CAPÍTULO 39

El hombre blanco, de cincuenta y cuatro años, vestido con un traje de Brooks Brothers, estaba sentado en una de sus dos oficinas de Manhattan, ocupado en un debate que mantenía consigo mismo.

¿Sí o no?

La pregunta era importante, se trataba literalmente de un asunto de vida o muerte.

Elegante y de constitución robusta, William Ashberry Jr. se reclinó sobre una silla que rechinaba y miró hacia el horizonte de Nueva Jersey. Esa oficina no era tan elegante ni tan moderna como la del sur de Manhattan, pero era su favorita. La habitación estaba en la histórica mansión Sanford, en el Upper West Side, propiedad del banco del que él era el directivo de más antigüedad.

Sopesaba: ¿sí o no?

Ashberry era un financiero y empresario de la vieja escuela, lo cual quería decir, por ejemplo, que no hizo el menor caso de Internet cuando la red se encontraba en su momento cumbre, y no le quitó el sueño cuando la realidad desmintió a los expertos, aunque sí consoló de manera superficial a algunos clientes que habían desoído sus consejos. Este rechazo a dejarse seducir por las novedades, combinado con sólidas inversiones en empresas fiables y, sobre todo, en negocios inmobiliarios en Nueva York, habían generado para ambos, él y el Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, una enorme suma de dinero.

De la vieja escuela, sin duda, pero sólo en un sentido. Porque él llevaba un estilo de vida asegurado por un salario anual que superaba el millón de dólares, junto con los venerados dividendos que constituían los pilares de Wall Street, varias casas, miembro de agradables clubes de campo, hijas bonitas y bien educadas y relaciones con un número de instituciones de caridad a las que él y su esposa se complacían en ayudar. Y el Grumman, su avión privado para los frecuentes viajes transoceánicos, era un importante privilegio adicional.

Pero Ashberry era también atípico para los ejecutivos del nivel de la revista Forbes. Si uno araña un poco la superficie, encontrará al mismo niño bravucón del sur de Filadelfia, cuyo padre era un duro obrero de fábrica y cuyo abuelo falsificaba libros de cuentas, y hacía los trabajos difíciles para Angelo Bruno, el capo de la mafia de Filadelfia, y más tarde para Phil Testa, su sucesor. Ahsberry mismo se había juntado con un grupo de bravucones, había hecho dinero a cuchillo y a golpes, y había hecho otras cosas que, de no haberse asegurado de que estaban enterradas para siempre, podrían haber regresado del pasado para amenazarle. Pero con poco más de veinte años tuvo la presencia de ánimo como para darse cuenta de que, si seguía haciendo de prestamista y rompiendo cabezas para conseguir dinero a cambio de protección y vagando en Filadelfia por las calles Dickson y Reed, su única recompensa sería el cambio de una hamburguesa y un tiro en la cárcel. Si hacía más o menos lo mismo en el mundo de los negocios, pasando el rato en el sur de Broadway y en el norte del West Side de Manhattan, se haría rico de cojones y tendría sus buenas oportunidades en Albany o Washington. Y hasta podría ocupar el puesto de Frank Rizzo. ¿Por qué no?

De modo que iba de noche a la Facultad de Derecho, tenía su licencia de agente inmobiliario y más tarde consiguió un trabajo en el Banco Sanford, primero en la caja y luego logrando ascensos de rango a rango. Y, en efecto, empezó a hacer dinero, lentamente al principio, y luego en flujo constante. Pronto llegó a ser el director de la sucursal más importante del banco, la de las operaciones inmobiliarias, aplastando a sus competidores —tanto dentro como fuera del banco— con su manera peculiar de afrontar los negocios. En aquel momento consiguió con malas artes el puesto de director de la Fundación Sanford, el lado filantrópico del banco, que era, según se informó, el mejor modo de establecer contactos políticos.

Otra ojeada al horizonte de Jersey, otro momento de debate, frotándose compulsivamente el muslo con la mano, macizo por sus sesiones de tenis, jogging, golf, vela. ¿Sí o no?

