Qué está pasando? —preguntó Lincoln Rhyme. Estaba preocupado, pero, a pesar del temor causado por la desaparición, su voz no reflejaba ningún reproche.
Geneva estaba sentada en una silla cerca de su silla de ruedas, en la planta baja de la casa. Sachs se encontraba de pie detrás de ella, con los brazos cruzados. Acababa de llegar con un montón de material que había traído de los archivos de la Fundación Sanford, donde había hecho aquel descubrimiento sobre el Potters' Field. Los papeles estaban sobre la mesa, cerca de Rhyme, sin que nadie les prestara atención debido a la intrusión de este nuevo drama.
La chica miró desafiante a Rhyme.
—Le contraté para que se hiciera pasar por mi tío.
—¿Y tus padres?
—No tengo.
—No tienes…
—No tengo —repitió entre dientes.
—Continúa —dijo Sachs amablemente.
Se quedó callada durante unos instantes.
—Cuando tenía diez años, mi padre nos abandonó, a mi madre y a mí. Se fue a Chicago con otra mujer, y se casó. Fundó una nueva familia. Yo estaba hecha polvo, me dolió. Pero en el fondo no le culpaba. Nuestra vida era un desastre. Mi madre era adicta a la heroína, no podía dejarla. Ellos se peleaban mucho. Bueno, ella se peleaba con él. Lo que sucedía era que él intentaba encarrilarla, y ella se enfurecía. Para pagar las dosis, mi madre robaba cosas en las tiendas. —Geneva no bajó la vista (tenía los ojos clavados en los de Rhyme) cuando añadió—: E iba a las casas de sus amigas, y allí recibían hombres, ya imaginará para qué. Papá lo sabía todo. Supongo que lo soportó mientras pudo, y luego se marchó. —Inspiró profundamente y luego prosiguió—: Entonces mamá enfermó. Tenía sida, pero no tomaba ninguna medicación. Murió de una infección. Yo me quedé a vivir con su hermana en el Bronx durante un tiempo, pero luego ella se fue a Alabama y me dejó en el apartamento de la tía Lilly. Pero la tía Lilly tampoco tenía dinero y siempre la desalojaban; se mudaba a casas de amigas suyas, como ahora. Era pobre, no podía tenerme con ella. Así que hablé con el portero del edificio en donde mi madre había trabajado alguna vez haciendo tareas de limpieza. Me dijo que si le pagaba podía quedarme en el sótano. Tengo un catre allí, una cómoda vieja, un microondas, una biblioteca. Y di como dirección postal la de su apartamento.
—Me dio la impresión de que no te sentías como si estuvieras en tu casa en ese lugar. ¿A quién pertenece? —preguntó Bell.
—A una pareja de jubilados. Viven aquí la mitad del año y luego se van a Carolina del Sur a pasar el otoño y el invierno. Willy tiene una llave. Yo les pagaré luego el recibo de la electricidad y repondré la cerveza y las cosas que cogió Willy.
—No tienes que preocuparte por eso.
—Sí que tengo —dijo ella con firmeza.
—¿Con quién hablé antes si no era tu madre? —preguntó Bell.
—Lo siento —dijo Geneva suspirando—. Era Lakeesha. Le pedí que se hiciera pasar por mi madre. Es una buena actriz.
—Yo me lo tragué. —El detective sonrió por haber sido engañado tan alevosamente.
—¿Y tu manera de hablar? —preguntó Rhyme—. Realmente pareces la hija de un profesor.
Geneva adoptó un acento callejero:
—¿Y a usted qué le pasa? ¿Qué cree, que no sé hablar como una chica de barrio? —Una risa seca—. Me he esforzado en mejorar mi inglés estándar desde que tenía siete u ocho años. —Se le entristeció el rostro—. Lo único bueno de mi padre es que siempre me hacía leer. A veces me leía él también.
—Podríamos buscarle y…
—¡No! —dijo Geneva con firmeza en la voz—. No quiero saber nada de él. Además, ahora tiene otros hijos y él tampoco quiere saber nada de mí.
—¿Y nadie se ha enterado de que no tienes casa?
—¿Por qué iban a enterarse? Nunca he solicitado asistencia social, ni cupones para comida, así que nunca han venido a verme los trabajadores sociales. Ni siquiera he solicitado comidas gratuitas en el instituto, porque eso hubiera descubierto mi tapadera. Falsifiqué los nombres de mis padres en los papeles del instituto cuando necesitaba sus firmas. Y tengo un servicio de buzón de voz, también con la ayuda de Keesh. Ella grabó el mensaje de respuesta simulando ser mi madre.
