CAPÍTULO 29

A través del manos libres, todos oían a Pepper explayándose: —Boyd se crió en la zona. Su padre era prospector…

—¿De petróleo?

—Jornalero, señor, sí. La madre se quedaba en casa. No tenían más hijos. Infancia normal, parece. De esas historias de vidas cotidianas, sencillas, de las que da gusto oír. Siempre estaba hablando de la familia, los adoraba. Hizo mucho por su madre, que perdió un brazo o una pierna o no sé qué en un tornado. Siempre cuidándola. Como una vez, según he oído, que un niño se mofó de ella en la calle, y Boyd le siguió y le amenazó diciéndole que si no se disculpaba, la noche que menos se lo esperara le metería una serpiente de cascabel en la cama.

»De cualquier modo, después del instituto y de uno o dos años en la facultad, terminó trabajando en la empresa de su padre durante una temporada, hasta que vino esa racha de reducciones de plantillas. Le despidieron. A su padre también. Eran tiempos difíciles, y el muchacho sencillamente no encontraba trabajo, así que se marchó del Estado. No sé adónde. Consiguió un empleo en alguna prisión. Empezó como guardia de pabellón. Luego hubo un problema, creo que enfermó el oficial de ejecuciones, y no había nadie para hacer el trabajo, así que lo hizo Boyd. La quema le salió muy bien…

—¿La qué?

—Perdón, la electrocución, le salió tan bien que le dieron el puesto. Se quedó durante un tiempo, pero siguió yendo de un Estado a otro, porque le requerían. Se convirtió en un experto en ejecuciones. Sí que conocía las sillas…

—¿Sillas eléctricas?

—Como nuestro viejo Sparky, sí, señor. El famoso. Y también entendía de gases, era un experto en el manejo de la cámara, se sabía todos los trucos. También sabía poner el lazo a los ahorcados, y no hay muchas personas en Estados Unidos que tengan licencia para ese tipo de trabajo, si me permite que se lo diga. Aquí surgió un puesto de trabajo, y él se abalanzó sobre ese puesto. Nos pasamos a la inyección letal, como en otros muchos lugares, y él se convirtió en un as también en eso. Hasta estudiaba sobre el asunto para poder responder a los manifestantes. Hay alguna gente que afirma que las drogas son dolorosas. Por mi parte yo creo que los que dicen eso son los defensores de las ballenas y los demócratas, que no se toman la molestia de enterarse de los datos reales. Quiero decir, nosotros…

—¿Y Boyd? —preguntó impaciente Lincoln Rhyme.

—Sí, señor, disculpe. Entonces el tipo vuelve por aquí, y durante un tiempo las cosas van bien. La verdad es que nadie le hacía mucho caso. Era como si fuera invisible. «El ciudadano medio» era su apodo. Pero con el tiempo, algo le pasó. Algo cambió. Era cada vez más raro.

—¿Cómo es eso?

—Cuantas más ejecuciones hacía, más loco se volvía. Como si estuviera cada vez más y más ausente, como con la mente en blanco. ¿Me entiende? Como si no estuviera del todo allí presente. Pues eso, le voy a poner un ejemplo: ya le dije que tenía una relación muy estrecha con sus viejos, se llevaban estupendamente. Y van y se matan en un accidente de coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral. Uno habría pensado que estaba aturdido, pero no era así la cosa. Simplemente, parecía no importarle. Fue a su turno habitual, y cuando todos se enteraron de que había ido, le preguntaron qué estaba haciendo allí. Faltaban dos días para la siguiente ejecución. Podía tomarse un tiempo de descanso. Pero no quiso. Dijo que ya iría a ver sus tumbas más adelante. No sé si finalmente lo hizo alguna vez.

»Mire usted, era como si se fuera acercando más y más a los reclusos, demasiado cerca, pensaba toda la gente. Eso no hay que hacerlo. No es saludable. Dejó de frecuentar a los otros guardias, y se pasaba el tiempo entre los condenados. Los llamaba «mi gente». Una vez, se lo juro, hasta se sentó en esa vieja silla eléctrica nuestra, que está en una especie de museo. Sólo para ver cómo era estar allí sentado. Se quedó dormido. Figúrese.

