—¿Qué tal va la cosa, Sachs?
—Bien —le respondió a Rhyme a través de su conexión por radio.
Estaba a punto de terminar de hacer la cuadrícula, palabra que se refiere al método para investigar el lugar en el que se ha cometido un crimen, y que consiste en examinarlo de la misma manera en que se corta el césped, caminando de un extremo del sitio en cuestión hasta el otro y luego regresando tras desplazarse un poco hacia un lado. Después volvía a hacerse lo mismo, pero esta segunda vez caminando perpendicularmente al sentido seguido en el primer reconocimiento. Mirando además arriba y abajo, del suelo al techo. De este modo no se dejaba ni un solo centímetro o ángulo sin examinar. Había otras maneras de investigar el escenario de un crimen, pero Rhyme siempre insistía en que se utilizara ésa.
—¿Qué significa «bien»? —preguntó con irritación. A Rhyme no le gustaban las generalizaciones, o lo que llamaba evaluaciones «blandas».
—Se olvidó la bolsa con los utensilios —respondió ella. Puesto que la conexión mediante el Motorola entre Sachs y Rhyme era más que nada un medio para que él estuviera presente en el lugar del crimen a través de su sustituta, por lo general hacían caso omiso de las convenciones protocolarias para las comunicaciones por radio del Departamento de Policía de Nueva York, tal como terminar cada transmisión con una K.
—¿Ah, sí? Tal vez nos sea de tanta ayuda para identificarle como lo sería su cartera. ¿Qué hay en ella?
—Es todo un poco extraño, Rhyme. La típica cinta adhesiva, un cúter, condones. Pero también hay una carta de tarot. El dibujo ese de un tipo colgado en el cadalso.
—Me pregunto si será un auténtico psicópata, o sólo un imitador —dijo Rhyme, pensativo. A lo largo de los años, muchos asesinos habían dejado cartas de tarot y otros objetos característicos del ocultismo en el lugar del crimen; el caso reciente más notable había sido el del francotirador de Washington DC, varios años antes.
—La buena noticia es que tenía todo guardado en una bonita bolsa de plástico —prosiguió Sachs.
—Excelente. —Si bien los criminales suelen acordarse de usar guantes en el lugar mismo del crimen, a menudo se olvidan de las huellas dactilares que dejan en los objetos que llevan consigo para perpetrar ese crimen. El envoltorio desechado de un condón había llevado a la cárcel a muchos violadores que, por lo demás, habían evitado obsesivamente dejar huellas o fluidos corporales en el lugar de los hechos. En este caso, aunque el asesino se hubiera acordado de limpiar la cinta adhesiva, el cuchillo y los condones, era posible que hubiera olvidado limpiar la bolsa.
A continuación Sachs colocó la bolsa de plástico en una bolsa de papel para guardar pruebas —por lo general el papel era mejor que el plástico para preservar las pruebas— y la puso a un lado.
—La dejó en un anaquel cerca de donde estaba sentada la chica. Estoy comprobando si hay restos. —Espolvoreó los estantes con polvillo fluorescente, se puso unas gafas anaranjadas e iluminó la superficie con una fuente de luz especial. Las lámparas ALS revelaban huellas como las de sangre, semen e impresiones dactilares que de otro modo resultarían invisibles. Iluminando hacia arriba y hacia abajo, transmitió—: No hay huellas. Pero puedo ver que tenía puestos unos guantes de látex.
—Ah, eso está muy bien. Por dos razones. —La voz de Rhyme tenía tono de profesor. Le estaba examinando.
«¿Dos?», se preguntó ella. Una le vino inmediatamente a la cabeza: si llegaban a recuperar el guante, podrían recoger las huellas del interior de los dedos (otra cosa que los criminales olvidaban a menudo). Pero ¿y la segunda?
Sachs se lo preguntó.
—Es obvio. Significa que probablemente esté fichado, de modo que cuando encontremos una huella, el AFIS nos dirá quién es. —Los sistemas de identificación de huellas dactilares automatizados de cada Estado y el AFIS Integrado del FBI eran bases de datos informatizadas que podían proporcionar concordancias en cuestión de minutos, frente a los días o incluso semanas que llevaban los exámenes manuales.