Vida y muerte…

Calculando, con un pie puesto para siempre en la calle 17 del sur de Filadelfia, Bill Ashberry jugaba con tipos peligrosos.

Por ejemplo, con hombres como Thompson Boyd.

Ashberry había conseguido el nombre del asesino a sueldo a través de un pirómano que había cometido el error de reducir a cenizas una de las propiedades comerciales de Ahsberry —y le cogieron mientras lo hacía— hacía unos años. Cuando Ashberry se dio cuenta de que tenía que matar a Geneva Settle, contrató a un detective privado para que localizara al pirómano, que estaba en libertad condicional, y le había pagado 20.000 dólares para que le pusiera en contacto con un asesino a sueldo. Ese hombre desaliñado (por el amor de Dios, llevaba un peinado imposible) había sugerido a Boyd. Ahsberry había quedado impresionado con la elección. Boyd daba verdadero miedo, pero no a la manera exagerada del sur de Filadelfia. Lo que resultaba espeluznante era el hecho de que fuera tan calmado, tan frío. No había ni un atisbo de emoción en sus ojos y nunca se le escapaba un «gilipollas» o un «joder».

El banquero le había explicado lo que necesitaba y habían acordado el pago: un cuarto de millón de dólares (ni siquiera esa cantidad había despertado en Boyd el más mínimo gesto; parecía más interesado —tampoco podría decirse que ansioso— ante la perspectiva de matar a una jovencita, como si nunca hubiera hecho algo así antes).

Durante un tiempo pareció que las cosas le saldrían bien a Boyd y que la chica moriría, y con eso se resolverían todos los problemas de Ashberry.

Pero luego vino el desastre: Boyd y su cómplice, esa tal Frazier, estaban en la cárcel.

De ahí el dilema: sí, no… ¿Debería matar él mismo a Geneva?

Con su peculiar manera de enfrentarse a los negocios, consideró los riesgos.

A pesar de su personalidad de zombi, Boyd había sido tan sagaz como aterrador. Conocía el negocio de la muerte, también sabía de investigación de homicidios y cómo manejar los móviles para enviar a la policía en la dirección equivocada. Había utilizado varios móviles falsos para despistar a los agentes. En primer lugar, un intento de violación; pero eso no había funcionado. El segundo era más sutil. Había plantado unas semillas que estaba seguro, por los tiempos que corrían, de que crecerían bien: la conexión terrorista. Él y su cómplice habían encontrado a un pobre inútil que repartía comida de Oriente Próximo a carritos y restaurantes cerca de una joyería. El edificio estaba enfrente de donde Geneva Settle debía ser asesinada. Boyd había localizado el restaurante para el que trabajaba y había revisado el sitio y conseguido saber cuál era su furgoneta. Boyd y su compañera habían dejado una serie de pistas para hacer creer que el pobre árabe era un terrorista a punto de cometer un atentado y quería matar a Geneva porque ella le había visto planear el ataque.

Boyd se había tomado la molestia de robar pedazos de papel de oficina de la basura en la parte de atrás de la joyería. Había dibujado un mapa en una hoja, y en otra había escrito una nota acerca de la chica en un inglés teñido de árabe (una página web de lengua árabe había sido de gran ayuda en ese punto), para engañar a los policías. Boyd iba a dejar esas notas cerca del escenario del crimen, pero resultó mejor aún; la policía las había hallado en el escondite de Boyd antes de que él lograra colocarlas, lo que daba aún mayor credibilidad a la conexión terrorista. Habían utilizado comida de Oriente Próximo como pistas y hecho falsas amenazas de bombas al FBI desde teléfonos públicos de la zona.

