencio para poder escapar. Una cuerda para estrangular tenía más sentido.

Geneva suspiró.

—¿Señor Rhyme? Mi examen.

—¿Examen?

—En el instituto.

—Ah, claro. Sólo un minuto… Quiero saber a qué clase de bicho pertenece ese exoesqueleto —prosiguió Rhyme.

—Oficial —dijo Sachs a Pulaski.

—¿Sí, señ… detective?

—¿Qué tal si nos ayuda un poco con esto?

—Desde luego.

Cooper imprimió una imagen en colores del pedacillo de exoesqueleto y se la tendió al novato. Sachs hizo que se sentara ante uno de los ordenadores y tecleó los comandos para conectarse a la base de datos de insectos. El Departamento de Policía del Estado de Nueva York era uno de los pocos del mundo que tenía no sólo una vasta biblioteca con información sobre insectos, sino además un entomólogo forense en su nómina. Tras una breve pausa, la pantalla comenzó a llenarse de imágenes en miniatura de partes de insectos.

—¡Hombre! ¡Hay montones! Yo nunca he hecho esto antes. —Frunció los ojos mientras iban pasando los archivos.

Sachs reprimió una sonrisa.

—No es como en CSI, ¿verdad? —preguntó—. Usted sólo haga avanzar despacio las imágenes y busque algo que crea que coincida. «Despacio» es la palabra clave.

—Se cometen más errores en el análisis forense debido a que los técnicos van demasiado deprisa que por cualquier otra razón —afirmó Rhyme.

—No lo sabía.

—Ahora ya lo sabe —dijo Sachs.