CAPÍTULO 27

De alguna manera, tienen suerte —dijo David Yu, un joven ingeniero con el cabello de punta que trabajaba para el ayuntamiento.

—No nos vendría nada mal —respondió Amelia Sachs—. Tener suerte, quiero decir.

Estaban de pie en la calle 80 Oeste, a menos de cien metros al este del parque Riverside, observando una casa de piedra rojiza de dos pisos. El autobús de la USU esperaba allí cerca, al igual que otra amiga de Sachs, una mujer policía llamada Gail Davis, de la unidad de perros entrenados, K9, con su perro Vegas. La mayoría de los perros de la policía eran pastores alemanes, pastores belgas, malinois y, en el caso de la brigada de explosivos, labradores de la variedad golden retriever. Vegas, sin embargo, era un pastor de Brie, una raza francesa con una larga historia de servicio militar. Son perros conocidos por tener un excelente olfato y una habilidad sorprendente a la hora de percibir amenazas para el ganado o para los seres humanos. Rhyme y Sachs pensaron que para investigar un escenario del crimen de ciento cuarenta años podrían ser provechosos algunos métodos antiguos de búsqueda, además de los sistemas de alta tecnología que también utilizarían.

El ingeniero, Yu, señaló con un gesto de cabeza el edificio que había sido construido en el lugar donde se había incendiado el Potters' Field. La fecha grabada en la piedra era 1879.

—Para construir un edificio como éste en aquel entonces no se excavaba ni se enterraban pilares. Se cavaba el perímetro para hacer los cimientos, se vertía hormigón, y encima se levantaban las paredes. Ése era el sostén de carga. Los sótanos tenían suelo de tierra. Pero los procedimientos de construcción cambiaron. En algún momento, a principios de siglo, debieron de poner un suelo de hormigón. Pero ese suelo tampoco cumplía una función estructural. Se pondría por cuestiones de higiene y seguridad. De manera que los constructores tampoco excavaron para hacerlo.

—Entonces, lo que resulta afortunado es que cualquier cosa que hubiera ahí debajo en 1860, aún podría seguir ahí —dijo Sachs.

Oculta para siempre…

—Así es.

—Y la parte no tan afortunada es que está bajo hormigón.

—Exacto.

—¿A unos cincuenta centímetros de profundidad?

—Quizá menos.

Sachs rodeó el edificio, que era mugriento y feo, aunque ella sabía que el alquiler de un apartamento ahí tenía que ser de unos cuatro mil dólares al mes. Había una entrada de servicio en la parte posterior que conducía al sótano.

Estaba volviendo hacia la fachada de la estructura cuando sonó su móvil.

—Detective Sachs.

Del otro lado de la línea estaba Lon Sellitto. Había averiguado cómo se llamaba el dueño del edificio, un empresario que vivía a unas pocas calles de allí. El hombre iba de camino al edificio para que pudieran entrar. Unos segundos después Rhyme se puso al teléfono y Sachs le contó lo que le había dicho Yu.

—Buena suerte, mala suerte —dijo, y era evidente que estaba poniendo mala cara—. Bien, he enviado allí una unidad de registro y vigilancia con un radar de penetración de superficies y un equipo de ultrasonidos.

Justo en ese momento llegó el dueño del edificio. Un hombre bajo, calvo, de traje, la camisa sin abotonar. Sachs cortó la llamada del móvil con Rhyme y le explicó rápidamente al hombre lo que necesitaban examinar en el sótano. Él la miró de arriba a abajo, receloso, y luego abrió la puerta del sótano, se apartó a un lado y cruzó los brazos, cerca de Vegas. Daba la impresión de que no le había caído muy bien al perro policía.

Llegó un Chevy Blazer, aparcó, y descendieron tres miembros de la unidad de registro y vigilancia del Departamento de Policía de Nueva York. Un oficial de RYV era una especie de poli, ingeniero y científico a la vez, cuyo trabajo consistía en dar apoyo a las fuerzas tácticas, localizando criminales y víctimas en el escenario del crimen por medio de la utilización de telescopios, equipos de visión nocturna, sistemas infrarrojos, micrófonos y otros dispositivos. Saludaron con un movimiento de cabeza a los técnicos de la USU, y bajaron del coche unas maltrechas maletas negras, bastante parecidas a las que usaba Sachs en sus investigaciones. El dueño los miró con desconfianza.

Los oficiales de RYV bajaron al sótano, húmedo y frío, que olía a moho y queroseno, seguidos de Sachs y el dueño. Enchufaron en sus artefactos informatizados unas sondas que se parecían a los tubos y accesorios de una aspiradora.