Boyd no pensaba continuar con esa farsa. Pero después una maldita policía —la detective Sachs— había aparecido por la fundación ¡para rebuscar en sus archivos! Ashberry aún recordaba cuánto había tenido que esforzarse en mantener la calma, hablando de nimiedades con la bonita pelirroja y ofreciéndole la posibilidad de que ella misma revisara los archivos. Había necesitado mucha fuerza de voluntad para no bajar él y preguntarle como el que no quería la cosa qué estaba buscando. Pero había demasiado riesgo de que eso levantara sospechas. Se había mostrado conforme con que ella se llevara algunos materiales y cuando examinó los archivos, después de que ella se fuera, no encontró nada que pareciera preocupante.

Sin embargo, su mera presencia en la fundación y el hecho de que quisiera examinar algunos materiales sugería al banquero que los policías no habían mordido el anzuelo del móvil terrorista. Ashberry había llamado a Boyd y le había ordenado hacer más creíble la historia. El asesino había comprado una bomba al pirómano que había puesto a Ashberry en contacto con él. Había plantado el dispositivo en la furgoneta, junto con una carta desafiante para el Times acerca de los sionistas. Boyd había sido arrestado justo después de esto, pero su compañera —la mujer negra de Harlem— había hecho detonar la bomba, y finalmente la policía había entendido el mensaje: terrorismo.

Y como aquel inútil estaba muerto, le habían quitado la protección a la chica.

Ésta fue la oportunidad de Alina Frazier para acabar con el encargo.

Pero la policía la había desenmascarado también, y la había detenido.

Ahora, la gran pregunta era: ¿creería la policía que la amenaza para la chica se había diluido finalmente, al haber muerto el cerebro, y habiendo sido detenidos los dos asesinos a sueldo?

Pensó que no estarían convencidos por completo, pero bajarían la guardia.

¿Cuál sería, entonces, el riesgo si él mismo seguía adelante?

Mínimo, se dijo.

Geneva Settle tenía que morir. Necesitaba sólo una oportunidad. Boyd había dicho que la chica había dejado la casa de West Harlem y estaba ahora en otro sitio. La única conexión de Ashberry era el instituto. Se levantó, salió de la oficina y tomó el ornamentado ascensor para dirigirse a la planta baja. Luego caminó hasta Broadway y buscó una cabina. («Siempre cabinas, nunca líneas privadas. Y nunca jamás móviles». Gracias, Thompson).

Consiguió el número en la guía telefónica, y lo marcó.

—Instituto Langston Hughes —respondió una mujer.

Echó un vistazo al lateral de un camión de un comercio al por menor de por allí cerca y luego dijo a la recepcionista:

—Habla el detective Steve Macy, del departamento de policía. Me gustaría hablar con la persona responsable.

Unos momento después le comunicaron con el subdirector.

—¿Qué desea? —preguntó, preocupado, el hombre. Ashberry oía muchas voces de fondo. (El empresario no guardaba buen recuerdo de su época de estudiante).

Se identificó una vez más y añadió:

—Estoy siguiendo un incidente relacionado con una de sus alumnas, Geneva Settle.

—Sí, claro, ella fue testigo de algo, ¿no?

—Sí. Necesito llevarle algunos papeles esta tarde. El fiscal del distrito formulará cargos contra algunas de las personas involucradas en el caso y necesitamos su firma en la declaración. ¿Puedo hablar con ella?

—Claro, espere un momento. —Una pausa mientras el subdirector preguntaba a alguien de la habitación qué horario tenía la chica. A Ahsberry le pareció oír que estaba ausente. El hombre volvió al aparato—. Hoy no está en el instituto. Volverá el lunes.

—¿Está en casa?

—Espere un momento…

Otra voz le sugería algo al subdirector.

Por favor, pensaba Ashberry…

El hombre regresó a la línea.

—Una de sus profesoras cree que hoy por la tarde estará en Columbia, trabajando en un proyecto.

—¿La universidad?

—Sí. Pregunte por el profesor Mathers. No sé cuál es su nombre, lo siento.

El subdirector parecía preocupado, pero para asegurarse de que el hombre no llamaría a la policía para comprobar su identidad, Ashberry dijo como no dándole importancia:

—Ya sabe, simplemente llamaré a los oficiales que la están custodiando. Gracias.

