CAPÍTULO 36

Mientras la chica y su padre estaban arriba, Rhyme y los otros habían estado verificando las pistas de atracadores potenciales de joyerías.

Pero no habían hallado nada.

Los datos que Fred Dellray les había traído sobre tramas de blanqueo de dinero relacionadas con joyas se referían a operaciones menores, y ninguna de ellas se había centrado en el Midtown. Y tampoco tenían informes de Interpol u otras agencias policiales que contuvieran algo relevante al caso.

Frustrado, el criminalista sacudía la cabeza cuando sonó el teléfono.

—Rhyme al habla.

—Lincoln, soy Parker.

Era el experto en caligrafía que estaba analizando la nota hallada en el escondite de Boyd. Parker Kincaid y Rhyme intercambiaron algunas noticias sobre la salud y la familia. Rhyme supo que la compañera de Kincaid, la agente del FBI Margaret Lukas, estaba bien, al igual que los niños de Parker, Stephanie y Robby.

Sachs les envió saludos y luego Kincaid fue al grano.

—He estado trabajando en tu carta sin parar desde que me mandaste el escaneado. Y he conseguido un perfil del autor.

Los análisis caligráficos serios nunca buscan determinar personalidades a partir de la grafía de las cartas de la gente; la caligrafía es relevante sólo cuando se compara un documento con otro, para determinar falsificaciones. Pero eso no le interesaba a Rhyme en aquel momento. Pero a lo que Parker Kincaid se refería era a deducir características del escritor basadas en el lenguaje que utilizaba: el tipo de frase «fuera del uso ordinario» que Rhyme había notado anteriormente. Eso podía ser muy importante a la hora de identificar sospechosos. El análisis gramatical y sintáctico de la nota de rescate del bebé Lindbergh, por ejemplo, había dado un nítido perfil del secuestrador, Bruno Hauptmann.

Con el entusiasmo que sentía por su trabajo, Kincaid continuó diciendo:

—He hallado algunas cosas interesantes. ¿Tienes la nota a mano?

—Justo delante de nosotros.

Una chica negra, qinto piso en la ventana, 2 octubre, cerca de las 08:30. Ella vio mi furgón de reparto cuando él estava aparcado en callejón en la parte trasera de la joyería. Vio lo suficiente para adivinar los planes de mí. Matarla.

—Para empezar, es extranjero. La sintaxis torpe y las faltas de ortografía lo dicen. Lo mismo ocurre con la forma en que pone la fecha: el 2 delante del mes, cuando en inglés sería «octubre 2». E indica la hora según el reloj de veinticuatro horas. Eso es poco frecuente en Estados Unidos. —El experto en caligrafía continuó diciendo—: Y ahora, otro punto importante: él…

—O ella —señaló Rhyme.

—Me inclino por un hombre —se opuso Kincaid—. Te diré por qué en un minuto. Usa el pronombre personal masculino «él» para referirse, según parece, a su furgón, en lugar del demostrativo «éste» o la paráfrasis «el mismo». Eso es típico de muchos idiomas extranjeros. Pero lo que realmente afina el perfil es la construcción nominal de dos miembros dentro de la construcción de genitivo.

—¿La qué?

—La construcción de genitivo: una forma de expresar el posesivo. En un momento determinado, tu desconocido escribió «mi furgón de reparto».

Rhyme recorrió la nota con la mirada.

—Ajá.

—Pero luego escribió «planes de mí». Eso me hace pensar que la lengua materna de tu chico es el árabe.

—¿Árabe?

—Diría que las probabilidades son de un noventa por ciento. Hay una construcción de genitivo en árabe llamada idafa. El posesivo se construye habitualmente diciendo, por ejemplo, «el coche John». Que quiere decir «el coche de John». O, como en tu nota, los «planes de mí». Pero las reglas de la gramática árabe exigen que se use sólo una palabra para denotar el objeto poseído: «furgón de reparto» no funciona en árabe, ésta es una construcción de tres palabras, de modo que no puede utilizar la idafa. Dice simplemente «mi furgón de reparto». La otra pista es la omisión del artículo indefinido «un» en «en callejón». Es común entre los hablantes árabes, pues su lengua no usa artículos indefinidos, sólo los definidos «el» o «la». —Kincaid añadió—: Eso también ocurre en el caso del galés, pero no creo que este tipo sea de Cardiff.

—Bien, Parker —dijo Sachs—. Muy sutil, pero bueno.

Una leve risa se escuchó desde el altavoz del teléfono.

—Te diré, Amelia, que todos los que estamos en el negocio hemos estado estudiando bastante en detalle el asunto del árabe en estos últimos años.

—Y ése es el motivo por el que crees que es un hombre.

—¿Cuántas mujeres árabes criminales has visto?

—No muchas… ¿Algo más?

—Consígueme otras pruebas y las compararé si quieres.

—Lo haremos llegado el caso. —Rhyme dio las gracias a Kincaid y cortaron la llamada. Sacudió la cabeza, mirando con atención la pizarra de las pruebas. Luego dejó escapar una risa burlesca.

—¿Qué piensas, Rhyme?

—Sabéis lo que planea el tipo, ¿verdad? —preguntó el criminalista con voz inquietante.