—Claro —dijo Sachs, afligida por haber suspendido la prueba.
—¿Qué más justifica la evaluación de «bien»?
—Anoche enceraron el suelo.
—Y la agresión fue esta mañana temprano. De modo que tienes una buena superficie para ver las huellas de sus zapatos.
—Ajá. Aquí hay unas muy nítidas. —Arrodillándose, tomó una imagen electrostática de la huella de las pisadas del hombre. Estaba segura de que eran suyas; podía ver claramente el recorrido que había dejado marcado: había caminado hasta la mesa de Geneva, había adoptado una postura conveniente, de manera que tuviera bien cogida la porra para golpearla, y luego la había perseguido por la sala. Sachs también había comparado las huellas con las del único otro hombre que había estado allí esa mañana: las de Ron Pulaski, cuyos zapatos brillantes como espejos dejaban unas marcas muy distintas.
Le explicó que la chica había utilizado el maniquí para distraer al asesino y escapar. Rhyme se rio, festejando su ingenio.
—Rhyme, él la golpeó, bueno, al maniquí, con verdadera fuerza —agregó—. Con un objeto contundente. Tan fuerte que se rompió el plástico a través del tejido del gorro. Luego debió de ponerse furioso al comprobar que ella le había logrado engañar. También destrozó el lector de microfichas.
—Objeto contundente —repitió Rhyme—. ¿Puedes tomar una impresión?
Cuando dirigía el Departamento de la Policía Científica, antes de su accidente, Rhyme había recopilado un buen número de archivos de datos para ayudar a identificar pruebas e impresiones recogidas en el lugar de los hechos. El archivo de objetos contundentes contenía cientos de fotografías de marcas de impacto dejadas sobre la piel y sobre superficies inanimadas por varios tipos de objetos: desde llantas de acero hasta huesos humanos, pasando por el hielo. Pero después de haber examinado cuidadosamente tanto el maniquí como el lector de microfichas destrozado, Sachs dijo:
—No, Rhyme. No veo nada. El gorro que Geneva le puso al maniquí…
—¿Geneva?
—Así se llama la chica.
—Ah. Continúa.
Por un momento a ella le irritó —como ocurría a menudo— el hecho de que él no hubiera expresado el menor interés por saber algo sobre la chica o sobre su estado de ánimo. A menudo le fastidiaba que Rhyme sintiera tal indiferencia por los crímenes y las víctimas. Así, decía él, era como tenía que ser un criminalista. Uno no quería pilotos que se sintieran tan sobrecogidos por una hermosa puesta de sol o que sintieran tal terror ante una tormenta eléctrica que terminaran estrellándose contra una montaña; lo mismo se aplicaba a los polis. Ella entendía su argumento, pero para Amelia Sachs las víctimas eran seres humanos, y los crímenes no eran ejercicios científicos; eran horribles acontecimientos. Especialmente cuando la víctima era una chica de dieciséis años.
—El gorro que le puso al maniquí —prosiguió— hizo que la fuerza del golpe se extendiera. Y el lector de microfichas está hecho añicos también.
—Bueno, tráeme algunos pedazos de lo que él golpeó. Podría haber alguna impresión sobre ellos —pidió Rhyme.
—Por supuesto.
Se oían voces de fondo en casa de Rhyme.
—Termina y regresa pronto aquí, Sachs —dijo en un tono extraño, inquieto.
—Ya casi he acabado —le contestó—. Voy a hacer la cuadrícula en el recorrido de la huida… Rhyme, ¿qué sucede?
Silencio. Cuando él volvió a hablar, sonaba aún más incómodo.
—Tengo que dejarte, Sachs. Parece que tengo visita.
—¿Quién…?
Pero él ya había cortado la comunicación.
La mujer de blanco, la profesional, había desaparecido de la ventana de la biblioteca.
