Con los de la USU cubriéndoles las espaldas, dos policías de la brigada de explosivos de la Comisaría Sexta estaban agachados en la parte trasera del Crown Victoria de Roland Bell. No llevaban trajes antibombas, pero sí ropa de protección contra materiales biológicos peligrosos.
Vestida con un traje blanco más fino, Amelia Sachs permanecía de pie a diez metros.
—¿Qué hay, Sachs? —dijo Rhyme al micrófono. Ella se sobresaltó. Luego bajó el volumen. La máscara de gas estaba enchufada a la radio.
—No he podido acercarme aún, están quitando el artefacto. Es cianuro con ácido.
—Probablemente el ácido sulfúrico del que encontramos restos en el escritorio —dijo él.
Lentamente, el grupo sacó del coche el artefacto de vidrio y papel. Colocaron las distintas partes en contenedores especiales para materiales peligrosos, y los sellaron.
Otra transmisión, de uno de los oficiales de la brigada de explosivos:
—Detective Sachs, ya está a salvo. Puede arrancar el coche si lo desea. Pero conserve la máscara mientras esté dentro. No hay gas, pero los vapores de ácido pueden ser peligrosos.
—Bien. Gracias. —Se puso en marcha.
La voz de Rhyme volvió a crepitar.
—Espera un minuto… —Volvió a transmitir—. Están a salvo, Sachs. Están en la comisaría.
—Bien.
Rhyme se refería a las personas a quienes estaba destinado el veneno que el asesino había puesto en el Crown Victoria: Roland Bell y Geneva Settle. Habían estado a punto de morir. Pero mientras se disponían a correr hacia el coche desde el edificio de la tía abuela, Bell se dio cuenta de que había algo extraño en el lugar donde había sido atacado Pulaski. Barbe Lynch había encontrado al novato sosteniendo su arma. Pero este criminal era demasiado astuto para dejarle un arma en las manos a un policía, aunque éste estuviera desmayado. No, al menos la habría arrojado lejos si es que no quería llevársela. Bell había llegado a la conclusión de que por alguna razón el criminal mismo había disparado, y había dejado el arma allí para hacerles creer que el que había disparado era el novato. ¿El objetivo? Alejar a los oficiales del frente del edificio.
¿Y por qué? La respuesta era obvia: para que los coches quedaran expuestos.
El Crown Vic estaba abierto, lo que significaba que el criminal podía haber metido un explosivo en su interior. Entonces cogió las llaves del Chevy cerrado que Martínez y Lynch habían conducido hasta allí y había usado ese vehículo para alejar a Geneva del peligro, y les advirtió a todos que se mantuvieran alejados del Ford camuflado hasta que la brigada de explosivos pudiera examinarlo. Utilizando cámaras de fibra óptica, buscaron debajo y dentro del Crown Vic, y encontraron el artefacto bajo el asiento del conductor.
Sachs revisó el lugar: el coche, el recorrido para llegar a éste y el callejón donde Pulaski había sido atacado. No encontró gran cosa, salvo huellas de zapatos Bass —lo que confirmaba que el atacante era SD 109— y otro artefacto, casero: una bala de la automática de Pulaski atada con una banda elástica a un cigarrillo encendido. El criminal había encendido el cigarrillo y se había escabullido hacia el frente del edificio. Al consumirse, el «disparo» atrajo a los oficiales a la parte de atrás del edificio, dándole la oportunidad de plantar el artefacto en el coche de Bell.
«Maldita sea, qué astuto», pensó Sachs con oscura admiración.
No había signo alguno de que su compinche, el negro de la cazadora de combate, hubiera estado —o todavía estuviera— en las inmediaciones.
Poniéndose nuevamente la máscara, examinó cuidadosamente las partes de vidrio del artefacto, pero no se veían huellas u otras pistas, lo que no sorprendió a nadie. Desalentada, le informó de los resultados a Rhyme.
—¿Y qué has inspeccionado? —preguntó Rhyme.
—El coche y la parte del callejón donde estaba Pulaski. Y las calles de entrada y salida del callejón, y la calle donde estaba el Crown Vic, en ambas direcciones.
Silencio por un momento, mientras Rhyme reflexionaba sobre todo aquello.
Ella se sintió incómoda. ¿Se le estaba pasando algo por alto?