—Y en el instituto, ¿nunca han sospechado nada?
—A veces preguntan si no puede ir alguien a las reuniones de padres y profesores, pero nunca han insistido porque mis notas son excelentes. Sin asistencia social, con buenas notas, sin problemas con la policía… Nadie presta atención si no hay nada malo. —Se rio—. ¿Conocen el libro de Ralph Ellison, El hombre invisible? No, no la película de ciencia-ficción. Trata sobre lo que supone ser negro en Estados Unidos, cómo uno resulta invisible. Bueno, yo soy la chica invisible.
Todo tenía sentido. La ropa raída y el reloj barato, que no eran precisamente lo que unos padres de clase alta le comprarían a su hija. El instituto público, no privado. Su amiga Keesh, una chica de la calle. No la clase de chica que sería la típica amiga de la hija de un profesor universitario.
Rhyme movió la cabeza.
—Nunca te hemos visto llamar a tus padres a Inglaterra. Pero sí que llamaste al portero ayer, después de lo que pasó en el museo, ¿verdad? ¿Le pediste que fingiera ser tu tío?
—Dijo que lo haría si le pagaba extra, sí. Quería que me quedara en su apartamento. Pero ésa no era una buena idea, no sé si me entiende. Así que le propuse que usáramos el segundo B, ya que los Reynolds estaban de viaje. Le pedí que quitara su nombre del buzón.
—Ya me parecía a mí que ese hombre y tú no teníais aire de familia —dijo Bell, y Geneva respondió con una risa burlona.
—Al ver que tus padres no llegaban nunca, ¿qué habrías dicho?
—No lo sé. —A Geneva se le quebró la voz y por un momento pareció muy joven y perdida. Luego se recuperó—. Tuve que improvisarlo todo. Cuando fui a buscar las cartas de Charles ayer…
Miró a Bell y éste meneó la cabeza.
—Me escapé por la puerta de atrás y bajé al sótano. Era allí donde las tenía guardadas.
—¿Tienes algún familiar aquí? —preguntó Sachs—. Además de tu tía.
—No, no tengo nin… —Por primera vez Rhyme vio verdadero pavor en los ojos de la chica. Y la fuente de ese pavor no era un asesino a sueldo, sino el hecho de que se le hubiera escapado el dialecto no estándar—. No tengo a nadie.
—¿Por qué no recurres a los servicios sociales? —preguntó Sellitto—. Para eso están.
—Tú, más que nadie, tienes derecho a la asistencia social —agregó Bell.
La chica frunció el ceño, y se le oscurecieron sus oscuros ojos aún más.
—Yo no acepto cosas gratis. —Movió la cabeza—. Además, un trabajador social vendría a investigar y se enteraría de mi situación. Me enviarían con mi tía de Alabama. Vive en un pueblecito de trescientos habitantes a las afueras de Selma. Ya se sabe a qué clase de educación podría aspirar en ese lugar. O me dejarían aquí, pero terminaría con una familia de acogida en Brooklyn, viviendo en una habitación con cuatro pandilleras, con los altavoces sonando con hip-hop y el canal BET en la televisión las veinticuatro horas del día, que ya saben que es sólo para afroamericanos, llevada a rastras a la iglesia… —Se estremeció y gesticuló con la cabeza.
—De ahí el empleo —dijo Rhyme, mirando el uniforme.
—De ahí el empleo. Alguien me puso en contacto con un tipo que falsifica carnés de conducir. Según el mío tengo dieciocho años. —Una risa—. No los aparento, ya lo sé. Pero solicité el trabajo en un lugar donde el jefe es un tipo mayor y blanco. No tiene ni idea de qué edad tengo. He trabajado siempre en el mismo lugar. Nunca he faltado a mi turno. Hasta hoy. —Un suspiro—. Mi jefe se enterará. Tendrá que despedirme. Mierda. Y perdí mi otro trabajo la semana pasada.
—¿Tenías dos empleos?
La chica asintió con la cabeza.
—Limpiaba graffitis. Están llevando a cabo la rehabilitación de Harlem. Por todas partes. Algunas compañías de seguros o de negocios inmobiliarios limpian edificios viejos y los alquilan por un montón de dinero. El personal contrató a algunos chicos para limpiar paredes. Era mucho dinero. Pero me despidieron.
—¿Por ser menor de edad? —preguntó Sachs.
—No. Porque vi a unos obreros, tres tipos blancos corpulentos, que trabajaban para una compañía de bienes inmuebles. Estaban molestando a una pareja que llevaba toda la vida viviendo en ese edificio. Les pedí que dejaran de hacerlo o llamaría a la policía… —Se encogió de hombros—. Me despidieron. Llamé a la policía, pero no les hicieron mucho caso… Así es como le pagan a una por hacer el bien.
