CAPÍTULO 33

Por favor, por favor…

Amelia Sachs regresó corriendo a la casa de Boyd, todo lo deprisa que pudo, haciendo caso omiso de las felicitaciones de sus compañeros e intentando también hacer caso omiso del dolor de su pierna.

Sudando, sin aliento, se dirigió al primer médico del servicio de urgencias que vio.

—¿La mujer de esa casa? —le preguntó.

—¿La de allí? —Señaló la casa con la cabeza.

—Exacto. La morena que vive allí.

—Ah, ésa. Me temo que tengo malas noticias.

Sachs hizo una profunda inspiración, y sintió el horror en su carne como si fuera hielo. Había atrapado a Boyd, pero la mujer a la que podría haber salvado estaba muerta. Se clavó una uña en la cutícula de su pulgar y sintió dolor, sintió la sangre. Pensó: «He hecho exactamente lo mismo que Boyd. He sacrificado una vida inocente en aras de un buen trabajo».

—Le han disparado —prosiguió el médico.

—Ya lo sé —susurró Sachs con la mirada clavada en el suelo. Iba a ser duro aprender a vivir con eso…

—No tiene por qué preocuparse.

—¿Preocuparme?

—Se pondrá bien.

Sachs frunció el ceño.

—Usted dijo que tenía que darme malas noticias.

—Bueno, que disparen a alguien es una noticia bastante mala.

—¡Dios!, yo ya sabía que le habían disparado. Estaba allí cuando sucedió.

—Ah.

—Creí que lo que usted quería decir era que había muerto.

—No, qué va. Perdió mucha sangre, pero llegamos a tiempo. Se pondrá bien. Está en la sala de urgencias del St. Luke. En situación estable.

—Vale, gracias.

Tengo malas noticias…

Sachs se fue por ahí, cojeando, y se cruzó con Sellitto y Haumann delante del escondite.

—¿Le trincaste con un arma descargada? —preguntó Haumann, incrédulo.

—De hecho, le trinqué con una piedra.

El jefe de la USU meneó la cabeza, enarcando una ceja, lo cual era su mejor cumplido.

—¿Boyd ha dicho algo? —preguntó ella.

—Que comprendía cuáles eran sus derechos. Luego se ha quedado como una tumba.

Ella y Sellitto intercambiaron sus armas. Él volvió a cargar la suya. Sachs revisó su Glock y se la puso en la pistolera.

—¿Qué habéis averiguado sobre esa casa? —preguntó.

Haumann se pasó la mano por sus hirsutos cabellos cortados al rape.

—Parece que la casa en la que vivía estaba alquilada a nombre de su novia, Jeanne Starke. Las niñas son de ella, dos hijas. No son de Boyd. Hemos dado parte a protección de menores, a los servicios sociales, que ha tomado cartas en el asunto. Ese lugar —señaló con la cabeza hacia el edificio de apartamentos— era un piso franco. Lleno de herramientas del oficio, ya me entiendes —explicó Haumann.

—Creo que será mejor que me ocupe de ese lugar —dijo Sachs.

—Lo hemos protegido —dijo Haumann—. Bueno, lo hizo él. —Apuntó a Sellitto con la cabeza. El jefe de la USU prosiguió—: Tengo que dar parte a los de arriba. ¿Andarás por aquí después de terminar con el escenario? Querrán una declaración.

Sachs asintió con la cabeza. Y ella y el pesado detective caminaron juntos hacia el escondite de Boyd. Finalmente, Sellitto dirigió la mirada a la pierna de Sachs.

—Te ha vuelto la cojera.

—¿Vuelto?

—Ajá, cuando estabas evacuando las casas, en la acera de enfrente, miré por la ventana. Parecía que podías andar bien.

—A veces se me cura sola.

Sellitto se encogió de hombros.

—Es curioso cómo ocurren esas cosas.

—Sí que lo es.

Sellitto sabía lo que ella había hecho por él. Se lo estaba diciendo.

