CAPÍTULO 45

Diez días después del encuentro con Gregory Hanson, el presidente del Banco Sanford, y su abogado, Lincoln Rhyme conversaba por teléfono con Ron Pulaski, el joven novato, que estaba de baja médica, aunque se esperaba que regresase al trabajo en el plazo de un mes o poco más. Estaba recuperando la memoria y empezaba a ayudarles a reunir pruebas contra Thompson Boyd.

—¿Así que irá a la fiesta de Halloween? —preguntó Pulaski. Hizo una pausa y añadió rápidamente—: O lo que sea. —Probablemente, las últimas palabras estaban pensadas para contrarrestar cualquier metedura de pata creada por el hecho de sugerir que un tetrapléjico pueda ir a una fiesta.

Pero Rhyme le tranquilizó.

—De hecho, sí que voy. Iré como Glenn Cunningham.

Sachs lanzó una carcajada.

—¿De veras? —preguntó el novato—. ¿Quién es exactamente?

—¿Por qué no lo averigua, agente?

—Sí, señor. Lo haré.

Rhyme desconectó y miró hacia la principal tabla de pruebas, en cuyo extremo superior estaba adherida la carta número doce de tarot, el hombre colgado.

Tenía los ojos clavados en la carta cuando sonó el timbre de la puerta. Lon Sellitto, probablemente. Estaría a punto de regresar de una sesión de terapia. Había dejado de frotarse la imaginaria mancha de sangre y de practicar el desenfunde rápido a lo Billy el Niño, algo que todavía nadie le había explicado a Rhyme. Había tratado de preguntárselo a Sachs, pero ella no podía, o no quería, decir mucho. Lo cual estaba bien. A veces, creía firmemente Lincoln Rhyme, uno no necesita saber todos los detalles.

Pero en ese momento, resultó que su visitante no era el detective lleno de arrugas. Rhyme miró hacia la puerta y vio a Geneva Settle, ligeramente inclinada a causa de su mochila escolar.

—Bienvenida —dijo él.

Sachs también la saludó, quitándose las gafas de seguridad que tenía puestas. Estaba llenando las fichas de las pruebas para unas muestras de sangre que había recogido en el lugar de un crimen esa mañana.

Wesley Goades tenía todo el papeleo listo para presentar la demanda contra el Banco Sanford y le había informado a Geneva que había posibilidades de que el lunes Hanson le hiciera una oferta realista. De lo contrario, aquel misil jurídico había advertido a sus oponentes que iniciaría el litigo al día siguiente. Una conferencia de prensa formaría parte del evento. (La opinión de Goades era que la mala publicidad iba a durar bastante más que unos «feos diez minutos»).

Rhyme miró a la chica. El tiempo caluroso, impropio de esa época del año, hacía difícil ponerse las sudaderas de pandillero y los gorros, de modo que la chica llevaba unos vaqueros y una camiseta con la leyenda Guess! atravesándole el pecho en letras brillantes. Había engordado un poco y tenía el pelo más largo. Y hasta se había puesto algo de maquillaje (Rhyme se preguntaba qué habría en el bolso que Thom le había deslizado el otro día). La chica estaba guapa.

Había logrado cierta estabilidad en su vida. A Jax Jackson le habían dado el alta y estaba haciendo rehabilitación. Gracias a Sellitto, el hombre había sido transferido oficialmente al cuidado y provisión de las autoridades de libertad condicional de la ciudad de Nueva York. Geneva estaba viviendo en el minúsculo apartamento de su padre en Harlem, un acuerdo que no había sido tan desastroso como ella pensaba (la chica no se lo había confesado a Rhyme ni a Ronald Bell, pero sí a Thom, que se había convertido en una especie de madraza para la chica: la invitaba a la casa de Rhyme regularmente, le daba lecciones de cocina, veía con ella la tele y discutía sobre libros y política, nada en lo que Rhyme estuviera interesado). En cuanto pudieran permitirse un sitio más espacioso, ella y su padre dirían a la tía Lilly que se fuera a vivir con ellos.

La chica había renunciado a su trabajo y ahora tenía un empleo de investigadora legal y chica de los recados con Wesley Goades. También estaba ayudándole en la creación del Fondo Fiduciario Charles Singleton, que pagaría a los herederos el dinero que se obtuviera mediante el arreglo. La idea de Geneva de dejar la ciudad en cuanto pudiera para irse a vivir a Londres o a Roma no se había enfriado, pero los casos sobre los que Rhyme la oía discutir apasionadamente tenían que ver con habitantes de Harlem, discriminados por ser negros, latinos, islámicos, mujeres o pobres.

