Amelia Sachs pensó: «Hay que sacar de aquí a la mujer. Por su mirada no parece culpable. Ella no está metida en el asunto».
Pensó: «Por supuesto que Boyd está armado».
Pensó: «Y acabo de cambiar mi Glock por una mierda de revólver de seis tiros».
«Hay que sacarla de aquí. Rápido».
La mano de Sachs se iba deslizando lentamente hacia la cintura, en donde tenía la diminuta arma de Sellitto.
—Ah, algo más, señora —dijo con calma—. He visto una furgoneta calle arriba. Tal vez usted podría decirme de quién es.
«¿Qué ha sido ese ruido?», se preguntó Sachs. Algo en el interior de la casa. Como metálico. Pero no era el ruido de un arma, era un golpeteo apenas perceptible.
—¿Una furgoneta?
—Ajá, desde aquí no se ve. Está detrás de aquel árbol. —Sachs retrocedió, indicándole a la mujer, con un gesto, que se desplazara hacia la calle—. ¿Podría salir y echarle una mirada, por favor? Nos sería de gran ayuda.
La mujer, sin embargo, se quedó en donde estaba, en el vestíbulo, mirando de reojo hacia su derecha. El ruido venía de allí.
—¿Cariño? —Frunció el ceño—. ¿Qué sucede?
De pronto Sachs se dio cuenta de que el ruido lo habían producido unas persianas. Boyd había oído la conversación de Sachs con su novia y había mirado por la ventana. Habría visto a un oficial de la USU o un coche patrulla cerca de su escondite.
—Es realmente importante —insistió Sachs—. Si pudiera…
Pero la mujer se quedó paralizada, con los ojos abiertos como platos.
—¡No! ¡Tom! ¿Qué estás…?
—¡Señora, venga aquí! —gritó Sachs desenfundando la Smith & Wesson—. ¡Enseguida! ¡Está usted en peligro!
—¿Qué haces con eso? ¡Tom! —La mujer retrocedió alejándose de Boyd, pero se quedó en el pasillo, como un conejo deslumbrado por una luz potente—. ¡No!
—¡Agáchese! —dijo Sachs en un susurro desgarrado, mientras se ponía en cuclillas para entrar en la casa.
—Boyd, escúcheme —gritó Sachs—. Si tiene un arma, tírela. Arrójela donde yo pueda verla. Y tírese al suelo. ¡Se lo advierto! ¡Fuera hay docenas de oficiales!
Sólo silencio, excepto por el sollozo de la mujer.
Sachs hizo un rápido amago, mirando por lo bajo por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda. Alcanzó a ver al hombre, de rostro tranquilo, con una pistola grande y negra en la mano. No la North American 22 mágnum, sino una automática que debía tener balas para dejar fuera de combate al adversario, y un cargador de unos quince tiros. Sachs se lanzó rápidamente hacia atrás para ponerse otra vez a cubierto. Boyd había estado esperándola para atacar, pero erró las dos balas que le disparó, aunque por pocos centímetros, haciendo volar por el aire astillas de escayola y de madera. La mujer morena pegaba un alarido con cada inspiración, arrastrándose con la espalda contra la pared para tratar de escapar, mirando alternativamente a Sachs y hacia el lugar en donde estaba Boyd.
—¡No, no, no!
—¡Tire su arma! —repitió Sachs.
—¡Tom, por favor! ¿Qué está pasando?
—¡Agáchese, señora!
Un largo momento de completo silencio. ¿Qué estaría tramando Boyd? Era como si estuviera reflexionando sobre cuál sería el próximo paso.
Entonces hizo un disparo. Uno solo.
La detective se estremeció. Sin embargo, la bala pasó lejos. Ni siquiera dio en la pared junto a la que se encontraba Sachs.
Pero resultó que Boyd no le había apuntado a ella, y la bala había dado efectivamente en el blanco.
La mujer morena cayó sobre sus rodillas, con las manos sobre el muslo, del cual salía sangre a borbotones.
—Tom —susurró—. ¿Por qué…? Oh, Tom. —Se echó boca arriba y quedó tendida cogiéndose la pierna con fuerza, jadeando de dolor.
