Jax de nuevo se hacía pasar por indigente, esta vez sin el carro del supermercado.
El rey del graffiti fingía ser uno de esos típicos veteranos de guerra expulsados del sistema, compadeciéndose y mendigando unas monedas, con una raída gorra de los Mets, vuelta hacia arriba en la acera manchada de chicle, que contenía, Dios le bendiga, treinta y siete centavos.
Soplapollas cabrones.
Ya no llevaba la chaqueta verde oliva apagado, ni la sudadera gris, sino una polvorienta camiseta negra debajo de una cazadora deportiva beige rota (rescatada de la basura, tal como haría un auténtico indigente). Jax estaba sentado en un banco frente a la casa de Central Park West, con una lata envuelta en una bolsa de papel marrón llena de manchas. Debería ser whisky, pensó con amargura. Ojalá lo fuera. Pero no era más que té helado Arizona. Se recostó en el banco, como si estuviera pensando qué tipo de empleo le gustaría conseguir, aunque también disfrutaba del fresco día de otoño, y bebió unos sorbos más de la dulzona bebida de melocotón. Encendió un cigarrillo y arrojó el humo hacia el cielo deslumbrantemente claro.
Estaba mirando al chaval del Langston Hughes que venía andando hacia él, el que acababa de salir de la casa de Central Park West, donde le había entregado la bolsa a Geneva Settle. Todavía no se veía ningún indicio de que alguien estuviera vigilando la calle desde el interior, pero eso no significaba que allí no hubiera nadie. Además, había dos vehículos de la policía aparcados enfrente, un coche patrulla y otro camuflado, justo al lado de la rampa para discapacitados. Así que Jax se quedó esperando allí, a unos cien metros de distancia, a que el muchacho hiciera la entrega.
El delgado chaval llegó y se desplomó en el banco de al lado del «falso indigente» rey del graffiti que pinta con sangre.
—¡Eh!, ¡eh!, ¡hola!, hombre.
—¿Por qué decís «¡eh!» todo el rato? —preguntó Jax, irritado—. ¿Y por qué coño lo decís dos veces?
—Todo el mundo lo dice. ¿Y a ti qué más te da?
—¿Le diste la bolsa?
—¿Qué le pasa a ese tipo? ¿No tiene piernas?
—¿Quién?
—Un tipo de ahí dentro, que no tiene piernas. O a lo mejor las tiene, pero no le funcionan.
Jax no sabía de qué le estaba hablando. Habría buscado a un muchacho más listo para entregar el paquete en la casa, pero ése era el único que había encontrado que tuviera alguna conexión con Geneva Settle: su hermana la conocía un poco.
—¿Le diste la bolsa? —repitió.
—Claro que se la he dado.
—¿Qué dijo?
—No sé. Alguna gilipollez. Gracias. No lo sé.
—¿Te creyó?
—Al principio parecía que no se acordaba de mí, pero después estuvo majeta. Cuando le nombré a mi hermana.
Jax le dio algunos billetes.
—Dabuti… Si tienes alguna otra cosilla que encargarme, me molaría, hombre. Yo…
—Largo de aquí.
El muchacho se encogió de hombros, dio media vuelta y se marchó.
—Espera —le dijo Jax.
El desgarbado chaval se detuvo. Se giró.
—¿Cómo es ella?
—¿La zorra? ¿Que qué aspecto tenía?
No, no era eso lo que tenía curiosidad por saber. Pero Jax no sabía exactamente cómo formular la pregunta. Y entonces decidió que no quería preguntar nada. Meneó la cabeza.
—Vete a ocuparte de tus asuntos.
—'sta luego, hombre.
El chaval echó a andar.
Una parte de Jax le decía que se quedara allí. Pero eso sería una estupidez. Sería mejor poner un poco de distancia entre él y ese lugar. Pronto se enteraría, de un modo u otro, de lo que pasaría cuando la chica mirase lo que había en la bolsa.
Geneva se sentó en la cama, se tumbó, cerró los ojos, preguntándose qué era lo que la hacía sentirse tan bien.
Bueno, habían atrapado al asesino. Pero, por supuesto, su estado de ánimo no podía deberse sólo a eso, ya que el hombre que le había contratado todavía andaba suelto por ahí, en alguna parte.
Y además estaba el hombre de la pistola, el del patio del instituto, el hombre de la chaqueta.
Tendría que estar aterrorizada, deprimida.
Pero no lo estaba. Se sentía libre, eufórica.