—Bueno, tenemos al que disparaba. Pero eso es sólo la mitad del trabajo. Ahora tenemos que coger al cabrón que le contrató y a su compinche, que, debemos suponer, acaba de hacerse cargo de la tarea de Boyd. Haga la cuadrícula, detective. —Sellitto dijo esto en una voz tan bronca como la más áspera que era capaz de poner Rhyme.

Éste era el mejor agradecimiento que él podría darle: hacerle saber que volvía a ser el de siempre.

A menudo, la prueba más importante es la que se encuentra al final.

Cualquier buen investigador del escenario de un crimen evalúa el lugar e inmediatamente se ocupa de los artículos frágiles que están sujetos a la evaporación, la contaminación por la lluvia, la dispersión por el viento, y así sucesivamente, dejando los más obvios —como un revólver humeante— para recogerlos más tarde.

Si el lugar está a buen recaudo, solía decir Lincoln Rhyme, las cosas buenas no se van a ir a ninguna parte.

Tanto en la vivienda de Boyd como en el piso franco de la acera de enfrente, Sachs había recogido posibles huellas, había reunido los restos, había recogido muestras de líquidos corporales en el servicio para realizar análisis de ADN, había raspado el suelo y las superficies de los muebles, había cortado pedacitos de la moqueta para obtener muestras de fibras, y había fotografiado y grabado en vídeo todos los lugares. Sólo entonces dedicó su atención a las cosas más grandes y obvias. Organizó el traslado del ácido y el cianuro al centro de almacenamiento de pruebas peligrosas situado en el Bronx, y examinó el dispositivo explosivo improvisado oculto en el interior del transistor.

Examinó y tomó nota de las armas y municiones, el dinero en efectivo, los carretes de cuerdas, las herramientas. Y docenas de otros objetos que podían resultar de mucha ayuda.

Finalmente, Sachs recogió un pequeño sobre blanco que estaba apoyado en un estante cerca de la puerta de entrada al escondite.

Dentro había sólo un papel.

Lo leyó. Y luego soltó una carcajada. Volvió a leer la carta. Y llamó a Rhyme, pensando en su fuero interno: «¡Vaya si estábamos equivocados!».

—Me juego cien pavos a que vas a encontrar más carbono puro, exactamente igual que el que había en el mapa que estaba escondido bajo su almohada en la calle Elizabeth —dijo Rhyme a Cooper mientras los dos hombres miraban la pantalla del ordenador—. ¿Quieres arriesgar tu dinero? ¿Alguien acepta la apuesta?

—Demasiado tarde —respondió el técnico cuando el analizador emitió un pitido y el análisis de los restos de elementos que tenía el papel saltó ante sus ojos—. De todas maneras no es lo que habría apostado yo. —Se empujó las gafas para subírselas al puente de la nariz y añadió—: Efectivamente, carbono. Cien por cien.

Carbono. Lo que uno podía encontrar en la carbonilla vegetal, o en las cenizas, o en un gran número de otras sustancias.

Pero que también podía ser polvo de diamantes.

—¿Cuál es el más reciente desprecio de la lengua inglesa por parte del mundo de los negocios? —preguntó el criminalista, que había recuperado el ánimo risueño—. Con éste estábamos uno a ochenta.

No habían errado el tiro en cuanto a lo de que Boyd era el asesino, ni en cuanto al hecho de que había sido contratado para matar a Geneva. No, era en el móvil en lo que habían fallado por completo. Todo lo que habían especulado sobre los comienzos del movimiento por los derechos civiles, sobre las consecuencias que tendría hoy día el robo del Fondo para los Libertos pergeñado por Charles Singleton, sobre la conspiración en torno a la Decimocuarta Enmienda… era un error.

Geneva Settle estaba en la mira de los asesinos simplemente porque había visto algo que no debería haber visto: la preparación de un robo de joyas.

La carta que había encontrado Amelia en el escondite de Boyd contenía planos de varios edificios del Midtown, incluyendo uno del Museo de Cultura e Historia Afroamericana. En la nota ponía:

Una chica negra, qinto piso en esta ventana, 2 octubre, cerca de las 08:30. Ella vio mi furgón de reparto cuando él estava aparcado en un callejón en la parte trasera de la joyería. Vio lo suficiente para adivinar los planes de mí. Matarla.

