—Desde el comienzo —dijo Rhyme.
—De acuerdo. Pues eso: que me trincaron hace seis años. Me cayeron de seis a nueve años en Wende.
La cárcel de máxima seguridad del Departamento de Servicios Correccionales, el DOC, en Buffalo.
—¿Por qué? —Dellray chasqueó la lengua—. ¿Por el asalto a mano armada y el asesinato de los que hemos oído hablar?
—Por robo a mano armada. Un cargo por arma. Un cargo por asalto.
—¿El 25-25? ¿El asesinato?
—Eso no fue un cargo justificado. Me condenaron por asalto. Y yo no lo hice, eso para empezar —dijo con firmeza.
—No lo había oído nunca —murmuró Dellray.
—¿Pero cometiste el robo? —preguntó Sellitto.
Una mueca.
—Ajá.
—Sigue.
—El año pasado me llevaron a Alden, una de mínima seguridad. Indulto con trabajo. Estaba trabajando y yendo al instituto. Pero hace siete semanas me dieron la libertad condicional.
—Háblame del asalto a mano armada.
—Hace algunos años yo era pintor, trabajaba en Harlem.
—¿Graffiti? —preguntó Rhyme mientras señalaba con la cabeza la foto del vagón de metro.
Riéndose, Jax respondió:
—Pintor de brocha gorda. No haces dinero con los graffitis, a menos que seas Keith Haring y compañía. Y ellos eran sólo unos aspirantes. No importa. Las deudas me comían. Verán, Venus, la madre de Geneva, tenía mogollón de problemas. Primero los porros, después el caballo, después una galleta, ya saben a qué me refiero: crack. Y además necesitábamos dinero para la fianza y los abogados. —La preocupación en su cara parecía real—. Ya daba señales de ser un alma atormentada cuando nos liamos. Pero nada como el amor para convertirte en un estúpido ciego. En fin, el caso es que estaban a punto de echarnos del piso y yo no tenía dinero para la ropa de Geneva ni para sus libros del colegio y a veces ni siquiera para comer. La chica necesitaba una vida normal. Pensé que si podía juntar algo de pasta trataría de que Venus se pusiera en tratamiento o algo así, de que se curara. Y si ella no quería, me llevaría a Geneva lejos y le daría un buen hogar.
»Pero lo que pasó fue que mi amigo Joey Stokes me habló de un negocio que tenía en Buffalo. Corría el rumor de que había un vehículo blindado que iba lleno de pasta gansa los sábados; llevaba las apuestas de los centros comerciales de las afueras de la ciudad. Un par de guardias holgazanes. Era pan comido.
»Joey y yo salimos el sábado por la mañana, pensando que volveríamos esa misma noche con cinco o seis mil cada uno. —Una triste sacudida de cabeza—. De verdad que no sabía lo que hacía cuando escuché las promesas de ese tipo. En el momento en que el conductor entregó el dinero, todo empezó a ir mal. Tenía esa alarma secreta que nosotros no conocíamos. La apretó y al instante había sirenas por todos lados.
»Enfilamos hacia el sur pero llegamos a un paso a nivel que no habíamos visto. Había un tren de mercancías detenido. Dimos la vuelta y tomamos unas carreteras que no estaban en el mapa y tuvimos que ir por el campo. Se nos pincharon dos ruedas y echamos a correr. Los polis nos alcanzaron media hora después. Joey dijo venga, peleemos, pero yo dije que no y grité que nos rendíamos. Pero Joey se volvió loco y me disparó en la pierna. Los policías pensaron que les disparábamos a ellos. Ésa fue la tentativa de asesinato.
—El crimen no compensa —dijo Dellray con la entonación, aunque no la gramática, del filósofo amateur que era.
—Estuvimos en una celda conjunta durante una semana, diez días antes de que me dejaran hacer una llamada. Pero de todas formas no podía llamar a Venus; nos habían cortado la línea. Mi abogado era un chaval del turno de oficio que no hizo una mierda por mí. Llamé a algunos amigos pero nadie pudo encontrar ni a Venus ni a Geneva. Las habían echado del apartamento.
»Escribí algunas cartas desde la cárcel. Pero siempre me las devolvían. Llamé a todo el mundo que se me ocurrió. ¡Quería encontrarla desesperadamente! La madre de Geneva y yo perdimos un hijo hace un tiempo. Y después perdí a Geneva cuando entré en el sistema penal. Quería encontrar a mi familia.