Al igual que en el museo, Boyd le había disparado a alguien para distraer a la policía y poder huir. Pero esta vez le había tocado a su novia.
Sachs oyó el ruido de cristales que se rompían: Boyd estaba atravesando la ventana para escapar.
La mujer seguía susurrando palabras que Sachs no oía. Llamó por radio a Haumann para informar sobre el estado de la mujer y su ubicación, y éste envió inmediatamente médicos y refuerzos. Entonces pensó que les llevaría unos minutos a los servicios de urgencias médicas llegar hasta allí. «Tengo que salvarla. Con un torniquete, la hemorragia sería más lenta. Puedo salvarle la vida».
Pero luego pensó: «No. Él no se ha ido». Miró rápidamente por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda, y vio a Boyd que se dejaba caer por la ventana del vestíbulo hacia el jardín lateral.
Sachs miró otra vez a la mujer, y dudó. La morena había perdido el conocimiento y su mano estaba caída a un lado; ya no se cogía la pierna terriblemente herida. Y ya había un charco de sangre bajo su torso.
Dios mío…
Avanzó hacia ella. Luego se detuvo. No. Tú sabes lo que tienes que hacer. Amelia Sachs corrió hacia la ventana lateral. Miró hacia afuera, al igual que antes, muy fugazmente, por si él la estuviera esperando. Pero no, Boyd esperaba que ella salvará a la mujer. Sachs le vio alejándose de la casa a toda velocidad por el callejón adoquinado, sin darse la vuelta ni una vez para mirar hacia atrás.
Sachs miró hacia abajo. Hasta el suelo era una caída de casi dos metros. La mentira sobre el dolor provocado por el tropezón, que le había contado a Sellitto veinte minutos antes, había sido una bola; el dolor crónico no lo era.
Santo cielo.
Se subió a toda prisa sobre el alféizar, libre de cristales, balanceó sus piernas hacia afuera y se dejó caer de un impulso. Para amortiguar el golpe del aterrizaje, mantuvo flexionadas las rodillas. Pero fue una caída larga, y al tocar el suelo su pierna izquierda cedió y Sachs cayó dando tumbos sobre la grava y la hierba, con un grito de dolor.
Respirando hondo, se levantó como pudo y se lanzó tras Boyd, esta vez con una cojera de verdad que le impedía correr demasiado rápido. «Dios te ha castigado por mentir», pensó.
Abriéndose paso a través una hilera de arbustos, Sachs pasó del jardín a un callejón que discurría detrás de las casas y los edificios de apartamentos. Miró hacia ambos lados, pero no encontró ni rastro de Boyd.
En ese momento, a unos treinta metros, vio que se abría una gran puerta de madera. Esto era típico de las partes viejas de Nueva York: garajes sin calefacción, separados de las viviendas, alineados a lo largo de los callejones que discurrían detrás de una hilera de casas adosadas. Tenía sentido pensar que Boyd tuviera guardado su coche en el garaje; el equipo de registro y vigilancia no lo había encontrado en los alrededores. Avanzando al trote lo mejor que podía, Sachs informó de su ubicación al puesto de mando.
—Entendido, cinco ocho ocho cinco. Estamos de camino, K.
Mientras avanzaba tambaleante sobre los adoquines, abrió el tambor de la pequeña Smith de Sellitto, e hizo una mueca de disgusto cuando vio que el detective se contaba entre los dueños de pistolas más precavidos: la cámara del tambor que quedaba ante el percutor estaba vacía.
Cinco disparos.
Contra la automática de Boyd, que contaba con tres veces más balas y posiblemente con uno o dos cargadores extra en su bolsillo.
Mientras corría hacia la boca del callejón, oyó el ruido de un motor que arrancaba, y un segundo después el Buick azul salió marcha atrás hacia ella. El callejón era demasiado estrecho para girar en un solo movimiento, así que Boyd tenía que detenerse, ir hacia delante y luego otra vez hacia atrás. Eso le dio a Sachs la oportunidad de correr a toda velocidad hasta acercarse a unos veinte metros del garaje.
Boyd terminó la maniobra, y usando el portón del garaje como un escudo interpuesto entre él y Sachs, aceleró para alejarse a toda velocidad.
