CAPÍTULO 18

Esa tarde, a las siete y media, Thompson Boyd acababa de terminar de pintar la caricatura de un oso en la pared de la habitación de Lucy. Dio un paso atrás y miró su obra. Había hecho lo que había aprendido a hacer leyendo el manual y, por cierto, la figura se parecía mucho a un oso. Era lo primero que pintaba desde que había dejado la escuela, y por eso, ese día, había estado estudiando el libro con ahínco en su escondite.

Parecía que a las chicas les había encantado. Pensó que él mismo debería estar satisfecho con el dibujo. Pero no estaba seguro. Se lo quedó mirando un rato largo, esperando sentir orgullo. Pero no sucedió nada. Ah, vaya. Se dirigió al vestíbulo, miró su teléfono móvil.

—Tengo un mensaje —dijo distraídamente. Marcó—. Hola, soy Thompson. ¿Cómo estás? He visto que has llamado.

Jeanne le miró y luego volvió a la cocina a seguir secando los platos.

—No, ¿en serio? —Thompson soltó una risita. Para ser un hombre que nunca reía, pensó que había sonado auténtico. Claro, que había hecho lo mismo esa mañana, en la biblioteca, riendo para que la chica Settle estuviera tranquila, pero no había dado resultado. Se recordó a sí mismo que no debía sobreactuar—. Hombre, eso es una lata —dijo al teléfono apagado—. Por supuesto. No va a llevar mucho tiempo, ¿no? Tengo esa reunión mañana otra vez, sí, las negociaciones que se pospusieron… Vale, dame diez minutos, te veo allí.

Cerró el teléfono y le dijo a Jeanne:

—Vern está en el bar de Joey. Se le ha reventado una llanta.

Vernon Harber había existido en una época, pero ya no. Thompson le había matado hacía unos años. Pero puesto que conocía a Vern antes de su muerte, Thompson lo había convertido en un ficticio amiguete del barrio, que veía de tanto en tanto. Un colega. Igual que el verdadero Vern —el muerto—, el vivo y ficticio tenía un Supra y una novia llamada Renee y contaba cantidad de anécdotas graciosas sobre la vida en el puerto y sobre la carnicería y sobre su barrio. Thompson sabía mucho más sobre Vern, y conservaba los detalles en su mente. (Cuando uno miente, él lo sabía, hay que mentir a lo grande, con coraje y con precisión.)

—Pasó por encima de una botella de cerveza con el Supra.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Jeanne.

—Sólo estaba aparcando. El idiota no sabe ni sacar él solo el gato del coche.

Vivo y muerto, Vern Harber era un inútil que lo único que sabía hacer era apalancarse en el sofá a ver la tele.

Thompson llevó el pincel y el cubo de cartón al lavadero, los colocó en la pila y dejó correr el agua para enjuagar el pincel. Se puso la cazadora.

—¿Podrías traer un poco de leche cuando vuelvas? —le pidió Jeanne.

—¿Un litro?

—Sí, eso es.

—¡Y unos chicles! —gritó Lucy.

—¿De qué sabor?

—De uva.

—De acuerdo. ¿Brit?

—¡De cereza! —dijo la chica. Se acordó de agregar—: Por favor.

—De uva, de cereza y leche —repitió, señalando a cada una de las mujeres, de acuerdo con sus pedidos.

Thompson salió y empezó a andar como en un laberinto, de aquí para allá, por las calles de Queens, mirando de vez en cuando hacia atrás para cerciorarse de que no le seguían. Llenando sus pulmones de aire frío, exhalándolo más tibio y en forma de suaves notas musicales: la canción de Titanic, de Celine Dion.

El asesino había observado la reacción de Jeanne cuando le dijo que iba a salir. Le pareció que la preocupación que ella mostraba por Vern era auténtica y que no tenía la menor sospecha, pese al hecho de que él iba a encontrarse con un hombre a quien ella jamás había visto. Pero eso era típico. Esa noche se trataba de ir a ayudar a un amigo. A veces decía que quería ir a hacer una apuesta. O iba a ver a los colegas al bar de Joey para tomarse algo rápido. Alternaba las mentiras.