Pero Thompson Boyd ya no estaba interesado en ella. Desde su posición estratégica, veinte metros por encima de la calle, miraba a un poli mayor, que se aproximaba a unos testigos. El hombre era de edad madura, de porte pesado y vestía un traje arrugadísimo. Thompson también conocía a esa clase de oficiales. No eran brillantes, pero eran como el bulldog al que se parecían. No había nada que los detuviera en su camino hacia el meollo del asunto.
Cuando el poli gordo hizo un gesto con la cabeza a otro hombre, un negro alto de traje marrón, que salía del museo, Thompson abandonó su puesto de observación y descendió las escaleras a toda prisa. Se detuvo antes de llegar a la planta baja, sacó su revólver del bolsillo y se aseguró de que no tuviera nada atascado en el cañón o el tambor. Se preguntó si habría sido eso, el ruido producido al abrir y cerrar el tambor en la biblioteca, lo que había alertado a la chica de que él era una amenaza.
Aunque no parecía haber nadie cerca, revisó su revólver en absoluto silencio.
Aprende de tus errores.
Seguir las reglas al pie de la letra.
El revólver estaba bien. Se lo escondió en el abrigo, bajó por el oscuro hueco de la escalera y salió por el vestíbulo que estaba en el otro extremo, en la calle 56, y luego se encaminó hacia un callejón que lo llevó otra vez al museo.
No había nadie vigilando la entrada en el otro extremo del callejón, en la 55. Sin que nadie percibiera su presencia, Thompson aminoró el paso y se dirigió hacia un gran contenedor de basura verde, abollado, que apestaba a comida podrida. Miró hacia la calle. Se había reabierto al tráfico, pero varias decenas de personas de las oficinas y tiendas cercanas permanecían en las aceras, esperando ver algo emocionante que contarles a sus compañeros de oficina y familiares. La mujer de blanco —la serpiente del beso mortífero— aún estaba allí arriba. Fuera había dos coches patrulla y una furgoneta de la policía científica, así como tres polis de uniforme, dos de civil y el detective gordo del traje arrugado.
Thompson agarró el arma firmemente. Un disparo era una manera muy poco competente de matar a alguien. Pero a veces, como en aquel momento, no quedaba otra elección. Si uno tenía que disparar, las reglas dictaminaban que apuntara al corazón. Nunca a la cabeza. El cráneo era lo suficientemente sólido como para desviar una bala en muchas circunstancias, y además era relativamente pequeño y difícil de alcanzar.
Siempre al pecho.
Los penetrantes ojos azules de Thompson se posaron sobre el pesado poli del traje arrugado en el momento en que éste miraba un pedazo de papel.
Impasible, Thompson apoyó el revólver sobre su antebrazo izquierdo y apuntó cuidadosamente, con pulso firme. Hizo cuatro rápidos disparos.
El primero le dio en el muslo a una mujer que estaba en la acera.
Los otros dieron en el blanco buscado, alcanzando a la víctima exactamente donde Thompson había apuntado. Los tres puntos minúsculos aparecieron en el centro del pecho; se habían convertido en tres rosetones de sangre en el momento en que el cuerpo cayó al suelo.
Frente a él había dos chicas y, aunque sus cuerpos eran del todo opuestos, lo primero en que se fijó Lincoln Rhyme fue en lo distintos que eran sus ojos.
La gordita —vestida con ropa chillona y bisutería reluciente, con uñas largas y anaranjadas— tenía unos ojos que danzaban como insectos frenéticos. Incapaz de mirar a Rhyme o a ninguna otra cosa durante más de un segundo, hizo un vertiginoso recorrido visual del laboratorio: el instrumental científico, los vasos de precipitado, los productos químicos, los ordenadores y los monitores, los cables que había por todas partes. También las piernas y la silla de ruedas de Rhyme, por supuesto. Mascaba chicle haciendo ruido.
La otra chica, bajita, flacucha y con aire de muchacho, rezumaba cierta calma. Miraba a Lincoln Rhyme con los ojos clavados en él. Echó un vistazo a la silla de ruedas, y luego volvió a mirarle a él. El laboratorio no le interesaba.
