CAPÍTULO 30

Una docena de oficiales tácticos de la unidad de servicios de emergencias estaban ocupando posiciones detrás del edificio de apartamentos de seis pisos en la calle 14, en Astoria, Queens.

Sachs, Sellitto y Bo Haumann se encontraban en el puesto de mando instalado a toda prisa detrás de una furgoneta camuflada de la USU.

—Ya estamos aquí, Rhyme —susurró Sachs en su micrófono manos libres.

—Pero ¿está él? —preguntó con impaciencia el criminalista.

—Tenemos a RYV en posición… Espera un momento. Alguien está informando de algo.

Un oficial de la unidad de registro y vigilancia acudió hacia ellos.

—¿Han echado un vistazo dentro? —preguntó Haumann.

—Negativo, señor. Ha tapado las ventanas del frente.

El hombre del equipo uno de RYV dijo que se había acercado a las ventanas del apartamento que daban al frente todo lo que había podido; el segundo equipo estaba en la parte de atrás del edificio.

—He oído ruidos, voces, agua corriendo. Sonaba como si hubiera niños —añadió el oficial.

—Niños, ¡demonios! —masculló Haumann.

—Puede que fuera la televisión o la radio. Pero, la verdad, no sabría decirle.

Haumann sacudió la cabeza.

—Puesto de mando a RYV dos. Informen.

RYV Dos. Pequeña grieta junto a la persiana, aunque no se ve mucho. Nadie en la habitación de atrás, al menos hasta donde alcanzo a ver. Pero es un ángulo muy cerrado. Hay luces encendidas en el frente. Oigo voces, me parece. Música. K.

—¿Ve juguetes de niños, o algo parecido?

—Negativo. Pero sólo tengo una visión de diez grados sobre la habitación. Es todo lo que puedo ver. K.

—¿Movimientos?

—Negativo, K.

—Entendido. ¿Infrarrojos? —Los detectores de infrarrojos pueden localizar la ubicación de animales, humanos u otras fuentes de calor dentro de un edificio.

Un tercer técnico de RYV estaba monitorizando el apartamento.

—Tengo lecturas de calor, pero son demasiado débiles para determinar la localización precisa de la fuente, K.

—¿Ruidos? K.

—Crujidos y algo así como gemidos. Podría ser el movimiento estructural del edificio, los desagües, los conductos de ventilación para la calefacción y el aire acondicionado. O podría ser él, que está caminando o moviéndose en la silla. Creo que está allí, pero no puedo decirle dónde. Realmente tiene sellado el lugar, K.

—De acuerdo, RYV, continúen monitorizando. Fuera.

—Rhyme, ¿has oído algo de todo eso? —dijo Sachs por su micrófono.

—¿Y cómo podría haberlo oído? —Apareció su voz irritada.

—Creen que hay actividad en el apartamento.

—Lo único que nos falta es un tiroteo —farfulló. Una confrontación táctica era una de las formas más efectivas de destruir los restos materiales y otras pistas que pudiera haber en el escenario de un crimen—. Tenemos que salvaguardar todas las pruebas que podamos; podría ser nuestra única posibilidad de averiguar quién le contrató y quién es su compinche.

Haumann miró una vez más hacia el edificio de apartamentos. No parecía nada contento. Y Sachs —que en el fondo era casi una oficial táctica— se daba cuenta de por qué. Iba a ser un registro domiciliario difícil, harían falta muchos agentes. El sujeto tenía dos ventanas al frente, tres al fondo y seis en la pared lateral. Podría saltar por cualquiera de ellas e intentar escapar. Además, al lado había un edificio, a sólo un metro de distancia, un salto fácil desde el tejado si lograba llegar hasta arriba. También podría parapetarse detrás del remate de la fachada del edificio y dispararle a cualquiera que estuviera abajo. Del otro lado de la calle, frente al apartamento del asesino, había otras casas. Si había un intercambio de disparos, no era nada difícil que una bala perdida matase o hiriese a un tercero. Además, Boyd podría disparar contra esos edificios con toda intención, tratando de herir a alguien al azar. Sachs recordaba su costumbre de disparar a inocentes como maniobra de distracción. No había ninguna razón para pensar que en esta situación se fuera a comportar de un modo diferente. Tendrían que evacuar todas esas viviendas antes de entrar al asalto.

