CAPÍTULO 23

—¿Sabes qué, Rhyme? hay pequeños escenarios del crimen. Lo sé porque estoy ante uno.

Amelia Sachs se encontraba en la calle 82 Oeste, a la vuelta de Broadway, frente a la impresionante mansión Hiram Sanford, una construcción victoriana enorme y oscura. Era la sede de la Fundación Sanford. Desde luego, Amelia estaba rodeada de símbolos del Nueva York histórico: además de la mansión, que tenía más de cien años, había un museo de arte cuya existencia se remontaba a 1910, y una hilera de hermosas casas tradicionales de la ciudad. Y no hacía falta ver criminales con monos manchados de pintura naranja para asustarse: exactamente al lado de la fundación estaba el recargado y fantasmagórico hotel Sanford (se rumoreaba que en un principio la localización elegida para filmar la película La semilla del diablo había sido el Sanford).

Una docena de gárgolas miraban a Sachs desde sus cornisas, como burlándose de su actual tarea.

Ya en el interior, la condujeron hasta el hombre con quien acababa de hablar Mel Cooper, William Ashberry, director de la fundación y alto ejecutivo del Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, institución a la cual pertenecía la organización sin ánimo de lucro. El hombre era de mediana edad y su aspecto era cuidado; al recibirla parecía invadido por una mezcla de excitación y desconcierto.

—Nunca habíamos recibido a un policía aquí, perdón, a una policía, quiero decir, bueno, a ninguno de los dos, en realidad.

Se vio le un poco decepcionado cuando Sachs le aclaró vagamente que sólo necesitaba un poco de información general sobre la historia del barrio y que no pensaba usar la fundación como base secreta para ninguna operación encubierta.

Ashberry se mostró encantado de dejarla husmear en los archivos y la biblioteca, aunque no pudiera ayudarla personalmente; su especialidad eran las finanzas, los bienes inmuebles y el derecho fiscal, no la historia.

—En realidad soy banquero —confesó, como si Sachs no pudiera haberlo deducido a partir del traje negro, la camisa blanca y la corbata a rayas, y los documentos comerciales y las planillas de cálculo ininteligibles colocados en el escritorio en perfectos montoncitos.

Quince minutos después la dejaron en compañía de un encargado, un hombre joven vestido de tweed, que la condujo por corredores oscuros hasta los archivos, que estaban en el subsótano. Le mostró el retrato robot de SD 109, pensando que quizá el asesino había ido por allí también, buscando el artículo sobre Charles Singleton. Pero el encargado no reconoció al sujeto, y no recordaba que nadie hubiera preguntado por ningún número del Coloreds' Weekly Illustrated. Señaló las estanterías y un momento después ella estaba sentada, nerviosa e irritada, sobre una silla dura, en un cubículo pequeño como un ataúd, rodeada de docenas de libros y revistas, folletos, mapas y dibujos.

Realizó esa investigación de la misma manera en que Rhyme le había enseñado a llevar adelante la del escenario de un crimen: primero echar una ojeada general y trazar un plan lógico, y luego ejecutar la búsqueda. Sachs separó el material en cuatro montones: información general, historia del West Side y de Gallows Heights, derechos civiles a mediados del siglo xix, y Potters' Field. Comenzó con el cementerio. Leyó cada página, confirmó la referencia de Charles Singleton sobre el regimiento asentado en la Isla de Hart. Supo cómo se creó el cementerio, lo ocupado que había llegado a estar, especialmente durante las epidemias de cólera y gripe de mediados y finales del siglo XIX, cuando los ataúdes baratos de pino se amontonaban en la isla y aguardaban ser sepultados.