—¿El área entera? —preguntó uno a Sachs.

—Sí.

—No dañarán nada, ¿verdad? —preguntó el dueño.

—No, señor —respondió un técnico.

Comenzaron a trabajar. Los hombres decidieron usar en primer lugar el radar de penetración de superficies. El RPS envía ondas de radio que reciben información sobre los objetos con los que éstas se topan en el camino, al igual que el radar tradicional de los barcos y aviones. La única diferencia es que el RPS puede atravesar objetos tales como la tierra y los escombros. Es tan veloz como la luz, y a diferencia del ultrasonido, no necesita estar en contacto con la superficie para obtener una lectura.

Escanearon el suelo durante una hora, presionando los botones de los ordenadores y haciendo anotaciones, mientras Sachs permanecía parada a un lado, intentando no dar golpecitos de impaciencia con el pie, pues se imaginaba que eso podría interferir en las lecturas de los instrumentos.

Después de peinar el suelo con el radar, el equipo consultó la pantalla del ordenador del dispositivo, y luego, basándose en lo observado, recorrieron nuevamente el lugar, apoyando contra el suelo el sensor de ultrasonido en media docena de zonas relevantes, de acuerdo con los datos recogidos previamente.

Cuando terminaron, llamaron a Sachs y a Yu para que se acercaran al ordenador, y les mostraron algunas imágenes. A Sachs le resultó imposible interpretar lo que se veía en la pantalla verde grisácea. Estaba llena de manchas y rayas, muchas de las cuales tenían a un lado pequeñas ventanas llenas de números y letras indescifrables.

—La mayoría de estas cosas son las que uno esperaría en un edificio de esta antigüedad. Canto rodado, un lecho de grava, madera podrida. Eso es un fragmento de cloaca —dijo uno de los técnicos señalando una zona de la pantalla.

—Hay una servidumbre de un canal de desagüe que comunica con el desagüe principal que va al Hudson —dijo Yu—. Debe de ser eso.

El dueño se inclinó por encima de su hombro.

—¿Me permite, señor? —dijo Sachs refunfuñando. El hombre se alejó de mala gana.

El técnico meneó la cabeza.

—Pero aquí… —Señaló un punto junto a la pared del fondo—. Tenemos una señal pero de algo sin identificar.

—¿Una… qué?

—Cuando el ordenador se topa con algo que ha visto antes, sugiere lo que puede ser. Pero esto ha dado negativo.

Sachs solo veía un área menos oscura en la pantalla oscura.

—Así que aplicamos el sondeo por ultrasonidos y esto es lo que obtenemos.

Su compañero tecleó una orden y apareció otra pantalla más clara, con una imagen más nítida: un anillo irregular, dentro del cual había un objeto redondo y opaco del que parecía salir un hilo o algo así. Llenando el anillo, en el espacio que quedaba debajo del objeto más pequeño, había algo que parecía ser un montón de palos o tablas, puede que, se figuró Sachs, una caja fuerte rota por el paso del tiempo.

—El anillo exterior tiene como sesenta centímetros de diámetro. El interior es tridimensional, una esfera. Como de veinte o veinticinco centímetros de diámetro —dijo un oficial.

—¿Está cerca de la superficie?

—La losa está a unos veinte centímetros de profundidad, y esa cosa se encuentra unos quince o veinte centímetros más abajo.

—¿Exactamente dónde?

El hombre miró la pantalla del ordenador, luego el suelo, y luego otra vez la pantalla. Dio unos pasos hasta quedar junto a la pared del fondo del sótano, cerca de la puerta que llevaba al exterior.

Hizo una marca con tiza en el suelo. El objeto estaba justo contra la pared. Quienquiera que hubiera levantado la pared había pasado a sólo unos centímetros.

—Supongo que era un aljibe o una cisterna. Quizá una chimenea.

—¿Qué se necesitaría para atravesar el hormigón? —preguntó Sachs a Yu.

—Mi permiso —dijo el dueño—. Y no van a obtenerlo. No van a romper el suelo.

—Señor —dijo Sachs con paciencia—, éste es un asunto policial.

—Sea lo que sea, es mío.

—No es una cuestión de propiedad. Puede ser relevante en una investigación policial.

—Bueno, tendrán que conseguir una orden judicial. Soy abogado. Ustedes no van a romperme el suelo.

—Es realmente importante que sepamos de qué se trata.

—¿Importante, por qué?

—Tiene que ver con un caso penal de hace unos años.

—¿Unos años? —preguntó el hombre, dándose cuenta de lo débil que era la posición de Sachs—. ¿Cuántos son unos años? —Probablemente era un buen abogado.