—Claro, hasta luego.

Ashberry colgó y se quedó allí, mirando la calle ajetreada. Él sólo quería la dirección de la chica, pero podría funcionar mejor, a pesar de que el subdirector no se sorprendió cuando Ashberry mencionó a los guardias, lo que significaba que alguien estaría aún protegiéndola. Tendría que tomar en cuenta ese hecho. Llamó a la centralita de Columbia y le dijeron que el horario de ese día del profesor Mathers era de una a seis.

¿Cuánto tiempo estaría allí Geneva?, se preguntó Ashberry. Confiaba en que permaneciera allí casi todo el día; él tenía mucho que hacer.

Esa tarde, a las cuatro y media, William Ashberry cruzaba Harlem en su BMW M5, mirando alrededor. No pensaba en aquel sitio en términos culturales o raciales. Lo veía como una oportunidad. Para él, el valor de un hombre estaba determinado por su habilidad para pagar a tiempo sus deudas, en particular y desde una perspectiva egoísta, la habilidad de un hombre para pagar el alquiler o la hipoteca de alguno de los proyectos de rehabilitación que el Banco Sanford tenía en marcha en Harlem. Que el prestatario fuera negro o hispano o blanco o asiático, traficante o ejecutivo publicitario… carecía de importancia. A condición de que todos los meses firmara el cheque.

En aquel instante, en la calle 125, pasaba ante uno de los edificios que su banco estaba rehabilitando. Habían quitado los graffitis, el interior estaba destripado y había un montón de materiales en el piso inferior. Los antiguos inquilinos habían recibido incentivos para trasladarse a otro sitio. A algunos reacios se les había «urgido» a hacerlo y habían entendido el aviso. Muchos de los nuevos inquilinos habían firmado arrendamientos altos, aun cuando faltaran seis meses para que se terminara la construcción.

Dobló hacia una calle comercial, llena de gente, mirando a los vendedores. No era lo que necesitaba. El banquero continuó su búsqueda, la última tarea de una tarde que había sido frenética, por decirlo suavemente. Después de salir de su oficina en la Fundación Sanford había conducido a toda velocidad a su casa de fin de semana de Nueva Jersey. Allí había abierto el armario de las armas y había cogido su escopeta de dos cañones. En la mesa de trabajo del garaje había serrado los cañones, recortando el arma hasta una longitud aproximada de 45 centímetros: una tarea sorprendentemente dura, que le había costado media docena de cuchillas eléctricas. Tiró el doble cañón en el pozo que había detrás de la casa; luego hizo un alto y miró a su alrededor, pensando que allí, en el plazo de un año, se casaría su hija tras graduarse en Vassar.

Permaneció allí durante un buen rato, con la mirada perdida en el sol que se reflejaba en el agua fría y azul. Luego había cargado la escopeta recortada y la había metido, junto con una docena de proyectiles, en una caja de cartón, cubriéndola con algunos libros viejos, periódicos y revistas. No necesitaría más accesorios; el profesor y Geneva no vivirían lo suficiente para mirar dentro de la caja.

Vestido con un traje y una chaqueta deportiva mal combinados, el pelo hacia atrás, con gafas compradas en una farmacia —el mejor disfraz que se le ocurrió—, Ashberry había cruzado el puente de George Washington a toda prisa y había entrado en Harlem, en donde se encontraba en aquellos momentos, buscando el último elemento del drama.