Geneva también estaba ocupada en un proyecto que ella denominaba «salvar a su amiga», del que tampoco hablaba con él; su consejera en ese asunto en particular parecía ser Amelia Sachs.

—Quería mostrarle algo. —La chica sostenía un papel amarillento que contenía varios párrafos de una caligrafía que Rhyme reconoció de inmediato como la de Charles Singleton.

—¿Otra carta? —preguntó Sachs.

Geneva asintió. Sostenía el papel con mucho cuidado.

—La tía Lilly ha tenido noticias de ese familiar nuestro de Madison. Nos ha mandado algunas cosas que encontró en el sótano de su casa. Un marcapáginas y unas gafas de Charles. Y una docena de cartas. Quería mostrarles ésta. —Con los ojos brillantes, añadió—: La escribió en 1875, después de salir de la cárcel.

—Veámosla —dijo Rhyme.

Sachs la puso en el escáner y un minuto después la imagen apareció en varias pantallas de ordenador en todo el laboratorio. Sachs se acercó a Rhyme, puso un brazo alrededor de sus hombros y se dispusieron a mirar la pantalla.

Mi queridísima Violet:

Confío en que hayas estado disfrutando de la compañía de tu hermana, y que Joshua y Elizabeth estén contentos de pasar algún tiempo con sus primos. Que Frederick, que sólo tenía nueve años la última vez que le vi, esté tan alto como su padre es algo que se me hace difícil de imaginar.

Todo va bien en nuestra granja. Me alegro de poder decirlo. James y yo hemos cortado hielo en la orilla del río durante toda la mañana y llenamos la nave frigorífica, luego hemos cubierto los bloques con serrín. Después recorrimos unos tres kilómetros atravesando la espesa nieve para ver la huerta que está a la venta. El precio es alto pero creo que el vendedor responderá favorablemente a mi contraoferta. Es evidente que dudaba de vendérsela a un negro, pero cuando le expliqué que pagaría en papel moneda y que no necesitaba una nota de crédito, sus preocupaciones parecieron esfumarse. El dinero en efectivo es un buen igualador.

Seguro que te conmovió tanto como a mí leer que ayer en nuestro país se promulgó un Ley de Derechos Civiles. ¿Has visto los detalles? La ley garantiza a todas las personas, cualquiera que sea el color de su piel, el disfrute equitativo de todas las posadas, medios de transporte público, teatros y similares. ¡Qué gran día para nuestra causa! Ésta es exactamente la legislación sobre la que escribí largamente a Charles Summer y Benjamin Buttler el año pasado, y creo que algunas están plasmadas en este importante documento.

Como bien podrás imaginar, estas novedades me han hecho reflexionar. He estado pensando en los terribles sucesos de hace siete años, el robo de nuestra huerta en Gallows Heights y mi encarcelamiento en penosas condiciones.

Y ahora, considerando estas noticias de Washington DC, sentado junto al fuego en nuestra cabaña, siento que esos terribles sucesos pertenecen a un mundo completamente distinto. De la misma manera que aquellos momentos de sangriento combate en la guerra o los duros años de servidumbre en Virginia, están siempre presentes, pero, de alguna forma, tan tenues como las confusas imágenes de una pesadilla que apenas se recuerda.

Tal vez en nuestros corazones sólo hay un lugar para guardar tanto la desesperación como la esperanza, y si llenas ese lugar de una expulsas por completo a la otra y de ésta queda solamente un recuerdo borroso. Y esta noche estoy henchido sólo de esperanza.

Recordarás que hace años juré que haría todo lo posible por quitarme de encima el estigma de ser considerado tres quintos de hombre. Cuando pienso en las miradas que aún recibo, a causa del color de mi piel, y en las acciones de algunas personas respecto a mí y a mi gente, creo que aún no se me considera un hombre completo. Pero me atrevería a decir que hemos progresado hasta el punto de que ya se me contempla como nueve décimos de hombre (James se rio de corazón cuando se lo dije esta noche durante la cena), y sigo teniendo fe en que llegarán a vernos como un todo en el curso de nuestras vidas, o al menos en el de las vidas de Joshua y Elizabeth.

Ahora, amor mío, debo darte las buenas noches y preparar una lección para mis estudiantes de mañana.

Dulces sueños para ti y nuestros niños, querida mía. Espero ansiosamente tu regreso.