»Alguien le preguntó a Boyd sobre ese asunto, sobre qué se sentía cuando uno estaba sentado en una silla eléctrica. Dijo que no se sentía nada. Que sólo sentía «algo así como un entumecimiento». Decía eso muy a menudo los últimos días. Que se sentía entumecido.

—¿Dijo usted que sus padres se mataron? ¿Y él se mudó a su casa?

—Creo que sí.

—¿Todavía existe la casa?

Los texanos también estaban usando un manos libres, y J. T. intervino:

—Lo averiguaré, señor. —Preguntó algo a alguien—. Creo que lo sabremos en unos minutos, señor Rhyme.

—¿Y podría averiguar si tiene parientes por la zona?

—Sí, señor.

—¿Usted recuerda que él silbara mucho, oficial Pepper? —preguntó Sachs.

—Sí, señora. Y realmente lo hacía maravillosamente. A veces le dedicaba una canción o dos al condenado, al despacharle.

—¿Qué hay de sus ojos?

—Eso también —dijo Pepper—. Thompson siempre tenía los ojos irritados. Parece que una vez estaba llevando a cabo una electrocución, eso no fue aquí, y algo salió mal. A veces pasa, cuando se usa la silla. Se prendió fuego…

—¿El hombre que estaban ejecutando? —preguntó Sachs, estremeciéndose.

—Así es, señora. El tipo se prendió fuego. A lo mejor ya estaba muerto, o inconsciente. Nadie lo sabe. Todavía se estaba moviendo, pero eso pasa siempre. Así que Thompson fue corriendo con una pistola antidisturbios; iba a dispararle al pobre tipo, para evitarle semejante sufrimiento. Ahora bien, le diré que eso no forma parte del protocolo. Matar al condenado antes de que muera bajo la orden de ejecución es homicidio. Pero Boyd lo iba a hacer de todos modos. No podía permitir que uno de «su gente» muriera de aquella manera. Pero el fuego se propagó. Se quemó el aislamiento de los cables, o alguna cosa de plástico o algo así, y Boyd se desvaneció a causa de los gases. Se quedó ciego durante uno o dos días.

—¿Y el recluso? —preguntó Sachs.

—Thompson no tuvo necesidad de dispararle. La corriente se encargó de despacharle.

—¿Y se marchó de allí hace cinco años? —preguntó Rhyme.

—Más o menos —dijo Pepper arrastrando las palabras—. Se largó. Creo que se fue a algún lugar, a alguna cárcel, en el Medio Oeste. No he sabido nada más de él desde entonces.

El Medio Oeste, tal vez Ohio. Donde tuvo lugar el otro asesinato que cuadraba con el perfil.

—Llamad a alguien del Departamento de Correccionales de Ohio —susurró Rhyme a Cooper, que asintió con la cabeza y cogió otro teléfono.

—¿Qué hay de Charlie Tucker, el guardia que fue asesinado? ¿Boyd se marchó más o menos en la época del asesinato?

—Sí, señor. Así es.

—¿Se llevaban mal?

—Charlie trabajó a las órdenes de Thompson durante un año, hasta que se jubiló. Charlie era lo que llamamos un paliza de la biblia, un baptista de los de verdad. A veces leía largos pasajes a los condenados, les decía que iban a ir al infierno, y todo lo demás. Thompson no estaba de acuerdo con eso —explicó Pepper.

—Así que tal vez Boyd le mató para vengar a los presos porque Tucker les atormentaba la existencia.

Mi gente…

—Podría ser.

—¿Qué me dice del retrato que les enviamos? ¿Era Boyd?

—J. T. acaba de enseñármelo —dijo Pepper—. Y, sí, podría ser él. Aunque era más corpulento, quiero decir más gordo, en aquella época. Y llevaba el cráneo afeitado y perilla; muchos de nosotros adoptábamos ese aspecto, con la intención de parecer tan malvados como los presos.

—Pero estábamos buscando entre los reclusos, no entre los guardias —dijo el alcaide.

«Lo cual fue un error mío», pensó enojado Rhyme.

—¡Qué demonios! —Otra vez la voz del alcaide.

—¿Qué pasa, J. T.?

—Mi chica fue al archivo a buscar el expediente personal de Boyd. Y…

—Ha desaparecido.

—Exactamente.

—Así que robó su expediente para ocultar cualquier conexión con el asesinato de Charlie Tucker —dijo Sellitto.