Si se miente a gente como ésta, la mentira se termina volviendo contra uno.

—Ciento cuarenta. Más o menos —explicó Sachs.

El hombre se echó a reír.

—Esto no es una investigación. Esto es el Discovery Channel. Nada de martillos neumáticos. Ni hablar.

—Le pedimos un poco de cooperación, señor.

—Consigan una orden judicial. No tengo por qué cooperar a menos que me obliguen.

—Entonces no sería cooperación, ¿no le parece? —replicó Sachs. Telefoneó a Rhyme.

—¿Qué ocurre? —preguntó el criminalista.

La mujer le informó brevemente de lo que habían hallado.

—Una vieja caja fuerte en un aljibe o cisterna dentro de un edificio incendiado. No podría haber mejor lugar para esconder algo. —Rhyme pidió a los oficiales de RYV que le enviaran las imágenes por correo electrónico inalámbrico. Eso hicieron.

—Aquí tengo una imagen, Sachs —dijo un momento después—. Ni idea de lo que puede ser.

Sachs le habló del ciudadano que se negaba a cooperar con la policía.

—Y voy a presentar batalla —dijo el abogado al oír la conversación—. Yo mismo iré a ver al juez en persona. Los conozco a todos. Nos tratamos de tú a tú.

La mujer oyó a Rhyme discutir el asunto con Sellitto. Cuando volvió al teléfono no parecía muy contento.

—Lon va a intentar obtener un mandamiento judicial, pero eso llevará tiempo. Y ni siquiera está seguro de que el juez pueda emitir esa orden en un caso como éste.

—¿Puedo zurrar a este tipo? —susurró Sachs, y colgó. Se volvió hacia el propietario—. Arreglaremos el suelo. A la perfección.

—Tengo inquilinos. Se quejarán. Y yo soy el que tendrá que vérselas con ellos. No usted. Usted ya no estará aquí.

Sachs hizo un gesto de indignación con la mano, y pensó en arrestarle por… bueno, por algo. Y luego excavar el maldito suelo de todas formas. ¿Cuánto les llevaría conseguir una orden? Probablemente mucho tiempo, imaginó, considerando que los jueces necesitan un motivo «convincente» para permitir que la policía invada el hogar de una persona.

Su teléfono volvió a sonar.

—Sachs, ¿está el ingeniero ahí? —preguntó Rhyme.

—¿David? Sí, está aquí mismo.

—Una pregunta.

—¿Cuál?

—Pregúntale a quién pertenecen los callejones.

La respuesta, en este caso en particular —aunque no en todos— era al ayuntamiento. El abogado sólo poseía la planta del edificio en sí, y lo que hubiera dentro.

—Decidles a los ingenieros que vayan con los aparatos a la parte exterior del muro y que excaven un túnel por debajo de la pared. ¿Sería eso posible? —preguntó Rhyme.

Tras alejarse lo suficiente como para que el dueño no pudiera oírla, Sachs le transmitió la pregunta a Yu.

—Sí que podríamos. No habría riesgo de daño estructural mientras el agujero sea estrecho —contestó.

«Estrecho», pensó la policía claustrofóbica. «Justo lo que necesito». Colgó y se dirigió al ingeniero:

—Bien, quiero un… —Sachs frunció el ceño—. ¿Cómo se llaman esas cosas con una pala en la punta? —Sus conocimientos de vehículos que se movieran a menos de veinte kilómetros por hora era bastante limitado.

—Excavadora.

—Suena bien. ¿Cuánto tiempo le llevaría conseguir una?

—Media hora.

Le miró con gesto afligido.

—¿Diez minutos?

Veinte minutos después, una excavadora municipal con una ruidosa alarma de marcha atrás apareció junto al edificio. No había forma de encubrir la estrategia. El dueño se adelantó, sacudiendo los brazos.

—¡Van a excavar desde fuera! Tampoco pueden hacer eso. Yo soy el dueño de esta propiedad, desde el cielo hasta el centro de la tierra. Eso es lo que dice la ley.

—Bien, señor —dijo el joven y delgado funcionario Yu—. Bajo el edificio hay una servidumbre pública. Y nosotros tenemos derecho de acceso. Usted seguramente lo sabe.

—Pero la puta servidumbre está del otro lado de la propiedad.

—No creo.

—Está en esa pantalla. —Apuntó al ordenador y en ese momento se apagó la pantalla.

—¡Vaya! —dijo uno de los oficiales de RYV que acababa de apagarla—. Esta maldita cosa siempre se está averiando.

El dueño le miró con desprecio y luego se dirigió a Yu.

