CAPÍTULO 38

Alina Frazier —la mujer que se hacía pasar por la orientadora Patricia Barton— no tenía la sangre fría de su compañero. Thompson Boyd era puro hielo. Nunca perdía la calma. Pero Alina siempre había sido emotiva. Estaba furiosa y no dejaba de maldecir mientras trepaba por encima del cuerpo del padre de Geneva y salía trastabillando al callejón, mirando a derecha e izquierda en busca de la chica.

Furiosa porque Boyd estaba en la cárcel, furiosa porque la chica se le escapaba.

Respiró hondo y miró a ambos lados del callejón. ¿Dónde estaría la pequeña zorra?

Un destello gris a su derecha: Geneva gateaba por detrás de un contenedor oxidado azul y desaparecía por la zona de obras. Jadeando, la mujer emprendió la persecución. Era una mujer corpulenta, sí, pero también fuerte y se movía con rapidez. Puedes dejar que la cárcel te ablande o que te convierta en una piedra. Ella había elegido lo segundo.

Frazier había sido pandillera a principios de los noventa, la líder de un grupo de chicas que vagaba por Times Square y el norte del East Side, donde los turistas y los residentes —que sí sospecharían de un grupo de chicos adolescentes— no se inquietaban por unas cuantas chicas bulliciosas con bolsas de Daffy Dan y Macy's. Es decir, hasta que aparecían los cuchillos y las pistolas y las tías ricas perdían el dinero y las joyas. Tras una temporada en el reformatorio, las cosas fueron a peor y acabó cumpliendo condena por homicidio involuntario —aunque debería haber sido por asesinato, pero el joven fiscal lo echó todo a perder—. Al salir de la cárcel, volvió a Nueva York. Allí conoció a Boyd a través del hombre con quien vivía. Luego, cuando Frazier rompió con su pretendiente, Boyd la llamó. Al principio ella pensó que se trataba de uno de esos tipos blancos a los que les ponen las chicas negras. Pero cuando aceptó la invitación a tomar un café, Boyd ni siquiera se le insinuó. Sólo se dedicó a examinarla con aquellos ojos extraños e inexpresivos y le dijo que le sería útil tener a una mujer en sus trabajos. ¿Le interesaba?

«¿Trabajos?», preguntó ella, pensando en drogas o en armas.

Pero él le explicó en un susurro cuál era su línea de trabajo.

Ella parpadeó.

Luego, él añadió que ganaría cincuenta mil dólares por unos días de trabajo.

Una pequeña pausa. Luego una sonrisa.

—De puta madre.

Sin embargo, por el asunto de Geneva Settle sacarían cinco veces más. Lo cual le pareció un precio justo, pues era el asesinato más difícil de su carrera. Como la intentona del museo de la mañana del día anterior no había funcionado, Boyd la llamó pidiéndole ayuda (le ofreció otros cincuenta mil extra si ella misma mataba a la chica). A Frazier, siempre la más inteligente de sus pandillas, se le ocurrió hacerse pasar por orientadora educativa y consiguió una identificación falsa. Empezó a llamar a las escuelas públicas de Harlem, solicitando hablar con cualquier profesor de Geneva Settle. Y recibió una docena de variaciones sobre la frase «Disculpe, no está matriculada en este instituto». Hasta que dio con el instituto Langston Hughes, donde un empleado de oficina había dicho que sí, que ésa era su escuela. Entonces Frazier se puso un traje de oficina barato, se colgó la identificación sobre su imponente pecho y entró en el instituto como si aquel lugar le perteneciera.

Allí oyó hablar de los misteriosos padres de la chica, del apartamento de la calle 118 y —a través del detective Bell y los otros policías— de la casa en Central Park West y de quién estaba a cargo de su vigilancia. Y le había pasado toda esa información a Boyd para ayudarle en la preparación del asesinato.

Había vigilado el apartamento de la chica cerca de Morningside hasta que se hizo demasiado arriesgado debido a los guardaespaldas de Geneva. (Era lo que estaba haciendo esa tarde cuando un coche patrulla apareció por allí, pero resultó que no estaban buscándola a ella).