—Y por eso no querías que la señora Barton, la orientadora, te ayudara —dijo Bell.
—Si se entera de que no tengo casa… terminaría con el culo en un orfanato. —Se estremeció—. ¡Estaba tan cerca! Podría haberlo logrado. Un año y medio más y me habría ido. Estaría en Harvard o en Vassar. Entonces ayer aparece ese tipo en el museo y me lo estropea todo. —Geneva se puso de pie y se acercó a la pizarra en la que estaba la información sobre Charles Singleton. La miró—. Por eso escribía sobre él. Tenía que averiguar que era inocente. Quería que fuera un buen tipo, un buen marido y un buen padre. Esas cartas son maravillosas. Escribía tan bien… todas esas palabras. Hasta su letra era bonita. —Agregó sin aliento—: Y fue un héroe de la guerra civil y daba clases a los niños y salvó a los huérfanos de los rebeldes que se rebelaron contra la llamada a filas. De pronto me encontré con que, después de todo, tenía un pariente que era bueno. Que era inteligente, que conocía a personas famosas. Yo quería que él fuera alguien a quien yo pudiera admirar, no como mi padre o mi madre.
Luis Martínez asomó la cabeza por la puerta.
—Lo hemos verificado. Nombre y dirección correctas. No tiene antecedentes penales. No hay órdenes de búsqueda. —Había comprobado el nombre del falso tío. A esas alturas Rhyme y Bell no confiaban en nadie.
—Debes de sentirte muy sola —dijo Sachs.
Una pausa.
—A veces mi padre me llevaba a la iglesia, antes de marcharse. Recuerdo una canción gospel. Era nuestra preferida. Se titula No tengo tiempo para morir. Así es mi vida. No tengo tiempo para sentirme sola.
Pero a aquellas alturas Rhyme conocía bastante bien a Geneva. La chica estaba fingiendo.
—Así que tienes un secreto, al igual que tu ancestro. ¿Quién conoce el tuyo? —preguntó Rhyme.
—Keesh. El portero y su esposa. Sólo ellos. —Miró a Rhyme fijamente, desafiante—. Me va a entregar, ¿verdad?
—No puedes vivir sola —dijo Sachs.
—He vivido sola durante dos años —respondió irritada—. Tengo mis libros, el instituto. No necesito nada más.
—Pero…
—No. Si me descubren, todo se irá al traste. —Con voz enmudecida, como si le costase mucho pronunciar las palabras, añadió—: Por favor.
Un momento de silencio. Sachs y Sellitto miraban a Rhyme, la única persona en la habitación que no necesitaba rendir cuentas a los jefes ni a las normas de la ciudad.
—No hace falta que tomemos una decisión ahora mismo. Estamos muy ocupados con el asunto de nuestro sujeto. Pero creo que deberías quedarte aquí, no en el apartamento secreto. —Dirigió una mirada a Thom—. Creo que podemos hacerle un sitio en el piso de arriba, ¿no?
—Claro que sí.
—Preferiría… —empezó a decir la chica.
—Me temo que esta vez voy a tener que insistir —replicó Rhyme, sonriendo.
—Pero mi empleo… No puedo permitirme el lujo de perderlo.
—Yo me encargo de eso. —Rhyme le pidió el número de teléfono y llamó a su jefe en el McDonald's, le contó en términos generales lo de la agresión, y le dijo que Geneva iba a faltar al trabajo unos días. El jefe mostró un sincero interés y dijo que Geneva era su empleada más diligente. Que se tomara todo el tiempo que fuera necesario y que estuviera segura de que el empleo la estaría esperando cuando regresara.
—Es la mejor empleada que tenemos —dijo el hombre por el altavoz—. Es una adolescente más responsable que la mayoría de las personas que le doblan la edad. Eso no se ve con mucha frecuencia.
Rhyme y Geneva compartieron una sonrisa y desconectaron la llamada. En ese momento sonó el timbre. Bell y Sachs inmediatamente se pusieron alerta, las manos deslizándose hacia sus pistolas. Rhyme notó que Sellitto aún parecía asustado, pero aunque éste bajó la vista hacia su arma, no movió la mano. Siguió con los dedos en la mejilla, frotándola suavemente, como si con el gesto pudiera hacer aparecer un geniecillo que le trajera calma a su corazón apesadumbrado.
Thom apareció en la puerta.