¿Por qué?
Y entonces lo comprendió: era porque había contado su secreto. Se había desahogado al contar que vivía sola, lo de sus padres.
Y nadie se había horrorizado ni escandalizado ni la odiaban por su mentira. El señor Rhyme y Amelia hasta la habían apoyado, y también el detective Bell. No habían montado una escena ni la habían delatado ante la orientadora.
Demonios, se sentía bien. Qué difícil había sido soportar el peso de ese secreto, del mismo modo que Charles había tenido que cargar con el suyo propio (fuera el que fuese). Si el antiguo esclavo se lo hubiera contado a alguien, ¿habría evitado todos los sufrimientos que siguieron? Según su carta, así parecía pensar él.
Geneva miró la bolsa de libros que le habían enviado las chicas del Langston Hughes. La venció la curiosidad, y decidió echarles una ojeada. Se llevó la bolsa a la cama. Tal como le había dicho el hermano de Ronelle, pesaba una tonelada.
Metió la mano dentro y sacó un libro: era el de Laura Ingalls Wilder. Y luego el siguiente. Geneva se rio a carcajadas. Éste era aún más extraño: una novela de misterio de Nancy Drew. ¡Hay que ver! Miró algunos de los otros títulos, libros de Judy Blume, el doctor Seuss, Pat McDonald. Libros para niños y jóvenes que están entrando en la edad adulta. Autores maravillosos, los conocía a todos. Pero ya había leído sus historias hacía años. ¿De qué iban? ¿Acaso Ronelle y los chicos no la conocían? Los últimos libros que había leído por placer eran novelas para adultos: Lo que queda del día de Kazuo Ishiguro y La mujer del teniente francés de John Fowles. La última vez que había leído Huevos verdes y jamón había sido hacía diez años.
Tal vez en el fondo de la bolsa hubiera algo mejor. Metió la mano para tratar de cogerlo.
La sorprendió el ruido de alguien que llamaba a la puerta.
—Adelante.
Entró Thom con una bandeja sobre la que había una Pepsi y unos tentempiés.
—Hola —saludó.
—Hola.
—Pensé que necesitarías alimentarte un poco. —Le abrió el refresco. Estuvo a punto de servirlo en el vaso, pero ella le indicó con la cabeza que no lo hiciera.
—La lata está bien —dijo. Quería guardar todas las latas vacías para saber lo que tendría que pagar al señor Rhyme.
—Y… comida sana. —Le tendió un Kit Kat y ambos se rieron.
—Para luego, quizá. —Todos estaban tratando de hacerla engordar. Lo cierto era que ella no estaba acostumbrada a comer. Eso era algo que se hacía en familia, alrededor de una mesa, no solo, encorvado sobre una mesa inestable, en un sótano, leyendo un libro o apuntando notas para un trabajo sobre Hemingway.
Geneva bebió a sorbos el refresco, mientras Thom se encargaba de sacarle los libros de la bolsa. Se los iba mostrando uno por uno. Había una novela de C. S. Lewis. Otra más: El jardín secreto.
Pero seguía sin haber nada para adultos.
—Hay uno grande en el fondo —dijo, mientras lo sacaba de la bolsa. Era un libro de Harry Potter, el primero de la serie. Geneva lo había leído en cuanto se publicó.
—¿Lo quieres? —preguntó Thom.
Geneva dudó.
—Claro.
El asistente le pasó el pesado volumen.
Un hombre de unos cuarenta y tantos años que estaba haciendo jogging se venía acercando, mirando hacia Jax, el veterano indigente vestido con su cazadora rescatada de la basura y que tenía una pistola oculta en su calcetín, y treinta y siete centavos de caridad en el bolsillo.
La expresión del hombre no cambió cuando pasó corriendo a su lado. Sólo modificó mínimamente el recorrido, cuestión de poner unos pocos centímetros más entre él y el negro grandote, un pequeñísimo desplazamiento, casi imperceptible. Excepto para Jax, que lo veía tan claro como si el hombre se hubiera detenido, hubiera dado media vuelta y hubiera salido huyendo y gritando: «¡No te me acerques, negro!».
Estaba harto de esa mierda de evasiva racista. Siempre lo mismo. ¿Cambiará eso alguna vez?
Sí. No.
¿Quién coño podría saberlo?
Jax se agachó disimuladamente y se ajustó la pistola metida en el calcetín que le hacía una incómoda presión en el hueso; luego siguió calle arriba, avanzando lentamente con su cojera de tejido cicatrizado.