Sachs asintió.

—No está planeando robar en la empresa importadora de joyas. La hará explotar.

—Exacto.

—Claro, ahí están los informes que teníamos sobre terroristas que buscaban objetivos israelíes en la zona —dijo Dellray.

—El vigilante que había en la acera de enfrente del museo dijo que todos los días recibían despachos de joyas desde Jerusalén…

Vale, me encargaré de evacuar el lugar y registrar todo el edificio —señaló Sachs. Echó mano de su móvil. Rhyme miró la tabla de las pruebas y dijo a Sellitto y a Cooper—: Falafel y yogur… y una furgoneta de reparto. Averiguad si hay algún restaurante cerca de la joyería que sirva comida de Oriente Próximo y, si encontráis alguno, cuál de ellos hace repartos y a qué hora. Y qué tipo de furgoneta usan.

Dellray sacudió la cabeza.

—Media ciudad come esas cosas. Puedes conseguir gyros y falafel en cualquier rincón de la ciudad. Están… —Pero el agente se detuvo al cruzarse con la mirada de Rhyme—. ¡Carritos!

—Ayer había una media docena en los alrededores del museo —dijo Sellitto.

Perfecto para vigilar —espetó Rhyme—. Y qué buena tapadera. El individuo les abastece todos los días, de modo que nadie le presta atención. Quiero saber quién abastece a los vendedores ambulantes. ¡En marcha!

De acuerdo con las autoridades sanitarias, sólo dos empresas surtían de comida de Oriente Próximo a los carritos que vendían en las aceras alrededor de la importadora de joyas. Irónicamente, la más grande pertenecía a dos hermanos judíos con familia en Israel, practicantes todos ellos; estaban fuera de toda sospecha.

La otra compañía no era la propietaria de los carritos, pero vendía gyros, kebabs y falafel, junto con los condimentos y los refrescos (al igual que perritos de carne de cerdo, prohibidos por la religión, pero siempre lucrativos), a docenas de carros en el Midtown. El centro de operaciones era un restaurante de la calle Broad, cuyos dueños contrataban a un hombre para hacer los repartos en la ciudad.

Rodeados por Dellray y una docena de agentes y policías, esos propietarios resultaron cooperadores en extremo —casi hasta las lágrimas—. El nombre de su encargado de reparto era Bani al Dahab, y era de Arabia Saudí, y su visado había vencido hacía mucho tiempo. Había sido una especie de profesional en Jeddah y había trabajado de ingeniero durante un tiempo en Estados Unidos, pero cuando se convirtió en ilegal comenzó a aceptar cualquier trabajo: unas veces cocinando y otras haciendo repartos a carritos y otros restaurantes de comida de Oriente Próximo en Manhattan y Brooklyn.

La joyería había sido evacuada y registrada palmo a palmo —no se había hallado ningún dispositivo— y un vehículo localizador de emergencia había salido en busca de la furgoneta de reparto de Al Dahab, que, de acuerdo con lo dicho por los dueños, podía estar en cualquier punto de la ciudad. El hombre tenía la libertad de decidir su propio esquema de reparto.

Era en momentos como ése cuando Rhyme habría paseado, de haber sido capaz. ¿Dónde diablos estaba el tipo? ¿Está dando vueltas con una furgoneta cargada de explosivos en ese mismo instante? Tal vez había renunciado a la joyería e iba en busca de otro objetivo: una sinagoga o la oficina de las líneas aéreas El-Al.

—Traigamos aquí a Boyd, presionémosle un poco —espetó—. ¡Quiero saber dónde diablos está ese tipo!

Fue en ese instante cuando sonó el teléfono de Mel Cooper.

Luego el de Sellitto, seguido por el de Amelia Sachs.

Por último, el teléfono del laboratorio central comenzó a trinar.

Quienes llamaban eran distintas personas, pero el mensaje era virtualmente el mismo.

La pregunta de Rhyme sobre el paradero del hombre de las bombas acababa de ser respondida.

Sólo murió el conductor.

Lo cual, considerando la fuerza de la explosión y el hecho de que la furgoneta estaba en la intersección de la Novena Avenida y la calle 54, rodeada de otros coches, fue un auténtico milagro.

Cuando explotó la bomba, la dirección del estallido fue hacia arriba, principalmente, a través del techo y las ventanas. Esparció fragmentos metálicos de munición y cristales, hiriendo a un buen número de personas. Pero el mayor daño se había limitado al interior de la E250. Dando sacudidas, la furgoneta en llamas había llegado al borde de la acera, donde chocó contra un poste de luz. Un equipo de la estación de bomberos de la calle 8 apagó con rapidez las llamas y mantuvo a la muchedumbre fuera del área de peligro. En lo que respecta al conductor, no había ni la menor esperanza de salvarlo; las dos partes más grandes de lo que había quedado de él estaban separadas por varios metros de distancia.

La brigada de bombas había despejado el lugar y ahora la principal tarea de la policía consistía en esperar al médico forense y al equipo especializado en los escenarios del crimen.

—¿Qué es ese olor? —preguntó el detective de Midtown. Al oficial, alto y de calvicie incipiente, le echaba para atrás el hedor, cuyo origen atribuyó a carne humana quemada. El problema era que olía bien.