Sachs se arrojó sobre los adoquines y vio que el único blanco al que podía tirarle era el que se veía por el estrecho espacio que dejaba el portón por debajo: los neumáticos traseros.
Tendida boca abajo, Sachs apuntó al derecho.
Es una regla de los tiroteos urbanos no tirar nunca a menos que uno «conozca el telón de fondo», es decir: adónde irá a parar la bala si uno yerra el tiro, o si perfora y traspasa el blanco al que se tira, y luego continúa su trayectoria. Mientras el coche de Boyd se alejaba de ella, Sachs respetó ese protocolo durante una fracción de segundo, y luego —pensando en Geneva Settle— se salió con una regla de su propia cosecha: este cabrón no se va a escapar.
Lo mejor que podía hacer para controlar el disparo era apuntar bajo, de modo que si erraba el tiro, la bala rebotara hacia arriba y se incrustara en el coche.
Amartillando el revólver para disparar con sólo un toque, de modo que el gatillo fuera más sensible, apuntó y tiró dos veces, un disparo apenas más alto que el otro.
Los proyectiles pasaron silbando por debajo del portón del garaje, y al menos uno perforó el neumático trasero derecho. Cuando el coche dio un bandazo hacia la derecha e impactó violentamente contra el muro del callejón, Sachs se puso en pie y, con una mueca de dolor en el rostro, corrió a toda velocidad hacia el lugar del siniestro. Se detuvo en el portón del garaje y miró por detrás. Resultó que ambos neumáticos estaban aplastados; también le había dado al delantero. Boyd intentó retroceder para apartarse del muro, pero la rueda delantera estaba torcida e incrustada en el chasis. Bajó del coche de un salto, girando a derecha e izquierda con la pistola en alto, buscando a quien le había tirado.
—¡Boyd! ¡Suelte el arma!
Su respuesta fue hacer cinco o seis disparos hacia el portón. Sachs respondió con un disparo, que impactó en el coche, a centímetros de él, y luego rodó hacia la derecha y se puso en pie rápidamente, y vio que Boyd escapaba hacia la calle del otro lado.
Esta vez ella podía ver el telón de fondo —un muro de ladrillos al otro lado de la calle lejana— e hizo fuego otra vez.
Pero justo en el momento de disparar el arma, Boyd se hizo a un lado, como si se lo hubiera estado esperando. El proyectil le pasó muy cerca, de nuevo a pocos centímetros. Devolvió el fuego, una cortina de disparos, y ella volvió a arrojarse al suelo dándose otro golpe contra la superficie pegajosa de los adoquines. La radio se le se hizo trizas. Él desapareció tras la esquina, a la izquierda.
Le quedaba una bala. Debería haber usado sólo una para la rueda, pensó enojada, mientras se volvía a poner en pie y corría tras él lo mejor que podía con su pierna dolorida. Se detuvo en la esquina en la que el callejón desembocaba en la acera, echando una rápida mirada hacia la izquierda. Vio la silueta sólida del sujeto, de espaldas, que se alejaba corriendo a toda velocidad.
Cogió el Motorola y presionó el botón de transmitir. Nada, estaba averiado. Mierda. ¿Llamar al 911 por el teléfono móvil? Demasiadas cosas que explicar, demasiado poco tiempo para transmitir un mensaje. En alguno de los edificios de por allí, seguramente alguien habría llamado a causa de los disparos. Siguió persiguiendo a Boyd. El aire le raspaba al respirar, los pies golpeaban rítmicamente el suelo.
En la otra esquina, al final de la manzana, se detuvo un coche patrulla. Los agentes no descendieron; no habían oído los disparos y no sabían que el asesino y Sachs estaban allí. Boyd levantó la vista y los vio. Se detuvo bruscamente y saltó por encima de una pequeña valla, y luego se escondió bajo las escaleras que subían al primer piso de un edificio de apartamentos. Ella oyó los puntapiés del sujeto, que intentaba meterse en un apartamento del bajo.
Sachs hizo señas con las manos a los agentes, pero éstos estaban mirando calle arriba y abajo, y no la vieron.