Haumann transmitió por radio:

—Acabamos de enviar a alguien al rellano. No hay cámaras como la que Boyd tenía en la calle Elizabeth. No sabrá que estamos llegando. —Sin embargo, el poli del equipo táctico añadió con tono lúgubre—: A menos que tenga otra manera de enterarse. Lo cual es muy posible, conociendo a este cabrón.

Sachs oyó el soplido de una respiración al lado de ella, y se volvió. Ataviado con su traje antibalas y tocando distraídamente la empuñadura de su arma de servicio, metida en la pistolera, Lon Sellitto estaba examinando el edificio. Él también parecía preocupado. Pero Sachs se dio cuenta inmediatamente de que no eran las dificultades inherentes al registro domiciliario lo que le inquietaba. Podía ver lo desgarrado que estaba. Como detective investigador de alto rango, no había ninguna razón para que estuviera en un equipo de asalto; de hecho, dado su físico, su exceso de peso y su rudimentario dominio de las armas, estaban dadas todas las razones para que no participara en una entrada a patadas.

Pero la lógica no tenía nada que ver con la verdadera razón por la que él estaba allí. Al ver que una vez más se llevaba compulsivamente la mano a la mejilla y que se toqueteaba la inexistente mancha de sangre, y sabiendo que estaba reviviendo el disparo accidental de su arma, ocurrido el día anterior, y la muerte a tiros del doctor Barry a dos pasos de donde él se encontraba, Sachs comprendió: para Lon Sellitto había llegado la hora de remangarse.

La expresión era de su padre, que había llevado a cabo muchas acciones valerosas en la policía, pero que probablemente había sido aún más valiente durante su última pelea, contra el cáncer que terminó con su vida, aunque por poco no lo logró. Para entonces su hija ya era poli, y él empezó a darle consejos sobre el trabajo. Una vez le dijo que en la vida se vería en situaciones en las que lo único que podría hacer sería enfrentarse al peligro o a un desafío ella sola. «Yo lo llamo "la hora de remangarse", Amie. Algo en lo que te tienes que abrir camino con tus propias fuerzas. La pelea puede ser contra un criminal, puede ser contra un compañero. Hasta puede ser contra el Departamento de Policía de Nueva York entero».

«A veces», decía, «la batalla más tremenda se libra en tu interior».

Sellitto sabía lo que tenía que hacer. Tenía que ser el primero que entrara por la puerta.

Pero después del incidente en el museo, la idea le tenía paralizado de miedo.

La hora de remangarse… ¿Sería capaz de hacerle frente o no?

Haumann dividió a sus oficiales de asalto en tres equipos y envió a otros cuantos a ambos extremos de la calle para que detuvieran el tráfico y otro más junto a la puerta de entrada del edificio, para detener a cualquiera que fuera a entrar, y para abalanzarse sobre Boyd mismo, si llegaba a suceder que éste saliera desprevenidamente a hacer un recado. Un agente subió al tejado. Varios polis de la USU montaron vigilancia sobre los edificios vecinos al de Boyd, por si trataba de escapar del mismo modo que lo había hecho en la calle Elizabeth.

Haumann miró fugazmente a Sachs.

—¿Vas a entrar con nosotros?

—Ajá —respondió ella—. Alguien de la policía científica tiene que proteger el escenario. Todavía no sabemos quién ha contratado a este hijo de puta, y tengo que averiguarlo.

—¿En cuál de los equipos quieres estar?

—En el que vaya a derribar la puerta —respondió ella.

—Ése es el de Jenkins.

—Sí, señor. —Luego se dirigió a todos los de las viviendas de la acera de enfrente y les recordó que Boyd podría dispararles a los civiles que vivían allí para intentar escapar. Haumann asintió con la cabeza—. Es necesario que alguien haga evacuar esos lugares, o al menos que aparte a la gente de las ventanas del frente y que la mantenga alejada de la calle.

Nadie quería hacer ese trabajo, por supuesto. Era como si los polis de la USU hubieran sido vaqueros y Haumann les estuviera pidiendo que uno se ofreciera para cocinar.