Uno de los detectives de la brigada de bombas rio ante la cara del detective.

—Gyros.

—¿Qué es lo que gira? —preguntó el detective.

—Mire. —El policía de la brigada de bombas alzó una tira de carne asada con sus manos cubiertas por los guantes de látex. La olió.

—Sabroso.

El detective de Midtown se rio sin revelar cuán cerca estaba de vomitar.

—Es cordero.

—Es…

—El conductor estaba haciendo reparto de carne. Era su trabajo. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de carne y falafel y otras mierdas de ésas.

—Ah. —Pero el detective seguía sintiendo ganas de vomitar.

Fue entonces cuando un Camaro SS, rojo y brillante —un coche de película—, dio un patinazo hasta detenerse en mitad de la calle, rozando con el morro el precinto amarillo de la policía. Descendió una impresionante pelirroja, que echó un vistazo rápido al escenario y luego hizo un gesto de saludo al detective.

—Hola —dijo él.

La mujer colocó el auricular en su Motorola y saludó con la mano al autobús del equipo de la policía científica. Inspiró hondo varias veces. Luego asintió.

—Aún no he recorrido el escenario —dijo en dirección al micrófono—, pero por el olor, Rhyme, diría que lo tenemos.

Fue entonces cuando el detective, alto y calvo, tragó saliva y dijo:

—Oiga, vuelvo en un segundo. —Y corrió hasta el Starbucks más cercano con la esperanza de alcanzar a tiempo los servicios.

Con el detective Bell a su lado, Geneva entró en la sala que hacía de laboratorio en la casa del señor Rhyme, en la planta baja. Miró a su padre; él la observaba con esos grandes ojos de perrito faldero que tenía.

Maldita sea. La joven desvió la mirada.

—Tenemos algunas noticias. El hombre que contrató a Boyd está muerto —dijo Rhyme.

—¿Muerto? ¿El ladrón de joyerías?

—Las cosas no son lo que parecían —respondió Rhyme—. Estábamos, bueno, yo estaba equivocado. Pensaba que, quienquiera que fuese, era alguien que quería robar en la joyería. Pero no, quería volarla en pedazos.

—¿Terroristas?

Rhyme señaló con la cabeza un archivador de plástico que Amelia sostenía. Dentro había una carta, dirigida al New York Times. Decía que volar la joyería era otro paso en la guerra santa contra el Israel sionista y sus aliados. Era el mismo tipo de papel que la nota que exigía matar a Geneva y del plano de la calle 55 Oeste.

—¿Quién es él? —preguntó ella, tratando de recordar una furgoneta y a un hombre de Oriente Próximo en la calle del museo hacía menos de una semana. Pero no pudo.

—Un saudí ilegal —dijo el detective Sellitto—. Trabajaba para un restaurante del centro. Los dueños están bastante asustados, por supuesto. Pensaban que nosotros pensábamos que ellos eran una tapadera de Al Qaeda o algo parecido. —Chasqueó la lengua—. Lo que podría ser cierto. Seguiremos investigando. Pero por lo que sabemos hasta ahora están limpios: son ciudadanos que llevan varios años aquí, hasta tienen dos hijos en el ejército. Yo diría que en estos momentos son un puñado de gente bastante nerviosa.

El aspecto más importante acerca del hombre de las bombas, siguió diciendo Amelia, era que ese hombre, Bani al Dahab, no parecía estar asociado con ningún sospechoso de terrorismo. Las mujeres con quienes había salido en los últimos tiempos y sus compañeros de trabajo dijeron que no recordaban que estuviera conectado con gente que pudiera formar parte de una célula terrorista, y que la mezquita a la que asistía era religiosa y políticamente moderada. Amelia había registrado su apartamento en Queens y no había encontrado ninguna otra prueba o conexión con otras células. Pero aun así se estaban investigando sus llamadas telefónicas, para comprobar vínculos posibles con otros fundamentalistas.

—Bien, seguiremos examinando las pruebas —dijo Rhyme—, pero estamos un noventa por ciento seguros de que trabajaba solo. Eso significa que probablemente estás a salvo.

Rhyme acercó la silla hacia la mesa de las pruebas y observó unas bolsas con metal y plástico quemados. Se dirigió a Cooper.

—Añade esto a la tabla, Mel: el explosivo es TOVEX, y tenemos piezas del receptor, el detonador, el revestimiento, el cable, parte de la cápsula fulminante. Todo contenido en una caja de UPS remitida a la joyería, a la atención del director.

—¿Y por qué habrá explotado antes de lo previsto? —preguntó Jax Jackson.

Rhyme explicó que era muy peligroso usar en la ciudad una bomba con mando a distancia, pues había demasiadas ondas de frecuencia en el ambiente: de detonadores de demoliciones, de walkie-talkies y otros cientos de fuentes.

—O a lo mejor quería matarse. O se enteró de que Boyd había sido arrestado o de que la joyería estaba siendo registrada por sospecha de bomba. Y quizás pensó que era una cuestión de tiempo el que dieran con él —añadió Sellitto.