—¿En qué estás pensando, Rhyme?
—Has buscado siguiendo las reglas, Sachs. Ésos eran los lugares indicados. ¿Pero has tenido en cuenta la totalidad del escenario?
—El capítulo dos de tu libro.
—Bien. Al menos alguien lo ha leído. ¿Pero hiciste lo que ahí digo?
Aunque al investigar el escenario de un crimen lo esencial era siempre el tiempo, una de las prácticas sobre las que Rhyme insistía era la de tomarse un momento para percibir el lugar como un todo, teniendo en cuenta la naturaleza de ese crimen en particular. El ejemplo que citaba en su manual de ciencia forense era un asesinato real en Greenwich Village. El escenario primero del crimen había sido el lugar en el que fue hallada la víctima: su apartamento. El segundo era la escalera de incendios por la que había huido el asesino.
Pero fue en el tercer escenario del crimen, uno poco probable, donde Rhyme encontró las cerillas con las huellas del asesino: un bar gay a tres calles de allí. Nadie había pensado en inspeccionar el bar, pero Rhyme encontró cintas de pornografía gay en el apartamento de la víctima; un sondeo en el bar más cercano permitió dar con un barman que identificó a la víctima y recordó haberla visto tomando un copa con un hombre aquella noche. El laboratorio recogió huellas de una caja de cerillas que alguien había dejado olvidada sobre la barra, cerca de donde se habían sentado los dos hombres; las huellas condujeron al asesino.
—Sigamos pensando, Sachs. Él monta este plan, improvisado pero complejo, para distraer a nuestra gente y meter el artefacto en el coche. Eso significa que sabía dónde estaban todos los que le interesaban, qué estaban haciendo y cómo podía él disponer del tiempo preciso para introducir el artefacto. ¿Qué nos dice esto?
Sachs ya estaba inspeccionando la calle.
—Estaba observando.
—Sí, exacto, Sachs. Bien. ¿Y desde dónde pudo estar haciéndolo?
—La mejor vista la tendría desde enfrente. Pero hay docenas de edificios en los que pudo haber estado. No tengo ni idea de en cuál de ellos.
—Cierto. Pero Harlem es un barrio, ¿no?
—Eh…
—¿Entiendes lo que digo?
—No exactamente.
—Familias, Sachs. Allí viven familias, familias grandes, y viven todos juntos. Nada de yuppies solteros. La invasión de un hogar no pasaría inadvertida. Ni alguien asomando su cabezota en vestíbulos o callejones. Palabra graciosa, ¿no? Cabezota.
—¿Entonces, Rhyme? —Estaba de buen humor otra vez, pero a ella le irritó comprobar que él estaba más interesado en el acertijo del caso que, digamos, en las probabilidades que tenía Pulaski de recuperarse o en el hecho de que Roland Bell y Geneva Settle hubieran estado al borde de la muerte.
—Ni una casa ni un tejado; la gente de Roland siempre busca allí. Tiene que haber otro lugar desde donde estuviera mirando, Sachs. ¿Dónde crees tú que podría ser?
La mujer observó la calle una vez más…
Hay un cartel en un edificio abandonado. Está lleno de graffitis y octavillas, todo cubierto, ya sabes, sería difícil distinguir a alguien que estuviera observando desde detrás de él. Voy a acercarme a ver.
Tras buscar cuidadosamente señales de que el criminal pudiera estar aún en las cercanías, y no encontrar ninguna, cruzó la calle y se encaminó hacia la parte de atrás del viejo edificio; al parecer, una tienda que se había incendiado. Trepó por la ventana del fondo, vio que el suelo estaba cubierto de polvo —la superficie perfecta para dejar huellas— y, efectivamente, dio de inmediato con las pisadas de los zapatos Bass de SD 109. Aun así, deslizó unas bandas elásticas alrededor de las botas de su mono Tyvek —un truco que había inventado Rhyme para asegurar que los oficiales que exploraran el escenario de un crimen no confundieran sus propias huellas con las del sospechoso. La detective se adentró en la habitación con su Glock en la mano. Siguió las huellas del criminal hacia el frente; cada tanto se detenía para escuchar los ruidos. Sachs oyó un crujido o dos, pero, acostumbrada a los ruidos de la sórdida Nueva York, supo de inmediato que el intruso era una rata.