La delgada morena de cabello rizado nunca preguntaba demasiado sobre los lugares adonde iba, ni sobre el falso empleo de agente comercial de artículos informáticos que él sostenía tener, y que con frecuencia le obligaba a salir de viaje. Nunca preguntaba detalles de por qué su trabajo era tan secreto que tenía que mantener cerrada con llave la puerta del despacho que tenía en casa. Ella era perspicaz e inteligente, dos cosas muy diferentes, y la mayoría de las mujeres perspicaces e inteligentes habría insistido en tener más participación en su vida. Pero Jeanne Starke no.

La había conocido en la barra de una cafetería, aquí, en Astoria, unos años atrás, después de haber estado escondido tras haber asesinado por encargo a un narcotraficante de Newark. Estaba sentado al lado de Jeanne en una cafetería griega, le había pedido que le alcanzara el ketchup y luego se había disculpado, al darse cuenta de que ella tenía un brazo roto y no podía cogerlo. Le preguntó si le dolía, ¿qué le había sucedido? Ella eludió el tema, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas. Siguieron conversando.

Al poco, ya estaban saliendo juntos. Al final supo la verdad sobre el brazo roto, y un fin de semana Thompson le hizo una visita al ex marido. Luego, Jeanne le contó que había sucedido un milagro: su ex se había ido de la ciudad y ni siquiera llamaba ya a las niñas por teléfono, lo que había venido haciendo una vez a la semana, borracho y furioso, para decirles pestes sobre su madre.

Un mes después, Thompson se mudó con ella y las niñas.

Parecía haber sido una buena solución para Jeanne y sus hijas. He aquí un hombre que no grita ni se quita el cinturón para zurrar a nadie, que paga el alquiler y que se deja ver cuando dice que lo hará. Desde luego a ellas les parecía el mejor partido del mundo.

Una buena solución para ellas, y buena también para un asesino profesional: una persona de su oficio que tiene una esposa o novia e hijos es mucho menos sospechosa que un soltero.

Pero había otra razón por la que estaba con ella, más importante que la simple logística y la conveniencia. Thompson Boyd estaba esperando. Hacía mucho tiempo que le faltaba una cosa en su vida, y estaba esperando volver a tenerla. Creía que alguien como Jeanne Starke, una mujer que no era demasiado exigente y cuyas expectativas eran escasas, podía ayudarle a encontrarla.

¿Y qué era esa cosa que le faltaba? Muy sencillo: Thompson Boyd estaba esperando que se le pasara el entumecimiento y que le volviera el sentimiento al alma, del mismo modo que el pie vuelve a la vida después de haberse quedado dormido.

Thompson tenía muchos recuerdos de su infancia en Texas, imágenes de sus padres y de su tía Sandra, de sus primos, de sus amigos del colegio. De cuando veía los partidos del Texas A&M en la tele, de estar sentado en el órgano electrónico de Sears; Thompson presionaba las teclas de los acordes mientras su tía o su padre tocaban la melodía, lo mejor que podían con sus dedos regordetes (que eran un rasgo de familia). De cuando cantaba «Adelante, soldados cristianos» y «Ata una cinta amarilla» y el tema de Los boinas verdes. De cuando aprendía a usar las herramientas con su padre en el impecable taller del cobertizo. De cuando andaba por el desierto con el hombretón, maravillándose de las puestas de sol, de los depósitos de lava, los coyotes, las serpientes de cascabel, que se movían como la música pero que podían morderle a uno y matarlo en un abrir y cerrar de ojos.

Recordó la vida de su madre, preparando sándwiches, tomando el sol, barriendo el polvo de Texas hacia afuera de la caravana y sentada en sillas de aluminio con sus amigas. Recordó la vida de su padre, coleccionando discos de vinilo, pasando los sábados con su chico y los días de la semana haciendo prospección en las torretas de perforación. Recordó esas maravillosas noches de los viernes, cuando iban al Café Goldenlight en la Ruta 66 para tomar hamburguesas Harley con patatas fritas mientras los altavoces bombeaban música swing de Texas.

Por aquel entonces Thompson no estaba entumecido.

