CAPÍTULO 42

Hallamos un dibujo de Gallows Heights de la década de 1800 que muestra tres o cuatro grandes haciendas, llenas de árboles. Una de ellas ocupaba esta manzana y las de alrededor. Enfrente había una escuela de africanos libres. ¿Pudo haber sido su escuela? ¿Y sobre el río Hudson? —Rhyme echó un vistazo por la ventana—. Allí mismo, en la calle 81, había un muelle de secado y un astillero. ¿Podían ser ésos los trabajadores a quienes Charles vendía la sidra?

»Pero la finca, ¿era suya? Sólo había una manera de averiguarlo. Thom fue a la oficina catastral de Manhattan y encontró el registro de una escritura de cesión del amo de Charles en beneficio de Charles. Sí, lo era. Entonces todo lo demás encajó. Todas las referencias que encontramos sobre reuniones en Gallows Heights con políticos y líderes de los derechos civiles. Era la casa de Charles donde se reunían. Ése era su secreto: que era dueño de seis hectáreas de la mejor tierra de Manhattan.

—¿Pero por qué era un secreto?

—No se atrevía a decirle a nadie que era el dueño. Por mucho que quisiera. Por eso estaba tan atormentado: estaba orgulloso de tener una gran finca en la ciudad. Creía que podría ser un modelo para otros libertos. Mostrarles que podían ser tratados como hombres íntegros, respetados. Que podían ser dueños de la tierra y labrarla, ser miembros de la comunidad. Pero había visto los disturbios, los linchamientos de negros, los incendios provocados. De modo que él y su esposa fingieron ser los cuidadores del lugar. Temía que alguien pudiera descubrir que un liberto poseía una gran parcela de la mejor tierra y destruirla. O, más con mayor probabilidad, robársela.

—Que es exactamente lo que ocurrió —dijo Geneva.

Rhyme siguió adelante:

—Cuando Charles fue condenado le confiscaron todas sus propiedades, incluyendo la granja, y las vendieron… Ahora bien, eso es una bonita teoría: quitar de en medio a alguien con cargos falsos para robarle la propiedad. ¿Pero había alguna prueba? Buscar una era mucho pedir después de ciento cuarenta años, hablando de casos desestimados… Pues bien, había pruebas. Las cajas fuertes Exeter Strongbow, del tipo de la que se acusó a Charles de forzar en el Fondo para los Libertos, se fabricaban en Inglaterra. De modo que llamé a un amigo de Scotland Yard. Habló con un cerrajero forense, que dijo que era imposible abrir una Exeter del siglo XIX con sólo un martillo y un cincel. Hasta con los taladros a vapor de aquella época le hubiera costado entre tres y cuatro horas, y el artículo acerca del robo decía que Charles había estado en el edificio durante veinte minutos.

»Siguiente conclusión: otra persona atracó el lugar, plantó las herramientas de Charles en el escenario del robo y luego sobornó a alguien para que testificara en su contra. Creo que el verdadero ladrón fue el hombre que hallamos enterrado en el sótano de la taberna Potters' Field. —Les habló entonces sobre el anillo de Winskinskie y del hombre que lo llevaba, que era un oficial del corrupto aparato político del Tammany Hall.

—Era uno de los compinches del Boss Tweed. Y otro de ellos era William Simms, el detective que arrestó a Charles. Más tarde Simms fue acusado de soborno y de dejar pruebas falsas en sospechosos. Simms, el hombre Winskinskie, el juez y el fiscal pergeñaron la condena de Charles. Y se quedaron con el dinero del fondo fiduciario que no había sido recuperado.

»De modo que establecimos que Charles era dueño de una bonita hacienda en Gallows Heights y lo quitaron de en medio para que alguien pudiera robársela. —Rhyme enarcó una ceja—. ¿La siguiente pregunta lógica? ¿La importante?

Nadie se animó.

—Es obvia: ¿quién diablos era el criminal? —dijo Rhyme—. ¿Quién robó a Charles? Dado que el móvil era robarle la finca, todo lo que tuve que hacer era ver a manos de quién había pasado el título de propiedad de la tierra.

—¿Quién era? —preguntó Hanson, preocupado y al parecer fascinado con aquel drama histórico.

La secretaria se colocó la falda y se aventuró a decir:

—¿El Boss Tweed?

—No. Fue un colega suyo. Un hombre a quien se veía habitualmente en la taberna de Potters' Field, junto con algunas otras figuras notorias de aquellos tiempos: Jim Fisk, Jay Gould y el detective Simms. —Miró a cada uno de los reunidos al otro lado de la mesa—. Su nombre era Hiram Sanford.

La mujer parpadeó.

—El fundador de nuestro banco —dijo después de un momento.

—El mismo y nadie más.

—Eso es ridículo —dijo Cole, el abogado—. ¿Cómo pudo hacerlo? Era uno de los pilares de la sociedad de Nueva York.