Frazier había hablado con un guardia de Langston Hughes para que éste le proporcionara el vídeo de seguridad del patio del instituto, y con esa disculpa se las había arreglado para entrar en la casa del tullido, donde finalmente consiguió más información sobre la chica.

Pero habían cogido a Boyd —él había repetido hasta la saciedad que esos polis eran muy buenos— y ahora dependía de Alina Frazier terminar el trabajo si quería el resto de los honorarios, los 125.000 dólares.

Casi sin aliento, la mujerona se detuvo a unos diez metros más abajo en la rampa que conducía al último nivel de la excavación. Entrecerrando los ojos por los rayos del sol del oeste, trataba de ver hacia dónde se había ido la pequeña zorra. Maldita seas, déjate ver.

Otro movimiento. Geneva trataba de avanzar hacia el extremo opuesto, arrastrándose deprisa por el suelo, usando las mezcladoras de cemento, las aplanadoras, las vigas apiladas y otros suministros para ocultarse. La chica desapareció detrás de un barril de aceite.

Frazier se fue hacia la sombra para ver mejor. Apuntó hacia el centro del barril y disparó, provocando un fuerte ruido al dar en el metal.

Le pareció que se levantaba una nube de polvo justo al lado del contenedor. ¿Le había dado a la chica también?

Pero no, Geneva se levantó y fue corriendo hasta un montón de escombros: ladrillos, piedras, tuberías. Justo cuando saltaba detrás, Frazier disparó otra vez.

La chica rodó hasta el otro lado de la pared con un grito agudo. Algo se había expandido en el aire. ¿Tierra y polvo de piedras? ¿O sangre?

¿Le había dado Frazier a la chica? Era una buena tiradora. Ella y su ex novio, un traficante de armas de Newark, se pasaban las horas matando ratas en edificios abandonados de las afueras de la ciudad para probar la calidad de sus productos. Creyó que esta vez había dado en el blanco. Pero no podía esperar mucho tiempo para averiguarlo; la gente habría escuchado los disparos. Algunos harían caso omiso, seguro, y otros pensarían que aún había trabajadores usando maquinaria pesada. Pero al menos uno o dos buenos ciudadanos estarían llamando ya al 911.

«Bueno, vete a saber…».

Empezó a descender con cuidado por la rampa, tratando de no caerse, era muy inclinada. Pero entonces comenzó a sonar el claxon de un coche en el callejón, detrás y por encima de ella. Era de su propio coche.

«Maldición», pensó furiosa, «el padre de la chica todavía está vivo».

Frazier dudó. Luego tomó una decisión: ya era hora de salir de allí. Acabar de una vez con el padre. Era probable que el disparo hubiera alcanzado a Geneva y que no sobreviviera mucho tiempo. Y aunque no estuviese herida, podría ir a por ella más tarde. Habría infinidad de oportunidades.

Puto claxon… Parecía que sonaba más fuerte que el disparo y tenía que estar llamando la atención. Y lo que era peor, encubriría el sonido de cualquier sirena que estuviera acercándose. Frazier trepó por la rampa sucia hasta el nivel de la calle, jadeando por el esfuerzo. Pero cuando llegó al coche se sorprendió de encontrarlo vacío. El padre de Geneva no estaba en el asiento del conductor. Una huella de sangre se extendía hasta otra calleja cercana, donde yacía su cuerpo. Frazier miró dentro del coche. Había ocurrido lo siguiente: antes de salir del coche arrastrándose, él había cogido el gato y lo había encajado contra el panel de la bocina en el volante.

Furiosa, Frazier tiró de él con fuerza.

El penetrante sonido se detuvo.

Tiró el gato en el asiento trasero y miró al hombre. ¿Estaba muerto? Pues bien, si no lo estaba aún, pronto lo estaría. Caminó hacia él, con el arma a un lado. Luego se detuvo, frunciendo el ceño… ¿Cómo había podido ese cabrón, tan malherido como estaba, abrir el maletero, destornillar el gato, acarrearlo hasta el asiento delantero y apretarlo contra el volante?

