El profesor Richard Taub Mathers era delgado y alto, de piel oscura como la caoba, ojos penetrantes y un intelecto que sugería que contaba con varios títulos de posgrado en su curriculum. Llevaba el pelo corto, tipo afro, peinado hacia atrás, y su estilo era muy sobrio. Iba vestido como un profesor: americana de tweed y pajarita (sólo le faltaban los obligados parches de paño en los codos).
Saludó a Rhyme con un movimiento de cabeza, tras una mirada rápida a la silla de ruedas, y le dio la mano al resto de los presentes.
De vez en cuando, Rhyme daba conferencias sobre ciencia forense en universidades locales, principalmente en John Jay y en Fordham; raramente aparecía en instituciones mayores como Columbia, pero un profesor conocido suyo de la George Washington, en la capital del país, lo había puesto en contacto con Mathers, que aparentemente era toda una institución en Morningside Heights. Era profesor en la Facultad de Derecho —enseñaba derecho penal, constitucional y civil, e impartía cursos esotéricos para licenciados— y daba conferencias sobre estudios afroamericanos a los estudiantes universitarios.
Mathers escuchaba atentamente a Rhyme mientras éste relataba lo que sabían sobre Charles Singleton y el movimiento de derechos civiles, sobre su secreto, y sobre la posibilidad de que le hubieran tendido una trampa para que fuera acusado de robo. Luego le contó al profesor lo que le había ocurrido a Geneva los últimos dos días.
El profesor se quedó estupefacto ante estas noticias.
—¿Han intentado matarte? —susurró.
Geneva no dijo nada. Mirándole, asintió con un ligerísimo movimiento de la cabeza.
—Muéstrale lo que tenemos hasta ahora. Las cartas —le dijo Rhyme a Sachs.
Mathers se desabotonó la americana y se acomodó sus delgadas y refinadas gafas. Leyó la correspondencia de Charles Singleton con atención y sin prisas. Sacudió la cabeza una o dos veces, sonrió levemente. Cuando terminó las miró nuevamente.
—Un hombre fascinante. Un liberto, granjero, que sirvió en el Regimiento 31 de Hombres de Color y estuvo en la batalla de Appomattox.
Volvió a leer las cartas mientras Rhyme reprimía el impulso de pedirle que se diera prisa. Por fin, el hombre se quitó las gafas, limpió cuidadosamente los cristales con un pañuelo de papel y susurró:
—Entonces, ¿participó en la promulgación de la Decimocuarta Enmienda? —El profesor sonrió de nuevo. Estaba claramente intrigado—. Bueno, esto podría ser interesante. E incluso algo importante.
Esforzándose para no perder la paciencia, Rhyme preguntó:
—Sí, ¿y qué es exactamente lo que le resulta tan interesante?
—Me refiero a la controversia, por supuesto.
Si hubiera podido, Rhyme habría cogido al hombre por las solapas y le habría ordenado a gritos que se diera más prisa. Pero frunció el ceño, como siempre.
—¿Y cuál es la controversia?
—¿Un poco de historia? —preguntó.
Rhyme suspiró. Sachs le echó una torva mirada, y el criminalista dijo:
—Adelante.
—La Constitución de los Estados Unidos es el documento que estableció las instituciones gubernamentales norteamericanas: la Presidencia, el Congreso, el Tribunal Supremo. Aún hoy rige nuestra actividad, y es de jerarquía superior a cualquier otra ley y regulación.
»En este país siempre hemos querido un equilibrio: un gobierno lo suficientemente fuerte que nos proteja de las potencias extranjeras y que regule nuestras vidas, pero que no sea tan fuerte como para resultar opresivo. Cuando los fundadores de la nación estudiaron la Constitución después de su firma, les preocupaba que otorgara demasiados poderes al gobierno, que pudiera conducir a la instalación de un gobierno central represivo. Entonces la revisaron, y aprobaron diez enmiendas, la Declaración de Derechos. Las primeras ocho son realmente cruciales. Enumeran los derechos básicos que protegen a los individuos de los posibles abusos del gobierno federal. Por ejemplo: uno no puede ser arrestado por el FBI si no hay pruebas contundentes. El Congreso no puede quitarle a nadie su casa para construir una autopista sin indemnizarle. Hay juicios justos con un jurado imparcial. No se puede someter a las personas a penas crueles e inhumanas. Pero ¿han reparado en la palabra clave?
Rhyme pensó que los estaba poniendo a prueba. Pero Mathers siguió hablando antes de que nadie pudiera responder.