Geneva se sentía inquieta, confundida. Todas esas personas que la rodeaban, de pronto le parecieron extrañas. La razón por la que antes se habían conocido ya no existía. Y con respecto a su padre, era más extraño para ella que los policías. Geneva quería volver a su habitación del sótano de Harlem con sus libros y sus planes para el futuro, la universidad, sus sueños de Florencia y París.

Pero entonces se dio cuenta de que Amelia la estaba mirando con atención. La mujer policía se dirigió a ella.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

Geneva miró a su padre. ¿Qué podría pasar? Tenía un padre, era cierto, pero era un ex convicto que ni siquiera estaría en la ciudad con ella. La pondrían una vez más en una casa de acogida.

Amelia le lanzó una ojeada a Lincoln Rhyme.

—Hasta que las cosas se aclaren, ¿por qué no nos atenemos a nuestro plan y mantenemos a Geneva aquí durante un tiempo?

—¿Aquí? —preguntó la chica.

—Tu padre debe regresar a Buffalo y encargarse de algunos asuntos allí.

Para Geneva, vivir con su padre no era una posibilidad, ni en Buffalo ni en ningún otro sitio. Pero eso no lo dijo.

—Es una idea excelente. —Eso venía de Thom—. Creo que es eso lo que haremos. —Su voz era firme—. Te quedarás aquí.

—¿Te parece bien? ¿Estás de acuerdo? —preguntó Amelia a Geneva. Ella no estaba segura de por qué querían que se quedara. Al principio, desconfió. Pero tuvo que recordarse una y otra vez que, después de vivir sola durante tanto tiempo, la desconfianza la perseguía como una sombra. Pensó en otra regla de las vidas como la suya: «Cuando encuentres una familia, cógela».

—Claro —dijo entonces.

Esposado, Thompson Boyd fue conducido hasta el laboratorio y dos guardias le depositaron frente a los oficiales y a Rhyme. Geneva estaba arriba, en su habitación, cuidada en ese momento por Barbe Lynch.

El criminalista no acostumbraba a encontrarse cara a cara con el criminal. Para él, un científico, la única pasión de su trabajo era el juego en sí, la búsqueda, no la encarnación física del sospechoso. No sentía ningún deseo de regodearse con el hombre o la mujer que hubiera capturado. Las excusas y las súplicas no le conmovían; las amenazas no le preocupaban. Pero ahora quería asegurarse por completo de que Geneva Settle estaba a salvo. Quería evaluar por sí mismo al agresor.

Boyd tenía la cara vendada y amoratada debido a su confrontación con Sachs durante la detención. Miró a su alrededor el laboratorio, el equipamiento, las tablas de la pizarra. La silla de ruedas.

No había rastro de emoción en él, ningún parpadeo de sorpresa o interés. Ni siquiera cuando saludó con la cabeza a Sachs. Como si hubiera olvidado que ella le había golpeado en la cabeza con una piedra.

Alguien le preguntó a Boyd qué se sentía cuando uno estaba sentado en una silla eléctrica. Dijo que no se sentía nada. Que sólo se sentía «algo parecido a un entumecimiento». Decía eso muchísimo los últimos días. Que se sentía entumecido.

—¿Cómo me han encontrado? —preguntó Boyd.

—Por un par de cosas —respondió Rhyme—. Primero, escogió la carta de tarot incorrecta para dejar como prueba. Me dio la pauta de las ejecuciones.

—El hombre colgado —dijo Boyd, asintiendo—. Está en lo cierto. Nunca lo pensé. Sólo me pareció una carta siniestra. Para despistarlos, ya sabe.

Rhyme siguió.

—Aunque lo que nos reveló su identidad fue esa costumbre suya.

—¿Costumbre?

—Silba.

—Silbo, sí. Pero trato de no hacerlo mientras trabajo. Aunque a veces se me escapa. Entonces hablaron con…

—Sí, con alguna gente de Texas.

Boyd asintió y miró a Rhyme frunciendo la vista, con los ojos enrojecidos.

—¿Entonces sabían lo de Charlie Tucker? Esa caricatura de ser humano. Atormentando a mi gente durante sus últimos días en la tierra, diciéndoles que iban a arder en el infierno. Todas esas patrañas sobre Jesús y demás.

Mi gente…

—¿Bani al Dahab ha sido la única persona que le ha contratado? —le preguntó Sachs.

Parpadeó sorprendido; parecía ser la primera emoción verdadera que expresaba su rostro.

—¿Cómo…? —Pero guardó silencio.

—La bomba explotó antes de tiempo. O el tipo se suicidó.

Una negativa con la cabeza.

—No, no era un hombre bomba. Debe de haber explotado por accidente. El chico era descuidado. Demasiado ansioso, ya saben. No hacía las cosas siguiendo las reglas. Probablemente la preparó demasiado pronto.

—¿Y cómo le conoció?

—Él me llamó. Consiguió mi nombre a través de alguien de la cárcel, una conexión por medio de la Nación del Islam.

Así había sido, entonces. Rhyme se preguntó cómo un guardia de una cárcel de Texas podía haberse liado con terroristas islámicos.

—Están locos —dijo Boyd—. Pero tienen dinero esos árabes.

—¿Y Jon Earle Wilson? ¿Era quien hacía las bombas?

—Jonny, sí señor. —Sacudió la cabeza—. ¿También saben de él? Tengo que reconocer que ustedes son muy buenos.