Tu fiel Charles.

Croton, Hudson.

2 de marzo de 1875.

—Da la im presión de que Douglass y los otros le perdonaron el robo. O creyeron finalmente que él no lo había cometido —dijo Rhyme.

—¿De qué ley hablaba? —preguntó Sachs.

—La Ley de los Derechos Civiles de 1875 —dijo Geneva—. Prohibía la discriminación racial en hoteles, restaurantes, trenes, teatros… en cualquier sitio público. —La chica meneó la cabeza—. Pero no duró mucho. El Tribunal Supremo la declaró inconstitucional en la década de 1880. No se promulgó ninguna otra ley de derechos civiles federales hasta unos cincuenta años después.

Sachs pensó en voz alta.

—Me pregunto si Charles vivió el tiempo suficiente para saber que la habían anulado. No le hubiese gustado saberlo.

Geneva se encogió de hombros.

—No creo que le importara. Habría pensado que era sólo un revés pasajero.

—La esperanza se sobrepone al dolor —dijo Rhyme.

—Exacto —dijo Geneva. Luego echó un vistazo a su maltrecho Swatch—. Tengo que regresar al trabajo. Ese Wesley Goades… He de decir que es un chiflado. Nunca sonríe, nunca te mira… Y digo yo que a veces hay que relajarse un poco, ¿no?

Tumbados en la cama esa noche, con la habitación a oscuras, Rhyme y Sachs contemplaban la luna, una luna creciente tan fina que debería haber sido de un blanco gélido, pero que, debido a alguna afección de la atmósfera, era tan dorada como el sol.

A veces, en momentos como ése, hablaban, y a veces no. Esa noche estaban en silencio.

Hubo un leve movimiento en la repisa de la ventana, de los halcones peregrinos que anidaban allí. Un macho, una hembra y dos crías. En ocasiones ocurría que alguna visita miraba el nido y preguntaba si tenían nombres.

—Tenemos un trato —murmuraba Rhyme—. Ellos no me ponen nombre a mí y yo no se lo pongo a ellos. Y funciona.

Un halcón alzó la cabeza y miró hacia un lado, tapándoles la visión de la luna. Por alguna razón, el movimiento y el perfil del pájaro sugerían sabiduría. Peligro, también: los peregrinos adultos no tienen depredadores naturales y atacan a su presa a velocidades de hasta doscientos setenta kilómetros por hora. Pero ahora el pájaro parecía benévolo y reconcentrado, silencioso. Eran criaturas diurnas que por la noche dormían.

—¿En qué piensas? —preguntó Sachs.

—¿Por qué no vamos a oír música mañana? Hay una matiné, o como se les llame a los conciertos de la tarde, en el Lincoln Center.

—¿Quién toca?

—Los Beatles, creo. O Elton John y María Callas haciendo duetos. No importa. Lo único que quiero es avergonzar a las personas arrojándoles mi silla a la cabeza… No importa quién toque. Quiero salir. Y eso no ocurre muy a menudo, como ya sabes.

—Sí, lo sé. —Sachs se inclinó hacia él y le besó—. Vale, vayamos.

Él volvió la cabeza y apoyó los labios en el cabello de Sachs. Ésta se recostó contra él. Rhyme le cogió la mano y la apretó fuerte. Ella también se la apretó.

—¿Sabes lo que podríamos hacer? —preguntó Sachs, con un matiz de conspiración en la voz—. Introducir a escondidas una botella de vino y algo de comer. Paté y queso. Pan francés.

—Allí se puede comprar comida. Lo recuerdo. Pero el whisky es pésimo. Y cuesta una fortuna. Lo que podríamos hacer es…

—¡Rhyme! —exclamó Sachs. Se había incorporado, sentada en la cama, con la respiración entrecortada.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—¿Qué es lo que acabas de hacer?

—Me ponía de acuerdo contigo para ver cómo podíamos meter comida de contrabando…

—No te hagas el tonto. —Sachs buscó a tientas la luz, luego la encendió. Con sus bragas negras de seda tipo bóxer y su camiseta gris, el pelo ladeado y los ojos muy abiertos, parecía una alumna que hubiera recordado en ese instante que al día siguiente a las ocho tenía un examen.

Rhyme entornó los ojos al mirar hacia la luz.

—Hay demasiada luz. ¿Es necesario?

La mujer había clavado los ojos en la cama.

—La… mano. ¡Has movido una mano!

—Supongo que sí.

—¡Tu mano derecha! Nunca has tenido movimiento en la mano derecha.