Detalles fascinantes, pero inútiles. Se concentró en el material sobre los derechos civiles. Leyó una cantidad agobiante de información, incluidas varias referencias a la controversia sobre la Decimocuarta Enmienda, pero nada que mencionara los asuntos que el profesor Mathers había sugerido que podrían estar vinculados con el posible móvil de la trampa tendida a Charles Singleton. En un artículo del New York Times de 1867 leyó que Frederick Douglass y otros líderes prominentes de la época involucrados en la lucha por los derechos civiles habían estado en una iglesia en Gallows Heights. Más tarde Douglass le había contado al periodista que había ido al barrio para reunirse con varios hombres que participaban en la lucha por la promulgación de la Decimocuarta Enmienda. Pero esto ya lo sabían por las cartas de Charles. No encontró mención alguna a Charles Singleton, pero encontró una referencia a un largo artículo del New York Sun referido a los antiguos esclavos y libertos que ayudaban a Douglass. Ese número en particular, sin embargo, no estaba en los archivos.

Una página tras otra, más y más… A veces dudaba, y le preocupaba que se le pasaran por alto esas pocas frases de vital importancia que pudieran arrojar luz sobre el caso. Más de una vez volvía atrás y releía un párrafo o dos que había mirado sin leer realmente. Se estiraba, se removía, se escarbaba las uñas, se rascaba el cuero cabelludo.

Luego volvía a zambullirse en los documentos una vez más. El material que había leído se apilaba sobre la mesa, pero en el bloc de papel que tenía delante no había ni una sola anotación.

Al concentrarse en la historia de Nueva York, Sachs aprendió más sobre Gallows Heights. Fue uno de los seis primeros asentamientos en la parte norte del West Side de Nueva York, que en realidad eran aldeas separadas, como Manhattanville y Vanderwater Heights (ahora Morningside). Gallows Heights se extendía hacia el oeste de la actual Broadway hasta el río Hudson y desde la calle 72 Norte hasta la 86. El nombre databa de la época de la colonia, cuando los holandeses construyeron una horca sobre el cerro, en el centro del asentamiento. Cuando los británicos compraron la tierra, sus verdugos ejecutaron en ese lugar a docenas de brujas, criminales, esclavos rebeldes y colonos, hasta que los distintos centros de justicia y castigo se unificaron en la zona sur de Nueva York.

En 1811, los ingenieros dividieron toda Manhattan en las manzanas que continúan hasta hoy, aunque durante los siguientes cincuenta años, en Gallows Heights (y en gran parte del resto de la ciudad) esas cuadrículas sólo existían sobre el papel. A principios de la década de 1800, las tierras eran un laberinto de caminos rurales, solares vacíos, bosques, cobertizos ocupados ilegalmente, fábricas y diques secos sobre el río Hudson, y unas pocas haciendas elegantes esparcidas por aquí y por allí. A mediados del siglo XIX, Gallows Heights había desarrollado una personalidad múltiple, lo que se reflejaba en el mapa que había encontrado Mel Cooper: las grandes y costosas fincas coexistían con los edificios de apartamentos de la clase obrera y con las casas pequeñas. Poblados de chabolas infestados de bandas se estaban trasladando desde el sur hacia aquí, siguiendo el crecimiento descontrolado de la ciudad. Y tan pícaro como un ladrón callejero, pero a mayor escala y más hábil, William Tweed, el Boss, conducía la máquina política corrupta del Tammany Hall Democratic desde los bares y comedores de Gallows Heights (Tweed estaba obsesionado con sacar provecho del desarrollo del barrio; mediante un ardid típico, el hombre se embolsaba seis mil dólares por la venta a la ciudad de minúsculos terrenos que no valían ni treinta y cinco).

Por supuesto, ahora esa zona era un barrio selecto de la parte norte del West Side, que se contaba entre las más bonitas y prósperas de la ciudad. Los apartamentos costaban miles de dólares al mes. (Y, reflexionó en ese momento la irritada Amelia Sachs en el calabozo de su «pequeño escenario del crimen», el actual Gallows Heights albergaba algunas de las mejores tiendas de delicatessen y algunas de las mejores panaderías especialistas en rosquillas de la ciudad; Amelia todavía no había probado bocado en todo el día).

La densa historia le pasaba por delante, pero no surgía nada relacionado con el caso. Maldición, tendría que estar analizando materiales en el escenario del crimen, o mejor aún, trabajando en las calles buscando el escondite de SD 109, intentando encontrar alguna pista relacionada con dónde vivía, cómo se llamaba.