Fue entonces cuando una pareja joven salió por la puerta del apartamento que estaba justo frente a donde estaba Boyd. Cerraron la puerta tras ellos, el joven se subió la cremallera de su cazadora para combatir el frío del día y la mujer le cogió del brazo. Empezaron a bajar las escaleras. Cesaron los puntapiés.
Oh, no… Sachs se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. No podía ver a Boyd, pero sabía lo que iba a hacer. Ahora le estaría apuntando a la pareja. Iba a disparar a uno o a ambos, robarles las llaves y escapar hacia el interior del apartamento, con la esperanza, una vez más, de que la policía dividiera sus fuerzas para ocuparse de atender a los heridos.
—¡Al suelo! —gritó Sachs.
La pareja, que estaba a unos treinta metros, no la oyó.
Ahora Boyd estaría ajustando su puntería, esperando que ellos se acercaran más para tener un blanco perfecto.
—¡Al suelo!
Sachs se puso de pie y se dirigió hacia ellos, cojeando.
La pareja se percató de su presencia, pero ni él ni ella pudieron entender lo que les gritaba Sachs. Se detuvieron, frunciendo el ceño.
—¡Al suelo! —repitió Sachs.
El hombre se puso la mano detrás de la oreja para oír mejor, moviendo la cabeza.
Sachs de detuvo, respiró hondo y disparó su última bala contra un bote de basura metálico, a unos seis o siete metros de la pareja.
La mujer gritó y ambos dieron media vuelta y subieron las escaleras casi a cuatro patas hasta meterse en su apartamento. La puerta se cerró de un golpe.
Al menos se las había arreglado para…
Junto a Sachs, saltó un pedazo de piedra caliza, que la golpeó con esquirlas calientes y pedacillos de piedra. Medio segundo después oyó el ruidoso estallido del arma de Boyd.
Otro tiro, y otro más, obligando a Sachs a retroceder, las balas impactando a centímetros de ella. Cruzó el jardín dando tumbos, se tropezó con una cerca de alambre de treinta centímetros de alto y unos adornos de escayola para el césped: Bambis y elfos. Un proyectil le rozó el chaleco, haciéndole expulsar el aire de los pulmones. Volvió a caer de mala manera sobre un bancal. Muy cerca de ella impactaron más proyectiles. Entonces Boyd se volvió contra los agentes que estaban bajando de un salto del coche patrulla. Acribilló el coche, haciendo fuego varias veces seguidas, reventando los neumáticos y obligando a los agentes a parapetarse detrás del vehículo. Los uniformados no se movieron de allí, pero al menos habrían llamado a los del equipo de asalto y habría más policías de camino.
Lo que significaba, por supuesto, que Boyd sólo tenía una ruta de escape: ir hacia Sachs. Ella se agachó para parapetarse detrás de unos arbustos. Boyd había dejado de hacer fuego, pero ella no podía oír sus pasos acercándose. Supuso que Boyd estaría a unos siete metros. Luego a tres. Estaba segura de que en cualquier momento vería su rostro, y luego la boca de su arma. Luego moriría…
Pum.
Pum.
Apoyándose en un codo, pudo ver al asesino, allí cerca, arremetiendo a puntapiés contra la puerta de otro apartamento de la planta baja, que lentamente empezaba a ceder. Su rostro estaba inquietantemente tranquilo, como el del hombre colgado de la carta de tarot que habría querido dejar al lado del cadáver de Geneva Settle. No había duda de que había creído que le había dado a Sachs, porque no se preocupó de mirar dónde había caído la mujer, y ahora estaba concentrado en abrirse camino a través de la puerta, la única vía de escape que le quedaba. Miró hacia atrás una o dos veces, hacia el otro extremo de la manzana, donde los agentes uniformados empezaban a acercarse a él, si bien lentamente, ya que él se volvía y les disparaba cada pocos segundos.
Además, supuso Sachs, él debería quedarse sin municiones pronto. Probablemente, él…
Boyd expulsó el cargador de la pistola y metió uno nuevo. Otra vez cargada.
Bien, vaya…
Ella podía quedarse donde estaba, a salvo, con la esperanza de que otros oficiales llegaran antes de que él se escapara.