—¿Dónde está Wilson?

—Eso no lo sé. Nos dejábamos mensajes desde teléfonos públicos en un buzón de voz. Y nos encontrábamos en la calle. Nunca intercambiamos más de una decena de palabras.

—El FBI hablará con usted sobre Al Dahab y las bombas. Nosotros ahora queremos interrogarle acerca de Geneva. ¿Hay alguien más que pretenda hacerle daño?

Boyd sacudió la cabeza.

—Por lo que Al Dahab me dijo, trabajaba solo. Sospecho que hablaba con algunas personas en Oriente Próximo. Pero aquí no. No confiaba en nadie. —El acento texano, lento y arrastrado, aparecía y desaparecía, como si Boyd hubiera estado haciendo esfuerzos por quitárselo de encima.

—Si está mintiendo, si le pasa algo a Geneva, nosotros nos aseguraremos de que usted sea un desgraciado el resto de su vida —dijo Sachs con voz inquietante.

—¿De qué manera? —preguntó Boyd, al parecer con curiosidad sincera.

—Asesinó al bibliotecario, al doctor Barry. Atacó y trató de matar a oficiales de la policía. Podría recibir varias cadenas perpetuas. Y además estamos investigando la muerte de una chica, ayer, en la calle Canal. Alguien la empujó hacia un autobús cerca de la calle Elizabeth, de donde estaba escapando usted. Estamos mostrando su fotografía entre los posibles testigos. Usted se irá para siempre.

Encogimiento de hombros.

—No importa mucho.

—¿No le importa? —preguntó Sachs.

—Sé que ustedes no me entienden. Y no les culpo. Pero no me importa la cárcel. No me importa nada. Ninguno de ustedes puede hacerme realmente nada. Ya estoy muerto. Matar a alguien no supone un problema para mí, salvar una vida no me importa. —Miró a Amelia Sachs; ella le estaba clavando los ojos—. Entiendo esa mirada. Se está preguntando qué tipo de monstruo soy. Pues bien, la verdad es que ustedes me han hecho lo que soy.

—¿Nosotros?

—Claro que sí, señora… Ustedes saben cuál es mi profesión.

—Oficial encargado de ejecuciones —dijo Rhyme.

—Sí, señor. Le diré algo sobre ese tipo de trabajo: puede encontrar los nombres de todos los seres humanos ejecutados legalmente en Estados Unidos. Que son muchos. Y puede encontrar los nombres de todos los gobernadores que esperaron hasta medianoche para conmutarles la pena si podían hacerlo. Puede encontrar los nombres de todas las víctimas que los condenados asesinaron, y la mayoría de las veces de sus parientes más cercanos. ¿Pero saben cuál es el nombre que nunca encontrarán? —Miró entonces a los oficiales que le rodeaban—. El nuestro, el de los que apretamos el botón. Los ejecutores. Estamos olvidados. Todo el mundo piensa cuánto afecta a los familiares de los condenados la pena capital. O a la sociedad. O a las víctimas de las familias. Por no hablar de la mujer o el hombre que denigran como un perro en el proceso. Pero nadie gasta ni un minuto en nosotros, los ejecutores. Nadie se para a pensar qué nos pasa a nosotros.

»Día tras día, viviendo con nuestra gente: hombres, mujeres también, por supuesto, que van a morir, conociéndolos. Hablando con ellos. De todo lo que existe bajo el sol. Oyendo al negro preguntarle a uno cómo es que el blanco que cometió exactamente el mismo crimen que él sale con vida, o quizá mejor que con vida, pero él tiene que morir. El mexicano que jura que no violó ni mató a esa chica. Sólo estaba comprando una cerveza en un Seven-Eleven y vino la policía y lo siguiente que sabe es que está en el corredor de la muerte. Y después de llevar un año bajo tierra hacen un examen de ADN y se dan cuenta de que realmente se habían equivocado de hombre, y de que era inocente.

»Claro, hasta los culpables son seres humanos. Se vive con ellos todos los días. Uno es decente con ellos porque ellos son decentes con uno. Uno los va conociendo. Y luego… luego uno los mata. Los mata uno mismo, solo. Con sus propias manos, pulsa el botón, tira del interruptor… Eso le cambia a uno.

»¿Saben lo que se dice? Seguro que lo han oído alguna vez. El muerto que anda. Se supone que se refieren al preso. Pero somos nosotros. Los verdugos. Somos hombres muertos.

—¿Y su novia? ¿Cómo pudo dispararle? —murmuró Sachs.

Boyd se quedó en silencio. Por primera vez, algo nubló su rostro.

—Lo pensé antes de disparar. Esperaba tener esa sensación de que no debía hacerlo. Que ella significaba demasiado para mí. La dejaría libre, la dejaría huir, arriesgaría algo. Pero… —sacudió la cabeza—. No ocurrió. La miré y sólo me sentí entumecido. Entonces supe que lo lógico era dispararle.

—¿Y si las niñas hubieran estado en casa en lugar de ella? —preguntó Sachs a media voz—. ¿Habría matado a alguna para escapar?

Boyd pareció considerarlo un momento.