Frazier miró a su alrededor.

Y vio algo borroso a su derecha, oyó el aire que se desplazaba cuando la barra de hierro se le vino encima y le dio en la muñeca, arrancándole la pistola y provocándole una terrible oleada de dolor en el cuerpo. La mujerona gritó y cayó de rodillas, abalanzándose sobre la pistola, que estaba a su izquierda. Justo cuando la agarraba, Geneva volvió a lanzar el hierro y esta vez alcanzó a la mujer en el hombro, con un seco clonc. Frazier se desplomó, quedando la pistola fuera de su alcance. Cegada por el dolor y la furia, la mujer embistió contra la chica antes de que ella pudiera lanzarle la barra otra vez. Geneva cayó al suelo y se quedó sin respiración.

La mujer se volvió hacia donde estaba la pistola, pero Geneva, fatigada y jadeante, se adelantó, la agarró el brazo con toda sus fuerzas y mordió la muñeca destrozada de Frazier. La mujer soltó un tremendo alarido de dolor. Frazier alzó su puño bueno contra la cara de Geneva y la golpeó en la mandíbula. La chica lanzó un grito y parpadeó entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas mientras caía de espaldas indefensa. Frazier se levantó como pudo, cogiéndose con la otra mano la muñeca ensangrentada y rota, y pateó a la chica en el estómago. La adolescente comenzó a tener arcadas.

Con paso vacilante, Frazier buscó el arma, que estaba a unos pasos de ella. «No la necesito, no la quiero. La barra de hierro servirá». Enfurecida, la recogió y avanzó hacia la chica. La miró con puro odio y alzó el metal por encima de su cabeza. Geneva se encogió y se tapó la cara con las manos.

Entonces alguien gritó a sus espaldas.

—¡No!

Frazier se dio la vuelta y vio a la policía pelirroja del apartamento del lisiado, que avanzaba lentamente hacia ella apuntándole con una pistola automática que sostenía con ambas manos.

Alina Frazier bajó la mirada hacia su revólver, que estaba cerca.

—Me encantaría tener la excusa —dijo la policía—. De verdad que sí.

Frazier se hundió, arrojó la barra de hierro a un lado y, a punto de desvanecerse, se dejó caer, sentándose en el suelo. Se acunaba la mano herida.

La mujer policía se acercó y apartó la pistola y el hierro de una patada, mientras Geneva se levantaba y se acercaba tambaleante a dos médicos que corrían hacia ella. La chica les dirigió hacia su padre.

—Necesito un médico —reclamó Frazier con los ojos llenos de lágrimas de dolor.

—Tendrás que hacer cola —murmuró la mujer policía, y a continuación le puso una cinta de plástico alrededor de las muñecas con lo que, dadas las circunstancias, a Frazier le pareció una gran delicadeza.

—Está estable —anunció Lon Sellitto. Había recibido la llamada de un agente que estaba de servicio en el Hospital Presbiteriano de Columbia—. No sabe lo que significa eso, pero es lo que le han dicho.

Rhyme asintió al escuchar esas noticias acerca de Jax Jackson. No sabía lo que significaba «estable» en este caso, pero al menos el hombre estaba vivo, y eso tranquilizaba a Rhyme enormemente, sobre todo por el bien de Geneva.

A la chica le trataron las contusiones y las rozaduras que presentaba y luego le dieron el alta. Salvarla del cómplice de Boyd había sido una carrera contrarreloj. Mel Cooper había investigado los números del coche al que la chica había subido con su padre y había descubierto que estaba registrado a nombre de una tal Alina Frazier. Una rápida comprobación en el Centro de Información Criminal de la Nación y las bases de datos estatales habían revelado que tenía antecedentes: un cargo por homicidio involuntario en Ohio y dos asaltos con armas mortíferas en Nueva York, así como unos cuantos delitos en el reformatorio.