En el plano de la biblioteca, la ventana cercana al lector de microfichas ante el que estaba sentada Geneva cuando fue atacada estaba marcada con un círculo.

Además de los errores de ortografía, el lenguaje de la nota se salía del uso ordinario, lo cual, para un criminalista, era una buena cosa: es mucho más fácil seguirle la pista a lo poco común que a lo común. Rhyme hizo que Cooper le enviara una copia a Parker Kincaid, un antiguo perito del FBI especializado en análisis de documentos que actualmente ya no trabajaba para Washington, sino de forma privada. Al igual que Rhyme, a veces sus antiguos jefes, u otras fuerzas de la ley, convocaban a Kincaid para consultarle casos en los que aparecían documentos y manuscritos. En el correo electrónico que les envió como respuesta, Kincaid dijo que volvería a contactar con ellos en cuanto pudiera.

Al examinar la carta, Amelia Sachs gesticulaba enfurecida. Relató el incidente del hombre armado que ella y Pulaski habían visto fuera del museo, el día anterior, que resultó ser un guardia jurado, y que les había hablado de lo valioso que era lo que se guardaba en la compañía y sobre los embarques diarios de varios millones de dólares procedentes de Amsterdam y Jerusalén.

—Tendría que haberos mencionado eso —dijo moviendo la cabeza.

¿Pero quién habría imaginado que Thompson Boyd había sido contratado para matar a Geneva porque la chica había mirado por la ventana en el momento equivocado?

—Pero ¿por qué robar la microficha? —preguntó Sellitto.

—Para despistarnos, por supuesto. Lo que consiguió hacer realmente bien. —Rhyme suspiró—. Aquí estábamos, dando vueltas, pensando en conspiraciones sobre la constitucionalidad de las leyes. Probablemente Boyd no tenía ni la menor idea de lo que estaba leyendo Geneva. —Se volvió hacia la chica, que estaba sentada allí cerca, sosteniendo contra su pecho una taza de chocolate caliente—. Alguien, quienquiera que haya escrito esa nota, te vio desde la calle. O él o Boyd se pusieron en contacto con el bibliotecario para averiguar quién eras y cuándo regresarías, de modo que Boyd pudiera estar allí, esperándote. El doctor Barry fue asesinado porque podría establecer una conexión entre ellos y tú… Ahora bien, trata de pensar en lo ocurrido hace una semana. Miraste por la ventana a las ocho y media y viste una furgoneta y a alguien en el callejón. ¿Recuerdas lo que viste?

La chica frunció los ojos y miró el suelo.

—No lo sé. Miré por la ventana sin pensar. Cuando me canso de leer me levanto y ando un poco, ya sabe. No recuerdo nada en especial.

Durante diez minutos, Sachs estuvo hablando con Geneva, ayudándola pacientemente a recordar por si se le venía alguna imagen a la cabeza. Pero acordarse de una persona en especial y de una furgoneta de reparto en las ajetreadas calles del Midtown sólo por haber echado un vistazo por la ventana una semana antes era demasiado para la memoria de la chica.

Rhyme llamó al director de la American Jewelry Exchange y le contó lo que habían averiguado. Interrogado sobre si tenía alguna idea de quién podría estar intentando dar un golpe, el hombre respondió:

—Joder, ni idea. Sin embargo, le diré que sucede más a menudo de lo que usted cree.

—Hemos encontrado restos de carbono puro en algunas de las pruebas. Pensamos que se trata de polvo de diamante.