Pero Sachs pensó en la mujer morena que yacía ensangrentada en la casa, puede que, a aquellas alturas, muerta. Pensó en el agente electrocutado, en el bibliotecario asesinado el día anterior. Pensó en el joven novato Pulaski, en su rostro maltrecho y ensangrentado. Y sobre todo pensó en la pobre chiquilla, en Geneva Settle, que estaría en peligro cada minuto que Boyd estuviera suelto y andando por las calles. Aferrando el revólver descargado, tomó una decisión.
Thompson Boyd le dio otro potente puntapié a la puerta del bajo. Empezaba a ceder. Lograría meterse, lograría…
—No se mueva, Boyd. Suelte el arma.
Con sus ojos ardientes parpadeando de sorpresa, Thompson volvió la cabeza. Bajó el pie, que estaba colocado en posición para asestar un nuevo puntapié.
Bueno, ¿qué es esto?
Con el arma apuntando hacia abajo, giró la cabeza lentamente y la miró. Sí, tal como había pensado, era la mujer del escenario del crimen de la biblioteca del museo, de la mañana del día anterior. La que iba de un lado a otro como una serpiente de cascabel. Cabello pelirrojo, mono blanco. Ésa que él había disfrutado mirándola, admirándola. Había mucho que admirar, reflexionó. Y era buena tiradora, además.
Se sorprendió de que estuviera viva. Estaba convencido de que en la última descarga le había dado.
—Boyd, voy a dispararle. Suelte el arma, y túmbese en la acera.
Él pensó que con unos cuantos puntapiés más, aquella puerta se rompería. Luego, saldría por el callejón de atrás del edificio. O tal vez quienes vivían ahí tuvieran un coche. Podía coger las llaves y dispararles a quienes estuviesen dentro, herirlos, crearles más dificultades a los policías. Escapar.
Pero, por supuesto, había una cuestión que tenía que responder primero: ¿le quedaba munición a ella?
—¿Me oye, Boyd?
—Así que es usted. —Entornó los ojos ardientes. Últimamente no había estado usando Murine—. Pensé que podría ser.
Ella frunció el ceño. No sabía de qué le estaba hablando. Tal vez la mujer estuviera preguntándose si él la había visto antes, preguntándose si él la conocía.
Boyd tuvo mucho cuidado de no moverse. Tenía que resolver el problema. ¿Dispararle o no? Pero si hacía el menor movimiento hacia ella y a ella sí le quedaban balas, ella haría fuego. Él tenía plena certeza de eso. Esta mujer no se andaba con remilgos.
Te liquidarían con un beso mortífero…
Boyd reflexionaba. El arma de ella era un Smith & Wesson especial calibre 38 de seis tiros. Había hecho fuego cinco veces. Thompson Boyd siempre contaba los disparos (sabía que a él mismo le quedaban ocho en ese cargador, y un cargador más de catorce tiros en el bolsillo).
¿Había vuelto ella a cargar su arma? Si no, ¿le quedaba un tiro más?
Muchos oficiales de policía dejan vacía la cámara sobre la que golpea el percutor de los revólveres, para evitar la muy infrecuente posibilidad de que al dejarla caer accidentalmente, el arma se dispare. Pero esta mujer no parecía ser esa clase de persona. Ella conocía demasiado bien las armas. Nunca se le caería una por accidente. Además, si estaba trabajando en una tarea táctica, querría poder contar con todos los disparos posibles. No, no era la clase de poli de tambor vacío.
—Boyd, no se lo diré otra vez.
Por otra parte, seguía pensando él, aquella arma no era suya. El día anterior, en el museo, ella llevaba una automática a la cintura, una Glock. Ahora mismo, todavía tenía una pistolera de Glock en el cinturón. La pequeña Smith, ¿sería un arma de reserva? Pero hoy día, con automáticas que cargan al menos doce balas, y dos cargadores extra en el cinturón, normalmente los polis no se molestaban en llevar una segunda arma.
No, apostaría que o bien ella había perdido su automática, o se la había prestado a alguien y había cogido este revólver a cambio, lo que quería decir que era probable que ella no tuviera balas para volver a cargarlo. Siguiente pregunta: la persona que le había prestado la pequeña Smith, ¿dejaba vacía la cámara que quedaba ante el percutor? Eso no había manera de saberlo, por supuesto.