—Federal. En Estados Unidos estamos regidos por dos gobiernos distintos: un gobierno federal en Washington y el gobierno del Estado en que vivimos. La Declaración de Derechos sólo limita lo que nos puede hacer el gobierno federal: el Congreso y las instituciones federales, como el FBI o la DEA. La Declaración de Derechos no nos da prácticamente ninguna protección contra las violaciones de los derechos humanos y civiles por parte del gobierno estatal. Y las leyes del Estado afectan a nuestras vidas mucho más directamente que el gobierno federal: la mayoría de los asuntos delictivos, policiales, las obras públicas, los bienes inmuebles, los coches, las relaciones familiares, las herencias, los juicios civiles, son todos asuntos del Estado.
»¿Hasta aquí está todo claro? La Constitución y la Declaración de Derechos nos protegen sólo de Washington, no de los abusos de Nueva York o de Oklahoma.
Rhyme asintió.
El hombre acomodó su delgado cuerpo sobre una banqueta de laboratorio, mirando dubitativamente un pequeño envase lleno de moho, y prosiguió:
—Volvamos a mil ochocientos sesenta y tantos. El sur esclavista perdió la guerra civil, y entonces promulgamos la Decimotercera Enmienda, que prohibía la esclavitud. El país fue reunificado, se prohibió la servidumbre forzosa… reinarían la libertad y la armonía, ¿no es así? —Una risa cínica—. Falso. Prohibir la esclavitud no fue suficiente. El resentimiento contra los negros fue aún mayor que antes de la guerra, incluso en el norte, porque para liberarlos habían muerto demasiados jóvenes. Las legislaturas estatales promulgaron cientos de leyes que discriminaban a los negros. Se les prohibía votar, trabajar en oficinas públicas, testificar en juicios… Para la mayoría de ellos, la vida era tan mala como bajo la esclavitud.
»Pero recuerden, éstas eran leyes estatales: la Declaración de Derechos no podía impedirlas. Entonces el Congreso decidió que los ciudadanos tenían que ser protegidos por los gobiernos estatales. Para poner remedio a ello, propusieron la Decimocuarta Enmienda. —Mathers miró el ordenador—. ¿Le importa que entre en Internet?
—En absoluto —contestó Rhyme.
El profesor tecleó algo en el buscador de AltaVista y un momento después descargó un texto. Cortó y pegó un pasaje en una segunda ventana, que todos los que estaban en el cuarto pudieron ver en los monitores de pantalla plana ubicados a su alrededor.
Ningún Estado creará o promulgará ninguna ley que limite los derechos o la inmunidad de los ciudadanos de Estados Unidos; ningún Estado podrá tampoco privar a ninguna persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni podrá negar a ninguna persona que se halle dentro de su jurisdicción la protección equitativa ante la ley.
—Ésta es una parte del capítulo uno de la Decimocuarta Enmienda —explicó—. Limita drásticamente lo que pueden hacer los Estados a sus ciudadanos. Otra parte, que no he impreso, otorga a los Estados incentivos para dar a los negros, bueno, a los varones negros, el derecho al voto. ¿Hasta aquí está todo claro? —preguntó el profesor.
—Le seguimos —dijo Sachs.
—Bien, la forma en que funciona una enmienda a la Constitución es así: debe ser aprobada por el Congreso en Washington y luego por tres cuartos de los Estados. El Congreso aprobó la Decimocuarta Enmienda en la primavera de 1866, y luego fue remitida a los Estados para su ratificación. Finalmente fue ratificada dos años más tarde por el número requerido de Estados. —Movió la cabeza—. Pero desde entonces ha habido rumores de que nunca fue debidamente ratificada y promulgada. Ésa es la controversia a la que me refería. Mucha gente cree que es no es válida.
Rhyme frunció el ceño.
—¿De verdad? ¿Qué le achacan a la promulgación?
—Hay varios argumentos. Varios Estados se retractaron tras haber votado la ratificación, pero el Congreso no hizo caso de las retractaciones. Algunos dicen que no fue debidamente presentada o aprobada en Washington. También hubo acusaciones de voto fraudulento en las legislaturas estatales, sobornos e incluso amenazas.
—¿Amenazas? —Sachs miró las cartas—. Como dijo Charles.
—La vida política era diferente en aquel entonces. Fue la época en que J. P. Morgan creó su propio ejército privado para luchar contra las tropas que habían contratado sus competidores Jay Gould y Jim Fisk para apropiarse de un ferrocarril. Y la policía y el gobierno simplemente se sentaban a mirar.