—Donde ustedes van a excavar no hay servidumbre.

Yu se encogió de hombros.

—Bueno, usted sabrá que cuando alguien inicia una disputa sobre la ubicación de una servidumbre, la carga de la prueba recae sobre quien la inicia para conseguir una orden y detenernos a nosotros. Puede llamar a sus amigos del juzgado. Y, ¿sabe qué, señor? Más vale que se apresure, porque ya estamos entrando.

—Pero…

—¡Adelante! —gritó.

—¿Es verdad lo de las servidumbres? —susurró Sachs.

—No lo sé. Pero él se lo ha creído.

—Gracias.

La excavadora empezó a trabajar. No se necesitó mucho tiempo. Diez minutos más tarde, guiada por el equipo de RYV, la máquina había excavado una trinchera de un metro veinte de ancho y tres de profundidad. Los cimientos del edificio llegaban hasta menos de dos metros por debajo de la superficie, y más abajo había tierra oscura y arcilla gris. Sachs tendría que bajar hasta el fondo del pozo y cavar horizontalmente sólo unos cuarenta y cinco centímetros hasta encontrar la cisterna o el aljibe. Se puso su traje Tyvek y un casco con una luz en la parte superior. Llamó a Rhyme por la radio; no estaba segura de que el teléfono móvil funcionara en el pozo.

—Estoy lista —le dijo.

La oficial del departamento K9, Gail Davis, se acercó hasta allí con Vegas, que tironeaba de la correa y tocaba una y otra vez con la pata el borde del agujero.

—Ahí hay algo —dijo la mujer policía.

Como si ya no estuviera lo suficientemente asustada, pensó Sachs, mirando la cara tensa del perro, que estaba alerta.

—¿Qué es ese ruido, Sachs?

—Gail está aquí. Su perro tiene algún problema con este sitio.

—¿Algo específico? —preguntó Sachs a Davis.

—No. Podría ser cualquier cosa.

Vegas gruñó y tocó con la pata la pierna de Sachs. Davis le había contado a Sachs que otra habilidad de los perros de esa raza era un procedimiento llamado tría, utilizado en los campos de batalla. Los soldados utilizaban estos perros para determinar qué heridos podían salvarse y cuáles no. Se preguntaba si Vegas la estaba señalando como insalvable antes de tiempo.

—Mantente cerca —le dijo Sachs a Davis, riendo incómoda—. Por si necesito que me desentierren.

Yu se ofreció voluntariamente para bajar al pozo (dijo que le gustaban los túneles y las cuevas, algo que dejó a Amelia Sachs estupefacta). Pero ella dijo que no. Después de todo, ése era el escenario de un crimen, aunque tuviera ciento cuarenta años, y la esfera y la caja fuerte, fuesen lo que fuesen, eran pruebas que debían ser recogidas y conservadas de acuerdo con el procedimiento de investigación de los escenarios de crímenes.

Los trabajadores municipales echaron una escalera en el pozo y Sachs miró hacia abajo, suspirando.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Yu.

—Muy bien —dijo ella alegremente, y se metió en el pozo pensando que la claustrofobia en los archivos de la Fundación Sanford no era nada comparada con esto. Ya en el fondo, cogió la pala y el pico que le había dado Yu, y comenzó a excavar.

Sudando por el esfuerzo, temblando de pánico, cavó y cavó, imaginando con cada palada que el túnel se venía abajo y la enterraba viva.

Quitaba piedras, extraía la tierra densa.

Oculta para siempre, bajo arcilla y tierra…

—¿Qué ves, Sachs? —preguntó Rhyme por la radio.

—Tierra, arena, gusanos, unas latas, piedras.

Avanzó treinta centímetros por debajo del edificio, luego sesenta.

La pala hizo un ruido al chocar contra algo. Quitó con las manos un poco de tierra, y se encontró ante una pared redondeada de ladrillos, muy vieja, la argamasa toscamente extendida entre los ladrillos.

—Aquí hay algo. El lateral de la cisterna.

La tierra de los bordes del túnel se escurría hacia el suelo. Eso la asustó más que si le hubiera saltado una rata en el muslo. Le vino rápidamente una imagen a la mente: no podía moverse mientras la tierra la inundaba, le aplastaba el pecho, le llenaba la boca y la nariz. Ahogarse con tierra…

«Vale, chica, relájate». Sachs inspiró profundamente varias veces. Sacó más tierra. Sobre sus rodillas cayeron un par de decímetros cúbicos, o poco más.

—¿No cree que tendríamos que apuntalar esto? —preguntó a Yu.

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

—Estoy hablando con el ingeniero.