¿En qué demonios estaba pensando Rhyme?

Finalmente, llegó al último libro del montón. Quinientas páginas, calculó (llegada a ese punto, se estaba volviendo toda una experta). Resultaron ser 504. El índice no reveló nada importante para la investigación. Sachs hojeó las páginas, hasta que no pudo aguantar más. Arrojó el libro a un lado, se puso de pie, se frotó los ojos y se estiró. Comenzaba a afectarle la claustrofobia, debido al ambiente sofocante, dos pisos de subsuelo. El edificio de la fundación había sido rehabilitado y reinaugurado el mes anterior, pero ese lugar era el sótano original de la mansión Sanford, supuso; tenía techos bajos y docenas de columnas y paredes de piedra, lo que hacía que el espacio fuera aún más encerrado.

Eso ya era malo, pero lo peor era estar sentada. Amelia Sachs odiaba quedarse sentada y quieta.

Cuando estás en movimiento no pueden cogerte…

¿Así que no hay pequeños escenarios del crimen, Rhyme? Por Dios…

Se dispuso a marcharse.

Pero al llegar a la puerta se detuvo y miró el material, pensando: unas cuantas frases de uno de esos libros antiguos y esos periódicos amarillentos podrían significar la diferencia entre la vida y la muerte para Geneva Settle y para los otros inocentes que SD 109 pudiera matar algún día.

La voz de Rhyme le vino a la mente.

Cuando estés haciendo la cuadrícula del lugar en los hechos, buscas una vez, y otra, y cuando terminas, una vez más. Y cuando ya has acabado con eso, buscas otra vez. Y…

Fijó la vista en el último libro, el que la había vencido. Sachs suspiró, se sentó nuevamente, cogió el libro de 504 páginas y lo leyó como era debido; y luego miró las fotos de las páginas centrales.

Lo cual resultó ser una buena idea.

Se quedó helada al ver una fotografía de la calle 80 Oeste, tomada en 1867. Se rio, leyó el pie y el texto de la página opuesta. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y marcó la tecla 1 de la memoria.

—He encontrado lo que es Potters' Field, Rhyme.

Ya sabemos lo que es —le espetó por el micrófono que tenía al lado de la boca—. Es un cementerio en una isla que está…

—No es ese cementerio.

—¿Es otro cementerio?

—No, no es un cementerio. Era una taberna. En Gallows Heights.

—¿Una taberna? —Bien, eso era interesante, pensó.

—Estoy mirando la fotografía, o daguerrotipo, o lo que sea. Un bar llamado Potters' Field. Estaba en la calle 80 Oeste.

Entonces habían estado equivocados, pensó Rhyme. Después de todo, no era en la Isla de Hart donde había tenido lugar el encuentro aciago que mencionaba Charles Singleton.

—Y la cosa se pone aún mejor: el lugar fue incendiado. Se sospecha que fue intencional. Los criminales y los móviles, desconocidos.

—¿Hago bien en suponer que fue el mismo día en que Charles Singleton fue allí, para…? ¿Qué es lo que dijo? ¿Buscar justicia?

—Ajá. El 15 de julio.

Oculta para siempre, bajo arcilla y tierra.

—¿Alguna otra cosa sobre él o sobre la taberna?

—Aún no.

—Sigue escarbando entre los papeles.

—Por supuesto, Rhyme.

Cortaron la comunicación.

La voz de Sachs había salido por el altavoz; Geneva la había oído.

—¿Usted cree que Charles quemó ese lugar? —preguntó la joven enojada.

—No necesariamente. Pero una de las causas principales de los incendios intencionales es destruir pruebas. Quizás era eso lo que estaba haciendo Charles, tratando de tapar algo vinculado con el robo.

—Mire la carta… —siguió Geneva—, él está diciendo que el robo fue un plan para inculparle. A estas alturas, ¿todavía no cree que es inocente? —La voz de la chica era suave y firme, sus ojos estaban clavados en los de Rhyme.