—Pues bien, creo que sabemos que eso habría funcionado, ¿no? Ustedes se hubiesen detenido a salvar a una de las chicas en lugar de seguirme a mí. Como una vez me dijo mi padre: es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales.

Pareció que la oscuridad se borraba de su rostro, como si finalmente hubiera recibido alguna respuesta o llegado a alguna conclusión tras una reflexión que hubiera estado ocupándole durante mucho tiempo.

El hombre colgado… A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas tal como son.

Miró a Rhyme.

—Ahora, si no les importa, creo que es hora de que vuelva a casa.

—¿A casa?

Miró a todos con curiosidad.

—A la cárcel.

Como si hubiera podido referirse a algún otro sitio.

Padre e hija bajaron del tren C en la calle 135 y comenzaron a andar hacia el este, hacia el instituto Langston Hughes.

Ella no quería que fuera, pero él había insistido en protegerla, y lo mismo creían el señor Rhyme y Bell, el detective. Además, pensó ella, él tenía que volver a Buffalo al día siguiente y ella se consideraba capaz de tolerar una o dos horas más con él.

Jax señaló hacia el metro.

—Me encantaba escribir en los trenes de la línea C. Es muy bonito pintar… Sabía que mucha gente lo vería. Una vez hice uno completo en 1976. Ese año era el bicentenario. Con aquellos enormes buques en la ciudad. Mi dibujo era uno de esos barcos junto con la Estatua de la Libertad. —Jax se rio—. Las autoridades municipales de transportes no hicieron limpiar ese vagón hasta pasada una semana, me dijeron. Quizá fue sólo porque estaban ocupados, pero a mí me gusta pensar que fue porque a alguien le gustó lo que pinté y por eso lo mantuvieron más tiempo de lo normal.

Geneva gruñó. Estaba pensando que ella tenía una historia que contarle a él. Una calle más adelante podía ver los andamios de la construcción frente al edificio donde trabajaba antes de que la despidieran. Su padre no sabía que su trabajo consistía en borrar los graffitis de los edificios rehabilitados. Y quizás hasta había quitado alguno suyo. Se sintió tentada de decírselo. Pero no lo hizo.

En la primera cabina telefónica en funcionamiento que hallaron en el Frederick Douglass Boulevard, Geneva se detuvo y buscó algunas monedas. El padre le ofreció su móvil.

—No hace falta.

—Cógelo.

Ella hizo caso omiso, echó las monedas en el aparato y llamó a Lakeesha, mientras su padre guardaba el móvil y daba unos pasos hacia el borde de la acera, mirando el vecindario como un niño en la sección de golosinas de una tienda.

Geneva se volvió cuando escuchó a su amiga.

—¿Hola?

—Todo ha terminado, Keesh. —Le contó lo de la joyería y lo de la bomba.

—¿Era eso lo que pasaba? Mierda. ¿Un terrorista? Qué miedo. ¿Tú estás bien?

—Estoy dabuti, de verdad.

Geneva escuchó otra voz, de hombre, que le decía algo a su amiga. Por un instante, Keesh puso la mano sobre el auricular. El intercambio parecía tenso.

—¿Estás ahí, Keesh?

—Ajá.

—¿Quién está contigo?

—Nadie. ¿Dónde estás? Ya no estás en el sótano, ¿verdad?

—Ya te he dicho dónde estoy: con el policía y su novia. El de la silla de ruedas.

—¿Estás ahí ahora?

—No, estoy en el norte. Voy de camino al instituto.

—¿Ahora mismo?

—A coger los deberes.

La chica hizo una pausa.

—Escucha, me encontraré contigo en el instituto. Me apetece verte, chica. ¿Cuándo llegarás?

Geneva miró de refilón a su padre, a unos metros, con las manos en los bolsillos, aún observando la calle. Decidió que no quería hablarle a Keesha de él, a nadie de momento.

—Mejor nos vemos mañana, Keesh. Ahora no tengo tiempo.

—Maldita sea, chica.

—De verdad. Mejor mañana.

—Como quieras.

Geneva oyó el clic de la desconexión. Durante unos instantes se quedó donde estaba, retrasando el momento de volver con su padre.

Pero finalmente se unió a él y continuaron andando juntos hacia el instituto.

—¿Sabes lo que hay ahí, a unas tres o cuatro calles? —preguntó él, señalando en dirección norte—. Strivers Row. ¿Nunca lo has visto?

—No —murmuró ella.

—Algún día te llevaré. Hace cien años, un promotor inmobiliario, King se llamaba, construyó estos tres grandes edificios de apartamentos y otras muchas casas de la ciudad. Contrató a tres de los mejores arquitectos del país y les dijo que se pusieran manos a la obra. Preciosos lugares. King Model Homes era el verdadero nombre, pero eran tan caros y tan bonitos, según dicen, que empezaron a llamarlo Strivers Row, la hilera de los esforzados, porque tienes que esforzarte de veras para vivir allí. W. C. Handy vivió allí durante un tiempo. ¿Le conoces? El padre del blues. El mejor músico de la historia. Una vez hice una obra sobre él. ¿Te lo he contado alguna vez? Me llevó treinta botes. Pero no fue un desperdicio; me pasé dos días haciéndolo. Hice un retrato de W. C. Y un fotógrafo del Times le hizo una foto y salió en el periódico. —Señaló al norte con la cabeza—. Estuvo ahí durante unos…

Geneva se detuvo de pronto, con las manos en las caderas.