Sellitto había puesto en marcha un vehículo localizador de emergencia que alertó a todos los coches patrulla de la zona para que buscasen el sedán de Frazier. Un oficial de tráfico había avisado por radio poco después de que un vehículo había sido visto cerca de una demolición en el sur de Harlem. También había habido un aviso de disparos en la vecindad. Amelia Sachs, que se encontraba en casa de Rhyme, salió disparada en su Camaro hacia la zona, donde encontró a Frazier a punto de asestar un golpe mortal a Geneva.

Frazier fue interrogada, pero no resultó más cooperadora que su cómplice. Rhyme creía que había que pensárselo muy bien antes de traicionar a Thompson Boyd, especialmente en la cárcel, dado el gran alcance de sus conexiones en las prisiones.

¿Estaba Geneva finalmente a salvo o no? Lo más probable era que sí. Dos asesinos atrapados y el actor principal volado en pedazos. Sachs había registrado el apartamento de Alina Frazier y no había hallado nada más que armas y dinero, ninguna información que pudiera sugerir la existencia de otra persona que quisiera matar a Geneva Settle. Jon Earle Wilson, el ex convicto de Nueva Jersey que había hecho la trampa explosiva en el piso franco de Boyd en Queens, estaba en ese instante de camino a casa de Rhyme. El criminalista tenía la esperanza de que Jon les confirmara sus conclusiones. Sin embargo, Rhyme y Bell decidieron asignar a un oficial uniformado en un coche patrulla para que siguiera de cerca a Geneva.

El ordenador emitió un pitido suave y Mel Cooper miró hacia la pantalla. Abrió un correo electrónico.

—Ah, el misterio está resuelto.

—¿Y qué misterio es ése? —dijo Rhyme bruscamente. Sus ánimos, siempre frágiles, tendían a amargarse hacia el final de la investigación, cuando comenzaba a vislumbrar el aburrimiento.

—Winskinskie.

La palabra indígena en el anillo que Sachs había encontrado en el hueso del dedo entre las ruinas de la taberna Potters' Field.

—¿Y?

—Es de un profesor de la Universidad de Maryland. Además de la traducción literal del idioma delaware, Winskinskie era un título en la sociedad de Tammany.

—¿Un título?

—Algo así como sargento en armas. Boss Tweed era el gran líder, el gran jefe. Nuestro chico —señaló los huesos y la calavera que Sachs había hallado en la cisterna— era el Winskinskie, el que cuidaba la puerta.

—Tammany Hall… —Rhyme asintió, considerando estas nuevas informaciones. Su mente retrocedió en el tiempo, más allá del caso que les ocupaba, hacia el mundo sepia y lleno de humo del Nueva York del siglo XIX—. De modo que Tweed vivía en Potters' Field. Él y el aparato político del Tammany Hall estaban tratando de manipular a Charles.

Rhyme pidió a Cooper que añadiera los descubrimientos recientes a la tabla. Luego se detuvo unos instantes a evaluar la información. Hizo un gesto con la cabeza.

—Fascinante.

Sellitto se encogió de hombros.

—El caso está cerrado, Linc. Los asesinos, perdón, el asesino y la asesina han sido esposados. El terrorista está muerto. ¿Por qué algo que ocurrió hace cien años puede ser tan fascinante?

—Cerca de ciento cuarenta años, Lon. Seamos precisos. —Aguzando los ojos, estudió el gráfico de las pruebas, los planos, y el rostro plácido del hombre colgado—. Y la respuesta a tu pregunta es: ya sabes cuánto odio los cabos sueltos.

—Sí, pero ¿qué está suelto?

—¿De qué nos hemos olvidado por completo en el fragor de la batalla, si es que podemos acudir de nuevo al tesoro de las frases hechas?

—Me doy por vencido —gruñó Sellitto.

—El secreto de Charles Singleton. Aunque no tenga ninguna relación con la ley constitucional o los terroristas, yo al menos me muero, por saber cuál era ese secreto. Creo que deberíamos descubrirlo.