—Geneva Settle —dijo la tranquila agente de policía, Jennifer Robinson, señalando a la chica delgada, la de la mirada firme. Robinson era amiga de Amelia Sachs, quien había dispuesto que fuera ella la que llevara a las chicas hasta allí en coche desde la comisaría de Midtown North—. Y su amiga —prosiguió Robinson—. Lakeesha Scott. Tira el chicle, Lakeesha.
La chica le dedicó una mirada de fastidio, pero metió la goma mascada en alguna parte de su enorme bolso, sin molestarse en envolverla.
—Geneva y ella fueron juntas al museo esta mañana —explicó la mujer policía.
—Sólo que yo no vi nada —dijo Lakeesha precavidamente.
Rhyme se preguntó si la chica grandullona estaría nerviosa como consecuencia de lo sucedido, o si se sentía incómoda porque él era un lisiado. Probablemente, ambas cosas.
Geneva llevaba una camiseta gris, pantalones holgados y zapatillas de deporte, lo cual, supuso Rhyme, debía de ser la moda entre los estudiantes de instituto. Sellitto había dicho que la chica tenía dieciséis años, pero parecía más joven. Mientras que el peinado de Lakeesha estaba formado por una infinidad de delgadas trenzas doradas y negras, tan tirantes que se le veía el cuero cabelludo, Geneva llevaba el cabello muy corto.
—Les he explicado a las chicas quién es usted, capitán —dijo Robinson, utilizando un tratamiento que había perdido vigencia hacía unos años—. Y que les va a hacer algunas preguntas sobre lo que ha ocurrido. Geneva quiere regresar al instituto, pero le he dicho que tendrá que esperar.
—Estoy de exámenes —señaló Geneva.
Lakeesha hizo un chasquido con la lengua a través de sus blancos dientes.
Robinson prosiguió.
—Los padres de Geneva no se encuentran en el país. Pero regresarán en el primer vuelo. Un tío suyo vive con ella mientras ellos están fuera.
—¿Dónde están? —preguntó Rhyme—. Tus padres.
—Mi padre está en Oxford dando clases en un simposio.
—¿Es profesor?
La joven asintió con la cabeza.
—De literatura. En Hunter.
Rhyme se censuró a sí mismo por haberse sorprendido de que una jovencita de Harlem pudiera tener unos padres intelectuales y trotamundos. Se sentía enfadado por haber encasillado a la chica en un estereotipo, pero sobre todo le dolió el orgullo por haber hecho una deducción errónea. Era cierto que vestía como una pandillera, pero debería haber supuesto que la chica tenía raíces académicas; había sido atacada por la mañana temprano mientras se encontraba en la biblioteca, no haraganeando en una esquina o viendo la tele antes de ir al instituto.
Lakeesha sacó un paquete de cigarrillos de su bolso.
—Aquí no… —empezó a decir Rhyme.
Entonces Thom entró por la puerta.
—… se puede fumar. —Le quitó el paquete a la chica y se lo volvió a meter en el bolso. Imperturbable ante el hecho de que hubieran aparecido dos adolescentes durante su turno, Thom sonrió.
—¿Un refresco?
—¿Tiene café? —preguntó Lakeesha.
—Sí, claro. —Thom miró a Jennifer Robinson y a Rhyme, quienes asintieron con la cabeza.
—Me gusta fuerte —anunció la voluminosa chica.
—¿Ah, sí? —dijo Thom—. A mí también. —Y se dirigió a Geneva—: ¿Tú quieres algo?
La chica negó con la cabeza.
Rhyme miró con añoranza la botella de whisky que había sobre un estante allí cerca. Thom se dio cuenta y se rio. El asistente desapareció. Para disgusto de Rhyme, la mujer policía, Robinson, dijo:
—Tengo que regresar a la comisaría, señor.
—¿De veras? —preguntó Rhyme, consternado—. ¿Está segura de que no puede quedarse un poco más?
—No puedo, señor. Pero si necesita cualquier otra cosa, llámeme.
—¿Qué tal una canguro?