Ajá, allí…

El banquero aparcó y salió del coche. Caminó hasta un vendedor ambulante de la Nación del Islam y compró un sombrero islámico, sin que el hombre mostrara el menor atisbo de sorpresa. Ashberry, que cogió el sombrero con una mano enguantada (gracias otra vez, Thompson), regresó al coche. Cuando le pareció que no miraba nadie, se agachó y frotó el sombrero en el suelo de la cabina telefónica, donde suponía que habría estado de pie una buena cantidad de personas en los días anteriores. Al sombrero se adherirían suciedad y otras pruebas —idealmente uno o dos pelos— que darían a la policía aún más pistas falsas hacia la conexión terrorista. Frotó el interior del gorro contra el auricular del teléfono para recoger saliva y sudor para futuras pruebas de ADN. Deslizó el gorro dentro de la caja con el arma, las revistas y los libros, se montó en el coche y condujo hacia Morningside Heights y hacia el campus de Columbia.

Pronto dio con el viejo edificio de la facultad donde estaba la oficina de Mathers. El ejecutivo divisó un patrullero aparcado en la puerta, un oficial sentado en el asiento delantero, observando atentamente la calle. De modo que sí que tenía escolta.

No le preocupaba mucho. Había sobrevivido a situaciones más difíciles en las calles del sur de Filadelfia y en las salas de juntas de Wall Street. La sorpresa era la mejor carta, se pueden superar los inconvenientes más abrumadores si uno hace algo inesperado.

Continuó por la calle, hizo un giro y aparcó detrás del edificio. El coche quedó en un lugar discreto y en dirección hacia la autopista para asegurar una rápida escapada. Descendió y miró a su alrededor. Sí, podría funcionar, podría acercarse a la oficina por un lateral, luego deslizarse por la puerta principal cuando el oficial estuviera mirando a otro lado.

Para salir, había una puerta trasera en el edificio. Y dos ventanas en el nivel de la calle. Si el policía corría dentro del edificio al escuchar los disparos, Ashberry podría dispararle desde una de las ventanas del frente. En cualquier caso tendría tiempo suficiente de arrojar el gorro árabe como prueba y alcanzar su coche antes de que llegasen otros policías.

Encontró una cabina telefónica. Llamó a la centralita de la universidad.

—Universidad de Columbia —respondió una voz.

—Con el profesor Mathers, por favor.

—Un momento.

Una voz con inflexión negra respondió:

—¿Hola?

—¿Profesor Mathers?

—Exacto.

De nuevo con el nombre de Steve Macy, Ashberry explicó que era un autor de Filadelfia que estaba haciendo una investigación en la Biblioteca Lehman, el complejo de Columbia dedicado a las ciencias sociales y al periodismo. (La Fundación Sanford había dado mucho dinero a bibliotecas y colegios como ésos. Ashberry había obtenido algunos beneficios de esa colaboración: podía describirlo si se lo requerían). Entonces dijo que uno de los bibliotecarios había oído que Mathers estaba investigando sobre la historia de Nueva York en el siglo XIX, en particular la época de la reconstrucción. ¿Era cierto?

El profesor lanzó una risa de sorpresa.

—Sí, en efecto. Pero no es para mí. Estoy ayudando a una estudiante de instituto. Ella está conmigo en este momento.

Gracias a Dios. La chica aún estaba allí. Puedo terminar con todo ahora y seguir con mi vida.

Ashberry dijo que había traído bastante material de Filadelfia. ¿Les interesaría, a su alumna y a él, echar un vistazo al material?

El profesor dijo que por supuesto, se lo agradeció y le preguntó cuándo le vendría bien pasarse por allí.

Cuando tenía diecisiete años, Billy Ashberry mantuvo un cúter contra el muslo de un viejo tendero para recordarle que el pago por la protección había vencido hacía tiempo. Le cortaría un centímetro por cada día de pago vencido, a menos que saldara la deuda al instante. Su voz era tan serena entonces como en ese momento, cuando le dijo a Mathers:

—Me voy esta noche, pero podría acercarme ahora. Puede hacer una copia si lo desea. ¿Tiene una fotocopiadora?

—Sí, claro.

—Estaré allí en unos minutos.

Colgaron. Ashberry buscó en la caja y quitó el seguro de la escopeta. Luego levantó la caja y se encaminó hacia el edificio, entre un remolino de hojas de otoño que giraban en pequeños círculos con la fresca brisa.