CAPÍTULO 31

Lon Sellitto subió las mal iluminadas escaleras siguiendo a los cuatro oficiales hasta el rellano del segundo piso del edificio de apartamentos.

Jadeando por la subida, hizo una pausa para recuperar el aliento. Los polis tácticos estaban todos agrupados, esperando a que Haumann les avisara de que se había cortado la electricidad; no querían más electrocuciones.

Mientras esperaban, el enorme detective tuvo una charla consigo mismo: «¿Estás listo para esto? Piénsalo. Ahora es el momento de decidir. Te marchas o te quedas».

Tap, tap, tap…

En su cabeza todo era un torbellino: la sangre salpicándole asquerosamente, las agujas de la bala que destrozaban la carne. Los ojos castaños que habían estado llenos de vida y que un instante después le miraban vidriosos de muerte. La ráfaga helada de pánico absoluto cuando se abrió la puerta del subsuelo en la calle Elizabeth y se le disparó la pistola en una enorme explosión que lo sacudió todo; Amelia Sachs encogiéndose, tratando de coger su arma mientras la bala arrancaba trocitos de piedra del muro, a pocos centímetros de ella.

«¡La bala de mi propio puto revólver!».

¿Qué estaba pasando?, se preguntó. ¿Ya no tenía nervios de acero? Rio tristemente para sus adentros, comparando la clase de nervios en los que estaba pensando con los de Lincoln Rhyme, cuyos nervios físicos, los de su médula espinal, estaban literalmente destruidos. Bueno, Rhyme pudo lidiar endemoniadamente bien con lo que le había tocado. ¿No podría hacer yo lo mismo?

Era una pregunta que necesitaba una respuesta, porque si decidía seguir y durante el registro no podía mantener el ánimo o volvía a meter la pata, alguien podría morir. Probablemente pasaría eso, dada la clase de criminal, frío como el hielo, al que estaban intentando atrapar.

Si se quedaba atrás, se iría del destacamento, se acabaría su carrera, pero por lo menos no pondría en peligro a nadie más.

«¿Puedes hacerlo?», se preguntó.

—Detective, vamos a entrar dentro de treinta segundos aproximadamente. Derribaremos la puerta, nos desplegaremos y despejaremos el apartamento. Puede entrar y proteger el escenario del crimen. ¿Le parece bien? —dijo el jefe del grupo.

«¿Te marchas o te quedas?», se preguntó el teniente. «Puedes bajar las escaleras y listo. Devuelves tu placa, buscas un empleo como consultor de seguridad de alguna compañía. Duplicas tu salario».

«Nunca más recibirás un disparo».

Tap, tap, tap…

«Nunca más verás unos ojos que se estremecen de dolor, agonizando a unos pasos de ti».

Tap…

—¿De acuerdo? —repitió el jefe.

Sellitto miró al policía.

—No —susurró—. No.

El oficial de la USU frunció el ceño.

—Derriben la puerta con el ariete, y entonces entraré yo. Yo primero —dijo el detective.

—Pero…

—Ya oyó a la detective Sachs. Este criminal no trabaja solo. Necesitamos encontrar cualquier cosa que pueda llevarnos hasta el cabronazo que le ha contratado. Yo sabré qué buscar y puedo preservar el escenario del crimen en caso de que él trate de destruirlo —dijo Sellitto entre dientes.

—Déjeme consultarlo con mis superiores —dijo dubitativo el hombre de la USU.

—Oficial —dijo con calma el detective—, las cosas son así. Aquí el superior soy yo.

El jefe del equipo miró al segundo en la línea de mando. Ambos se encogieron de hombros.

—Es su… decisión.

Sellitto creyó que la tercera palabra de la oración iba a ser «funeral».

—En cuanto cortemos la luz, entramos —dijo el oficial de la USU. Se puso la máscara antigás. Los demás hicieron lo mismo, incluido Sellitto. Sujetó la Glock de Sachs, mantuvo el dedo fuera del guardamonte y avanzó hasta situarse a un lado de la puerta.

—Cortaremos la electricidad en tres… dos… uno —oyó por su auricular.

El jefe le dio una palmada en el hombro al oficial del ariete. El corpulento hombre lo balanceó con fuerza y la puerta saltó de los goznes de un solo golpe.

Volando de adrenalina, olvidando todo lo que no fuera el criminal y las pruebas, Sellitto entró a la carga, y tras él los oficiales tácticos, cubriéndole, pateando puertas y revisando las habitaciones. El segundo equipo entró desde la cocina.

No había señales de Boyd. En una tele pequeña estaban poniendo una telecomedia; de allí las voces y casi con certeza la fuente de sonido y calor que habían encontrado los de RYV.

Casi con certeza.

Pero quizá no.