—Vaya, eso significaría que probablemente han inspeccionado el callejón, cerca de la plataforma de cargas. Nadie de fuera puede acercarse a las salas de corte, pero, vaya, uno pule el material, y eso genera polvo. Termina en las bolsas de las aspiradoras y en todo lo que tiramos a la basura. —El hombre soltó una risita, no demasiado preocupado por la noticia del inminente robo—. Le diré, sin embargo, que quienquiera que esté intentando dar el golpe tiene cojones. Tenemos el mejor sistema de seguridad de la ciudad. Todos se creen que es como en la puñetera televisión. Hay tipos que vienen a comprar anillos a sus novias y miran hacia todas partes y preguntan dónde están esos rayos invisibles que sólo se ven con unas gafas especiales, ¿sabe de lo que le hablo? Bueno, la respuesta es que nadie fabrica ninguna puta máquina de rayos invisibles. Porque si uno puede pasar entre ellos utilizando esas gafas especiales, entonces los malos se comprarían esas putas gafas y pasarían entre ellos, ¿no es así? Las alarmas de verdad no son así. Si una mosca se tira un pedo en nuestra bóveda, se activa la alarma. Y la cuestión está en que el sistema es tan preciso que ni una mosca puede entrar.

—Debería haberlo sabido —dijo bruscamente Lincoln Rhyme después de colgar—. ¡Mirad la tabla! Mirad lo que encontramos en el primer escondite. —Señaló con la cabeza la referencia al mapa que había sido hallado en la calle Elizabeth. Éste sólo mostraba un esquema básico de la biblioteca donde fue atacada Geneva. La joyería, en la acera de enfrente, estaba dibujada con mucho mayor detalle, al igual que todos los callejones cercanos, las puertas y las plataformas de carga, rutas de entrada a la joyería y de salida de la misma, no el museo.

Dos detectives de la comisaría del centro habían interrogado a Boyd con el fin de averiguar la identidad de la persona que estaba detrás del golpe y que le había contratado, pero el hombre respondía con evasivas.

Entonces Sellitto llamó a la sección de hurtos del Departamento de Policía de Nueva York para buscar informes sobre actividades sospechosas en el barrio de los diamantes, pero no había ninguna pista en particular que pareciera relevante. Fred Dellray hizo un hueco en su investigación sobre los rumores de atentados terroristas con bombas para revisar los archivos del FBI concernientes a investigaciones federales relacionadas con robos de joyas. Puesto que el robo no es un delito federal, no había muchos casos, pero las investigaciones sobre varios de ellos —la mayoría relacionados con lavado de dinero en la zona de Nueva York— estaban actualmente en curso, y Dellray prometió llevarles los informes de inmediato.

Se volcaron sobre las pruebas del escondite y de la vivienda de Boyd, con la esperanza de encontrar al cerebro del robo. Examinaron las armas, los productos químicos, las herramientas y los demás artículos, pero no había nada que no hubieran hallado antes: más escamas de pintura naranja, manchas de ácido y migas de falafel y restos de yogur. Eso parecía ser la comida favorita de Boyd. Consultaron sobre los números de serie del dinero, pero el Tesoro no ofreció ninguna respuesta útil, y ninguno de los billetes arrojó presencia de huellas dactilares. Retirar todo ese dinero de una cuenta habría sido algo muy arriesgado para el hombre que había contratado a Boyd, porque, siguiendo la normativa para evitar el blanqueo de dinero, era obligatorio informar de las transacciones de cantidades tan elevadas. Pero una rápida comprobación de grandes cantidades de efectivo retiradas de los bancos de la zona no arrojó ninguna pista. Eso era curioso, reflexionó Rhyme, aunque llegó a la conclusión de que probablemente el criminal habría retirado pequeñas sumas en efectivo a lo largo del tiempo para reunir la cifra de los honorarios de Boyd.

Al parecer, el sujeto era una de las pocas personas de la tierra que no tenía teléfono móvil, o, si lo tenía, era una unidad pagada por adelantado sin titular —no había registros de facturación— y se las había arreglado para deshacerse de él antes de que le atraparan. Una mirada a la factura telefónica del fijo de la casa de Jeanne Starke no arrojó nada sospechoso, excepto media docena de llamadas a cabinas telefónicas de Manhattan, Queens o Brooklyn, pero no había ninguna pauta sistemática en cuanto a los lugares.