»Cuando me soltaron vine aquí a buscarla. Incluso me gasté la poca pasta que tenía en un viejo ordenador para ver si daba con ella a través de Internet o algo así. Pero no tuve suerte. Lo único que supe fue que Venus había muerto y que Geneva había desaparecido. Es fácil perderse en Harlem. Tampoco pude encontrar a mi tía, con quien estuvieron un tiempo. Pero ayer por la mañana, una vieja conocida mía, que trabaja en Midtown, vio todo ese jaleo en el museo, oyó que habían atacado a una chica que se llamaba Geneva, que tenía dieciséis años y que vivía en Harlem. Ella sabía que yo estaba buscando a mi hija y me llamó. Me encontré con ese tipo que anda por la zona norte y él buscó en los institutos ayer. Descubrió que Geneva iba al instituto Langston Hughes. Fui allí a buscarla.
—Donde te vieron —dijo Sellitto—. En el patio del instituto.
—Exacto. Yo estaba ahí. Cuando todos ustedes vinieron a por mí, me largué. Pero después volví y averigüé por ese chaval dónde vivía ella, en Harlem oeste, cerca de Morningside. Hoy fui hasta allí, iba a dejarle los libros pero vi que metían a Geneva en un coche y se la llevaban. —Hizo una seña a Bell.
El detective frunció el ceño.
—Tú estabas empujando un carrito.
—Sí, estaba disimulando. Cogí un taxi y los seguí a todos hasta aquí.
—Con una pistola —añadió Bell.
Chasqueó la lengua.
—¡Alguien había tratado de hacer daño a mi pequeña! Joder, claro, conseguí una. No iba a dejar que le pasase nada a Geneva.
—¿La usaste? —preguntó Rhyme—. ¿Usaste el arma?
—No.
—Lo comprobaremos.
—Lo único que hice fue sacarla y asustar al gilipollas del chaval que me dijo dónde vivía Geneva, de nombre Kevin, y que estaba hablando mal de mi pequeña. Lo peor que le pasó fue que se meó en los pantalones cuando le apunté… y se lo merecía. Pero eso fue todo lo que hice, además de arrearle un porrazo. Pueden buscarle y preguntárselo.
—¿Y cómo se llama la mujer que te llamó ayer?
—Betty Carlson. Trabaja muy cerca del museo. —Señaló su teléfono—. El número está en la lista de las llamadas. Siete-uno-ocho, ése es el código de la zona.
Sellitto cogió el móvil del hombre y salió al corredor.
—¿Y qué hay de tu familia de Chicago?
—¿Mi qué? —preguntó frunciendo el ceño.
—La madre de Geneva dijo que te habías ido a Chicago con alguien y que te habías casado —explicó Sachs.
Jax cerró los ojos con rabia.
—No, no… Eso fue una mentira. Nunca he estado en Chicago. Venus debió de decirle eso a la niña para predisponerla en mi contra… Esa mujer ¿por qué me enamoraría de ella?
Entonces Rhyme le echó una mirada a Cooper.
—Llama al DOC.
—No, no, por favor —dijo Jax, desesperado—. Me encerrarán de nuevo. No puedo estar a más de ocho kilómetros de Buffalo. Pedí dos veces permiso para salir de la jurisdicción y me lo negaron. Pero me vine de todas formas.
Cooper se detuvo a pensar.
—Le buscaré en la base de datos general de DOC. Parecerá algo rutinario. Los encargados de su caso no se darán cuenta.
Rhyme asintió. Instantes después una foto de Alonzo Jackson y su ficha aparecían en la pantalla. Cooper lo leyó.
—Confirma lo que nos ha dicho. Dado de baja por buena conducta. Obtuvo algunos créditos en el college. Y hay referencias sobre una hija, Geneva Settle, como su pariente más cercano.
—Se lo agradezco —dijo Jax, aliviado.
—¿Y qué pasa con los libros?
—No podía llegar hasta ustedes y decirles quién era: me llevarían de vuelta a la cárcel. Entonces conseguí unos ejemplares de unos cuantos libros que leía Geneva cuando era pequeña. Así sabría que la nota de verdad era mía.
—¿Qué nota?
—Le escribí una nota y la puse en uno de los libros.
Cooper revolvió la bolsa. En un ejemplar estropeado de El jardín secreto había una hoja suelta. Escritas con cuidado, se leían las siguientes palabras: Querida Gen, esto es de tu padre. Llámame por favor. Junto al mensaje estaba escrito su número de teléfono.
Sellitto regresó y quedó a un paso de la puerta. Asintió.
—He hablado con Carlson, la mujer. Ha confirmado todo lo que ha dicho él.
—La madre de Geneva era tu novia, no tu esposa. ¿Es por eso por lo que Geneva no se apellida Jackson? —preguntó Rhyme.
—Exacto.
—¿Dónde vives? —le interrogó Bell.
—Conseguí una habitación en Harlem. En la 136. Cuando encontrara a Geneva la llevaría de vuelta a Buffalo hasta obtener el permiso para volver a casa. —Su expresión se distendió y Rhyme vio en sus ojos lo que a él le pareció pura tristeza—. Pero no creo que ahora haya grandes posibilidades de que eso suceda.