—Hay una tal señora Barton, del instituto. Ha venido a traer una copia del vídeo de seguridad —dijo a Bell.
La chica movió la cabeza, consternada.
—No —susurró.
—Hazla pasar —dijo Rhyme.
Entró una mujer afroamericana de gran porte, que llevaba un vestido morado. Bell la presentó. Saludó a todos con un movimiento de cabeza y, como la mayoría de los orientadores que había conocido Rhyme, no reaccionó ante su condición de minusválido.
—Hola, Geneva —saludó la mujer.
La chica hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Su rostro, una máscara. Rhyme pudo deducir que estaba pensando en la amenaza que la mujer representaba para ella: Alabama rural u hogar de acogida.
—¿Qué tal estás? —añadió la señora Barton.
—Muy bien, gracias —dijo la chica con una gentileza poco común en ella.
—Esto debe de ser muy difícil para ti —dijo la mujer.
—He estado mejor. —Geneva intentó reír. La risa le salió sin gracia. Miró a la mujer y luego desvió la mirada.
—He hablado con media docena de personas acerca de ese hombre que se metió ayer en el patio. Sólo dos o tres recuerdan haber visto a alguien. No supieron describirle. Excepto que era negro, vestía una chaqueta verde y zapatos viejos de trabajo —explicó la orientadora.
—Eso es nuevo —dijo Rhyme—. Los zapatos. —Thom lo escribió en la pizarra.
—Y aquí está el vídeo de nuestro departamento de seguridad. —Le entregó una cinta a Cooper, que la puso en un vídeo y presionó el botón de reproducción.
Rhyme acercó su silla a la pantalla, y notó una tirantez en el cuello debido a la tensión con que examinaba las imágenes.
La cinta no resultó de gran ayuda. La cámara mostraba sobre todo el patio del instituto, no las aceras ni las calles de alrededor. En la periferia podían verse vagamente las imágenes de los que pasaban por ahí, pero nada que llamara la atención. Sin muchas esperanzas de encontrar algo, Rhyme ordenó a Cooper que enviara la cinta al laboratorio de Queens para ver si podían mejorar las imágenes digitalmente. El técnico rellenó el impreso de autorización de custodia y empaquetó la cinta. Luego llamó para que vinieran a recogerla.
Bell agradeció a la mujer su ayuda.
—Cualquier cosa que necesiten… —Se interrumpió y miró a la chica—. Pero realmente tendría que hablar con tus padres, Geneva.
—¿Con mis padres?
La mujer asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Debo decir que he hablado con algunos compañeros y profesores tuyos y, la verdad, tus padres no han mostrado mucho interés por tus estudios. De hecho, no sé de nadie que los haya visto alguna vez.
—Mis notas son muy buenas.
—Sí, ya lo sé. Estamos muy contentos con tu comportamiento académico, Geneva. Pero el aprendizaje consiste en que los alumnos y los padres trabajen juntos. Realmente me gustaría hablar con ellos. ¿Cuál es su teléfono móvil?
La chica se quedó helada.
Un silencio denso.
Que finalmente rompió Lincoln Rhyme.
—Voy a decirle la verdad.
Geneva bajó la vista. Tenía los puños apretados.
—Acabo de hablar por teléfono con su padre —dijo Rhyme a Barton.
Todos en el cuarto le miraron.
—¿Ya han vuelto?
—No, y tardarán un tiempo en volver.
—¿Cómo?
—Yo les pedí que no volvieran.
—¿De veras? ¿Por qué? —La mujer frunció el ceño.
—Ha sido una decisión mía. Lo he hecho para mantener a salvo a Geneva. Como Roland Bell, aquí presente, le explicará —Rhyme miró al detective de Carolina, que asintió con un gesto bastante creíble, teniendo en cuenta que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo—, cuando establecemos un protocolo de protección a veces no nos queda más remedio que separar a las personas que protegemos de sus familias.
—No lo sabía.
—De otra manera —prosiguió Rhyme en un tono encantador— el agresor podría utilizar a los familiares para conseguir que la persona en cuestión saliera de su escondite.
Barton asintió con un movimiento de cabeza.
—Es razonable.
—¿Cómo se llama, Roland? —Rhyme miró al detective nuevamente. Y respondió a su propia pregunta—. Aislamiento de familiares, ¿no?
—ADF —dijo Bell—. Así es como lo llamamos. Una técnica muy importante.
—Bueno, me alegra saberlo. Pero tu tío seguirá cuidando de ti, ¿verdad?
—No, creemos que es mejor que Geneva se quede aquí —dijo Sellitto.
