CAPÍTULO 20

A las ocho de la mañana Thompson Boyd recogió su coche del garaje del callejón cercano a la casa de Astoria, donde lo había aparcado el día anterior tras escapar del escondite de la calle Elizabeth. Condujo su Buick azul entre el denso tráfico, se dirigió al puente de Queensborough y, una vez llegado a Manhattan, avanzó hacia el norte de la isla.

Recordando la dirección que le habían dejado en el buzón de voz, condujo hacia Harlem oeste y aparcó a dos calles de la casa de la familia Settle. Iba armado con su pistola North American Arms calibre 22 y su porra, y llevaba la bolsa de las compras, que hoy no contenía ningún libro de decoración; en su interior se hallaba el artefacto que había construido la noche anterior. Lo manejaba con extremo cuidado al caminar lentamente por la acera. Miró a un lado y a otro de la calle varias veces, vio gente que probablemente se dirigía a sus trabajos, una mezcla proporcional de blancos y negros, muchos con trajes de ejecutivo, camino de la oficina; otros eran estudiantes que iban a la Universidad de Columbia: bicicletas, mochilas, barbas… Pero no vio nada amenazador.

Thompson Boyd se detuvo al lado del bordillo y examinó el edificio en el que vivía la chica.

Había un Crown Vic aparcado un par de casas más allá del edificio de apartamentos; muy astuto de su parte no identificarlo. A la vuelta de la esquina había otro coche camuflado, cerca de una toma de agua para incendios. Thompson creyó ver movimiento en el tejado del edificio. ¿Un francotirador? Quizás no, pero definitivamente allí había alguien, sin duda un policía. Se estaban tomando este caso muy en serio.

El ciudadano medio se dio media vuelta y caminó de regreso a su coche medio, montó y lo puso en marcha. Tendría que tener paciencia. Cualquier intento sería demasiado arriesgado; tendría que esperar una oportunidad adecuada. En la radio comenzó a sonar Cat's in the Cradle, de Harry Chapin. La apagó, pero siguió silbando bajito la melodía, sin saltarse ni una sola nota, sin desafinar ni una fracción de tono.

Su tía abuela había encontrado algo.

En el apartamento de Geneva, Roland Bell recibió una llamada de Lincoln Rhyme, que le informó de que la tía del padre de Geneva, Lilly Hall, había encontrado algunas cajas con cartas viejas, recuerdos y objetos en el trastero del edificio en el que vivía. Ella no sabía si habría algo que fuera de utilidad —su vista no era muy buena—, pero las cajas estaban repletas de papeles. ¿Les interesaría, a Geneva y la policía, echarles una ojeada?

Rhyme quiso enviar a alguien a recoger todo, pero la tía dijo que no; sólo se lo daría a su sobrina nieta en persona. No confiaba en nadie más.

—¿Desconfía de la policía? —le preguntó Bell a Rhyme, que respondió:

Especialmente de la policía.

Amelia Sachs interrumpió entonces la conversación para ofrecer lo que Bell entendió como la verdadera explicación.

—Creo que quiere ver a su sobrina.

—Ah, vale. Entendido.

No era sorprendente que Geneva estuviera más que ansiosa por ir. La verdad era que Roland Bell prefería proteger a personas nerviosas, personas que se negaban a poner un pie en el asfalto de las aceras de Nueva York, que preferían acurrucarse ante juegos de ordenador y libros largos. Meterlos en una habitación interior, sin ventanas, sin visitas, sin acceso al tejado, y pedir comida china o pizza todos los días.

Pero Geneva Settle no se parecía a ninguna de las personas a las que había protegido hasta ese momento.

Señor Goades, por favor… He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. Es contra mi voluntad y…

El detective lo organizó todo para ir en dos coches de seguridad. Bell, Geneva y Pulaski irían en su Crown Vic. Luis Martínez y Barbe Lynch en su Chevy. Un oficial uniformado en otro coche azul y blanco estaría aparcado cerca del apartamento de los Settle mientras ellos estuvieran fuera.