El criminalista le devolvió la mirada.

—Sí, lo creo.

Geneva sacudió la cabeza. Sonrió levemente ante la afirmación de Rhyme. Luego miró su maltrecho reloj Swatch.

—Tendría que volver a casa.

Bell temía que el criminal hubiera averiguado dónde vivía Geneva. Había conseguido que asignaran a la chica un apartamento secreto para que se alojara, pero no estaría disponible hasta la noche. Por el momento, él y su equipo de protección deberían permanecer particularmente atentos.

Geneva recogió las cartas de Charles.

—Tendremos que quedarnos con ellas por el momento —dijo Rhyme.

—¿Quedárselas? ¿Como pruebas?

—Hasta que lleguemos al fondo del asunto.

Geneva las miró recelosamente. Su mirada parecía llena de nostalgia.

—Las guardaremos en un lugar seguro.

—De acuerdo. —Se las dio a Mel Cooper.

Éste observó su cara de preocupación.

—¿Quieres copias de las cartas?

Geneva se sintió avergonzada.

—Sí, me gustaría. Sólo porque… son de la familia, ya sabe. Eso las hace bastante importantes.

—No hay problema. —Hizo copias en la fotocopiadora y se las entregó. Ella las dobló cuidadosamente, y desaparecieron en el interior de su bolso.

Bell recibió una llamada, escuchó durante un momento y dijo:

—Bien, tráelo cuanto antes. Muchas gracias. —Le dio la dirección de Rhyme y colgó—. El instituto. Encontraron la cinta de vigilancia del patio, correspondiente a la hora a la que el cómplice del criminal estuvo ayer. Van a enviárnosla.

—Ay, Dios —dijo Rhyme amargamente—. ¿Quieres decir que hay una pista real en este caso? ¿Y que no es de hace cien años?

Bell cambió la frecuencia y envió un mensaje por radio a Luis Martínez para informarle sobre sus planes. Luego envió otro mensaje a Barbe Lynch, la oficial que estaba vigilando la calle frente a la casa de Geneva. La mujer dijo que la calle estaba despejada y que los estaría esperando.

Finalmente, el hombre de Carolina del Norte presionó el botón del manos libres del teléfono de Rhyme y llamó al tío de la chica, para cerciorarse de que estaba en casa.

—¿Hola? —respondió el hombre.

Bell se identificó.

—¿Ella está bien? —preguntó el tío.

—Está bien. Vamos a volver. ¿Todo bien por allí?

—Sí, señor. Todo bien.

—¿Ha tenido noticias de los padres de Geneva?

—¿Su familia? Sí, mi hermano me llamó desde el aeropuerto. Debió de haber algún retraso. Pero salen de un momento a otro.

Rhyme solía viajar a Londres para consultar a Scotland Yard y otros departamentos de policía europeos. Antes, viajar al exterior no era más complicado que ir a California o a Chicago. Pero ya no era lo mismo. «Bienvenidos al mundo de los viajes internacionales después del 11 de septiembre», pensó. Le molestaba que estuviera llevándoles tanto tiempo a sus padres volver a casa. Geneva era la joven más madura que había conocido, pero de cualquier manera era una chica y debía estar con sus padres.

Sonó la radio de Bell, y Luis Martínez dijo con ruido de interferencias:

—Estoy en la calle, jefe. Tengo el coche ante mí, con la puerta abierta.

Bell cortó y se dirigió a Geneva.

—En cuanto esté usted lista, señorita.

—Aquí está —dijo Jon Earle Wilson a Thompson Boyd, que estaba sentado en un restaurante del sur de Manhattan, en la calle Broad.

El tipo, blanco y delgado, con un corte de cabello estilo años ochenta, vestido con vaqueros beige no muy limpios, le dio a Boyd la bolsa de las compras, y éste miró su contenido.

Wilson se sentó en la silla que estaba frente a él. Boyd seguía estudiando la bolsa. En su interior había una gran caja de UPS. Y a su lado otra bolsa más pequeña. De Dunkin Donuts, aunque lo que había dentro no eran precisamente pastelitos. Wilson usaba estas bolsas porque venían un poco enceradas y eran resistentes a la humedad.