—Estamos activando el ADF con su tío también —dijo Bell. Aquella invención sonaba especialmente concluyente viniendo de un policía con acento sureño—. Queremos mantenerle oculto.
Rhyme sabía que Barton se lo había creído todo. La orientadora se dirigió a Geneva.
—Bueno, cuando todo esto se acabe, por favor, diles que me llamen. Parece que estás llevando este asunto muy bien. Pero psicológicamente te hará mella. Nos sentaremos juntos y trabajaremos en algunos detalles. —Finalmente agregó sonriendo—: Todo puede arreglarse.
Una frase que probablemente estaba grabada en alguna bandeja de cerámica o taza de café en su oficina.
—Vale —dijo Geneva con cautela—. Ya veremos.
Después de que la mujer se marchara, Geneva se volvió hacia Rhyme.
—No sé qué decir. Significa tanto para mí lo que ha hecho usted.
—Fundamentalmente —dijo, incómodo ante tanta gratitud— lo he hecho por nuestra conveniencia. No puedo estar llamando a los organismos de Protección de Menores ni andar buscándote por todos los orfanatos cada vez que tenga que hacerte una pregunta sobre el caso.
Geneva se rio.
—Finja cuanto quiera —dijo ella—. Gracias de todas formas. —Luego se acercó a Bell y le explicó qué libros, ropa y otras cosas necesitaba del sótano de la calle 118. El detective dijo que reclamaría al falso tío la devolución de lo que ella le había pagado por el chanchullo.
—No va a devolverlo —dijo ella—. Usted no le conoce.
Bell sonrió.
—Ah, sí, sí que lo devolverá. —Esto lo dijo amablemente el hombre que llevaba dos pistolas.
Geneva llamó a Lakeesha y le dijo a su amiga que se quedaría en casa de Rhyme; luego colgó y siguió a Thom al piso superior, a la habitación de los huéspedes.
—¿Y si la orientadora se entera, Linc? —preguntó Sellitto.
—¿De qué?
—Bueno, de tu mentira sobre los padres de Geneva y de los procedimientos policiales. ¿Qué diablos era eso del AFD?
—ADF —le recordó Bell.
—¿Y qué va a hacer? —gruñó Rhyme—. ¿Me va a obligar a quedarme después de clase? —Movió la cabeza apuntando a la pizarra—. Ahora podemos seguir trabajando. Hay un asesino suelto y tiene un cómplice. Y alguien los ha contratado. ¿Recordáis? Me gustaría saber quiénes diablos son antes de que se termine esta década.
Sachs fue hasta la mesa y comenzó a ordenar las carpetas y las copias del material que William Ashberry le había permitido llevarse de la biblioteca de la fundación, el «pequeño escenario del crimen».
—Esto se refiere sobre todo a Gallows Heights: mapas, dibujos, artículos. Hay algunas cosas sobre el Potters' Field —dijo.
Le pasó los documentos a Cooper, uno por uno. Éste añadió en la pizarra algunos dibujos y mapas de Gallows Heights, sobre los que Rhyme clavó los ojos, mientras Sachs les contaba lo que había averiguado sobre el barrio. Fue hacia donde estaba el dibujo y señaló en éste un edificio comercial de dos pisos.
—El Potters' Field estaba justo por aquí. En la calle 80 Oeste. —Miró rápidamente algunos documentos—. Al parecer era un lugar de mala fama, allí se reunían muchos ladrones, gente como Jim Fisk o el Boss Tweed, y políticos relacionados con la maquinaria del Tammany Hall.
—¿Ves como un pequeño escenario del crimen puede ser de gran valor, Sachs? Eres una mina de información útil.
La mujer le miró con cierto desdén, luego cogió una fotocopia.
—Éste es un artículo sobre el incendio. Dice que, la noche en que se incendió el Potters' Field, los testigos oyeron una explosión en el sótano, y casi inmediatamente después, el lugar quedó envuelto en llamas. Se sospechaba que el incendio había sido provocado, pero nunca arrestaron a nadie. No hubo víctimas mortales.
—¿Para qué fue Charles allí? —caviló Rhyme en voz alta—. ¿A qué se refería con «justicia»? ¿Y qué es lo que está oculto bajo arcilla y tierra?
¿Era una pista, alguna prueba, un recorte de documento lo que podría responder la pregunta de quién quería asesinar a Geneva Settle?
Sellitto sacudió la cabeza.
—Qué lástima que ocurriera hace ciento cuarenta años. Fuera lo que fuese, ya no existe. Nunca sabremos la verdad.
Rhyme miró a Sachs. Ésta captó la mirada, y sonrió.