»Y deben entender también que la gente se apasionara con la Decimocuarta Enmienda: nuestro país casi había sido destruido, hubo medio millón de muertos, casi tantos como los que perdimos en todas las otras guerras juntas. Sin la Decimocuarta Enmienda, el Congreso podría haber terminado bajo el control del sur, y podríamos haber visto al país dividido nuevamente. Quizás incluso hubiera habido una segunda guerra civil —explicó Mathers. Señaló con la mano las cosas que tenía delante—. Aparentemente este señor Singleton era uno de los hombres que iban por los Estados con el fin de presionar para que se aprobara la enmienda. ¿Y si hubiera descubierto pruebas de que la enmienda no era válida? Ése podría ser el secreto que le atormentaba.
—Entonces, quizás —especuló Rhyme—, un grupo favorable a la enmienda urdió el falso robo para desacreditarle. De modo que si dijera lo que sabía, nadie le creería.
—No los mejores líderes de aquel entonces, por supuesto, no Frederick Douglass, ni Stevens, ni Sumner. Pero sí, había muchos políticos que querían que la enmienda se aprobara y habrían hecho cualquier cosa para asegurarse de que así fuera. —El profesor se volvió hacia Geneva—. Y eso explicaría por qué esta jovencita está en peligro.
—¿Por qué? —preguntó Rhyme. Había seguido la historia sin perderse, pero las implicaciones más amplias se le escapaban.
Fue Thom quien contestó.
—Lo único que tiene que hacer es abrir un periódico.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Rhyme irritado.
Mathers respondió:
—Él se refiere a que cada día aparecen historias sobre cómo la Decimocuarta Enmienda afecta a nuestras vidas. Quizás uno no lo oiga dicho explícitamente, pero resulta todavía una de las armas más poderosas de nuestro arsenal de derechos humanos. El lenguaje es un poco vago: ¿qué significa «debido proceso»? ¿Y «protección equitativa»? ¿«Privilegios e inmunidades»? La imprecisión es deliberada, desde luego, para que el Congreso y el Tribunal Supremo puedan crear nuevas medidas protectoras acordes a las circunstancias de cada generación.
»De esas pocas palabras han surgido cientos de leyes, sobre cualquier cosa imaginable, mucho más que sobre la discriminación racial. Se han utilizado para invalidar leyes fiscales discriminatorias, para proteger a los indigentes y a los menores que trabajan, para garantizar servicios médicos básicos para los pobres. Es la base de los derechos de los homosexuales, y de miles de casos de derechos de los reclusos que tienen lugar todos los años. Quizás el caso más controvertido fue la utilización de la Decimocuarta Enmienda para proteger el derecho al aborto.
»Sin ella, los Estados podrían decidir que los médicos que practican abortos son criminales que merecen pena de muerte. Y ahora, tras el 11 de septiembre y la doctrina de la Seguridad de la Patria, es la Decimocuarta Enmienda la que impide a los Estados arrestar a musulmanes inocentes y mantenerlos detenidos todo el tiempo que se le antoje a la policía. —Su rostro era el vivo retrato de la preocupación—. Si no es válida, debido a algo que su Charles Singleton averiguó, eso podría conducirnos al fin de la libertad tal como la conocemos.
—Pero —dijo Sachs— supongamos que sí encontró eso, y que no era válida. La enmienda podría volver a ratificarse, sencillamente, ¿no?
Esta vez la risa del profesor fue decididamente cínica.
—No sería así. Lo único en lo que están de acuerdo nuestros estudiosos es que la enmienda fue aprobada en el único momento en la historia en que podría haber sido aprobada. No: si el Tribunal Supremo invalidara la enmienda, ah, podríamos volver a promulgar algunas leyes, pero el arma principal de los derechos y libertades civiles habría desaparecido para siempre.
—Si ése es el móvil —preguntó Rhyme—, ¿quién estaría detrás del ataque a Geneva? ¿A quién estaríamos buscando?
Mathers movió la cabeza.
—Ah, la lista sería interminable. Decenas de miles de personas que desean que la enmienda se mantenga vigente. Podrían ser radicales o liberales, o miembros de una minoría racial o sexual, o partidarios de los programas sociales y de servicios médicos para los pobres, defensores del derecho al aborto, de los derechos de los homosexuales, de los derechos de los reclusos, de los derechos de los trabajadores… Pensamos en los extremistas, como los que defienden los derechos religiosos, las madres que hacen que sus hijos hagan un piquete en la calle frente a una clínica de abortos, o en la gente que pone bombas en edificios federales. Pero ellos no tienen el monopolio del asesinato para defender sus principios. La mayoría de los actos terroristas de Europa han sido llevados a cabo por radicales de izquierda. —Sacudió la cabeza—. No podría ni comenzar a imaginarme quién está detrás de esto.
—Necesitamos restringir la búsqueda de alguna manera —dijo Sachs.