—Divertido, ¿no?

—Has estado posponiendo los exámenes médicos, pero ¿sabías que podías hacerlo?

—No, no lo sabía. Hasta ahora. No pensaba hacerlo, tenía miedo de que no funcionara. Estaba a punto de abandonar todos los ejercicios, de dejar de preocuparme por eso. —Se encogió de hombros—. Pero cambié de opinión. Quería intentarlo. Pero sólo nosotros, sin aparatos ni médicos alrededor.

«Yo solo, no», añadió, pero en silencio.

—¡Y no me lo habías dicho! —Ella le dio una palmada en el brazo.

—Eso no lo he sentido.

Rieron.

—Es increíble, Rhyme —susurró ella y le abrazó fuerte—. Lo has hecho. Realmente lo has hecho.

—Lo intentaré de nuevo. —Rhyme miró a Sachs, luego a su mano.

Paró un momento, luego envió una explosión de energía desde su mente, a través de los nervios, hasta su mano derecha. Cada dedo se crispó un poco. Y luego, tan torpe como un potro recién nacido, su mano se deslizó a través de varios centímetros de manta, tan altos como el Gran Cañón, y se apoyó firmemente sobre la muñeca de Sachs. Cerró el pulgar y el dedo índice a su alrededor.

Con los ojos llenos de lágrimas, ella rio de satisfacción.

—¿Qué te ha parecido? —dijo él.

—¿De modo que seguirás con los ejercicios?

Asintió.

—¿Pediremos cita para el examen con el doctor Sherman? —preguntó Sachs.

—Supongo que podemos. A menos que aparezca alguna otra cosa. Hemos estado muy ocupados últimamente.

—Pediremos cita para el examen —dijo ella con firmeza.

Apagó la luz y se echó junto a él. Algo que él podía percibir, pero no sentir.

En silencio, Rhyme se puso a mirar el techo. Cuando la respiración de Sachs se regularizó, Rhyme se inquietó, consciente de una extraña sensación que le cosquilleaba en el pecho, donde no debía tener ninguna. Al principio pensó que era una sensación imaginaria. Luego, alarmado, se preguntó si acaso no sería el comienzo de un ataque de disreflexia, o algo peor. Pero se dio cuenta de que no, eso era algo completamente distinto, algo que no estaba relacionado con nervios, músculos u órganos. Científico siempre, analizó la sensación empíricamente y notó que era similar a lo que había sentido cuando Geneva Settle se enfrentó con la mirada al abogado del banco. Similar también a la sensación de cuando leía sobre la misión de Charles Singleton de buscar justicia en la taberna Potters' Field esa terrible noche de julio de hacía tantos años, o sobre su pasión por los derechos civiles.

Entonces, de pronto, Rhyme comprendió lo que estaba sintiendo: era orgullo. Del mismo modo que había estado orgulloso de Geneva y de su ancestro, estaba orgulloso de su propio logro. Enfrentándose a los ejercicios y, esa noche, poniéndose a prueba a sí mismo, Lincoln Rhyme había afrontado lo aterrador, lo imposible. El que hubiera recuperado o no algún movimiento era irrelevante; la sensación venía de lo que sin duda había conseguido: integridad, la misma integridad de la que había escrito Charles. Se dio cuenta de que ninguna otra cosa —ni los políticos ni los demás ciudadanos ni el propio cuerpo— pueden hacer de uno tres quintos de hombre; era sólo la decisión de verse a sí mismo como una persona completa o parcial y vivir la vida acorde a ello.

Al reflexionar sobre todas estas cosas supuso que esa comprensión era tan irrelevante como el pequeño movimiento que había recobrado en la mano. Pero eso no importaba. Pensó en su profesión: en cómo una minúscula escama de pintura lleva hasta un coche que lleva hasta un párking donde una leve huella de pisada señala una puerta que revela una fibra de un abrigo con una huella dactilar en el botón de la manga: la única superficie de la que el criminal se olvidó de borrar su huella.

Al día siguiente, un equipo táctico llama a su puerta.

Y así se ha servido a la justicia, se ha salvado una víctima, una familia se ha reunificado. Todo gracias a una minúscula partícula de pintura.

Pequeñas victorias: eso era lo que el doctor Sherman había dicho. Pequeñas victorias… A veces es a lo único a lo que uno puede aspirar, reflexionó Lincoln Rhyme, mientras sentía que le invadía el sueño.

Pero a veces es lo único que uno necesita.