Mientras esperaba que apareciera el segundo coche patrulla, Bell preguntó a la chica si sabía algo de sus padres. Ella dijo que estaban en Heathrow, esperando el siguiente vuelo.

Bell, padre de dos niños, tenía su opinión sobre los padres que dejan a su hija al cuidado de un tío mientras ellos se pasean por Europa. (Este tío en particular. ¿Mira que no darle a la chica dinero para la comida del mediodía? Eso era motivo para una buena bronca). Pese a que Bell era un padre sin pareja con un empleo exigente, aun así, por la mañana les hacía el desayuno a sus hijos, les preparaba el almuerzo para llevar al instituto, y hacía la cena casi todas las noches, si bien estas comidas no eran muy nutritivas y tenían exceso de hidratos de carbono. («Atkins» era una palabra que no se encontraba en la enciclopedia culinaria de Roland Bell).

Pero su trabajo era mantener a Geneva Settle viva, no hacer comentarios sobre padres que no tienen demasiadas aptitudes para criar a los hijos. Dejó a un lado sus opiniones sobre cuestiones personales, salió a la calle, la mano cerca de su Beretta, y escudriñó las fachadas de las casas y las ventanas y los tejados de los edificios vecinos y los coches, buscando cualquier cosa que se apartara de lo normal.

El coche patrulla de apoyo se detuvo y aparcó, mientras Martínez y Lynch se subían al Chevrolet, a la vuelta de la esquina del edificio de Geneva.

Bell dijo por su walkie-talkie:

—Despejado. Sáquenla.

Apareció Pulaski, que metió a Geneva dentro del Crown Victoria. Se sentó junto a ella; Bell ocupó el asiento del conductor. Los dos coches, uno detrás del otro, se desplazaron a gran velocidad a través de la ciudad, y finalmente llegaron a un viejo edificio al este de la Quinta Avenida, en el barrio hispano.

La mayoría de la gente de esa zona era portorriqueña o dominicana, pero aquí también vivían otros latinos: de Haití, Bolivia, Ecuador, Jamaica, Centroamérica, tanto negros como no negros. Había también zonas de otros inmigrantes, legales y no tanto, de Senegal, Liberia y los países de África Central. La mayoría de los delitos motivados por el odio no eran de blancos contra hispanos o negros: eran de nativos contra inmigrantes, de cualquier raza o nacionalidad. Así está el mundo, reflexionó Bell con tristeza.

El detective aparcó donde le indicó Geneva, y esperó hasta que los otros policías hubieron salido del coche de atrás e inspeccionado la calle. Tras el signo de aprobación de Luis Martínez, llevaron a Geneva al interior del edificio.

El edificio estaba deteriorado, el vestíbulo olía a cerveza y carne podrida. Geneva se sentía avergonzada por el estado en que se hallaba el lugar. Al igual que en el instituto, volvió a sugerir al detective que esperara afuera, pero lo hizo con desgana, como si esperara su respuesta:

—Creo que mejor entro contigo.

En el segundo piso, la joven llamó a la puerta y una voz de anciana preguntó:

—¿Quién es?

—Geneva. He venido a ver a la tía Lilly.

Se oyó el ruido de dos cadenas y dos cerrojos que se corrían. La puerta se abrió. Una mujer pequeña, con un vestido descolorido, miró a Bell con prevención.

—Buenas, señora Watkins —dijo la chica.

—Hola, cariño. Está en la sala. —Otra mirada desconfiada al detective.

—Es un amigo mío.

—¿Amigo tuyo?

—Así es —le dijo Geneva.

La expresión del rostro de la mujer daba a entender que no le gustaba que la chica pasara el tiempo en compañía de un hombre tres veces mayor que ella, aunque fuera un policía.

—Roland Bell, señora. —Le mostró su identificación.

—Lilly dijo que pasaba algo con la policía —dijo intranquila. Bell siguió sonriendo y no dijo nada más. La mujer repitió—: Bien, está en la sala.

La tía abuela de Geneva, una mujer mayor, frágil, con un vestido rosa, estaba mirando la televisión con sus gafas enormes y gruesas. Al ver a la chica el rostro se le iluminó con una sonrisa.

—Geneva, querida. ¿Cómo estás? ¿Y quién es este hombre?

—Roland Bell, señora. Encantado de conocerla.

—Yo soy Lilly Hall. ¿Es usted el que está interesado en Charles?

—Así es.

—Ojalá supiera más. Le dije a Geneva todo lo que sé. Consiguió la granja esa, después le arrestaron. Eso es todo. Ni siquiera sé si fue a la cárcel o no.

—Parece que sí, tía. No sabemos qué pasó luego. Eso es lo que queremos averiguar.

Detrás de ella, en el empapelado floral de la pared, lleno de manchas, había tres fotografías: Martin Luther King Jr., John F. Kennedy y la famosa fotografía de Jackie Kennedy de luto con los pequeños John John y Caroline a su lado.

—Ahí están las cajas. —La mujer sacudió la cabeza en dirección a unas cajas de cartón llenas de papeles y libros polvorientos y de objetos de madera y plástico. Se sentaron frente a una mesa de centro que tenía una pata rota pegada con cinta aislante. Geneva se inclinó y revisó la caja más grande.

Lilly la miró. Poco después la mujer dijo:

—A veces le siento.

—¿Le…? —preguntó Bell.

—A nuestro pariente, Charles. Puedo sentirle. Como a los otros haints.

Haint… Bell conocía la palabra de haberla oído en Carolina del Norte. Un antiguo término negro que significa «fantasma».

—Está inquieto, lo percibo —dijo la tía abuela.

—Yo no sé nada de eso —dijo su sobrina nieta con una sonrisa.

«No», pensó Bell, «Geneva no parece de los que creen en fantasmas y cosas sobrenaturales». El detective, sin embargo, no estaba tan seguro.

—Puede que lo que estamos haciendo le traiga un poco de paz —dijo.

—¿Sabe? —dijo la mujer, levantándose las gafas y empujando el puente con el dedo—, si está tan interesado en ese Charles, hay otros parientes nuestros por el resto del país. ¿Recuerdas al primo de tu padre en Madison? ¿Y su esposa, Ruby? Podría llamarlos y preguntar. O a Genna-Louise, en Memphis. Lo haría yo misma, pero no tengo teléfono propio. —Miró al viejo modelo Princess apoyado en la mesa del televisor, cerca de la cocina, e hizo una mueca que mostraba que el teléfono era motivo de disputas con la mujer con la que convivía. La tía abuela agregó—: Y las tarjetas telefónicas, son tan caras…

—Podemos llamar nosotros, tía.

—Ah, no me disgustaría hablar con algunos de ellos. Ha pasado tiempo. Echo de menos a la familia.

Bell hurgó en los bolsillos de su pantalón vaquero.

—Señora, ya que esto es algo en lo que Geneva y yo estamos trabajando juntos, permítame darle esto para que compre una tarjeta telefónica.

—No —dijo Geneva—. Yo me encargo.

—No tiene por qué…

—Ya está —dijo ella con firmeza, y Bell se guardó el dinero. Le dio a la mujer un billete de veinte dólares.

La tía abuela miró el billete con reverencia.

—Me voy a comprar esa tarjeta y les llamaré hoy mismo —aseguró.

—Si descubres algo, llámanos a ese número al que llamaste antes —dijo Geneva.

—¿Por qué está tan interesada la policía en Charles? El hombre debe de haber muerto hace como cien años, por lo menos.

Geneva le buscó la mirada a Bell y movió la cabeza; la mujer no se había enterado de que Geneva estaba en peligro, y la sobrina quería mantener el asunto así. Esa mirada le pasó inadvertida a la mujer, que los estaba viendo a través de sus gafas de botella de Coca-Cola.

—Me están ayudando a demostrar que no cometió el delito del que se le acusa —explicó la joven.

—¿Ahora? ¿Después de tantos años?

Bell no estaba seguro de que la mujer creyera a su sobrina. Una tía del propio detective, más o menos de la misma edad que ésta, era más astuta que un zorro. No se le escapaba nada.

Pero Lilly dijo:

—Han sido ustedes muy amables. Bella, hagamos café para este amigo. Y chocolate para Geneva. Recuerdo que eso es lo que le gusta.

Mientras Roland Bell miraba la calle a través del espacio que había entre las cortinas cerradas, Geneva empezó a revisar la caja una vez más.

En esta calle de Harlem:

Dos niños intentaban superarse el uno al otro deslizándose en monopatín por una balaustrada, desafiando tanto la ley de la gravedad como la de la escolaridad obligatoria. Una mujer negra parada en un porche regaba un espectacular geranio rojo que había sobrevivido a la reciente escarcha.

Una ardilla enterraba o desenterraba algo en un rectángulo de un metro cincuenta por uno —que era la parcela de tierra más grande de por allí—, en el que había alguna que otra mata de hierba amarillenta, y en medio del cual yacía la carcasa de una lavadora.

Y en la calle 123 Este, cerca de la iglesia Adventista, con el puente Triborough elevándose al fondo, tres policías vigilaban diligentemente un deteriorado edificio de piedra rojiza y las calles de alrededor. Dos de ellos, un hombre y una mujer, estaban de paisano; el policía que estaba en el callejón llevaba uniforme. Marchaba de un extremo al otro del callejón, como un soldado montando guardia.

Estas observaciones fueron llevadas a cabo por Thompson Boyd, que había seguido a Geneva Settle y a sus guardaespaldas hasta allí, y ahora se encontraba de pie en un edificio tapiado, en la acera de enfrente, que quedaba unos portales más hacia el oeste. Espiaba a través de las grietas de un desvaído cartel de publicidad de préstamos hipotecarios.

Era extraño que hubieran sacado a la chica a la calle. No seguían las reglas. Pero eso era problema de ellos.

Thompson pensó en la logística: dio por hecho que aquél era un recorrido corto, un golpe rápido, por así decir, con el Crown Victoria y el otro coche aparcado en doble fila, que nadie intentaba ocultar. Decidió ponerse rápidamente en movimiento, para aprovechar la situación. Thompson salió a toda prisa por la puerta del fondo del edificio en ruinas, dio la vuelta a la manzana, y sólo se detuvo el tiempo necesario para comprar un paquete de cigarrillos en una tienda de comestibles. Dirigiéndose al callejón de atrás del bloque de casas dentro del cual se encontraba Geneva en aquel momento, Thompson observó detenidamente. Con mucho cuidado depositó la bolsa de las compras en el asfalto y se adelantó unos centímetros. Escondiéndose detrás de un montón de bolsas de basura, observó al oficial rubio que estaba montando guardia en el callejón. El asesino comenzó a contar los pasos del joven. Uno, dos

Al contar trece el oficial llegó a la parte posterior del edificio y dio media vuelta. Su guardia cubría mucho terreno; debían de haberle ordenado que vigilara el callejón entero, desde la boca hasta el fondo, y también que echara una ojeada a las ventanas del edificio de enfrente.

Al contar doce el policía llegó a la acera, en la boca del callejón, y dio media vuelta, para comenzar una vez más. Uno, dos, tres

Nuevamente, llegar al fondo del edificio le llevó doce pasos. Miró a su alrededor y se dirigió al frente, en trece pasos.

El siguiente recorrido fue de once pasos, luego doce.

No era un cronómetro, pero se le parecía bastante. Thompson Boyd podía contar por lo menos con la duración de once pasos para escabullirse a la parte de atrás del edificio sin ser visto, mientras el chaval estuviera de espaldas. Y luego serían otros once hasta que éste apareciera nuevamente en el fondo del callejón. Se puso el pasamontañas, cubriéndose el rostro.

El oficial dio media vuelta y caminó hacia la calle una vez más.

En un instante, Thompson quedó fuera del campo visual del policía, y corrió a la parte de atrás del edificio, contando: tres, cuatro, cinco, seis

Sin hacer ruido, gracias a sus zapatos Bass, Thompson mantuvo los ojos fijos en la espalda del muchacho. El policía no miraba alrededor. El asesino llegó al muro en ocho, se apoyó, recuperó el aliento, se volvió hacia el callejón donde pronto aparecería el policía uniformado.

Once. El policía habría llegado ya a la calle y estaría dando la vuelta y regresando.

Uno, dos, tres…

Thompson Boyd respiró más lentamente.

Seis, siete…

Thompson Boyd cogió la porra con ambas manos.

Nueve, diez, once…

Ruido de pisadas en los ásperos adoquines.

Thompson corrió velozmente hacia el callejón, sacudiendo la porra como un bate de béisbol, rápido como una mordedura de serpiente de cascabel. Se fijó en el completo estupor del rostro del joven. Oyó el silbido del bastón y el grito ahogado del policía, que se interrumpió en el momento en que la porra le golpeó la frente. El chico cayó de rodillas; de su garganta escapó un gorgoteo. Y entonces el asesino le asestó un golpe en la coronilla.

El oficial dio con la cara en el suelo mugriento. Thompson arrastró al joven tembloroso, que todavía estaba parcialmente consciente, hasta la parte trasera del edificio, donde no pudiera ser visto desde la calle.

Al oír el ruido de un disparo, Roland Bell fue de un salto a la ventana del apartamento, y miró la calle detenidamente. Se desabotonó la americana y cogió su radio.

Hizo caso omiso de la amiga de la tía Lilly, que dijo con los ojos como platos:

—Dios mío, ¿qué está pasando?

Sin decir palabra, la tía abuela tenía la vista fija en la enorme arma que el detective tenía en la cadera.

—Bell —dijo el detective al micrófono—. ¿Qué tenemos?

Luis Martínez respondió sin aliento:

—Un disparo. Vino de la parte posterior del edificio, jefe. Pulaski estaba allí. Barbe ha ido a ver.

—Pulaski —dijo Bell por la radio—. Responda.

Nada.

—¡Pulaski!

—¿Qué es todo esto? —preguntó Lilly, aterrada—. ¡Dios mío!

Bell le hizo un gesto para que se callara.

—Posiciones. Informen —dijo por su radio.

—Todavía estoy en el porche del frente —respondió Martínez—. No sé nada de Barbe.

—Vayan al corredor de la planta baja, presten atención a la puerta del fondo. Si yo fuera él, entraría por ahí. Pero cubran ambas entradas.

—Entendido.

Bell se giró hacia Geneva y las dos mujeres mayores.

—Nos vamos. Ahora mismo.

—Pero…

Ahora, señorita. Si me obliga, la llevaré en brazos; pero eso sería todavía más peligroso para usted.

Finalmente, Barbe Lynch respondió.

—Pulaski ha caído. Llamó al 10-13, oficial necesita asistencia, y pidió que enviaran ayuda médica.

—¿Entrada posterior intacta? —preguntó.

—La puerta está cerrada con llave. Eso es todo lo que puedo decirle —respondió Lynch.

—Quédense en sus posiciones. Cubran el callejón trasero. Voy a sacarla de aquí. Salgamos —dijo a la chica.

La expresión desafiante había desaparecido del rostro de Geneva, pero de todas maneras, señalando a las mujeres con la cabeza, le respondió:

—No voy a dejarlas solas.

—Dime inmediatamente de qué se trata todo esto —dijo su tía abuela, mirando enojada a Bell.

—Es una cuestión de policías. Alguien podría intentar herir a Geneva. Quiero que se marchen. ¿Tienen alguna amiga en cuya casa puedan quedarse un rato?

—Pero…

—Insisto, señoras. ¿Hay alguna? Díganmelo rápido.

Se miraron la una a la otra con ojos atemorizados, y asintieron con la cabeza.

—Ann-Marie, quizás —dijo la tía—. Al final del pasillo.

Bell se dirigió al pasillo y miró fuera. El corredor estaba vacío.

—De acuerdo. Ya. Salgan.

Las mujeres mayores cruzaron el pasillo a toda prisa. Bell las vio llamar a una puerta. Ésta se abrió y oyó unas palabras pronunciadas en voz baja; luego vio el rostro de una anciana negra que se asomaba. La mujer desapareció en el interior de su apartamento, tras lo cual se oyeron cadenas y cerrojos. El detective y la chica bajaron velozmente las escaleras; con su gran pistola automática negra en la mano, Bell se detuvo en cada planta para cerciorarse de que la inmediata inferior estuviera despejada.

Geneva no decía nada. Tenía el rostro tenso; se la veía furiosa otra vez.

Se detuvieron en el vestíbulo. El detective llevó a Geneva a un rincón a la sombra, detrás de él.

—¿Luis? —gritó.

—¡Planta baja despejada, jefe, al menos por el momento! —gritó el policía en un áspero susurro en medio del corredor oscuro que conducía a la puerta del fondo.

—Pulaski todavía está vivo. Le encontré con su arma en la mano; hizo un disparo. Fue ése el ruido que oímos. No hay señales de que le haya dado a nadie —dijo Barbe con su tranquila voz.

—¿Qué ha dicho?

—Está inconsciente.

«Quizás le haya dado al tipo», pensó Bell.

«O quizás éste haya planeado otra cosa». ¿Sería más seguro esperar a los refuerzos aquí? La respuesta lógica sería que sí. Sin embargo, el verdadero problema era otro: ¿se trataba de la respuesta correcta a la pregunta de qué era lo que tenía en mente SD 109?

Bell tomó una decisión.

—Luis, voy a sacarla de aquí. Ahora. Necesito tu ayuda.

—Lo que usted diga, jefe.

Thompson Boyd estaba nuevamente en el edificio en ruinas frente al bloque de viviendas en el que habían entrado Geneva Settle y los policías.

Hasta ahora, el plan estaba funcionando.

Tras golpear al policía, había extraído un proyectil de la Glock del hombre. Con una banda elástica, la había fijado a un cigarrillo encendido, y había colocado el petardo casero en el callejón. Y le había puesto el arma en la mano al policía inconsciente.

Se quitó el pasamontañas y se escabulló por otro callejón, al este del edificio, hacia la calle. Cuando el cigarrillo se consumió e hizo detonar la bala, y los dos policías de paisano desaparecieron, corrió hacia el Crown Victoria. Tenía una barreta para forzar la puerta del coche, pero no le hizo falta: estaba abierto. Cogió varios objetos de la bolsa que había preparado la noche anterior, los ensambló y los escondió debajo del asiento del conductor, y cerró cuidadosamente la puerta.

El artefacto improvisado era bastante simple: un frasco bajo y ancho de ácido sulfúrico en el que había un pequeño candelero de vidrio. Y apoyada en el extremo de éste, una bola de papel de aluminio con varias cucharadas de polvo de cianuro. Cualquier movimiento del coche haría que la bola cayera dentro del ácido, el cual derretiría el papel y disolvería el veneno. El gas letal se esparciría y reduciría a los ocupantes antes de que tuvieran tiempo de abrir una puerta o una ventanilla. Estarían muertos —o con muerte cerebral— poco después.

Miró por la grieta que separaba la cartelera de lo que quedaba en pie de la pared frontal del edificio. En el porche estaba el detective de cabellos castaños que parecía estar a cargo de la guardia. A su lado estaba el policía de civil, y entre ambos, la muchacha.

El trío se detuvo en el porche mientras el detective inspeccionaba la calle, los tejados, los coches y los callejones.

Tenía un arma en la mano derecha. Las llaves en la otra. Iban a correr hasta el coche de la muerte.

Perfecto.

Thompson Boyd se dio la vuelta y dejó el edificio rápidamente. Tenía que poner distancia entre él y ese lugar. Pronto llegarían otros policías; las sirenas sonaban cada vez más fuerte. Mientras se escapaba por el fondo del edificio, oyó que arrancaba el coche del detective. Y luego el ruido de las llantas rechinando.

Respiren hondo, dijo en sus pensamientos a los ocupantes del coche. Lo pensó por dos razones: en primer lugar, porque, por supuesto, quería acabar de una vez con el trabajo. Pero también les enviaba este mensaje por otra razón: morir a causa de inhalación de cianuro puede ser realmente espantoso. Desearles una muerte rápida, indolora, era lo que pensaría una persona con sentimientos, una persona que no estuviera entumecida.

Uva, cereza, leche…

Respiren hondo.

Notando la vibración del motor —que hacía que le temblaran las manos, las piernas y la espalda—, Amelia Sachs aceleró en dirección a Harlem. Iba a cien kilómetros por hora antes de meter tercera.

Estaba en casa de Rhyme cuando les llegó el parte: Pulaski había caído, y el asesino se las había ingeniado para meter algún artefacto en el coche de Roland Bell. Corrió escaleras abajo, encendió su Camaro 1969 rojo y salió pitando hacia el lugar de los hechos en la zona este de Harlem.

Rugiendo en los semáforos en verde, aminorando a cincuenta en los que estaban en rojo: mirar a la izquierda, mirar a la derecha, cambio, ¡pisar a fondo!

Diez minutos más tarde dobló dando un patinazo en la calle 123 Este; yendo contra el tráfico, no chocó por unos centímetros contra un camión de reparto. Más adelante vio las luces de las ambulancias y tres coches patrulla de la comisaría del barrio. Además, había una docena de uniformados y un puñado de agentes de la USU trabajando en la acera. Se movían cautelosamente, como si fueran soldados bajo fuego enemigo.

Guárdense las espaldas.

Frenó el Chevy haciendo que las ruedas echaran humo, y saltó al asfalto, mirando los callejones colindantes y las ventanas vacías, buscando cualquier indicio del asesino y su revólver de agujas. Corrió hacia el callejón, mostrando su placa, y vio a los médicos que examinaban a Pulaski. Éste estaba de espaldas, y los médicos habían logrado que volviera a respirar, al menos estaba vivo. Pero había perdido mucha sangre y tenía el rostro muy inflamado. Esperaba que pudiera decirles algo, pero estaba inconsciente.

Aparentemente el joven había sido sorprendido por su atacante, que lo había esperado a la vuelta del callejón. El recluta estaba demasiado cerca de la pared lateral del edificio. No había tenido manera de advertir el ataque. Uno debe caminar por el centro de una acera o un callejón para evitar que alguien pueda saltarle encima por sorpresa.

Usted no lo sabía.

Se preguntó si el chico viviría para aprender esa lección.

—¿Cómo está?

El médico no la miró.

—Imposible saberlo. Tiene suerte de seguir vivo. —Luego se dirigió a su colega—: Vamos, saquémosle de aquí. Enseguida.

Mientras ponían a Pulaski en una camilla y lo llevaban a la ambulancia, Sachs despejó el lugar, haciendo que se retirara la gente, para preservar las pruebas que pudiera haber. Después regresó a la boca del callejón y se puso el traje blanco Tyvek.

Mientras se cerraba el traje, un sargento de la policía local se acercó a ella.

—Usted es Sachs, ¿verdad?

Ella asintió.

—¿Algún rastro del criminal?

—Nada. ¿Va a encargarse usted de la investigación de la zona?

—Sí.

—¿Quiere ver el coche del detective Bell?

—Claro.

Sachs empezó a caminar hacia el coche.

—Espere —dijo el hombre. Le dio una máscara antigás.

—¿Es para tanto?

Él siguió andando. A través del caucho, la mujer oyó la atribulada voz del sargento diciendo:

—Sígame.