—Lo más probable es que resista. La tierra está lo suficientemente húmeda como para que se mantenga compacta —gritó Yu.

Lo más probable.

El ingeniero prosiguió:

—Si quiere, podemos hacerlo. Pero nos llevará un par de horas construir el armazón.

—Olvídelo —le gritó. Y dijo por la radio—: ¿Lincoln?

Hubo un silencio.

Se sobresaltó: se dio cuenta que le había llamado por su nombre de pila. Ninguno de los dos era supersticioso, pero había una regla que respetaban: usar sus nombres de pila en el trabajo traía mala suerte.

La vacilación le indicó que él también se había dado cuenta de que ella había roto la regla.

—Adelante —dijo finalmente.

Por los lados del túnel volvían a resbalar grava y tierra seca, que le salpicaron los hombros y el cuello. Cayeron sobre el traje Tyvek, que amplificó los ruidos. Ella dio un salto hacia atrás, pensando que las paredes se caían. Una bocanada de aire.

—Sachs, ¿estás bien?

Miró a su alrededor. Las paredes resistían.

—Estoy perfectamente. —Siguió extrayendo tierra de la cisterna redonda de ladrillo. Con el pico quitó la argamasa. Le preguntó a Rhyme—: ¿Alguna otra idea de qué puede haber dentro? —El objetivo principal de la pregunta era el consuelo de escuchar su voz.

Una esfera.

—Ni idea.

Un golpe demoledor con el pico. Se salió un ladrillo. Luego dos. La tierra se volcó desde el interior del aljibe y le cubrió las rodillas.

«Maldita sea, odio esto».

Más ladrillos, más arena y piedrecitas y tierra. Se detuvo, se sacudió el pesado cúmulo que tenía sobre las piernas —estaba de rodillas— y volvió a su tarea.

—¿Cómo vas? —preguntó Rhyme.

—Aguantando —respondió ella en voz baja, y quitó algunos ladrillos más. Había ya unos diez en el suelo. Giró la cabeza e iluminó lo que estaba detrás de los ladrillos: una pared de tierra negra, cenizas, pedacitos de carbón y restos de madera.

Comenzó a excavar la densa tierra seca que había dentro de la cisterna. Esta maldita tierra no era en absoluto compacta, pensó, mientras veía deslizarse los hilos de agua rojiza, que brillaban a la luz de su casco.

—¡Sachs! —gritó Rhyme—. ¡Detente!

La mujer sofocó un grito.

—¿Qué…?

—Acabo de revisar la historia del incendio. Aquí pone que hubo una explosión en el sótano de la taberna. En aquel entonces las granadas eran esferas con mechas. Charles debió de llevar dos. Eso es la esfera de la cisterna. Estás justo al lado de la que no explotó. La bomba podría ser tan inestable como la nitroglicerina. Era eso lo que el perro percibía, ¡los explosivos! ¡Sal de allí inmediatamente!

Se aferró a un lateral del pozo para ponerse de pie.

Pero el ladrillo al que se había agarrado se soltó de repente, y se cayó de espaldas mientras una avalancha de tierra seca del interior de la cisterna caía hacia dentro del túnel. Piedras, grava y tierra fluían a su alrededor, atrapándole las piernas flexionadas y acalambradas, y esparciéndose rápidamente hacia su pecho y su rostro.

Gritó e intentó desesperadamente ponerse de pie. Pero no pudo. La avalancha le había llegado a los brazos.

—Sa… —Oyó la voz de Rhyme en el momento en que la tierra arrancó el cable del auricular de la radio.

Sobre su cuerpo cayó más y más tierra; Sachs quedó inmovilizada bajo el peso agobiante que subía como una inundación de agua, sin que ella pudiera hacer nada.

Luego volvió a gritar, cuando la esfera, arrastrada por la corriente de tierra, cayó desde el agujero en la pared de ladrillos y rodó hasta quedar junto a su cuerpo paralizado.

Jax estaba fuera de su zona.

Había dejado atrás Harlem. Tanto el barrio como el estado de ánimo. Había dejado atrás los solares llenos de botellas de whisky, las tabernas clandestinas, los carteles descoloridos por el tiempo, de lejía Red Devil, que los negros usaban en la época de Malcolm X para plancharse el pelo. Había dejado atrás las pretensiones adolescentes de convertirse en rapero y las bandas de percusionistas del parque Marcus Gavey, los puestos de venta de juguetes y sandalias y bisutería y tapices de telas kente. Había dejado atrás los nuevos proyectos de rehabilitación de edificios, los autobuses turísticos.