—¡Eh!, tú, ¿tienes alguna moneda? —Oyó la voz de un hombre que se acercaba a él por detrás.
Se dio la vuelta y vio a un hombre alto, encorvado y de piel muy oscura, que se encontraba tres metros más atrás.
—¡Eh!, tú, una moneda, hombre —repitió el tipo.
No hizo caso al mendigo, y pensó: «Esto es gracioso; todo el día haciéndome pasar por un indigente y aquí viene uno de verdad. Me lo tengo bien merecido».
—¡Oye!, tío, ¿una monedita?
—No tengo —le contestó bruscamente.
—¡Vamos! Todo el mundo tiene monedas. Y todos las detestan, coño. Quieren quitárselas de encima. Pesan mucho y no compras una mierda con ellas. Te haría un favor, hermano. Vamos.
—Que te den por saco.
—Hace dos días que no como.
Jax volvió a mirar atrás, y le espetó:
—Claro que no. Porque te has gastado todos los billetes en esos Calvin Klein. —Echó un vistazo a la ropa del hombre: un chándal Adidas azul oscuro, sucio, aunque en buenas condiciones—. Búscate un empleo. —Jax se alejó y siguió calle arriba.
—De acuerdo —dijo el vagabundo—. No quieres darme unas monedas, entonces, ¿qué tal si me das tus putas manos?
—¿Mis…?
De pronto Jax se encontró con que alguien le agarraba de las piernas. Cayó violentamente de bruces sobre la acera. Antes de que pudiera darse la vuelta y agarrar su pistola, le sujetaron las manos por la espalda y sintió la presión de lo que parecía ser una enorme pistola detrás de la oreja.
—¿Qué coño haces, hombre?
—Cállate. —Unas manos le cachearon y encontraron la pistola escondida. Unas esposas se le cerraron en las muñecas y alguien le sentó de un tirón. Se encontró con una tarjeta de identificación del FBI ante sus ojos. El nombre era Frederick. El apellido Dellray.
—Vaya, hombre —dijo Jax, con voz ahogada—. No me vengas ahora con esa mierda.
—Bueno, adivina qué, hijo mío, hay mucha más mierda de camino. Así que más vale que vayas acostumbrándote. —El agente se puso de pie y un momento después Jax oyó—: Aquí Dellray. Estoy en la calle. Creo que he trincado al amiguito de Boyd. Le vi justo en el momento en que le entregaba unos billetes a un chico que salía de la casa de Lincoln. Un chaval negro, de unos trece años. ¿Qué estaba haciendo allí?… ¿Una bolsa? ¡Joder!, ¡es una bomba! Probablemente de gas. Boyd se la debe de haber dado a este pedazo de mierda para que la metiera a escondidas. Que salga todo el mundo de ahí y llamen para dar aviso de un diez treinta y tres… ¡Y que alguien se encargue de Geneva ahora mismo!
El hombretón se encontraba en el laboratorio de Rhyme, esposado y con las piernas atadas a una silla, rodeado por Dellray, Rhyme, Bell, Sachs y Sellitto. Le habían quitado la pistola, la cartera, un cuchillo, llaves, un móvil, cigarrillos y dinero.
Durante media hora, en la casa de Lincoln Rhyme reinó un caos absoluto. Bell y Sachs habían agarrado a Geneva y la habían sacado precipitadamente por la puerta trasera para meterla en el coche de Bell, el cual se alejó a toda velocidad por si todavía hubiera algún agresor por allí con la intención de atacarla. Los demás fueron evacuados hacia el callejón. Los miembros de la brigada de explosivos, otra vez con sus trajes protectores especiales, habían subido a la planta superior para examinar los libros con rayos X, y luego por medios químicos. Ningún explosivo, ni gas venenoso. Sólo había libros, por lo cual Rhyme pensó que el propósito era que ellos pensaran que había un explosivo en la bolsa. Y después de que evacuaran la casa, el cómplice entraría por la puerta trasera con los bomberos o la policía esperando encontrar la oportunidad de matar a Geneva.
Así que ése era el hombre sobre el que Dellray había oído rumores el día anterior, el que casi había llegado hasta Geneva en el patio del instituto Langston Hughes, el que descubrió dónde vivía la chica y la siguió hasta la casa de Rhyme para atentar nuevamente contra su vida.