—¿Como William Ashberry? —preguntó con sarcasmo el criminalista—. El mundo de los negocios no era muy diferente de lo que es ahora. Mucha especulación financiera: una de las cartas de Charles cita al Tribune de Nueva York refiriéndose a las «burbujas explosivas» de Wall Street. Los ferrocarriles eran las compañías de Internet de aquel tiempo. Sus acciones estaban sobrevaloradas y quebraron. Es probable que Sanford perdiera su fortuna cuando eso ocurrió y Tweed aceptó darle un aval. Pero, siendo Tweed, trató de usar el dinero de otro para hacerlo. De modo que los dos se quitaron de en medio a Charles, y Sanford compró el huerto en una subasta amañada por una mínima parte de su valor. Echó abajo la casa de Charles y construyó su mansión sobre ella, aquí mismo en donde estamos sentados ahora. —Y señaló con la cabeza hacia las manzanas de alrededor—. Y más tarde él y sus herederos explotaron la tierra o la fueron vendiendo poco a poco.

—¿Charles no dijo que era inocente? ¿No contó lo que había ocurrido? —preguntó Hanson.

Rhyme se mofó.

—¿Un liberto contra el aparato antinegro del Tammany Hall Democratic? ¿Cómo habría podido funcionar? Además, él había matado al hombre en la taberna.

—Entonces era un asesino —señaló rápidamente el abogado, Cole.

—Por supuesto que no —le espetó Rhyme—. Necesitaba a ese Winskinskie con vida, para probar su inocencia. El asesinato fue en defensa propia. Pero Charles no tuvo otra elección que enterrar el cuerpo y ocultar el tiroteo. Si le descubrían, le colgaban.

Hanson sacudió la cabeza.

—Hay una cosa que no tiene sentido. ¿Por qué habría de afectar a Bill Ashberry lo que hizo Hiram Sanford? Seguro que es una mala publicidad, el fundador de un banco robándole la propiedad a un liberto. Ésos serían unos feos diez minutos en el telediario de la noche. Pero, francamente, existen expertos que podrían haber borrado las pruebas de un asunto así. No vale la pena matar a nadie por eso.

—Ah —asintió Rhyme—. Muy buena pregunta… Hemos investigado un poco. Ashberry estaba a cargo de la división inmobiliaria, ¿no es así?

—Así es.

—Y si estuviera a punto de quebrar, él habría perdido su trabajo y la mayor parte de su fortuna, ¿no?

—Supongo que sí. ¿Pero por qué iba a quebrar? Es nuestra unidad más rentable.

Rhyme miró a Wesley Goades.

—Su turno.

El abogado echó un vistazo a la gente del otro lado de la mesa, luego bajó la vista. El hombre no podía mirar a nadie a los ojos. Tampoco estaba acostumbrado a dar largas explicaciones como Rhyme, ni a sus digresiones ocasionales. Dijo simplemente:

—Estamos aquí para informarles de que la señorita Settle pretende iniciar una demanda contra su banco para que se le compense de su pérdida.

Hanson arrugó el ceño y miró a Cole, que le observó con comprensión.

—Según los datos que me han dado, hacer una demanda ilegal contra el banco por infligir daño emocional probablemente no llegue muy lejos. Miren, el problema es que el señor Ashberry actuaba por su cuenta, no como empleado del banco. No somos responsables de sus acciones. —Una mirada hacia Goades, que puede que fuera o no condescendiente—. Tal como les dirá su buen consejero. —Y añadió rápidamente, dirigiéndose a Geneva—: Pero entendemos muy bien lo que has pasado. —Stella Turner asintió—. Te compensaremos por ello. —Le ofreció una sonrisa—. Creo que descubrirás que podemos ser muy generosos.

El abogado añadió lo que debía:

—Dentro de lo razonable.

Rhyme observó con atención al presidente del banco. Gregory Hanson parecía un tipo majo. Joven a los cincuenta y de sonrisa fácil. Probablemente era un empresario nato, de ésos que eran jefes y padres de familia decentes, hacían su trabajo competentemente, trabajaban largas horas para los accionistas, volaban en clase económica a expensas de la compañía y recordaban los cumpleaños de sus empleados.

El criminalista casi se sentía mal por lo que se avecinaba.

Wesley Goades, sin embargo, no mostró ningún remordimiento al decir:

—Señor Hanson, los daños de los que hablamos no son por el intento de asesinato de su empleado contra la señorita Settle, tal como nosotros denominamos el hecho, ni tampoco por el «daño emocional». No, su demanda es en representación de los herederos de Charles Singleton, para recobrar la propiedad robada por Hiram Sanford, así como los perjuicios monetarios…

—Un momento —murmuró el presidente, dejando escapar una leve risa.

—… perjuicios equivalentes a los alquileres y ganancias que su banco ha hecho de esta propiedad desde la fecha en que el tribunal transfirió el título. —Consultó un papel—. Es decir, desde el 4 de agosto de 1868. El dinero será puesto en un fondo fiduciario a beneficio de todos los descendientes del señor Singleton, cuya distribución será supervisada por el tribunal. No tenemos aún la cifra exacta. —Finalmente levantó la cabeza y miró a Hanson a los ojos—. Pero un cálculo aproximado arroja una cantidad no inferior a novecientos setenta millones de dólares.