Ahora estaba en uno de los pocos lugares que nunca había bombardeado con su Jax 157, donde nunca había pintado las paredes. La parte elegante de Central Park West.

Mirando el edificio en donde estaba Geneva Settle en aquel momento.

Tras el incidente en el callejón, cerca de la casa de la chica, en la calle 118, con Geneva y el tipo del coche gris, Jax había saltado a un taxi y había seguido hasta allí a los coches patrulla. No sabía qué pensar de ese lugar: dos coches de la policía en el frente y, desde las escaleras hasta la acera, una rampa, como las que se hacen para la gente que usa sillas de ruedas.

Cojeando lentamente por el parque, estudió el edificio. ¿Qué hacía la chica allí dentro? Trató de ver el interior. Pero las persianas estaban cerradas.

Llegó otro coche, un Crown Vic de ésos que la policía usa mucho, y descendieron dos agentes que llevaban una maleta barata, cerrada con cinta, y cajas de libros. Probablemente de Geneva, imaginó. La chica se estaba mudando.

Esa protección aún más extrema le desalentaba.

Se metió entre los arbustos para ver mejor por la puerta abierta, pero justo en ese momento pasó otro coche de policía, lentamente. Parecía que el madero que iba en él estaba vigilando el parque, al igual que la acera. Jax memorizó el número del edificio, dio media vuelta y desapareció en el parque. Se dirigió al norte, caminando de regreso hacia Harlem.

Notaba el arma que llevaba en el calcetín, notaba que el oficial de su libertad condicional, a trescientos kilómetros en dirección norte, tiraba de él, y podría estar pensando en hacerle una visita sorpresa a su apartamento de Buffalo en ese mismo instante. Jax recordó una pregunta que le había hecho Ralph, el príncipe egipcio perpetuamente apoyado en algo: ¿valía la pena correr ese riesgo?

En aquel momento, mientras volvía a casa, reflexionaba sobre todo eso.

Y pensó: ¿había valido la pena, hacía veinte años, arriesgar su vida colgándose de la cornisa de hierro de quince centímetros del paso elevado de la Gran Autopista Central, pintar Jax 157 a diez metros de altura por encima del tráfico que pasaba a cien kilómetros por hora?

¿Había valido la pena, hacía seis años, arriesgarse a cargar un proyectil en una escopeta calibre 12 en medio de una crisis nerviosa y ponerle el cañón en la cara al conductor de un camión blindado, sólo para llevarse esos 50.000 o 60.000 dólares? ¿Hubieran sido suficientes para volver a empezar, para encarrilar su vida?

Y, mierda, sabía que la pregunta de Ralph no era una pregunta sensata, porque sugería que había opciones. Entonces y ahora, no importaba si estaba bien o mal. Alonzo Jackson iba a seguir adelante. Si esto funcionaba, volvería a una vida honrada en Harlem: su hogar, el lugar que para bien o para mal lo había convertido en lo que era, y el lugar que él mismo había ayudado a formar, con sus miles de aerosoles de pintura. Simplemente estaba haciendo lo que tenía que hacer.

Con cuidado.

En su escondite de Queens, Thompson Boyd tenía puesta una máscara antigás y unos guantes gruesos. Mezclaba ácido con agua, despacio, y comprobaba la concentración.

Con cuidado…

Ésa era la parte más difícil. El polvo de cianuro de potasio que tenía allí era realmente peligroso —había suficiente para matar a treinta o cuarenta personas—, pero en ese estado, seco, era bastante estable. Al igual que con la bomba que había puesto en el coche policía, el polvo blanco necesitaba combinarse con ácido sulfúrico para producir el gas letal (el infame Zyklon-B usado por los nazis en sus duchas de exterminio).

Pero el punto clave es el ácido sulfúrico. Una concentración demasiado baja produce gas lentamente, lo que puede dar a las víctimas la oportunidad de olerlo y escapar. Pero una concentración demasiado alta, del veinte por ciento, hace que el cianuro explote antes de disolverse, lo que esparce el efecto mortal deseado.

Thompson necesitaba que la concentración fuera lo más cercana posible al veinte por ciento, por una razón muy sencilla. El lugar donde iba a colocar el artefacto, la vieja casa del Central Park West en la que se alojaba Geneva Settle, no era hermética, precisamente. Tras enterarse de que éste era el lugar donde estaba escondida la chica, Thompson había hecho su propia investigación sobre la casa, y había notado que las ventanas no estaban selladas y el sistema de calefacción y aire acondicionado era anticuado. Sería un desafío convertir la enorme estructura en una cámara letal.