Una voz rompió el silencio.

—Diablos, lo haré yo. —Era Lon Sellitto—. Es perfecto para un viejo como yo.

Sachs le miró. El detective acababa de obtener un suspenso en su hora de remangarse. Había perdido el coraje. Sonrió despreocupado; tal vez fue la sonrisa más triste que Sachs había visto en toda su vida.

El jefe de la USU dijo por el micrófono:

—A todos los equipos, despliéguense para cubrir todo el perímetro. Y RYV, si se produce algún cambio en la situación, háganmelo saber al instante.

—Entendido. Fuera.

Sachs dijo por su micrófono:

—Vamos a entrar, Rhyme. Te iré contando lo que suceda.

—De acuerdo —dijo él lacónicamente.

No se dijeron nada más. A Rhyme no le gustaba que ella entrara en combate. Pero sabía cuánta iniciativa tenía Sachs, hasta qué punto la enfurecía cualquier amenaza que pendiera sobre un inocente, lo importante que era para ella asegurarse de que gente como Thompson Boyd no se escapara. Era parte de su naturaleza, y él nunca le había sugerido que diera un paso atrás en momentos como ése.

Lo que sin embargo no quería decir que a él le hiciera gracia.

Pero los pensamientos de Lincoln Rhyme se desvanecieron en cuando todos tomaron posiciones.

Sachs y Sellitto iban andando por el callejón, ella para unirse al equipo de asalto, él para seguir hacia las viviendas. La falsa sonrisa del teniente había desaparecido. El rostro del hombre se veía hinchado y estaba salpicado de gotas de sudor, pese a las frías temperaturas. Se lo enjugó, se rascó la invisible mancha de sangre y se dio cuenta de que ella le estaba mirando.

—Puto chaleco antibalas. Qué calor.

—Yo lo detesto —dijo Sachs. Siguieron andando con paso firme por el callejón, hasta que se acercaron al fondo del edificio de Boyd, en donde se estaban desplegando los agentes. De pronto, agarró a Sellitto del brazo y tiró empujando al hombre hacia atrás.

—Alguien está mirando… —Pero al dar unos pasos para acercarse a la pared, Sachs se tropezó con una bolsa de basura y se cayó haciéndose mucho daño en la pierna. Dio un grito ahogado; se sujetaba la rodilla con expresión de dolor.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —contestó, poniéndose de pie con una mueca de dolor instalada en el rostro. Llamó por su radio, con voz jadeante—: Cinco ocho ocho cinco, he visto movimiento en una ventana del segundo piso, en la pared trasera del edificio. RYV, ¿pueden confirmarlo?

—No son individuos hostiles. El que ha visto es uno de los nuestros, K.

—Entendido. Fuera.

Sachs empezó a andar, cojeando.

—Amelia, te has hecho daño.

—No es nada.

—Díselo a Bo.

—No pasa nada.

Que tenía artritis lo sabía solamente su círculo más íntimo —Rhyme, Mel Cooper y Sellitto—, pero nadie más. Sachs hacía todo lo posible por ocultar su dolencia, preocupada por la posibilidad de que sus superiores la retiraran del servicio activo por baja médica si se enteraban. Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y extrajo un paquete de analgésicos, lo abrió rasgándolo con los dientes y se tragó las píldoras en seco.

Oyeron por la radio la voz de Bo Haumann:

—A todos los equipos: pónganse en formación.

Sachs se encaminó hacia el equipo de asalto principal. La cojera iba a peor.

Sellitto tiró de ella, deteniéndola.

—No puedes entrar en ese estado.

—Yo no voy a dar caza a ese tipo, Lon. A mí me toca proteger el escenario.

El detective se volvió hacia el camión del puesto de mando, con la esperanza de encontrar a alguien para preguntarle acerca de la situación, pero Haumann y los otros ya se habían desplegado en sus puestos.

—Ya estoy mejor. Estoy bien. —Empezó a avanzar, cojeando.

Uno de los oficiales del equipo A llamó a Sachs.

—Detective, ¿está lista? —susurró.

—Ajá.

—No, no lo está. —Sellitto se volvió hacia el oficial—. Ella va a quitar de en medio a los civiles. Yo voy con ustedes.