Rhyme asintió lentamente con la cabeza, pensando: el principal objetivo de su caso tenía que ser la detención de SD 109, con la esperanza de que éste les dijera quién le había contratado, o encontrar pruebas que les condujera a esa persona. Pero sintió instintivamente que también ésta era una pista importante. Si no existían respuestas en el presente sobre quién había atacado a Geneva Settle, tendrían que buscar en el pasado.
—Quienquiera que sea, obviamente sabe más que nosotros sobre lo que ocurrió en 1868. Si podemos averiguarlo, de qué se enteró Charles, lo que estaba haciendo, su secreto, el robo, eso puede orientarnos hacia alguna parte. Quiero más información sobre esa época en Nueva York: Gallows Heights, Potters' Field, todo lo que podáis encontrar. —Frunció el ceño al recordar algo. Le dijo a Cooper—: Cuando buscaste Gallows Heights por primera vez encontraste un artículo sobre ese sitio que queda cerca de aquí, la Fundación Sanford, ¿no?
—Así es.
—¿Aún lo tienes?
Mel Cooper guardaba todo. Buscó el artículo del Times en su ordenador. El texto apareció en la pantalla.
—Aquí está.
Rhyme leyó el artículo. La Fundación Sanford tenía un extenso archivo sobre la historia del sector noroeste.
—Llamad al director, William Ashberry. Decidle que necesitamos revisar su biblioteca.
—Eso está hecho. —Cooper levantó el teléfono. Mantuvo una corta conversación, colgó y les informó—. Se alegran de poder ayudar. Ashberry nos pondrá en contacto con el encargado de los archivos.
—Alguien deberá ir a mirar —dijo Rhyme, mirando a Sachs y enarcando una ceja.
—¿Alguien? ¿He ganado el premio sin jugar?
¿Quién más podría ir? Pulaski estaba en el hospital. Bell y su equipo cuidaban de Geneva. Cooper era un hombre de laboratorio. Sellitto tenía un rango demasiado alto para ir a hacer este tipo de trabajo. Rhyme la regañó:
—No hay pequeños escenarios de crímenes, sólo pequeños investigadores del escenario del crimen.
—Qué gracioso —dijo ella con acritud. Se puso la chaqueta y agarró su bolso.
—Una cosa —dijo Rhyme seriamente.
Ella levantó una ceja.
—Sabemos que él nos tiene en el punto de mira. —Se refería a la policía—. Ten en mente la pintura naranja. Presta especial atención a los trabajadores de la construcción o de las autopistas… bueno, tratándose de él, presta especial atención a cualquiera.
—De acuerdo —dijo ella. Apuntó la dirección de la fundación, y se marchó.
Después de que se fuera, el profesor Mathers revisó una vez más las cartas y los documentos, y se los entregó a Cooper. Miró a Geneva.
—Cuando yo tenía tu edad, en el instituto ni siquiera existía la asignatura de estudios afroamericanos. ¿Cómo es el programa hoy día? ¿Se imparten dos semestres?
Geneva frunció el ceño.
—¿Estudios afroamericanos? No estoy cursando esa asignatura.
—¿Entonces para cuál es el trabajo que estás escribiendo?
—Lengua.
—Ah. ¿Cogerás la asignatura de estudios afroamericanos el año que viene?
Una vacilación.
—No tengo ninguna intención de cogerla.
—¿De veras?
Era obvio que Geneva sintió cierto tono crítico en la pregunta.
—Es una asignatura sin calificaciones. Lo único que hay que hacer es estar presente en las clases. No me interesa ese tipo de clases en mi expediente escolar.
—Pero tampoco hace daño.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó ella, terminante—. Ya lo hemos oído todo una y otra vez… El motín del Amistad, los esclavos, John Brown, las leyes de Jim Crow, el caso Brown versus Ministerio de Educación, Martin Luther King Jr., Malcolm X… —La chica se calló.
—¿Puras quejas sobre el pasado? —preguntó Mathers con la objetividad de un educador profesional.
Geneva finalmente asintió con la cabeza.
—Supongo que así es como yo lo veo, sí. Es decir, estamos en el siglo XXI. Ya es hora de mirar hacia adelante. Todas esas batallas son cosas del pasado, ya superadas.
El profesor sonrió, luego miró a Rhyme.
—Bien, buena suerte. Avísenme si puedo volver a ayudarlos.
—Eso haremos.
El hombre delgado dio unos pasos hacia la puerta, se detuvo y se dio la vuelta.
—Ah, Geneva.
—¿Sí?
—Piensa sólo en una cosa, de parte de alguien que ha vivido algunos años más que tú. A veces me pregunto si realmente esas batallas están ya superadas. —Movió la cabeza señalando las tablas de pruebas y las cartas de Charles—. Quizás lo que ocurre es que resulta más difícil reconocer al enemigo.