En el frente, miró a través de una grieta entre los paneles del contrachapado del cartel en el que había estado de pie el sujeto, y comprobó, sí, que era un punto perfecto para ver la calle. Recogió algunas cosas básicas del equipamiento forense, e iluminó las paredes con spray ultravioleta. Y encendió la fuente de luz alternativa.
Pero las únicas huellas que encontró eran de manos con guantes de látex.
Le contó a Rhyme lo que había encontrado y luego dijo:
—Buscaré restos en el lugar en el que estuvo de pie, pero no veo que haya mucho que digamos. Simplemente, no deja nada.
—Demasiado profesional —dijo Rhyme, suspirando—. Cada vez que damos un paso adelante, él ya ha dado dos. Bien, trae lo que tengas, Sachs. Lo examinaremos.
Mientras esperaban a que regresara Sachs, Rhyme y Sellitto tomaron una decisión: aunque creían que SD 109 había abandonado la zona cercana al apartamento, acordaron que la tía abuela de Geneva, Lilly Hall, y su amiga se mudaran a una habitación de hotel durante algún tiempo.
En cuanto a Pulaski, estaba en cuidados intensivos, todavía inconsciente por los golpes. Los médicos no podían afirmar si viviría o no. En el laboratorio de Rhyme, Sellitto colgó el teléfono con furia tras oír las noticias.
—Era un puñetero novato. No tendría que haberle asignado al equipo de Bell. Debería haber ido yo mismo.
Era extraño que dijera eso.
—Lon —dijo Rhyme—, tú tienes tu rango. Ascendiste y dejaste de patrullar… ¿cuándo? ¿Hace veinte años?
Pero el corpulento poli no tenía consuelo.
—Darle una tarea por encima de sus posibilidades. Qué imbécil he sido. Maldita sea.
Una vez más, se frotó la mejilla con la mano. El detective estaba nervioso y ese día se le veía particularmente lleno de arrugas. Normalmente siempre iba vestido igual: camisa clara y traje oscuro. Rhyme se preguntaba si no sería la misma ropa que había usado el día anterior. Daba la impresión de que así era. Sí, en la manga de la americana estaba la mancha de sangre de los disparos en la biblioteca. Era como si se castigara poniéndose la misma ropa.
Sonó el timbre.
Thom regresó un momento más tarde con un hombre alto y larguirucho. Piel pálida, mala actitud, barba desaliñada y cabellos castaños y rizados. Vestía una americana de pana beige y pantalones de sport marrones. Y sandalias Birkenstock.
Paseó la mirada por el laboratorio y luego se quedó observando a Rhyme. Sin sonreír, preguntó:
—¿Geneva está aquí?
—¿Quién es usted? —preguntó Sellitto.
—Soy Wesley Goades.
¡Vaya! El Terminator de los abogados no era un personaje ficticio, descubrimiento que sorprendió un poco a Rhyme. Sellitto vio su identificación y asintió.
El hombre no paraba de colocarse las gruesas gafas de montura metálica con sus largos dedos o de tirarse distraídamente de su larga barba, y no miraba a nadie a los ojos durante más de medio segundo. A Rhyme, la constante danza ocular le recordó a la amiga de Geneva, la que mascaba chicle, Lakeesha Scott.
Le tendió una tarjeta a Thom, que se la mostró a Rhyme. Goades era director de la Compañía de Servicios Legales de Harlem Central, y estaba afiliado a la Asociación pro Libertades Civiles de Estados Unidos. La letra pequeña del final ponía que era un abogado con licencia para ejercer en el Estado de Nueva York, ante los tribunales federales de distrito en Nueva York y Washington DC, y ante el Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos.
Tal vez su antiguo trabajo de representante de las empresas capitalistas de seguros había tenido como consecuencia que acabara pasándose al otro bando.
En respuesta a las miradas inquisitivas de Rhyme y Sellitto, dijo:
—He estado fuera de la ciudad. Me han informado de que Geneva llamó a mi oficina ayer. Algo con respecto a que ella tenía que declarar como testigo. Sólo quería saber en qué situación se encuentra.
—Está bien —dijo Rhyme—. Ha habido algunos intentos de asesinato, pero tiene guardaespaldas que la están protegiendo las veinticuatro horas del día.
—¿La tienen aquí retenida? ¿Contra su voluntad?
—No, retenida no —dijo el policía con firmeza—. Está en su casa.
—¿Con sus padres?
—Con un tío.
—¿Qué es todo este asunto? —preguntó el abogado, taciturno, saltando con la mirada de un rostro a otro, observando las pizarras de las pruebas, los aparatos, los cables.
Como de costumbre, a Rhyme no le apetecía en absoluto discutir con un extraño un caso en curso, pero podría ser que el abogado tuviera alguna información útil.
—Creemos que alguien está preocupado por lo que Geneva ha estado investigando para un proyecto del colegio. Sobre un ancestro suyo. ¿Alguna vez le mencionó algo?
—¿Algo sobre un antiguo esclavo?
—Así es.
—Así fue como la conocí. Vino a mi oficina la semana pasada y me preguntó si yo sabía dónde se podrían conseguir expedientes de viejos crímenes en la ciudad, del siglo XIX. La dejé ver algunos de los documentos antiguos que tengo, pero es casi imposible encontrar expedientes de juicios de esa época. No pude ayudarla. —El esquelético hombre enarcó una ceja—. Quiso pagarme por el tiempo que le dediqué. A la mayoría de mis clientes jamás se les ocurre hacerlo. —Tras echar otra ojeada a su alrededor, Goades se sintió satisfecho de que la situación fuera la que parecía ser—. ¿Están ya a punto de coger al tipo?
—Tenemos algunas pistas —dijo Rhyme evasivamente.
—Bien, díganle que me he pasado por aquí, ¿vale? Y si en cualquier momento necesita algo, que no dude en llamarme. —Señaló su tarjeta y se retiró.
Mel Cooper soltó una risa.
—Cien pavos a que en algún momento de su carrera representó a un truhán.
—Nadie acepta la apuesta —masculló Rhyme—. ¿Y qué hemos hecho para merecer toda esta diversión? A trabajar, vamos. ¡Moveos!
Veinte minutos más tarde, Bell y Geneva llegaron con la caja que contenía los documentos y otros objetos que habían cogido del apartamento de la tía abuela y que un oficial les había entregado en la comisaría de policía.
Rhyme le dijo que Wesley Goades había estado allí.
—Para ver cómo me encontraba, ¿no? Le dije que era bueno. Si algún día demando a alguien, voy a contratarle.
Abogado de destrucción masiva…
Amelia Sachs entró con las pruebas y saludó con una sacudida de cabeza a Geneva y a los otros.
—Veamos qué tenemos —dijo Rhyme con ansiedad.
El cigarrillo que SD 109 había usado como mecha para el «disparo» de distracción era marca Merit, muy común, imposible de seguirle la pista. El cigarrillo había sido encendido, pero no fumado, o por lo menos no se veían marcas de dientes o saliva en el filtro. Esto significaba casi seguramente que el sujeto no era un fumador habitual. No había huellas dactilares en el cigarrillo, por supuesto. La banda elástica que había usado para unirlo a la bala no tenía nada de especial. En el cianuro no encontraron trazas que permitieran identificar al fabricante. El ácido podía comprarse en muchos lugares. El artefacto destinado a mezclar el ácido y el veneno en el coche de Bell estaba hecho con objetos caseros: un frasco de vidrio, papel de aluminio y un candelero. Nada presentaba huellas o restos que permitieran seguir la pista hasta algún lugar en particular.
En el edificio abandonado que el asesino había usado como puesto de observación, Sachs encontró nuevamente restos del misterioso líquido que había recogido en el escondite de la calle Elizabeth (y Rhyme esperaba con ansias el resultado del análisis que estaba haciendo el FBI). Además, había recogido unas escamas de pintura naranja, de la tonalidad de las señales de tráfico o de los carteles de advertencia sobre obras en construcción o demoliciones. Sachs estaba segura de que éstas provenían del criminal, porque había encontrado las escamas en dos lugares diferentes, ambos junto a huellas suyas, y en ningún otro lugar del edificio abandonado. Rhyme especuló que el criminal pudo hacerse pasar por obrero de la construcción, o de autopistas, o por empleado de algún servicio público. O quizás alguno de éstos era su verdadero empleo.
Mientras tanto, Sachs y Geneva revisaban la caja de recuerdos familiares de la casa de la tía. Contenía docenas de viejos libros y revistas, papeles, recortes, notas, recetas, souvenirs y postales.
Después vieron una carta amarillenta con la inconfundible letra de Charles Singleton. La caligrafía de esta carta era, sin embargo, mucho menos elegante que la de su otra correspondencia.
Era comprensible, dadas las circunstancias.
Sachs la leyó en voz alta:
—«15 de julio de 1868».
—El día siguiente del robo al Fondo para los Libertos —observó Rhyme—. Continúa.
—«Violet, ¡qué locura es esto! Según alcanzo a discernir, estos hechos son un plan para desacreditarme, para avergonzarme ante los ojos de mis colegas y de los honorables soldados de la guerra por la libertad.
»Hoy he sabido dónde puedo buscar justicia, y esta tarde he estado en Potters' Field, armado con mi Navy Cok. Pero mis esfuerzos acabaron desastrosamente, y mi única esperanza de salvación yace ahora, oculta para siempre, bajo arcilla y tierra.
»Pasaré la noche escondido de los policías —que ahora me buscan por todas partes— y por la mañana huiré a Nueva Jersey; y nuestro hijo deberá huir igualmente. Temo que intentarán descargar su venganza sobre ti también. Mañana a mediodía reúnete conmigo en el muelle John Stevens, en Nueva Jersey. Viajaremos juntos a Pensilvania, si tu hermana y su marido se avienen a alojarnos.
»Hay un hombre que vive en el edificio de encima del establo donde estoy ahora escondido que parece no ser indiferente a mi lucha. Me ha asegurado que te dará este mensaje». —Sachs levantó la vista—. Aquí hay algo que ha sido tachado. No comprendo lo que dice. Luego continúa: «Ya es tarde. Tengo hambre y estoy cansado; tan puesto a prueba como Job. Y, sin embargo, la fuente de mis lágrimas, las manchas que ves en este papel, querida mía, no es el dolor, sino el arrepentimiento por la miseria que he acarreado sobre nosotros. ¡Todo por causa de mi secreto! Si hubiese gritado la verdad desde lo alto del edificio del ayuntamiento, quizás estos tristes acontecimientos no habrían salido a la luz. Ahora ya es demasiado tarde para la verdad. Por favor, perdóname por mi egoísmo, y por la destrucción creada por mi engaño. —Sachs levantó la mirada—. La firma sólo pone "Charles"».
La mañana siguiente, recordó Rhyme, fue la de la persecución y el arresto descritos en la revista que Geneva estaba leyendo cuando fue atacada.
—¿Su única esperanza? ¿«Oculta para siempre bajo arcilla y tierra»? —Rhyme volvió a mirar la carta, Sachs se la sostenía—. Nada específico con respecto al secreto… ¿y qué ocurrió en Potters' Field? Ése es el cementerio para los indigentes, ¿verdad?
Cooper entró en Internet y realizó una breve búsqueda. Informó de que el cementerio para los indigentes estaba localizado en la Isla de Hart, cerca del Bronx. La isla había sido una base militar, y el cementerio había sido inaugurado poco antes de que Charles fuera allí a cumplir con su misteriosa misión, armado con su pistola Colt.
—¿Militar? —preguntó Rhyme, frunciendo el ceño. Algo se le disparó en la memoria—. Muéstrame las otras cartas.
Cooper se las entregó.
—Mirad, la división de Charles estaba reunida aquí. Me pregunto si ésa será la conexión. ¿Algo más sobre el cementerio?
Cooper leyó.
—No. Hay sólo dos o tres datos.
Rhyme repasó la pizarra blanca.
—¿En qué demonios andaba Charles? Gallows Heights, Potters' Field, Frederick Douglass, líderes de derechos civiles, congresistas, políticos, la Decimocuarta Enmienda… ¿Qué relación hay entre todas estas cosas? —Tras un largo silencio, el criminalista dijo—: Llamemos a un experto.
—¿Quién es más experto que tú, Lincoln?
—No me refiero a ciencia forense, Mel —dijo Rhyme—. Estoy hablando de historia. Hay algunos temas que no domino.