—¿Usted?

—Sí, yo. ¿Pasa algo?

—No, señor.

—Lon —susurró ella—, estoy bien.

—Sé lo suficiente sobre escenarios de crímenes como para poder proteger el lugar. Rhyme me ha dado la tabarra durante años para que me lo aprendiera bien —respondió el corpulento detective.

—Yo no voy a andar corriendo por ahí.

—Ajá, puede que no, ¿pero podrías arrodillarte en posición de combate si el tipo ese te dispara con esa puta pistola que tiene?

—Sí, podría hacerlo.

—Bueno, yo no lo creo. Así que deja ya de discutir y ve a poner a salvo a los civiles. —Se ajustó el traje antibalas y sacó su revólver.

Sachs se quedó dudando.

—Es una orden, detective.

Le dirigió una mirada hostil. Pero independientemente de lo que fuera Sachs —algunos usarían la palabra «renegada»—, la hija de un oficial de patrulla sabía cuál era su lugar en el rango del Departamento de Policía de Nueva York.

—De acuerdo… pero ten, toma ésta. —Sacó su Glock de quince balas y se la tendió, junto con un cargador extra. Sachs cogió el revólver de seis tiros de Sellitto.

Sellitto bajó la vista para mirar la enorme automática negra. Era un arma con un gatillo tan sensible como el ala de una mariposa. Si manejase mal esa arma, como había hecho ayer en la calle Elizabeth, podía matarse fácilmente a sí mismo, o matar a algún compañero del equipo de asalto. Frotándose una vez más la mejilla, Sellitto echó una ojeada el edificio. Y se apresuró a reunirse con los otros.

Mientras cruzaba la calle para evacuar los apartamentos y las casas, Sachs se dio la vuelta para verlos ponerse en movimiento. Y luego prosiguió su camino hacia los apartamentos y casas que había en la acera de enfrente.

La cojera había desaparecido.

De hecho, se sentía de maravilla. El único dolor que sentía era no estar con el equipo de asalto. Pero había tenido que simular la caída y el daño que supuestamente se había hecho. Por el bien de Lon Sellitto. No se le había ocurrido ninguna otra forma de salvarle que no fuera forzarle a hacerse cargo de la tarea. Había evaluado el riesgo que él podría correr por entrar con el equipo, y llegó a la conclusión de que la probabilidad de que él o cualquiera de los otros terminara herido era mínima: habría muchísimo personal de apoyo, todos tenían chalecos antibalas, e iban a coger al criminal por sorpresa. Además, Sellitto parecía poder controlar en alguna medida su miedo. Sachs recordó la parsimonia con que había examinado la Glock, y cómo sus rápidos ojos habían inspeccionado el edificio del criminal.

Fuera lo que fuera, no había elección. Sellitto era un gran policía. Pero si seguía asustándose ante el peligro, dejaría de serlo, y estaría acabado. Esas pequeñas astillas de dudas clavadas sobre uno mismo terminaban por infectarle a uno el alma entera. Sachs lo sabía; ella misma tenía que estar combatiéndolas constantemente. Si él no volvía a la acción ahora, tiraría la toalla.

Sachs aceleró el paso; después de todo, ella tenía una importante tarea que hacer: evacuar las viviendas de la acera de enfrente. Y tenía que moverse con rapidez; el equipo de asalto entraría en cualquier momento. Sachs empezó a tocar los timbres de las puertas y a hacer salir a la gente de las habitaciones del frente, y a asegurarse de que de momento permanecieran en el interior y con las puertas cerradas con llave. Llamó por la radio a Bo Haumann en la frecuencia segura de la brigada táctica y le dijo que las casas más cercanas ya habían sido evacuadas; seguiría con las que estaban más lejos, a un lado y otro de la calle.

—De acuerdo, vamos a entrar —dijo el hombre lacónicamente, y cortó.

Sachs siguió avanzando por la calle. Se pilló a sí misma escarbándose el pulgar con una uña. Reflexionó sobre la ironía: Sellitto se sentía inquieto cuando debía enfrentarse a un criminal; a Amelia Sachs se le ponían los nervios de punta cuando tenía que quedarse fuera de peligro.