Mirando a izquierda y derecha, Sellitto entró en el pequeño salón, no vio a nadie, y se dirigió directamente hacia el escritorio de Boyd, el cual se encontraba lleno de pruebas: hojas de papel, municiones, varios sobres, trozos de cable, un temporizador digital, botes que contenían líquido y otros que contenían un polvo blanco, un transistor, una cuerda. Utilizando un pañuelo de papel, Sellitto examinó cuidadosamente un armario de metal que estaba cerca del escritorio, para ver si estaba protegido con alguna trampa. No encontró ninguna, y lo abrió. Se encontró con más botes y con unas cajas. Dos pistolas más. Varios fajos de billetes nuevos, cerca de 100.000 dólares, calculó el detective.

—Esta habitación está limpia —afirmó uno de los oficiales de la USU. Y luego otro, lo mismo desde otra habitación. Por último se oyó una voz.

—Jefe del equipo A a puesto de mando: hemos despejado el lugar, K.

Sellitto se rio estentóreamente. Lo había hecho. Se había enfrentado a lo que le estaba torturando, fuera la mierda que fuera.

«Pero no te pongas tan chulo», se dijo a sí mismo, metiéndose la Glock de Sachs en el bolsillo. «Te uniste a este paseo en trineo por una razón, ¿recuerdas? Tienes trabajo que hacer. Así que protege las putas pruebas».

Sin embargo, mientras echaba una mirada al lugar, cayó en la cuenta de que había algo raro.

¿Qué?

Inspeccionó la cocina, el pasillo, el escritorio. ¿Qué era lo que resultaba raro? Algo no iba bien.

Entonces se le ocurrió: ¿un transistor?

¿Aún los fabricaban? Bien, si lo hacían, rara vez se veían, con todos esos reproductores mucho más sofisticados que se conseguían por poco dinero: estéreos, reproductores de CD, de MP3.

«Mierda. ¡Es una trampa cazabobos, una bomba! Y está justo al lado de un gran bote de líquido claro, que está cerrado con un tapón de vidrio». Lo cual, como Sellitto había aprendido en las clases de ciencia, se usaba para guardar ácido.

—¡Dios!

¿Cuánto tiempo tenía antes de que detonara? ¿Un minuto, dos?

Sellitto se precipitó sobre el escritorio y agarró el transistor; se dirigió al cuarto de baño y lo colocó en el lavabo.

—¿Qué…? —preguntó uno de los oficiales tácticos.

—¡Tenemos un artefacto explosivo improvisado! ¡Desalojen el apartamento! —gritó el detective, arrancándose la máscara antigás.

—¡Salga de aquí, joder! —gritó el oficial.

Sellitto no hizo caso. Cuando alguien fabrica un dispositivo explosivo improvisado no se preocupa por ocultar las huellas u otras pistas que pueda haber dejado, porque una vez que el artefacto ha explotado, la mayor parte de las pruebas quedan destruidas. Ellos conocían la identidad de Boyd, por supuesto, pero podía haber algún resto o huella en el artefacto que los pudiera llevar a la persona que le había contratado, o a su cómplice.

—Llamen a la brigada de explosivos —transmitió alguien.

—Cállense. Estoy ocupado.

Había un botón para encender o apagar el transistor, pero no confiaba en que eso desactivara la carga explosiva. Encogiendo el cuerpo, el detective quitó la tapa posterior de plástico negro del transistor.

¿Cuánto, cuánto tiempo?

Para Boyd, ¿cuánto es un tiempo razonable para poder entrar en el apartamento y desactivar la trampa?

Cuando Sellitto hizo saltar la tapa y se agachó, apareció ante sus ojos media barra de dinamita; no era un explosivo plástico, pero sí que era lo suficientemente poderoso como para volarle la mano y dejarle ciego. No había ningún indicador. Sólo en las películas las bombas tienen temporizadores digitales que muestran con toda claridad la cuenta atrás. Las bombas de verdad son detonadas por chips temporizadores que tienen diminutos microprocesadores y carecen de indicadores. Sellitto mantuvo la dinamita en su lugar con una uña para evitar borrar cualquier huella. Comenzó a estudiar el detonador del explosivo.

Mientras se preguntaba cuán sofisticado habría sido el sujeto (los especialistas en fabricación de bombas utilizan detonadores secundarios para quitar del medio a las personas que, como Sellitto, meten la zarpa en sus artesanías), separó el detonador de la dinamita.

No había detonador secundario, ni ningún…

La explosión, un tremendo y atronador estallido, retumbó a través del cuarto de baño, haciendo reverberar las paredes.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bo Haumann—. ¿Hay alguien disparando? ¿Tenemos tiroteo? Todas las unidades, informen.

—Explosión en el cuarto de baño del apartamento del sujeto —informó alguien—. ¡Llamen a los médicos! ¡Llamen a los servicios de urgencias!

—Negativo, negativo. Calma todo el mundo. —Sellitto tenía el dedo quemado bajo el chorro de agua fría—. Sólo necesito una tirita.

—¿Es usted, teniente?