Rhyme no creía en el destino, pero si hubiera creído, habría percibido que éste le había hecho una hábil jugarreta: había cogido el caso para evitar el examen médico del hospital, y ahora le devolvían la moneda por su engaño imponiéndole tener que pasar una tremendamente embarazosa media hora, poco más o menos, en compañía de dos chicas de instituto. Los jóvenes no eran su fuerte.
—Hasta pronto, capitán. —Robinson salió por la puerta.
—De acuerdo —rezongó éste.
Thom regresó unos minutos después con una bandeja. Sirvió una taza de café para Lakeesha y le tendió un tazón a Geneva, el cual —Rhyme percibió el aroma— contenía chocolate caliente.
—He supuesto que de todas maneras querrías tomar algo —dijo el asistente—. Si no lo quieres, puedes dejarlo.
—No, está bien, me gusta. Gracias. —Geneva fijó la vista en la superficie caliente. Dio un sorbo, otro, bajó el tazón y miró el suelo. Dio unos cuantos sorbos más.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Rhyme.
Geneva asintió con la cabeza.
—Yo también —dijo Lakeesha.
—¿Os atacó a las dos? —preguntó Rhyme.
—Nooo, a mí no. —Lakeesha se quedó mirándole—. ¿Está usted como ese actor que se partió el cuello? —Sorbió ruidosamente su café y acto seguido le echó más azúcar. Volvió a sorber ruidosamente.
—Así es.
—¿Y no puede mover nada de nada?
—Poca cosa.
—¡Caray!
—Keesh —susurró Geneva—. Corta el rollo, tía.
—Es que… ya sabes, ¡caray!
Otra vez silencio. Sólo habían pasado ocho minutos desde que habían llegado. Y le parecían horas. ¿Qué debería hacer? ¿Enviar a Thom a que saliera a la carrera a comprar un juego de mesa?
Por supuesto, había preguntas que debía formular. Pero Rhyme era reticente a hacerlo él mismo. No tenía habilidad para entrevistar ni para interrogar. Cuando estaba en la policía, probablemente había interrogado a sospechosos una decena de veces, pero nunca tuvo uno de esos momentos fantásticos en los que el reo se viene abajo y confiesa. Sin embargo, Sachs poseía un talento innato para ese trabajo. Les advertía a los principiantes que un caso podía echarse a perder sólo con una palabra equivocada. Ella lo llamaba «contaminar la mente», el equivalente al pecado número uno según Rhyme: contaminar el escenario del crimen.
—¿Cómo hace para moverse con esa silla? —preguntó Lakeesha.
—¡Shhhhh! —la reprendió Geneva.
—Sólo estoy preguntando.
—Bueno, pues deja de preguntar.
—No hago daño a nadie preguntando.
Lakeesha ya no estaba nerviosa. Rhyme se dio cuenta de que en realidad era bastante espabilada. Primero se muestra inquieta, dando una imagen de ingenuidad y vulnerabilidad, para que uno se confíe, pero lo que de verdad lleva haciendo todo el tiempo es tratar de entender de qué va todo. Una vez que siente que controla la situación, sabe si le conviene o no seguir con sus desplantes.
De hecho, Rhyme agradecía al cielo tener algo sobre lo que conversar. Le habló de la UCM (unidad de control medioambiental), de cómo el touch-pad que quedaba bajo su anular izquierdo podía controlar el movimiento y la velocidad de la silla de ruedas.
—¿Un dedo? —Keesha se miró una de sus uñas anaranjadas—. ¿No puede mover nada más?
—Así es. Además de la cabeza y los hombros.
—Señor Rhyme —interrumpió Geneva, mirando su Swatch rojo, que le quedaba enorme y destacaba en su delgada muñeca—, mis exámenes. El primero es dentro de dos horas. ¿Cuánto tiempo va a llevar esto?
—¿El instituto? —preguntó Rhyme, sorprendido—. Seguro que hoy podéis quedaros en casa. Después de lo sucedido, vuestros profesores comprenderán la situación.
—Pero yo no quiero quedarme en casa. Tengo que hacer esos exámenes.
—¡Oye, tía! Si este hombre dice que tenemos garantizado el permiso, ¿por qué vas tú y dices que no? Vamos, enróllate.