—¿Por qué? —le cuestionó Sachs.
Jax sonrió melancólico.
—He visto dónde vive, en ese bonito sitio cerca de Morningside. Me alegro por ella, claro que me alegro. Debe de tener unos buenos padres adoptivos que cuidan de ella, puede que un hermano o una hermana, algo que ella siempre quiso pero que no pudo ser, después de lo mal que lo pasó Venus en el hospital. ¿Por qué iba a querer volver conmigo? Ha conseguido la vida que merece, todo lo que yo no puedo darle.
Rhyme le lanzó una mirada a Sachs, enarcando una ceja. Jax no se dio cuenta.
Su historia le parecía legítima a Rhyme. Pero como policía que era, tenía una profunda vena de escepticismo.
—Quiero hacerte algunas preguntas.
—Lo que quiera.
—¿Quién es esa tía que has mencionado antes?
—La hermana de mi padre. Lilly Hall. Ella ayudó a criarme. Se quedó viuda dos veces. Este año cumplirá los noventa, en agosto. Si es que sigue entre nosotros.
Rhyme no tenía ninguna pista sobre su edad o su fecha de nacimiento, pero estaba aquel nombre que Geneva les había dado.
—Sigue viva, sí.
Una sonrisa.
—Me alegra oírlo. La he echado de menos. A ella tampoco la encontraba.
—Le dijiste algo a Geneva sobre la palabra «señor». ¿Qué exactamente? —dijo Bell.
—Cuando era niña le dije que siempre mirara a las personas a los ojos y que fuera respetuosa, pero que no llamara a nadie «señor» o «señora» a menos que se lo mereciera.
El detective de Carolina hizo un gesto a Rhyme y a Sachs.
—¿Quién es Charles Singleton? —preguntó el criminalista.
Jax parpadeó de sorpresa.
—¿De qué le conocen?
—Contéstale —lo interpeló Dellray.
—Es mi, no sé, mi tatara, tatara, tatarabuelo o algo así.
—Sigue —le animó Rhyme.
—Pues era un esclavo de Virginia. Su amo los liberó a él y a su esposa y les dio una granja en el norte. Después se ofreció como voluntario en la guerra de secesión, como en esa película, Gloria. Luego volvió a casa, labró su huerto y enseñó en su escuela: una escuela para africanos libres. Hizo fortuna vendiendo sidra a los trabajadores que construían botes cerca de su granja. Sé que le dieron medallas en la guerra. Y una vez conoció a Abraham Lincoln en Richmond. Justo después de que las tropas de la Unión tomaran el lugar. O eso era lo que contaba mi padre. —Otra risa triste—. Luego estaba esa historia, que lo arrestaron por robar algo de oro o salarios o algo así, y acabó en la cárcel. Igual que yo.
—¿Sabes lo que le pasó después de la cárcel?
—No. Nunca supe nada de eso. Bueno, ¿y creen ahora que soy el padre de Geneva?
Dellray miró a Rhyme con una ceja enarcada.
El criminalista le echó una ojeada al hombre.
—Casi. Una última cosa. Abre la boca.
—¿Tú eres mi padre?
Sin aliento, aturdida casi por las noticias, Geneva Settle notaba los latidos del corazón. Miró a aquel hombre detenidamente; observó su cara, sus hombros, sus manos. La primera reacción había sido de absoluta incredulidad, pero luego no pudo negar que le reconocía. Aún llevaba el anillo de granate que su madre, Venus, le había regalado una Navidad. Sin embargo, el recuerdo con el que comparaba a ese hombre era vago, como si mirara a alguien con un sol brillante detrás.
A pesar del carné de conducir, de la foto en la que aparecía ella de pequeña con él y su madre y de la foto de uno de los antiguos graffitis de él, ella habría negado cualquier conexión con ese hombre hasta el final; pero el señor Cooper había hecho un análisis de ADN. Y no había dudas de que eran de la misma sangre.
Estaban solos en el piso superior, solos, claro, salvo por el detective Bell, la sombra protectora que seguía a Geneva. Los demás agentes de policía estaban abajo trabajando en el caso. Aún trataban de averiguar quién estaba detrás del robo a la importadora de joyas.
Pero el señor Rhyme y Amelia y todos los demás —así como el asesino y los espeluznantes acontecimientos de los últimos días—, en aquel momento parecían olvidados. La pregunta que ahora consumía a Geneva era: «¿Cómo había llegado su padre hasta allí? ¿Y por qué?».
Y, aún más importante: «¿Qué significa eso para mí?».
Una seña hacia la bolsa de plástico. Sacó el libro del doctor Seuss.
—Ya no leo libros para niños. —Fue lo único que se le ocurrió decir—. Hace dos meses cumplí dieciséis años. —También era una forma de recordarle, supuso, todos aquellos cumpleaños que había pasado sola.