—Imagino que así fue.

Rhyme meneó la cabeza.

—Y le preocupaban las huellas dactilares porque figuraba como empleado estatal, no como criminal.

—Un momento, por favor —dijo el alcaide arrastrando las palabras. Una mujer le estaba hablando. Regresó al teléfono—. Un tipo de los archivos del condado acaba de contarnos que Boyd vendió la casa familiar hace cinco años. No compró ninguna otra cosa en el Estado. Al menos no a su nombre. Seguramente cogió el dinero en efectivo y se esfumó… Y nadie sabe nada de que tuviera otros familiares.

—¿Cuál es su nombre completo? —preguntó Rhyme.

—Creo que la inicial de su segundo nombre era una G, pero no sé a qué se refiere —dijo Pepper y añadió—: Le diré una cosa sobre él: Thompson Boyd sabía lo que hacía. Se sabía el PE de arriba abajo.

—¿PE?

—El protocolo de ejecución. Es un libro enorme que tenemos aquí, que da todos los detalles sobre cómo ejecutar a alguien. Les obligaba a aprendérselo de memoria a todos los que trabajaban en la cuadrilla de ejecuciones, y les hacía caminar dando vueltas y recitando: «Tengo que seguir las reglas, tengo que hacer lo que dice el libro. Tengo que seguir las reglas, tengo que hacer lo que dice el libro». Thompson siempre decía que no se pueden simplificar las cosas y cortar camino por un atajo cuando se trata de la muerte.

Mel Cooper colgó el teléfono.

—¿Ohio? —preguntó Rhyme.

El técnico asintió con la cabeza.

—La prisión de máxima seguridad de Keegan Falls. Boyd sólo trabajó allí un año, más o menos. El alcaide se acuerda de él por su problema en los ojos, y, efectivamente, silbaba. Ha dicho que Boyd fue problemático desde el primer momento. Se peleaba con los guardias por el trato hacia los presos, y pasaba un montón de tiempo charlando y relacionándose con los reclusos, lo que iba contra las reglas. El alcaide cree que estaba haciendo contactos para utilizarlos luego, para conseguir trabajos como sicario.

—Como por ejemplo contactar con el hombre que le contrató para matar a ese testigo.

—Podría ser.

—¿Y el expediente de ese empleo? ¿Fue robado?

—Ha desaparecido, sí. Nadie sabe dónde vivía ni ninguna otra cosa sobre él. Se salió del radar.

El ciudadano medio…

—Bueno, el tipo ya no es un problema de Texas o de Ohio. Es un problema nuestro. Haz la búsqueda completa.

—De acuerdo.

Cooper realizó la búsqueda estándar: escrituras, departamento de automóviles, hoteles, billetes de viajes, impuestos… todo. En quince minutos tenía los resultados. En los listados aparecían varios Thompson G. Boyd y un T. G. Boyd. Pero sus edades y descripciones no se aproximaban a las del sospechoso. El técnico intentó también con distintas formas de deletrear el nombre, y obtuvo los mismos resultados.

—¿Los alias? —preguntó Rhyme. La mayor parte de los criminales profesionales, particularmente los asesinos a sueldo, usaban segundos nombres. Generalmente elegían algunos que se parecían a las contraseñas que se usan en los ordenadores y los cajeros automáticos, solían ser alguna variante de un nombre que tuviera algún significado para el criminal. Cuando uno averiguaba lo que eran, era para darse cabezazos contra la pared por la simpleza de la elección. Pero adivinarlos, eso era imposible. Aun así, lo intentaron: invirtieron los nombres y el apellido (por supuesto, Thompson era más común como apellido). Incluso Cooper lo intentó con un generador de anagramas para reordenar las letras de «Thompson Boyd», pero no obtuvo ninguna concordancia en las bases de datos.

Nada, pensó Rhyme, lleno de frustración. Sabemos su nombre, qué aspecto tiene, sabemos que está en la ciudad…

Pero no podemos encontrarle, ¡maldita sea!

Sachs estaba mirando la pizarra, tenía los ojos fruncidos. Ladeó la cabeza.

—Billy Todd Hammil.

—¿Quién? —inquirió Rhyme.

—El nombre que usó para alquilar el escondite de la calle Elizabeth.

—¿Qué pasa con eso?

Sachs hojeó unos papeles. Levantó la vista.

—Murió hace seis años.

—¿Dice dónde?

—No. Pero apuesto a que fue en Texas.

Sachs llamó una vez más a la cárcel y preguntó por Hammil. Un momento después colgó el teléfono meneando la cabeza.

—Eso es. Mató al cajero de una tienda de comida rápida hace doce años. Boyd supervisó su ejecución. Parece que tiene una conexión morbosa con las personas que ha ejecutado. Su modus operandi proviene de la época en que era verdugo. ¿Por qué no podrían provenir también de allí sus identidades?

Rhyme no sabía nada —o no le interesaba— de «conexiones morbosas», pero cualesquiera que fuesen los móviles de Boyd, había cierta lógica en la sugerencia de Sachs.

—Conseguid la lista de todas las personas a las que ejecutó y comparad los resultados con el departamento de automóviles. Primero intentad con Texas y luego iremos probando en los demás Estados.

J. T. Beauchamp les envió una lista de setenta y cinco presos a los que Thompson Boyd había administrado la muerte como oficial de ejecuciones en Texas.

—¿Tantos? —preguntó Sachs, frunciendo el ceño. Aunque Sachs nunca dudaría en tirar a matar cuando de eso dependía salvar la vida de las víctimas, Rhyme sabía que tenía ciertos escrúpulos sobre la pena de muerte, porque a menudo se imponía ese castigo en juicios que se basaban en pruebas indirectas, defectuosas y, a veces, adulteradas.

Rhyme pensó en otra conclusión que podía deducirse del número de ejecuciones: que en algún punto a lo largo de la línea que se extendía hasta casi ochenta ejecuciones, Thompson Boyd había perdido la capacidad de distinguir la vida de la muerte.

Y va y se matan en un accidente con el coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral.

Cooper comparó los nombres de los presos varones que habían sido ejecutados con los registros del gobierno.

Nada.

—¡Mierda! —gritó Rhyme—. Tendremos que averiguar en qué otros Estados trabajó y a quiénes ejecutó allí. Va a llevarnos una eternidad. —Y entonces se le cruzó una idea por la cabeza—. Un momento. Mujeres.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Probad con las mujeres a las que ejecutó. Variaciones sobre sus nombres.

Cooper cogió la reducida lista y buscó los nombres y sus posibles variaciones ortográficas en el servidor del departamento de automóviles.

—Vaya, puede que aquí haya algo —dijo el técnico, lleno de excitación—. Hace ocho años, una mujer llamada Randi Rae Silling, una prostituta, fue ejecutada en Amarillo por haber atracado y matado a dos de sus clientes. En el departamento de automóviles de Nueva York aparece un nombre de varón muy parecido: Randy, con Y final, y el segundo nombre es R-A-Y. La edad y la descripción coinciden. El domicilio está en Queens, en Astoria. Tiene un Buick Century desde hace tres años.

—Que alguien de paisano coja el retrato robot y se lo muestre a algunos vecinos —ordenó Rhyme.

Cooper llamó al jefe de la comisaría local, la 114. El barrio de Astoria, de mayoría griega, quedaba dentro de su área de competencia. Le expuso el caso y luego le envió por correo electrónico el retrato de Boyd. El inspector dijo que enviaría a algunos oficiales de paisano para sondear sutilmente a los inquilinos del edificio de apartamentos de Randy Silling.

Durante una tensa media hora —sin la menor noticia del equipo que había ido a investigar a Queens— Cooper, Sachs y Sellitto se pusieron en contacto con los organismos de documentación pública de Texas, Ohio y Nueva York, buscando cualquier información que pudieran hallar sobre Boyd o Hammil o Silling.

Nada.

Finalmente, el inspector de la 114 les devolvió la llamada.

—¿Capitán? —preguntó el hombre. Muchos oficiales de alto rango todavía llamaban a Rhyme aplicándole la graduación que ya no tenía.

—Adelante.

—Hay dos personas que confirman que su hombre vive en esa dirección —dijo el inspector—. ¿Cómo le parece que deberíamos iniciar el acercamiento, señor?

Los jefazos, suspiró Rhyme. Pero prescindió de toda réplica cáustica a la palabrería burocrática, y se conformó con un tono ligeramente desconcertado.

—Vamos a trincarle el culo.