También era el hombre —eso esperaba Rhyme— que les diría quién había contratado a Boyd.
El criminalista inspeccionó cuidadosamente al hombretón de expresión adusta. Había cambiado su chaqueta por una chupa deportiva tostada, hecha jirones, probablemente suponiendo que el día anterior, en el instituto, le habían visto con la cazadora verde.
Pestañeó y bajó la vista, mirando al suelo, empequeñecido por la situación en la que se encontraba, bajo arresto, pero en absoluto intimidado por el semicírculo de oficiales que le rodeaban. Finalmente les dijo:
—Miren, ustedes no…
—Shhhhh —dijo Dellray en tono amenazador, y siguió revolviendo la cartera del hombre, mientras le explicaba al equipo lo que había sucedido. El agente había venido a entregar los informes de las investigaciones del FBI sobre blanqueo de dinero en el distrito de las joyerías, cuando vio al adolescente saliendo de la casa de Rhyme. Vi que este animal le pasaba unos billetes al chico, y que luego levantaba el culo de un banco y se marchaba. La descripción y la cojera encajaban con lo que ya sabía. Me pareció gracioso, sobre todo cuando vi que tenía un tobillo deformado—. El agente señaló con la cabeza la pequeña 32 automática que había encontrado en el calcetín del hombre. Dellray explicó que se había quitado la cazadora para envolver los expedientes y los había escondido detrás de unos arbustos; luego se embadurnó con barro el chándal, para hacerse pasar por un vagabundo, papel que le había hecho famoso en Nueva York cuando era un agente encubierto. De ese modo, avanzó hasta echarle el guante al tipo en cuestión.
—Déjenme que les diga algo —empezó a decir el compinche de Boyd.
Dellray le hizo un gesto admonitorio con su enorme dedo.
—Ya te lo haremos saber cuando tengamos ganas de oír alguna palabra saliendo de tu bocaza. ¿Estamos de acuerdo en eso?
—Yo…
—¿De a-cuer-do?
Asintió con la cabeza, con expresión forzada.
El agente del FBI sostenía en las manos lo que había encontrado en la cartera: dinero, algunas fotos de familia, una foto desvaída y ajada.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Mi graffiti.
El agente acercó la instantánea a Rhyme. Era una vieja estación de metro de la ciudad de Nueva York. Al lado había un colorido graffiti en el que se leía Jax 157.
—Artista de graffiti —dijo Sachs, enarcando una ceja—. Bastante bueno, además.
—¿Aún te haces llamar Jax? —preguntó Rhyme.
—Normalmente.
Dellray tenía en sus manos un documento de identidad con una foto.
—Puede que fueras Jax para el buen hombre que te atendió en la dirección de tránsito, pero parece que para el resto del mundo eres Alonzo Jackson. También conocido con el revelador apodo de interno dos-dos-cero-nueve-tres-cuatro, procedente del correccional de la hermosa ciudad de Alden, Nueva York.
—¿Eso está en Buffalo, verdad? —preguntó Rhyme.
El cómplice de Boyd asintió con la cabeza.
—Otra vez los contactos hechos en la cárcel. ¿Fue así como le conociste?
—¿A quién?
—A Thompson Boyd.
—No conozco a nadie llamado Boyd.
—¿Entonces quién te contrató para este trabajo? —ladró Dellray.
—No sé de qué trabajo me está hablando. Le juro que no le entiendo. —Parecía confundido de verdad—. Y todo eso del gas o lo que fuera que estaban diciendo ustedes. Yo…
—Tú estabas buscando a Geneva Settle. Compraste un revólver y apareciste ayer ante ella, en el instituto —apuntó Sellitto.
—Ajá, eso es cierto. —Parecía desconcertado por la cantidad de información que tenían.
—Y has aparecido aquí —prosiguió Dellray—. Estamos moviendo nuestras bonitas lenguas para referirnos a ese trabajo.
—No hay ningún trabajo. No sé de qué me hablan. De verdad.
—¿Y qué es eso de los libros? —preguntó Sellitto.
—No son más que los libros que leía mi hija cuando era pequeña. Eran para ella.
—Maravilloso —masculló el agente—. Pero explícanos por qué le pagaste a alguien para que se los entregara a… —Dudó y frunció el ceño. Por una vez, a Fred Dellray parecían faltarle las palabras.
—¿Quieres decir que…? —preguntó Rhyme.
—Así es —suspiró Jax—. A Geneva. Ella es mi pequeña.