—Sí. Estalló el detonador. Boyd tenía una trampa cazabobos preparada para eliminar las pruebas. He salvado la mayor parte… —Se metió la mano bajo la axila y se la apretó—. Joder, cómo escuece.

—¿Cómo era de grande el artefacto? —preguntó Haumann.

Sellitto dirigió la mirada hacia el escritorio, en la otra habitación.

—Lo suficiente como para hacer explotar esa mierda de ahí que parece ser un bote de cuatro litros de ácido sulfúrico, supongo. Y también he visto algunos botes con polvo, probablemente cianuro.

Se hubiera cargado la mayor parte de las pruebas… y a cualquiera que estuviera cerca.

Varios de los oficiales de la USU miraron a Sellitto con gratitud.

—Hombre, a este criminal quiero trincarlo yo en persona —dijo uno de ellos.

Haumann, con su habitual voz de policía imparcial, preguntó pragmáticamente:

—¿Situación del sujeto?

—Ningún rastro. El calor que indicaba el infrarrojo provenía de un refrigerador, una televisión, y de la luz del sol sobre los muebles, parece —transmitió uno de los polis.

Sellitto revisó la habitación de un vistazo, y transmitió:

—Tengo una idea, Bo.

—Adelante.

—Reparemos la puerta rápidamente. Dejadme a mí dentro y a un par de tipos más, retirad a todos los demás que estén en las calles. Tal vez el sujeto vuelva pronto. Entonces le cogeremos.

—Entendido, Lon. Me gusta la idea. Andando. ¿Quién sabe de carpintería?

—Yo lo haré —dijo Sellitto—. Es uno de mis pasatiempos. Vosotros traedme algunas herramientas. ¿Y qué clase de equipo es éste? ¿Es que nadie tiene una puñetera tirita?

Un poco más lejos, en la misma calle del apartamento de Boyd, Amelia Sachs escuchaba los intercambios de transmisiones sobre el registro. Parecía que su plan para Sellitto había funcionado mejor aún de lo que ella había esperado. No estaba muy segura de lo que había pasado, pero estaba claro que él se había comportado con agallas, y ella percibía ahora una nueva confianza en su voz.

Acusó recibo del mensaje sobre el plan para despejar la calle y esperar a que Boyd regresara, agregó luego que ella avisaría a los últimos vecinos del otro lado de la calle, y que más tarde se uniría a los demás en la operación de vigilancia. Llamó a una puerta y le dijo a la mujer que la atendió que se mantuviera alejada de la fachada de la casa hasta que oyeran que se podía salir sin peligro. Se estaba llevando a cabo un procedimiento policial en la acera de enfrente.

Los ojos de la mujer se abrieron como platos.

—¿Es peligroso?

Sachs respondió lo que se decía habitualmente: es sólo por precaución, no hay nada de qué alarmarse, y tal. Evasivas y palabras tranquilizadoras. La mitad del trabajo de un policía son las relaciones públicas. Algunas veces son mucho más de la mitad. Sachs agregó que había visto unos juguetes infantiles en el jardín. ¿Los niños estaban en casa en ese momento?

Fue entonces cuando Sachs vio a un hombre que surgió de un callejón y dobló hacia la calle. Iba andando despacio en dirección al edificio, con la cabeza gacha, vistiendo un largo abrigo y un sombrero. No podía verle el rostro.

La mujer le estaba diciendo con tono de preocupación:

—Ahora mismo, estamos sólo mi novio y yo. Las niñas están en la escuela. Generalmente vuelven a casa andando, pero ¿deberíamos ir a buscarlas?

—Señora, ¿ve ese hombre de allí, en la acera de enfrente?

La mujer dio un paso adelante y miró.

—¿Aquel?

—¿Le conoce?

—Claro. Vive en ese edificio que está justo allí.

—¿Cómo se llama?

—Larry Tang.

—Ah, ¿es chino?

—Supongo. O japonés o algo parecido.

Sachs se relajó.

—No estará metido en algo, ¿no?

—No, no lo está. En cuanto a sus hijas, lo mejor sería que…

Oh, Dios…

Al mirar detrás de la mujer, Amelia Sachs vio uno de los dormitorios de la casa. Estaban pintando esa habitación. En la pared se veían algunos personajes de dibujos animados. Uno era Tigger, el personaje de Winnie the Pooh.

El tono naranja de la pintura era idéntico al de las muestras que había encontrado cerca de la casa de la tía de Geneva, en Harlem. Naranja brillante.

Luego echó una ojeada al suelo del recibidor. Había un viejo par de zapatos apoyados sobre un rectángulo de papel de periódico. Marrón claro. Alcanzó a ver la etiqueta que tenían dentro. Eran unos Bass. Del número 11, más o menos.

Amelia Sachs comprendió de pronto que el novio al que se había referido la mujer era Thompson Boyd, y que el apartamento de enfrente no era su vivienda habitual, sino otro de sus escondites. El motivo por el cual se encontraba vacío en ese momento era porque él se hallaba en algún lugar de esa mismísima casa.