Geneva levantó la vista y miró a su amiga a los ojos.
—Y tú también vas a hacer esos exámenes. No creas que te vas a escaquear.
—Esto no es escaquearse; tenemos permiso —señaló la voluminosa chica con impecable lógica.
Sonó el teléfono de Rhyme, que se alegró de que se produjera la interrupción.
—Comando: responder teléfono —dijo en el micrófono de manos libres.
—¡Rayos! —dijo Lakeesha, enarcando las cejas—. Fíjate, Gen. Yo quiero uno de ésos.
Geneva frunció el ceño y susurró algo a su amiga; ésta, con un gesto de impaciencia, bebió un poco de café, haciendo ruido al sorberlo.
—Rhyme —dijo la voz de Sachs.
—Están aquí, Sachs —explicó Rhyme con la voz crispada—. Geneva y su amiga. Y espero que tú estés…
—Rhyme —repitió. Hablaba en un tono especial. Algo iba mal.
—¿Qué pasa?
—Al final, el escenario estaba «caliente».
—¿Estaba él allí?
—Ajá. Nunca se fue. O volvió sobre sus pasos.
—¿Estás bien?
—Sí. No era a mí a quien buscaba.
—¿Qué sucedió?
—Se acercó al lugar, se metió en un callejón. Hizo cuatro disparos. Hirió a una transeúnte… y mató a un testigo. Su nombre era Don Barry. Estaba a cargo de la biblioteca del museo. Recibió tres disparos en el corazón. Murió en el acto.
—¿Estás segura de que el que disparó es el mismo?
—Ajá. Las huellas de zapatos que recogí desde la posición de tiro coinciden con las de la biblioteca. Justo en ese momento Lon estaba a punto de interrogarle. Se encontraba frente a él cuando sucedió.
—¿Pudo ver al autor de los disparos?
—No. Nadie le vio. Estaba escondido detrás de un gran contenedor de basura. Un par de agentes que estaban allí fueron a auxiliar a la mujer para tratar de salvarla. Sangraba mucho de la herida. El tipo escapó entre la muchedumbre. Sencillamente desapareció.
—¿Se ha ocupado alguien de los detalles?
Llamar a los familiares cercanos. Los detalles.
—Lon iba a hacer las llamadas, pero tuvo problemas con el teléfono o algo así. Un sargento se ha encargado de ello.
—De acuerdo, Sachs, regresa con lo que hayas encontrado… Comando: colgar. —Levantó la vista y vio a las dos chicas que le miraban fijamente—. Parece que, después de todo, el hombre que te atacó no se había ido. O regresó. Mató al encargado de la biblioteca y…
—¿Al señor Barry? —Geneva Settle dejó escapar un grito ahogado. Se quedó de piedra, helada.
—Así es.
—Mierda —murmuró Lakeesha. Cerró los ojos y se estremeció.
Un momento después, Geneva tensó los labios y bajó la vista. Dejó el chocolate en una mesa.
—No, no…
—Lo siento —dijo Rhyme—. ¿Era amigo tuyo?
La chica hizo un gesto con la cabeza.
—No exactamente. Sólo me estaba ayudando con mi trabajo. —Geneva se enderezó en la silla—. Pero no importa si era amigo o no. Está muerto… eso es terrible… —Y murmuró llena de ira—: ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
—Porque era un testigo, supongo. Podía identificar al hombre que te atacó.
—Así que está muerto por mi culpa.
Rhyme masculló unas palabras dirigidas a Geneva; no, ¿cómo iba a ser culpa suya? Ella no planeó que la atacaran. Simplemente, Barry tuvo mala suerte. Momento inoportuno, lugar inoportuno.
Pero las palabras de consuelo no surtieron ningún efecto en la chica. Tenía la expresión tensa, los ojos tristes. Rhyme no sabía qué hacer a continuación. Por si no había sido suficiente tener que soportar la presencia de las adolescentes, ahora debía consolarlas, conseguir que se olvidaran de la tragedia. Se acercó a las chicas con la silla de ruedas y, armándose de paciencia, se puso a conversar de trivialidades.