El acto heroico de Sellitto, sin embargo, había tenido como resultado la obtención de algunas buenas pruebas: huellas dactilares en la dinamita y en las tripas del transistor explosivo. La consulta al AFIS Integrado del FBI y a las bases de datos locales había arrojado un nombre: Jon Earle Wilson. Había cumplido condena en Ohio y en Nueva Jersey por diversos delitos, entre ellos incendios provocados, fabricación de bombas y fraude en perjuicio de compañías de seguros. Pero había quedado fuera del radar de las autoridades locales, informó Cooper. Su último domicilio conocido estaba en Brooklyn, pero se trataba de un solar sin edificar.

—No quiero el último domicilio conocido. Quiero el actualmente conocido. Que los federales se pongan con ello también.

—Así se hará.

Sonó el timbre. Todos estaban en vilo —seguían sin saber nada del principal criminal ni del cómplice— y miraron hacia la puerta con prevención. Sellitto fue a ver quién era, y entró en el laboratorio con un chaval afroamericano, de unos quince o dieciséis años, alto, que llevaba unas bermudas y un jersey de los Knicks. Traía una pesada bolsa. Parpadeó de sorpresa al ver a Lincoln Rhyme, y luego al ver todo lo demás que había en la habitación.

—¡Hola, Geneva! ¿Qué pasa, tronca?

Ella le miró frunciendo el ceño.

—¡Eh!, ¡oye!, soy Rudy. —Se rio—. ¿No te acuerdas de mí?

Geneva asintió con la cabeza.

—Sí. Creo que sí. Tú eres…

—El hermano de Ronelle.

—Una chica de mi clase —dijo la joven a Rhyme.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Se corrió la voz. Ronelle se lo oyó decir a alguien.

—Probablemente ha sido Keesh. Se lo conté —dijo Geneva a Rhyme.

El chico recorrió con la vista el laboratorio una vez más, y luego volvió a mirar a Geneva.

—Oye, mira, algunas chicas han juntado unas cosas para ti. Ya sabes, como no vas al instituto… pensaron que a lo mejor querrías algo para leer. Yo les dije ¿y por qué no le dais un Game-Boy a la chica?, pero me contestaron, no, a ella le gustan los libros. Así que vinieron con todos estos para ti.

—¿De verdad?

—Palabra. No son deberes ni nada de eso. Mierda que puedes leer para divertirte.

—¿Quiénes?

—Ronelle, y algunas otras chicas, no lo sé. Toma. Pesan una tonelada.

—Bueno, gracias.

Geneva cogió la bolsa.

—Las chicas me han dicho que te diga que todo va a terminar bien.

Geneva soltó una risa amarga y volvió a darle las gracias, y le dijo que saludara de su parte a los demás chavales de la clase. El chico se marchó. Geneva echó un vistazo dentro de la bolsa. Sacó un libro de Laura Ingalls Wilder. Volvió a reírse.

—No sé en qué estarán pensando. Éste lo leí… hace siete años por lo menos. —Volvió a dejarlo caer en la bolsa—. De todos modos, ha sido un bonito gesto por su parte.

—Y útil —dijo Thom irónicamente—. Me temo que aquí no hay muchas cosas que puedas leer. —Una mirada ácida dirigida a Rhyme—. Yo sigo insistiendo. Música. Ahora él escucha mucha música. Incluso amenaza con escribir algunas melodías él mismo. Pero ¿leer ficción? Aún no hemos llegado tan lejos.

Geneva le dedicó una sonrisa divertida, cogió la pesada bolsa y se dirigió hacia el pasillo mientras Rhyme decía:

—Gracias por airear los trapos sucios, Thom. En todo caso, ahora Geneva puede leer a gusto, y estoy seguro de que lo prefiere a escuchar tus tediosos sermones. Y en cuanto a mi tiempo libre, no puede decirse que tenga mucho, ¿sabes?, ocupado como estoy tratando de atrapar asesinos y demás. —Sus ojos volvieron a posarse sobre las tablas de pruebas.