—¡Vale ya!

—¿Genie?

—Para de una vez. No quiero oírlo.

—Tú…

—No me importa nada de todo lo que me dices.

—Estás enfadada conmigo, pequeña. ¿Quién no lo estaría después de lo que ha pasado? Mira, cometí un error —dijo él con la voz quebrada—. Eso pertenece al pasado. He cambiado. Y todo será distinto. Nunca volveré a poner a nadie por delante de ti, como hice cuando estaba con tu madre. Eras tú a quien debía salvar, y no a tu madre, haciendo ese viaje a Buffalo.

—¿Es que no lo entiendes? No se trata de lo que hiciste. Es todo tu maldito mundo lo que yo no quiero. No me importan los Strivers o lo que sea, no me interesa el Apollo o el Cotton Club. O el Renacimiento de Harlem. No me gusta Harlem. Lo odio. En Harlem hay pistolas y crack y violaciones y gente desesperada por conseguir unas baratijas chapadas y basura de las tiendas. Están esas chicas a quienes lo único que les interesa son las extensiones y las trenzas. Y…

—Y Wall Street tiene sus mercaderes y Nueva Jersey las bandas y Westchester sus parques de caravanas —respondió él.

Pero ella apenas le oía.

—Están los chicos, que lo único que les importa es llevarse chicas a la cama. Está la gente ignorante a quien no le importa cómo se habla. Está…

—¿Qué hay de malo con el IVAA?

Geneva le miró estupefacta.

—¿Qué sabes tú de eso? —Él nunca había hablado en el lenguaje del gueto; su padre se había asegurado de que él se esforzara en el instituto (al menos hasta que se retiró para empezar la «carrera» de afear las propiedades de la ciudad). Pero la mayoría de los que vivían ahí no sabían que el nombre oficial de la variante que hablaban era inglés vernáculo afroamericano.

—Mientras estuve en la cárcel —explicó—, saqué el título de bachiller e hice un año de universidad.

Ella no dijo nada.

—Lo que más estudié fue lengua y literatura. Tal vez no me ayude a conseguir un trabajo, pero era lo que me tiraba. Siempre me gustaron los libros y esas cosas, ya sabes. Tú has heredado de mí eso de la lectura… Estudié inglés estándar, pero también el afroamericano. Y no veo nada malo en ello.

—Tú no lo hablas —añadió ella con mordacidad.

—No crecí hablándolo, pero tampoco crecí hablando francés o mandinga.

—Estoy harta de que la gente diga axe para hacerme una pregunta. —Se refería al verbo «ask», preguntar.

Su padre se encogió de hombros.

Axe es sólo una forma antigua de ask. Así se pronunciaba en inglés antiguo. Lg regleza acostumbraba a usarlo. Y hay traducciones de la Biblia donde se pregunta con axe. Por Dios, no es un asunto de negros, como dice la gente. Pronunciar s y k juntas es difícil. Es más fácil trasponer los sonidos. Y ain't existe en inglés desde los tiempos de Shakespeare.

Geneva se rio.

—Trata de conseguir un trabajo hablando nuestro dialecto.

—¿Y qué pasa si hay alguien de Rusia o de Francia tratando de conseguir el mismo puesto? ¿No crees que el jefe les daría una oportunidad y los escucharía si viese que ellos harían un buen trabajo, si son inteligentes aunque hablen un inglés distinto? Tal vez el asunto es cuando el jefe toma la lengua del otro como una razón para no contratarlo. —Él también se rio—. La gente de Nueva York está jodida si en unos años no habla español y chino. ¿Por qué no inglés afroamericano?

Su lógica irritó a Geneva aún más.

—Me gusta nuestro idioma, Genie. Me suena natural. Me hace sentir en casa. Mira, tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo por lo que hice. Pero no por lo que soy o por el sitio de donde venimos. Éste es nuestro hogar. ¿Y sabes lo que uno hace con su hogar? Cambias lo que haya que cambiar y aprendes a estar orgulloso de lo que no puedes cambiar.

Geneva mantuvo apretados los ojos y se llevó las manos a la cara. Durante años había soñado con un padre, no ya dos, eso era un lujo, sino con una persona que estuviera ahí cuando ella regresara a casa por la tarde, que le mirara los deberes, que la despertase por la mañana. Y cuando estaba claro que eso no iba a suceder, cuando finalmente se las arregló para vivir sola y para organizar la forma de salir de aquel sitio de mala muerte, volvía de repente el pasado para atarla y ahogarla y arrastrarla hacia atrás.

—Pero eso no es lo que yo quiero —murmuró—. Quiero algo más que este desastre. —Hizo un gesto con el brazo que abarcaba las calles.

—Geneva, lo entiendo. Lo único que deseo es que pasemos un par de bonitos años aquí, hasta que tú entres en el mundo. Dame una oportunidad para reparar lo que te hemos hecho tu madre y yo. Te mereces el mundo… Pero pequeña, déjame que te diga algo: ¿sabes de algún sitio que sea perfecto? ¿Donde todos quieran a sus vecinos? —Jax rio—. ¿Dices que esto es un desastre? Sí, es cierto. ¿Pero dónde no hay problemas, muchacha? ¿Dónde no?