—¿Vamos a comer? —preguntó Wilson. Vio pasar una ensalada. Estaba hambriento. Aunque solía encontrarse con Thompson Boyd en cafés o restaurantes, nunca habían comido juntos. La comida preferida de Wilson era pizza con refrescos, y solía tomarla en su apartamento de una habitación, atestado de herramientas y cables y chips de ordenador. Pero le pareció que, después de todo lo que él hacía por Boyd, el tipo podía invitarle a un puñetero sándwich o algo así.

Pero el asesino dijo:

—Tengo que marcharme dentro de unos minutos.

El asesino tenía delante un plato de brochetas de cordero a medio comer. Wilson se preguntó si se las ofrecería. Boyd no lo hizo. Le sonrió a la camarera cuando vino a recogerlo. Boyd sonriendo: eso sí que era nuevo. Wilson nunca le había visto sonreír (aunque tuvo que reconocer que era una sonrisa francamente extraña).

Wilson preguntó, mirando la bolsa:

—Pesa, ¿eh? —Tenía un brillo de orgullo en los ojos.

—Sí.

—Me imaginé que te iba a gustar. —Estaba orgulloso de lo que había hecho, y un poco ofendido de que Boyd no reaccionara de un modo apropiado.

—¿Y cómo va todo? —preguntó Wilson.

—Va.

—¿Todo bien?

—Un poco atrasado. Por eso… —Movió la cabeza hacia la bolsa y no dijo nada más. Boyd silbó bajito, tratando de seguir la melodía de una música étnica que salía del altavoz que estaba encima de ellos. Era extraña esa música. Cítaras o algo así, de la India o Pakistán o un lugar de ésos. Pero Boyd entonaba bastante bien. Matar gente y silbar; las dos cosas que sabía hacer ese hombre.

A la chica del mostrador se le cayó una bandeja de platos en el carrito, haciendo un ruido terrible. Mientras los comensales se daban la vuelta para mirar, Wilson sintió algo en la pierna bajo la mesa. Tocó el sobre y se lo metió en el bolsillo de sus pantalones de campana. Parecía extrañamente delgado para contener cinco mil dólares. Pero Wilson sabía que allí estaba todo. Una cosa que había que reconocer de Boyd: pagaba lo que debía y a su debido tiempo.

Pasó un momento. Entonces no iban a comer juntos. Estaban sentados, Boyd tomaba té y Wilson pasaba hambre. Aunque Boyd tenía que irse dentro de «unos minutos».

¿Qué estaba ocurriendo?

Entonces obtuvo la respuesta. Boyd echó un vistazo a través de la ventana y vio una furgoneta blanca, estropeada, sin distintivos, que disminuía la velocidad y doblaba metiéndose por el callejón que llevaba al fondo del restaurante. Wilson pudo ver al conductor, un hombre pequeño con una camisa marrón claro y barba.

Los ojos de Boyd la siguieron atentamente. Cuando la furgoneta desapareció en el callejón, él se levantó, llevándose la bolsa de las compras. Dejó dinero sobre la mesa para pagar su cuenta, saludó a Wilson con un movimiento de la cabeza. Se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y giró sobre sus talones.

—¿Te he dado las gracias?

Wilson pestañeó.

—¿Que si me…?

—¿Te he dado las gracias? —Movió la cabeza en dirección a la bolsa.

—Bueno… no. —Thompson Boyd sonriendo y dando las gracias a la gente. Debe de haber luna llena.

—Te lo agradezco —dijo el asesino—. Tu duro trabajo, quiero decir. De verdad. —Las palabras salieron de su boca como si fuera un mal actor. Eso también era extraño: le guiñó un ojo a la chica del mostrador y atravesó la puerta hacia las calles bulliciosas del distrito financiero, doblando para meterse en el callejón y dirigirse al fondo del restaurante, llevando la pesada bolsa.