Tiene que entender lo que estamos haciendo aquí. Es como todo en la vida. Las cosas nunca van al cien por cien como la seda. Nada termina saliendo tal como nos hubiera gustado…

El día anterior le había dicho a su patrón que el próximo intento de matar a Geneva saldría bien. Pero ahora no estaba muy seguro. La policía era demasiado buena.

Haremos algún apaño y seguiremos adelante. No tenemos que actuar llevados por los nervios.

Bien, él no estaba nervioso ni preocupado. Pero necesitaba tomar medidas drásticas, en varios frentes. Si el gas venenoso mataba a Geneva en la casa, bien. Pero su objetivo principal no era ése. Como mínimo, tenía que quitarse de en medio a algunos otros de los que estaban dentro, a saber, los investigadores que le estaban buscando a él y a su jefe. Matarlos, dejarlos en coma, causarles daño cerebral, lo que fuera. Lo importante era minar sus fuerzas.

Thompson comprobó la concentración otra vez, y la modificó un poco, para compensar la forma en que el aire alteraría el equilibrio del pH. Las manos le temblaban un poco, así que se apartó un momento para calmarse.

Tssssst…

La canción que había estado silbando se convirtió en Stairway to Heaven.

Thompson se echó hacia atrás, reclinándose en la silla, y pensó en cómo meter la bomba de gas en la casa. Se le ocurrieron algunas ideas, incluyendo una o dos de las que estaba casi seguro que funcionarían. Comprobó una vez más la concentración del ácido, silbando distraídamente a través de la boquilla de la máscara. El analizador indicaba que la concentración era del 19,99394 por ciento.

Perfecto.

Tssssst…

La nueva melodía que le vino a la mente fue el Himno a la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Amelia Sachs no había muerto aplastada por la arcilla y la tierra, ni había reventado por los inestables explosivos de la artillería del siglo XIX.

En aquellos momentos se encontraba, duchada y vestida con ropa limpia, en el laboratorio de Rhyme, mirando lo que había caído de la cisterna seca sobre su regazo, una hora antes.

No era una vieja bomba. Pero ahora ya no había duda de que había sido Charles Singleton quien lo había dejado en el aljibe la noche del 15 de julio de 1868.

La silla de Rhyme estaba ante la mesa de análisis de pruebas, al lado de Sachs, y ambos estaban mirando la caja de cartón con las prueba recogidas. Cooper estaba con ellos, poniéndose los guantes de látex.

—Tendremos que contárselo a Geneva —dijo Rhyme.

—¿Es necesario? —respondió Sachs llena de reticencia—. No quiero hacerlo.

—¿Decirme qué?

Sachs se volvió rápidamente. Rhyme se apartó de la mesa y dio media vuelta con su Storm Arrow pensando: «¡Demonios!, tendríamos que haber sido más discretos». Geneva Settle estaba de pie en la puerta.

—Han encontrado algo sobre Charles en el sótano de la taberna, ¿verdad? ¿Han descubierto que sí robó el dinero? ¿Era ése su secreto después de todo?

Rhyme le dirigió una mirada a Sachs.

—No, Geneva. No. Hemos encontrado otra cosa. —Señaló la caja con la cabeza—. Ven, mira esto.

La chica se acercó. Se detuvo, parpadeando, con los ojos clavados en la parduzca calavera humana. Era eso lo que habían visto en la imagen obtenida mediante sondeo por ultrasonido, y lo que había caído sobre el regazo de Sachs. Con la ayuda de Vegas —el perro pastor de Brie de Gail Davis— la detective había recuperado el resto de los huesos. Los huesos, que Sachs había confundido con las tablas de una caja fuerte, pertenecían a un hombre, según determinó Rhyme. Al parecer, el cuerpo había sido metido verticalmente en la cisterna del sótano de la taberna Potters' Field justo antes de que Charles le prendiera fuego. El sondeo por ultrasonido había detectado el cráneo visto desde arriba, y debajo de éste, una costilla, lo que parecía una bomba con su mecha.

Los huesos estaban en una segunda caja sobre la mesa de trabajo.

—Estamos casi seguros de que es un hombre al que mató Charles.

—¡No!

—Y luego quemó el lugar para que no se descubriera el asesinato.

—Ustedes no pueden saber eso —gritó Geneva.

—No, no lo sabemos. Pero es una deducción razonable. —Rhyme explicó—: Su carta decía que iría al Potters' Field con un revólver Navy Colt. Ésa era un arma de las que se usaron en la guerra civil. No funcionaba como las armas actuales, en las que uno carga una bala en la parte trasera del cilindro. Había que cargar cada bala desde la boca, con una bola y pólvora.

La chica movió la cabeza. Su mirada estaba clavada en los huesos marrones y negros, en la calavera con las cuencas vacías.

—Encontramos información sobre armas como éstas en nuestra base de datos. Es una pistola calibre 36, pero la mayoría de los soldados de la guerra civil usaban balas calibre 39. Son un poco más grandes y entran más a presión. Eso hace que el disparo sea más preciso.

Sachs levantó una bolsa de plástico pequeña.

—Esto estaba en la cavidad craneana. —En su interior había una pequeña esfera de plomo—. Es una bala calibre 39 disparada por una pistola calibre 36.

—Pero eso no demuestra nada. —Geneva miraba el agujero que había en la frente de la calavera.

—No —dijo Rhyme amablemente—. Sugiere. Pero sugiere muy fuertemente que Charles le mató.

—¿Quién era el muerto?

—No tenemos ni idea. Si llevaba algún tipo de identificación encima, se quemó o se desintegró, junto con sus ropas. Encontramos la bala, un arma pequeña que probablemente llevaba con él, algunas monedas de oro y un anillo con la palabra… ¿cuál era la palabra, Mel?

—«Winskinskie». —Sostuvo una bolsa de plástico en la que había un sello de oro. Sobre la inscripción tenía grabado el perfil de un indio americano.

Cooper encontró rápidamente lo que significaba la palabra: «portero» o «guardián» en la lengua de los indios delaware. Podía ser el apellido del hombre muerto, aunque su estructura craneal sugería que no era un indio americano. Probablemente, supuso Rhyme, se trataría del eslogan de alguna logia o fraternidad o escuela, y Cooper había enviado mensajes por correo electrónico a algunos profesores de historia y de antropología para ver si conocían la palabra.

—Charles no pudo haber hecho eso —dijo su descendiente en voz baja—. Él no habría matado a nadie.

—La bala fue disparada a la frente —dijo Rhyme—. No desde atrás. Y la Derringer, el arma que Sachs encontró en la cisterna, probablemente pertenecía a la víctima. Esto sugiere que el disparo pudo haber sido en defensa propia.

El hecho era que Charles había ido a la taberna de forma voluntaria y armado con una pistola. Había previsto algún tipo de violencia.

—Nunca debería haberme metido en todo esto —susurró Geneva—. Qué idiota. Ni siquiera me gusta el pasado. No tiene sentido. ¡Lo detesto! —Dio media vuelta y corrió al pasillo, y luego subió las escaleras.

Sachs la siguió. Volvió unos minutos más tarde.

—Está leyendo. Dice que quiere estar sola. Creo que estará bien. —Pero no parecía muy segura, a juzgar por su tono de voz.

Rhyme revisó la información sobre el escenario del crimen más antiguo que había estudiado; tenía ciento cuarenta años. El objetivo de la investigación era averiguar algo que les condujera hasta la persona que había contratado a SD 109. Pero lo único que habían conseguido era poner a Sachs en peligro de muerte y desilusionar a Geneva con la noticia de que su ancestro había matado a un hombre.

Miró la carta de tarot del hombre colgado, que le miraba plácidamente desde la pizarra de las pruebas, burlándose de la frustración de Rhyme.

—Eh, aquí hay algo —dijo Cooper, que estaba mirando la pantalla del ordenador.

—¿Winskinskie? —preguntó Rhyme.

—No. Escucha esto. Una respuesta a nuestra sustancia misteriosa, la que Amelia encontró en el escondite del sujeto en la calle Elizabeth, y cerca de la casa de la tía de Geneva. El líquido.

—Ya era hora, ¿no? ¿Qué diablos es? ¿Toxinas? —preguntó Rhyme.

—A nuestro chico malo se le irritan los ojos —dijo Cooper.

—¿Qué?

—Es Murine.

—¿Gotas para los ojos?

—Así es. La composición es exactamente la misma.

—Bien. Escribámoslo en la pizarra —ordenó Rhyme—. Puede haber sido algo pasajero, porque estaba trabajando con ácido. En ese caso, no nos servirá de nada. Pero podría ser crónico. Eso sería estupendo.

A los criminalistas les encantan los delincuentes con enfermedades físicas. Rhyme le había dedicado una sección entera de su libro a la explicación de cómo seguirle el rastro a las personas a través de los medicamentos, recetados o de venta libre. Agujas hipodérmicas desechables, gafas, plantillas ortopédicas para calzado hechas a medida…

Fue en ese momento cuando sonó el móvil de Sachs. Mantuvo el teléfono un momento al oído.

—De acuerdo. Estaré allí en quince minutos. —La mujer policía cortó, miró a Rhyme y dijo—: Bien. Esto es interesante.