Jax deslizó su brazo alrededor de ella. Geneva se puso tensa, pero no se resistió. Y se encaminaron hacia el instituto.

Lakeesha Scott estaba sentada en un banco en el parque Marcus Garvey desde hacía una media hora, después de regresar de su trabajo de camarera en un restaurante del centro. Encendió otro Merit, pensando: «Hay cosas que hacemos porque queremos y cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas. Es una cuestión de supervivencia».

Y lo que estaba a punto de hacer era una de esas cosas que tenía que hacer. ¿Por qué diablos no había dicho Geneva que después de todo eso se compraría un billete y se iría fuera de la ciudad para no volver nunca más?

¿Por qué no se iba a Detroit o a Alabama?

«Perdona Keesh, no podemos vernos nunca más. Estoy hablando de nunca más. Adiós».

Así, todo el puñetero problema se habría solucionado.

¿Por qué, por qué, por qué?

Y no era sólo eso: Gen tenía que ir y contarle dónde iba a estar exactamente en las próximas horas. Keesh no tenía ninguna excusa para perder de vista a la chica esta vez. Antes había mantenido su parloteo de gueto mientras hablaban por teléfono para que su amiga no se diese cuenta de que algo estaba pasando.

«Caray, qué mal me siento».

«Pero no tengo elección».

Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas…

«Venga», se dijo Keesha. «Tienes que superarlo. Vamos. Empieza de una vez…».

Apretó el pitillo contra el suelo y se fue del parque. Primero se dirigió hacia el oeste y luego al norte por Malcolm X, pasando delante de una iglesia tras otra. Estaban en todas partes. Morris de la Ascensión, Comunidad Bethel, Iglesia Adventista de Éfeso, baptistas, muchas de éstas. Una mezquita o dos. Una sinagoga.

Y las tiendas y los almacenes: Papaya King, un herbolario, una tienda de alquiler de trajes, una oficina de cambio de cheques. Pasó delante de una compañía de taxis, con el dueño sentado en la calle, escuchando su maltrecha radio, enchufada con un largo cable en el interior de la oficina a oscuras. El hombre le sonrió con agrado. Cuánto los envidiaba Lakeesha: los reverendos ante las mugrientas fachadas de las tiendas bajo las cruces de neón, los hombres despreocupados que deslizaban los perritos en los panes recién horneados, el hombre gordo sentado en una silla barata, con su pitillo y su mierda de micrófono.

Ellos no traicionarían a nadie, pensó.

Ellos no traicionarían a quien había sido uno de sus mejores amigos durante años.

Apretó los dientes y agarró fuertemente la correa del bolso con sus gordinflones dedos rematados en uñas pintadas de negro y amarillo. Hizo como que no veía ni oía a tres chicos dominicanos.

—Pssssssst.

—Culito.

—Zorra.

—Pssssssst.

Keesh deslizó una mano en el bolso y cogió su navaja. Estuvo a punto de abrirla sólo para ver cómo se acobardaban. Estaba furiosa, pero dejó la hoja larga y afilada donde estaba, pensando que ya tendría bastantes problemas cuando llegara al instituto. Lo dejaría pasar por ahora.

—Pssssssst.

Siguió andando y abrió con manos nerviosas un paquete de chicles. Se deslizó dos de fruta en la boca, tratando de hacerse la dura.

Cabréate, chica, piensa en todo lo que ha hecho Geneva para fastidiarte, piensa en todo lo que ella es y tú nunca serás. El hecho de que la chica fuera tan lista hacía daño, que no faltara ni un puto día al instituto, que mantuviera su pequeña figura de chica blanca sin parecer una maldita enferma de sida, que se las arreglara para no despegar las piernas y convenciera a las otras chicas para que hicieran lo mismo, como unas remilgadas mamás.

Que se comportara como si fuera mejor que todas las demás.

Pero no era mejor. Geneva Settle no era más que otra hija de mamá-se-droga y papá-se-fue-de-casa.

Ella es una de nosotras.

Cabréate, porque ella te miraría a los ojos y te diría: «Tú puedes, chica, puedes hacerlo, puedes hacerlo, puedes salir de aquí, tienes todo el mundo por delante».

Pues no, hay veces en que, sencillamente, no puedes. Hay veces en que es demasiado duro, maldita sea. Hace falta ayuda para salir. Se necesita a alguien con pasta, a alguien que te cubra las espaldas.

Y de un momento a otro la ira contra Geneva le hervía por dentro y Keesh se apretó el bolso con más fuerza.

Pero no le duró mucho tiempo. La furia se desvaneció, se esfumó como si no fuera más que el polvo de talco para bebés que ella le echaba a su prima pequeña en el trasero cuando le cambiaba los pañales.

Mientras Lakeesha seguía andando aturdida camino del instituto, donde pronto llegaría Geneva Settle, se dio cuenta de que no podía confiar en la furia ni en los pretextos.

Sólo podía confiar en sobrevivir. A veces, chica, tienes que mirar un poco por ti y coger la mano que alguien te ofrece.

Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas…