Cuando Amelia Sachs entró en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Presbiteriano de Columbia, vio dos Pulaskis.
Uno estaba en la cama, envuelto en vendajes y conectado a tubos plásticos de aspecto escalofriante. Tenía los ojos apagados y la boca torcida.
El otro estaba a un lado de la cama, torpemente sentado en una incómoda silla de plástico. Igual de rubio, de juvenil, con el mismo uniforme azul del Departamento de Policía de Nueva York que tenía puesto Ron Pulaski cuando Sachs le pidió que colaborara con ella, el día anterior, delante del museo y le dijo que fingiera interés en un montón de basura.
¿Cuántos azucarillos?
Al ver la imagen duplicada como en un espejo, parpadeó sorprendida.
—Soy Tony. El hermano de Ron. Como habrá imaginado.
—Hola, detective —dijo Ron de manera entrecortada. Su voz no era la normal. Arrastraba las palabras, no podía articularlas bien.
—¿Cómo te encuentras?
—¿Cómo e'tá Geneva?
—Está bien. Seguramente ya te habrás enterado: logramos impedir que el tipo hiciera otra de las suyas en la casa de la tía de la chica, pero se nos escapó… ¿Te duele? Supongo que sí.
Pulaski señaló con un movimiento de cabeza el suero intravenoso.
—La sopa de la felicidad… No siento nada.
—Se pondrá mejor —dijo Tony.
—Me pondré me'or —dijo Ron, como si fuera el eco de su hermano. Respiró hondo un par de veces, pestañeó.
—Un mes, más o menos —explicó Tony—. Un poco de terapia. Volverá a prestar servicio. Algunas fracturas. No hay muchas lesiones internas. Cabeza dura. Como decía siempre papá.
—Gabeza —dijo Ron, sonriendo.
—¿Estudiasteis juntos en la academia? —Sachs arrimó una silla y se sentó.
—Así es.
—¿En qué comisaría estás tú?
—En la Sexta —respondió Tony.
La Comisaría Sexta estaba en el corazón de Greenwich Village oeste. No había muchos asaltos por la calle ni robos de coches ni problemas de drogas. Más que nada había disturbios menores, peleas domésticas entre homosexuales, e incidentes entre artistas enojados y escritores medicados. La Sexta también era el hogar de la brigada de explosivos.
Tony estaba conmovido, pero también enfadado.
—El tipo siguió pegándole. Incluso cuando ya estaba en el suelo. No tenía ninguna necesidad.
—Pero quizá —dijo Ron con sus palabras tambaleantes—, g'acias a eso pe'dió mal tiempo… pe'dió más tiempo conmigo. Así que no llegó… no llegó a tener la opo'tunidad de seguir a Geneva.
Sachs sonrió.
—Tú eres de los que siempre ven el vaso medio lleno, ¿no? —No le dijo que SD 109 le había golpeado casi hasta matarlo con el único propósito de robarle una bala de su arma para utilizarla como maniobra de distracción.
—Algo así. Dele las gracias a Seneva. Ge-neva, depa'te mía. Po' el libro. —No podía mover mucho la cabeza, pero sus ojos se desplazaron hacia un lado, apuntando a la mesilla, sobre la que reposaba un ejemplar de Matar a un ruiseñor—. Tony me lo e'tá le'endo. Puede leer ha'ta las balabras difíciles.
Su hermano se rio.
—Qué tonto eres.
—¿Qué puedes contarnos, Ron? Este tipo es astuto y sigue suelto. Necesitamos algo que nos ayude.
—No sé. No sé, de'tetive. Yo iba de una punta a la o'ta del casssejón. Él se escondió cuando fin… cuando fui hacia la calle. Volví al fondo, al callejón… No 'e esperaba, no le esperaba. Él estaba a la vuelta de la ezquina del… del edicifo, el edificio… Llegué a la ezquina. Vi a un tipo con una pazamontañas. Y después esa cosa. Un bate. Muy rápido. No le vi. Me dio bien. —Pestañeó otra vez. Cerró los ojos—. No tuve cuidado. Eztaba muy ce'ca, cerca de la paré. No volveré a hacerlo.
Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.
—Un zummmm. —Hizo un gesto de dolor.
—¿Estás bien? —le preguntó su hermano.
—Estoy bien.
—Un zum —dijo Sachs, instándole a seguir hablando, y acercó su silla.
—¿Qué?
—¿Oíste un zum?
—Sí, señora. No, señora no. Detective.
—Está bien, Ron. Llámame como quieras. ¿Viste algo? ¿Cualquier cosa?
—Esa cosa. Un bat… bate. No, Batman y Robin, no, ja, ja. Un bate de béisbol. Directo a mi cara. Ah, ya le dije eso. Y me caí. Quiero decir detective. No señora.
—Muy bien, Ron. ¿Recuerdas algo más?
—No sé. Recuerdo estar tirado en el suelo. Pensando… pensando que el tipo iba a por mi arma. Intenté controlarla. Según las normas, no hay que perderla nunca… Controla siempre tu arma. Pero no lo logré. Él se la llevó. Yo e'taba muerto. Sabía que estaba muerto.
Sachs le alentó suavemente.
—¿Recuerdas haber visto alguna otra cosa?
—Un tángulo.
—¿Un qué?
Él se rio.
—No, tángulo no. Un triángulo. De cartón. En el suelo. No podía moverme. Era lo único que podía ver.
—Y ese cartón, ¿era del sujeto?
—¿El tángulo? Quiero decir el triángulo. No, era basura. Eso era todo lo que podía ver. Traté de arrastrarme. Creo que no lo logré.
Sachs suspiró.
—Te encontraron boca arriba, Ron.
—¿Estaba boca arriba?
—Trata de recordar. ¿Veías el cielo?
Él entrecerró los ojos.
A Amelia se le aceleraron los latidos del corazón. ¿Habría podido ver algo?
—Samg.
—¿Qué?
—Samg' en los ojos.
—Sangre —dijo su hermano.
—Sí, sangre. No veía muy bien. Ni tranglos ni edificios. Cogió mi arma. Se quedó ahí ce'ca umos minutos. Luego no recue'do nada más.
—¿Se quedó ahí cerca? ¿Cómo de cerca?
—No sé. Al lado, no. No veía. Mucha sangue.
Sachs sacudió la cabeza. El pobre hombre parecía exhausto. Le costaba respirar, tenía la mirada mucho más perdida que cuando ella había llegado. Sachs se puso de pie.
—Te dejaré descansar. —Le preguntó—: ¿Has oído hablar de Terry Dobyns?
—No. ¿Es… quién es? —El rostro herido del oficial lució una mueca—. ¿Quién es él?
—Un psicólogo del departamento. —Miró a Ron un momento y sonrió—. Esto te va a llevar un tiempo. Deberías hablar con él. Es el mejor. Él decidirá.
—No necesito… —dijo Ron.
—Oficial —dijo ella con seriedad.
Él levantó las cejas, hizo un gesto de dolor.
—Es una orden.
—Sí, señora. Digo… señora.
—Yo me aseguraré de que vaya —dijo Tony.
—¿Le dará las gracias a… Geneva de mi parte? Me gusta ese libro.
—Claro. —Sachs se puso el bolso en el hombro y se dirigió a la puerta. Apenas la había atravesado cuando se detuvo abruptamente y se volvió—. ¿Ron?
—¿Sí?
Amelia volvió junto a la cama y se sentó de nuevo.
—Ron, has dicho que el sujeto estuvo cerca de ti durante unos minutos.
—Ajá.
—Si no podías verle por la sangre en los ojos, ¿cómo sabías que estaba allí?
El joven oficial frunció el ceño.
—Ah, sí. Me olvidé de decirle algo.
—Nuestro hombre tiene una costumbre, Rhyme.
Amelia Sachs estaba de vuelta en el laboratorio.
—¿Cuál?
—Silba.
—¿Para llamar taxis?
—No, silba música. Pulaski le oyó. Tras haber sido golpeado la primera vez y mientras yacía en el suelo, el sujeto le cogió el arma y, según deduzco, estuvo unos minutos uniendo la bala al cigarrillo. Mientras hacía eso, silbaba. Muy bajito, dijo Ron, pero está seguro de que silbaba.
—Ningún profesional silba mientras trabaja —dijo Rhyme.
—Eso es lo que uno pensaría. Pero yo también le oí. En el refugio de la calle Elizabeth. Pensé que era la radio o algo así. Silba bien.
—¿Cómo está el novato? —preguntó Sellitto. No había logrado limpiar su mancha de sangre invisible, y todavía estaba nervioso.
—Dicen que se pondrá bien. Un mes de terapia, aproximadamente. Le dije que fuera a ver a Terry Dobyns. Ron se encontraba bastante atontado, pero su hermano estaba allí. Cuidará de él. Es también policía. Gemelos idénticos.
Rhyme no se sorprendió. Ser policía era una tradición familiar. «Poli» podía ser el nombre de un gen humano.
Pero Sellitto sacudió la cabeza al oír lo de un hermano gemelo. Pareció disgustarse aún más. Como si por su culpa el ataque hubiera afectado a una familia entera.
Pero no había tiempo para ocuparse de los fantasmas que asolaban al detective.
—Bien, tenemos información nueva. Usémosla —dijo Rhyme.
—¿Cómo? —preguntó Cooper.
—El asesinato de Charlie Tucker es la pista más cercana que tenemos al SD 109. Así que, obviamente —dijo el criminalista—, llamaremos a Texas.
—Recuerda El Álamo —dijo Sachs, y presionó el botón de altavoz del teléfono.
—¿Hola?
—¡Eh!, hola, J. T., habla Lincoln Rhyme, de Nueva York. —Hablar con alguien que se hace llamar por sus iniciales en lugar de por su nombre y vive en el Estado de la Estrella Solitaria (y eso sin mencionar el acento) hace que uno tienda a incluir en el discurso palabras informales como «eh» y «oye».
—Ah, sí, señor, ¿cómo le va? Oiga, el otro día leí cosas sobre usted después de nuestra última conversación. No sabía que era famoso.
—Ah, sólo un antiguo funcionario —dijo Rhyme con una modestia que chirrió un poco—. Nada más. ¿Tuvo suerte con la imagen que le enviamos?
—Lo siento, detective Rhyme. La cuestión es que el tipo se parece a la mitad de los tipos blancos que se han graduado en nuestra institución. Además, como en la mayoría de los correccionales, aquí el personal rota con mucha frecuencia. No quedan muchos empleados de la época en la que asesinaron a Charlie Tucker.
—Tenemos más información sobre el tipo. Quizás eso ayude a reducir la lista. ¿Tiene un minuto?
—Dispare.
—Puede que tenga un problema en los ojos. Usa Murine con frecuencia. Es posible que sea sólo últimamente, pero también podría ser que ya lo hiciera cuando estuvo preso allí. Y creemos que tiene la costumbre de silbar.
—¿Silbar? ¿A las mujeres o algo así?
—No. Silbar melodías. Canciones.
—Bien. Espere. —Cinco eternos e interminables minutos más tarde volvió a la línea—. Disculpe. Nadie recuerda nada sobre alguien que silbara o tuviera algo en los ojos como rasgos característicos. Pero seguiremos buscando.
Rhyme le dio las gracias y colgó. Miró la pizarra de pruebas con frustración. A principios del siglo XX, uno de los mejores criminalistas de todos los tiempos, Edmond Locard, de Francia, inventó lo que llamaba el principio de intercambio, que afirma que en cada escenario del crimen hay algún intercambio material entre el criminal y el lugar de los hechos o la víctima: aunque sea pequeño, en cada uno queda algún resto del otro. Encontrar esas pruebas es el objetivo de todo detective forense. El principio de Locard, sin embargo, no garantiza que establecer esa conexión le lleve a uno a la puerta de la casa del criminal.
Suspiró. Sabía que era un caso difícil. ¿Qué tenían? Un retrato robot muy vago, un problema en los ojos, una posible costumbre, una animadversión contra un carcelero.
¿Qué más debería…?
Rhyme frunció el ceño. Miró la duodécima carta del tarot.
El hombre colgado no se refiere a alguien que recibe un castigo…
Quizás no, pero de todas maneras muestra a un hombre colgado en un cadalso.
Algo le hizo clic en la mente. Volvió a mirar la pizarra de las pruebas. Tomó nota: la porra, la electricidad en la calle Elizabeth, el gas venenoso, las balas en el corazón, la ejecución de Charlie Tucker, las fibras de cuerda con restos de sangre…
Se le escapó un: «¡Ah! ¡Diablos!».
—¡Lincoln! ¿Qué pasa? —Cooper miró a su jefe, preocupado.
—Comando: rellamada —gritó Rhyme.
En la pantalla, el ordenador replicó:
No entendí lo que dijo. ¿Qué desea que haga?
—Volver a marcar el número.
No entendí lo que dijo.
—¡Joder! ¡Mel, Sachs… que alguien presione la tecla de rellamada!
Lo hizo Cooper, y pocos minutos después el criminalista estaba hablando una vez más con el alcaide de Amarillo.
—J. T., habla Lincoln otra vez.
—Sí, señor.
—Olvídese de los reclusos. Quiero saber sobre los guardias.
—¿Guardias?
—Alguien que haya estado en su plantel. Con problemas de ojos. Que silbara. Y podría ser que hubiera trabajado en el pabellón de condenados a muerte, antes o durante la época en que Tucker fue asesinado.
—Ninguno de nosotros estábamos pensando en empleados. Y además, le repito, la mayor parte del personal no estaba aquí hace cinco o seis años. Pero espere. Déjeme preguntar.
La imagen del hombre colgado había metido la idea en la mente de Rhyme. El criminalista pensó luego en las armas y en las técnicas que había usado SD 109. Eran métodos de ejecución: el cianuro gaseoso, la electricidad, la horca, el disparo de varias balas todas al corazón, como en el caso del fusilamiento. Y su arma para reducir a las víctimas era una porra como las que llevan los carceleros.
Un momento más tarde oyó:
—¡Eh! ¿Detective Rhyme?
—Le escucho, J. T.
—Por aquí hay alguien que dice que le suena familiar. He llamado a uno de los guardias jubilados a su casa, uno que trabajaba en la cuadrilla de ejecuciones. Se llama Pepper. Aceptó venir a la oficina y hablar con usted. Vive por aquí. Llegará en unos minutos. Luego le llamamos.
Otra ojeada fugaz a la carta de tarot.
Un cambio de dirección…
Tras diez insufribles minutos sonó el teléfono.
Se presentaron rápidamente. El oficial retirado del Departamento de Justicia de Texas, Halbert Pepper, hablaba arrastrando las palabras de tal forma que hacía que el acento de J. T. Beauchamp pareciera el inglés de la reina Isabel.
—Creo que yo podría ayudarles.
—Dígame —dijo Rhyme.
—Hasta hace unos cinco años teníamos un oficial de control que tiene todas las características que usted le describió a J. T.: tenía el problema en los ojos y silbaba como un huracán. Yo estaba ya a punto de retirarme, pero trabajé un tiempo con él.
—¿Quién era?
—El tipo se llamaba Thompson Boyd.