—Te los traje sólo para que supieras que era yo. Sé que ya eres mayor para esos libros.
—¿Y qué ha pasado con tu otra familia? —preguntó ella, distante.
Jax sacudió la cabeza.
—Me han contado lo que Venus te dijo, Genie.
No le hizo ninguna gracia que la llamara por el apodo que él le había puesto años atrás. Una abreviatura de «Geneva» y de «genio».
—Lo inventó para ponerte en mi contra. No, no, Genie, jamás te hubiera abandonado. Me detuvieron.
—¿Te detuvieron?
—Es verdad, señorita —dijo Roland Bell—. Hemos visto su historial. Le arrestaron el día que las dejó a usted y a su madre. Y ha estado en la cárcel desde entonces. Acaba de salir.
Entonces él le contó la historia del robo, de la desesperación por conseguir algo de dinero con que mejorar sus vidas, para ayudar a su madre.
Pero las palabras parecían agotadas, exhaustas. Le estaba dando una de las miles de excusas poco convincentes que se oían tan a menudo en el barrio. El traficante de crack, el ladrón de tiendas, el que estafaba la ayuda social, el especialista en arrancar collares.
Lo hice por ti, nena…
Geneva bajó la vista al libro que tenía en las manos. Estaba usado. ¿A quién habría pertenecido cuando era nuevo? ¿Dónde estaba el padre que lo había comprado para su hijo o su hija? ¿En la cárcel? ¿Fregando platos? ¿Conduciendo un Lexus? ¿Realizando una operación de neurocirugía? ¿Su padre lo había robado de una tienda de libros usados?
—He vuelto por ti, Genie. Te he buscado desesperadamente.
Y más aún cuando Betty me llamó y me dijo que te habían atacado… ¿Qué pasó ayer? ¿Quién te persigue? Nadie me ha dicho nada.
—Vi algo —dijo ella con desinterés. No quería darle mucha información—. Puede que a alguien cometiendo un crimen. —A Geneva no le apetecía seguir con aquella conversación. Levantó la cabeza, le miró y dijo, con mayor crueldad de lo que hubiera querido—: Ya sabes que mamá ha muerto.
Jax asintió.
—No lo supe hasta que no volví aquí. Fue entonces cuando me enteré. Pero no me sorprendió. Era una mujer complicada. Tal vez sea más feliz ahora.
Geneva no pensaba lo mismo. En cualquier caso, ningún cielo repararía la forma desdichada en que había muerto, en soledad, con el cuerpo consumido, pero la cara hinchada como una luna amarilla.
Y tampoco compensaría las desdichas anteriores, cuando se la follaban en las escaleras por unos trozos de crack mientras su hija esperaba delante de la puerta.
Geneva no dijo nada de eso.
Él sonrió.
—Vives en un sitio muy bonito.
—Era provisional. Ya no estoy allí.
—¿No? ¿Y dónde vives ahora?
—No estoy segura.
Se arrepintió de haberlo dicho. Se dio cuenta de que le estaba abriendo una posibilidad. Y, como era de esperar, él trató de aprovecharla.
—Voy a preguntarle una vez más al oficial de mi libertad condicional si puedo volver a mudarme aquí. Si se entera de que tengo una familia que cuidar, a lo mejor dice que sí.
—Tú no tienes ninguna familia que cuidar. Ya no.
—Sé que estás enfadada, nena. Pero te compensaré por todo lo que ha pasado.
Geneva arrojó el libro al suelo.
—Seis años, y nada. Ni una palabra. Ni una llamada. Ni una carta. —Se le saltaron las lágrimas de pura rabia. Geneva se las enjugó con una mano temblorosa.
Jax suspiró.
—¿Y adónde querías que escribiera? ¿Adónde podía llamarte? He estado estos seis años tratando de ponerme en contacto contigo. Te enseñaré el montón de cartas que tengo, todas devueltas mientras estuve en la cárcel. Debe de haber unas cien. Intenté todo lo que se me ocurrió. Pero no pude encontrarte.
—Vale, gracias por las disculpas. Si es que te estás disculpando. Pero ahora creo que es hora de que te marches.
—No, nena, deja que…
—No me llames «nena», ni «Genie», ni «hija».
—Todo se arreglará —repitió Jax, mientras se enjugaba los ojos. Geneva no sentía nada al ver aquella tristeza, o lo que fuera. Excepto indignación.
—¡Vete!
—Pero nena, yo…
—¡Que te vayas!
Una vez más, el detective de Carolina del Norte, experto en proteger a gente, hizo su trabajo con delicadeza y sin vacilar. Se incorporó y guió a su padre hacia el pasillo. Le hizo un gesto a la chica, le dedicó una sonrisa tranquilizadora y cerró la puerta al salir, dejando a solas a Geneva.