Así que la pregunta se redujo a: ¿qué clase de persona era ella? Boyd volvió a pensar en el museo, viéndola rebuscar como una serpiente de cascabel. Pensó en ella en el rellano del escondite de la calle Elizabeth, atravesando la puerta para ir tras él. Pensó en ella viniendo tras él, ahora, dejando que Jeanne muriera por la herida de bala en el muslo.
Llegó a una conclusión: se estaba echando un farol. Si hubiera tenido una bala, ya le habría disparado.
—No le quedan más balas —afirmó. Se dio la vuelta hacia ella y levantó la pistola. Ella hizo una mueca, y bajó el arma. Él estaba en lo cierto. ¿Debería matarla? No, sólo dispararle para herirla. Pero ¿cuál era el mejor lugar? Doloroso y que pusiera su vida en peligro. El griterío y la sangre copiosa atraen mucho la atención. Se estaba decidiendo por una pierna; le dispararía a la que le dolía, a la rodilla. Cuando ella hubiera caído, le metería otro tiro en el hombro. Y huiría.
—Así que usted gana —dijo ella—. ¿Y ahora qué? ¿Me va a tomar de rehén?
Él no había pensado en eso. Dudó. ¿Tenía sentido? ¿Serviría de algo? Normalmente, los rehenes traen más problemas que soluciones.
No, era mejor dispararle. Empezó a presionar el gatillo, mientras ella, derrotada, arrojaba su arma a la acera. Él miró el revólver, pensando: «Aquí hay algo que no va… ¿Qué es?».
Ella había estado sosteniendo el arma en la mano izquierda. Pero la pistolera estaba en la cadera derecha.
Los ojos de Thompson se volvieron hacia ella, y el asesino ahogó un grito cuando vio los destellos de la navaja que dando volteretas iba directa hacia su rostro. Ella la había arrojado con la mano derecha, momento en el que él desvió la mirada un segundo.
La navaja no se clavó en él, ni siquiera le hizo un corte. Fue el mango lo que le dio en la mejilla, pues ella se lo había arrojado directamente a sus delicados ojos. Thompson trató instintivamente de esquivarlo, levantando el brazo para protegerse los ojos. Antes de que pudiera dar un paso atrás y apuntar, la mujer se le había arrojado encima, blandiendo una piedra que había recogido del jardín. Sintió un golpe contundente en la sien que lo dejó aturdido, y dio un grito ahogado a causa del dolor.
Volvió a presionar el gatillo, y el arma se disparó. Pero erró el tiro y antes de que pudiera volver a disparar, la piedra le golpeó la mano violentamente. El arma cayó al suelo. Aulló y se agarró los dedos heridos.
Pensando que ella cogería el arma, intentó bloquearle el paso. Pero Sachs no tenía el menor interés en la pistola. Le bastaba con el arma que tenía en la mano: la piedra volvió a estrellarse contra su rostro una vez más.
—No, no… —Boyd intentó golpearla, pero la mujer era corpulenta y fuerte, y otro golpe con la piedra le hizo caer de rodillas, luego de lado, retorciéndose para evitar los golpes—. ¡Basta, basta! —gritó. Pero por toda respuesta, sintió otro golpe de la piedra contra su mejilla. Oyó un aullido de furia que salía de la garganta de la mujer.
Te liquidarían…
¿Qué estaba haciendo?, se preguntó en medio de su aturdimiento. Ella había vencido… ¿Por qué estaba haciendo esto, quebrando las reglas? ¿Cómo podía hacerlo? Esto no era seguir las reglas al pie de la letra.
… con un beso mortífero.
De hecho, cuando los agentes uniformados llegaron corriendo un momento después, sólo uno de ellos cogió a Thompson Boyd y le esposó. El otro rodeó con su brazo a la mujer policía y tuvo que forcejear duramente con ella para hacerle soltar la piedra que tenía en la mano. A través del dolor, del zumbido en los oídos, Thompson oyó que el poli decía una y otra vez:
—Vale, vale, ya le ha atrapado, detective. Ya ha pasado todo, ya puede quedarse tranquila. No se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte…