CAPÍTULO 19

—Hora de ir a la cama.

—¿Qué? —preguntó Rhyme, levantando la vista de la pantalla de su ordenador.

—A la cama —repitió Thom. Se le notaba cierto recelo. A veces era una pelea lograr que Rhyme dejara de trabajar.

Pero el criminalista dijo:

—Vale. A la cama.

De hecho, se sentía agotado, y desanimado también. Estaba leyendo un correo electrónico del alcaide J. T. Warden de Amarillo, en el que informaba de que nadie de la cárcel había reconocido el retrato robot de SD 109.

El criminalista dictó un breve agradecimiento y se desconectó. Luego le dijo a Thom:

—Sólo una llamada, y luego iré con todo gusto.

—Voy a ordenar un poco —dijo el asistente—. Le veo arriba.

Amelia Sachs se había ido a su casa para pasar la noche, y para ver a su madre, que vivía cerca y que últimamente había estado enferma con problemas cardíacos. Eran más las noches que se quedaba a dormir con Rhyme que las que no, pero ella conservaba su apartamento de Brooklyn, en donde tenía otros parientes y amigos. (Jennifer Robinson —la agente que había llevado a las adolescentes al apartamento de Rhyme esa mañana— vivía en su misma calle, a pocas manzanas). Además, Sachs, al igual que Rhyme, necesitaba estar sola de vez en cuando, y este arreglo les venía bien a ambos.

Rhyme llamó por teléfono y habló brevemente con la madre de Amelia, y le expresó sus buenos deseos. Luego se puso Sachs, y él le contó las últimas novedades, aunque eran pocas.

—¿Estás bien? —preguntó Sachs—. Tienes voz de preocupado.

—Cansado.

—Ah. —Ella no le creyó—. Duerme un poco.

—Tú también. Que duermas bien.

—Te quiero, Rhyme.

—Yo también a ti.

Después de colgar, movió su silla de ruedas hacia la tabla de las pruebas.

De todas maneras, no estaba mirando las precisas anotaciones sobre el caso escritas por Thom. Estaba observando la hoja impresa sobre la carta de tarot, pegada con cinta adhesiva en la pizarra, la carta número doce, el hombre colgado. Volvió a leer el párrafo que hacía referencia al significado de la carta. Estudió el rostro plácido, cabeza abajo. Después se dio la vuelta y se acercó al pequeño ascensor que comunicaba el laboratorio de la planta baja con el dormitorio de la planta alta, ordenó al ascensor que subiera y luego salió de éste.

Reflexionó sobre la carta de tarot. Al igual que Kara, su amiga ilusionista, Rhyme no creía en el espiritismo o los poderes psíquicos. (Ambos eran, cada uno a su manera, científicos). Pero no pudo evitar que le impactara el hecho de que una carta en la que aparecía un cadalso fuera una prueba en un caso en el que la palabra gallows, «horca», apareciera destacadamente. La palabra «colgado» era también una curiosa coincidencia. Los criminalistas tienen que conocerlo todo sobre los métodos para matar, por supuesto, y Rhyme sabía perfectamente cómo funcionaba el ahorcamiento. (La causa efectiva de muerte en las ejecuciones por ahorcamiento era la sofocación, aunque no por la compresión y oclusión de la garganta, sino porque se interrumpían las señales nerviosas enviadas a los pulmones). Eso era lo que casi le había sucedido a Rhyme en el accidente del escenario del crimen en el metro, unos años atrás.

Gallows Heights… El hombre colgado…

El significado de la carta de tarot, sin embargo, era el aspecto más notable de toda esta casualidad: «Su aparición en una tirada indica una búsqueda espiritual encaminada a una decisión, una transición, un cambio de dirección. A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son. Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior, aunque ese mensaje parezca contradecir la lógica».

Le parecía gracioso, porque últimamente había estado muy absorbido en una búsqueda antes del caso de SD 109 y de la aparición de la carta adivinatoria. Lincoln Rhyme tenía que tomar una decisión.

Un cambio de dirección…

No se quedó en el dormitorio, sino que condujo su silla a la habitación que era el epicentro de sus debates: la sala de terapia, donde había pasado cientos de horas de esforzado trabajo cumpliendo el régimen de ejercicios del doctor Sherman.

Deteniendo la silla de ruedas en la puerta, examinó el equipo de rehabilitación en la sala casi a oscuras: la bicicleta ergométrica, la cinta de locomoción. Luego miró hacia abajo, hacia su mano derecha, sujeta con una correa al brazo acolchado de su silla de ruedas Storm Arrow.

Decisión…

«Adelante», se dijo a sí mismo.

«Inténtalo. Ahora. Mueve la mano».

Respirando con fuerza. Los ojos clavados en su mano derecha.

No…

Dejó caer los hombros, en la medida que podía hacerlo, y miró la habitación. Pensando en todos los extenuantes ejercicios. Seguro, el esfuerzo había hecho que mejorara la densidad ósea y la masa muscular y la circulación; había reducido las infecciones y la posibilidad de un accidente cerebro vascular.

Pero la verdadera cuestión que rodeaba a los ejercicios podía resumirse en un eufemismo de dos palabras que usaban los especialistas médicos: beneficio funcional. La traducción de Rhyme era menos oscura: sentir y moverse.

Precisamente esos aspectos de su recuperación a los que él había restado importancia cuando había hablado con Sherman ese mismo día.

Para decirlo con franqueza, le había mentido al médico. En su corazón, sin que se lo hubiera confesado a nadie, bullía la ardiente necesidad de saber una cosa: esas torturantes horas de ejercicio, ¿le habían hecho recuperar sensibilidad y le habían dado la capacidad de mover músculos que no había podido mover en años? ¿Podría, ahora, girar la perilla de un microscopio Bausch & Lomb para enfocar una fibra o un cabello? ¿Podía sentir la palma de la mano de Amelia Sachs contra la suya?

En cuanto a la sensación, tal vez había habido alguna ligera mejoría. Pero un tetrapléjico con un nivel C4 de lesiones flota en un mar de dolores imaginarios y sensaciones falsas, fabricadas por el cerebro, que son un continuo hostigamiento y generan permanente confusión. Se sienten moscas arrastrándose por la piel en donde no se ha posado ninguna mosca. No se siente ninguna sensación, de ningún tipo, aun cuando uno baja la vista y ve café hirviendo quemándole capas de carne. Rhyme creía, sin embargo, que la sensación había experimentado una ligerísima mejoría.

Ah, pero ¿qué decir del gran premio: el movimiento? Éste era la joya de la corona de la recuperación de las lesiones de la médula espinal.

Bajó la vista para volver a mirarse la mano, la mano derecha, la que no había sido capaz de mover desde el accidente.

Esta pregunta se podía responder de una forma simple y definitiva. Nada de ese asunto de los dolores imaginarios, nada de «creo que tal vez me parece que siento algo». Se podía responder ahora mismo. Sí o no. No necesitaba una tomografía por emisión de positrones ni una medición de resistencia ni cualquier artilugio de los que traían los médicos en sus pequeños bolsos negros. Ahora mismo, simplemente él podía enviar impulsos infinitesimales dirigidos a los músculos por las autopistas de neuronas y luego ver qué sucedía.

¿Llegarían los mensajeros y harían que el dedo se torciera, lo que sería el equivalente de un récord mundial de salto de longitud? ¿O chocarían y se detendrían ante un ramal nervioso muerto?

Rhyme creía ser un hombre valiente, tanto en lo físico como en lo espiritual. En la época anterior al accidente, no había nada que no hiciera por su trabajo. Una vez, al proteger el escenario de un crimen, él y un agente habían mantenido a raya a una turba enloquecida de cuarenta personas que intentaba saquear la tienda en la que se había producido un tiroteo cuando los polis podrían haberse echado a un lado para ponerse a salvo. En otra ocasión, tratando de encontrar pruebas que pudieran guiarle al paradero de una niña que había sido raptada, se había puesto a investigar el lugar a quince metros de donde estaba parapetado un criminal, mientras éste le disparaba al azar. Luego, hubo esa vez en que había puesto en peligro toda su carrera al arrestar a un oficial de policía de alto rango que estaba contaminando el escenario de un crimen sólo para presumir ante la prensa.

Pero ahora su coraje le estaba fallando.

Sus ojos le perforaban la mano derecha, no podía quitarle la vista de encima.

Sí, no…

Si intentaba mover el dedo y era incapaz de hacerlo, si ni siquiera iba a poder vanagloriarse de una de las pequeñas victorias de las que hablaba el doctor Sherman en la agotadora batalla que había estado librando, eso supondría el fin para él.

Volverían los pensamientos negativos, como una marea que sube y sube contra la costa, y finalmente llamaría una vez más a un médico… ah, pero no a Sherman. A un médico muy diferente. Al hombre de la Asociación Lete, un grupo pro eutanasia. Unos años atrás, cuando intentó poner fin a su vicia, no era tan independiente como ahora. Había menos ordenadores, no había sistemas de UCM ni teléfonos de control por reconocimiento de voz. Irónicamente, ahora que su estilo de vida era mejor, también era más autosuficiente para matarse por sí mismo. El médico podía ayudarle a montar algún artilugio conectado a la UCM, o dejarle píldoras o un arma cerca.

Por supuesto, ahora había gente en su vida, no como hacía unos años. Su suicidio sería terrible para Sachs, sí, pero la muerte había sido siempre un aspecto de su amor. Con sangre de poli en las venas, a menudo ella era la primera en atravesar la puerta cuando había que entrar a por un sospechoso, aun cuando no tuviera ninguna necesidad de hacerlo. Había sido condecorada por su coraje en tiroteos, y conducía a la velocidad del rayo, algunos hasta dirían que ella misma tenía una vena suicida en su interior.

En el caso de Rhyme, cuando se conocieron —llevando un caso difícil, muy difícil, un crisol de violencia y muerte, hacía unos años— él estuvo muy cerca de matarse. Sachs comprendía este aspecto suyo.

Thom también lo aceptaba. (Rhyme le había dicho al asistente en la primera entrevista: «Es posible que no dure mucho. Asegúrese de cobrar el talón de su paga en cuanto lo tenga en la mano»).

Aun así, detestaba pensar en lo que su muerte les provocaría a ellos y a las otras personas que conocía. Por no mencionar el hecho de que los crímenes quedarían sin resolver, y que las víctimas morirían, si él no estaba sobre la tierra para llevar a cabo el artesanal trabajo que era parte esencial de su ser.

Ésa era la razón por la que había estado aplazando los exámenes. Si no había mejoría, eso sería suficiente para ponerle al borde del abismo.

¿Sí…?

A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son.

… o no?

Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior.

Y fue en ese momento cuando Lincoln Rhyme tomó la decisión: tiraría la toalla. Dejaría los ejercicios, dejaría de pensar en la operación de médula.

Después de todo, si uno no tiene esperanzas, entonces la esperanza no se puede destruir. Se había construido una buena vida. Su existencia no era perfecta, pero era tolerable. Lincoln Rhyme aceptaría su curso, y se contentaría con ser lo que Charles Singleton había rechazado: un pedazo de hombre, tres quintos de hombre.

Se contentaría, más o menos.

Utilizando su anular izquierdo, Rhyme dio media vuelta con su silla de ruedas y volvió al dormitorio, justo en el momento en que Thom entraba por la puerta.

—¿Está listo para ir a la cama?

—Pues sí —dijo Rhyme alegremente—, la verdad es que sí.