Incluso durante los tiempos difíciles que siguieron a aquel tornado de junio que se llevó la caravana doble y el brazo derecho de su madre, y casi la vida de ella también, incluso cuando su padre perdió su trabajo en la época de la reducción de plantillas que barrió el Panhandle como una tormenta de arena, Thompson no estaba entumecido.

Ni desde luego lo estaba cuando vio a su madre jadeando y reprimiendo las lágrimas en las calles de Amarillo después de que un chaval la llamara «brazo único» y Thompson le siguiera y se asegurara de que el chico nunca volviera a burlarse de nadie.

Pero luego vinieron los años de la cárcel. Y en algún lugar de esos corredores que apestaban a desinfectante, el entumecimiento se había superpuesto sobre el sentimiento y lo había adormecido. Tan profundamente que no sintió ni un cosquilleo cuando supo la noticia de que un taxista que se había quedado dormido había matado a sus padres y a su tía a la vez; lo único que sobrevivió fue el equipo de limpieza y abrillantado de zapatos que el chico le había hecho a su padre para el cuarenta aniversario del hombre. Tan profundamente dormido que cuando, después de salir de la cárcel y localizar al guardia Charlie Tucker, Thompson Boyd no sintió nada mientras miraba cómo el hombre moría lentamente, con el rostro amoratado a causa de la soga, luchando desesperadamente por agarrar la cuerda y tirar de ella para detener el estrangulamiento. Lo cual no puede hacerse, por más fuerza que uno tenga.

Entumecido mientras miraba el péndulo del cadáver del guardia, girando lentamente hasta quedar inmóvil. Entumecido al colocar las velas en el suelo a los pies de Tucker para hacer que el asesinato pareciera una cosa de locos, satánica; y al levantar la vista y mirar los ojos vidriosos del hombre.

Entumecido…

Pero Thompson creía que lo suyo tenía arreglo, que él mismo podía repararse del mismo modo que arreglaba la puerta del baño y la barandilla de la escalera de la casa. (Ambas eran tareas; la única diferencia radicaba en dónde se ponía la coma de los decimales). Jeanne y las niñas harían que regresaran los sentimientos. Todo lo que tenía que hacer era cumplir con las formalidades. Hacer lo que hacía la otra gente, la gente normal, la gente que no estaba entumecida: pintar los cuartos de las niñas, ver con ellas La juez Judy, ir de picnic al parque. Traerles lo que pedían. Uva, cereza, leche. Uva, cereza, leche. Intentar decir cada tanto una palabrota, joder, joder, mierda… Porque eso era lo que la gente decía cuando estaba enojada. Las personas enojadas sentían cosas.

También era por eso por lo que silbaba. Creía que la música podía transportarle a esos viejos tiempos, antes de la cárcel. La gente a la que le gustaba la música no estaba entumecida. Las personas que silbaban sentían cosas, tenían familias, con un buen trino hacían que los desconocidos volvieran la cabeza. Eran personas a las que uno podía parar en una esquina y decirles algo, personas a las que podías ofrecerles una patata frita, directamente de tu plato con la hamburguesa Harley, con música frenética retumbando en la sala de al lado, ¿los músicos no son una cosa maravillosa, hijo? ¿Qué te parece?

Haz las cosas siguiendo las reglas al pie de la letra y el entumecimiento desaparecerá. Y volverá el sentimiento.

¿Estaba funcionando, se preguntó, el régimen que había desarrollado y se había impuesto a sí mismo para lograr que el sentimiento volviera a su alma? ¿Silbar, enumerar las cosas que creía que debía enumerar, uva, cereza y leche, decir palabrotas, reír? Tal vez un poco, creía. Recordó cuando miraba a la mujer de blanco, esa mañana, ir de un lado a otro. Podía decir sinceramente que había disfrutado viéndola hacer su trabajo. Un pequeño placer, pero cuando menos era un sentimiento. No estaba mal.

Espera un momento.

—¡Joder!, no estaba nada mal —susurró.

Ahí tienes, una palabrota.

A lo mejor debería probar otra vez lo del sexo (normalmente, una vez al mes, por la mañana; podía arreglárselas, pero la verdad es que sencillamente no le apetecía nada, y si no había ganas, ni el Viagra resultaba de mucha ayuda). Reflexionaba. Sí, eso es lo que haría: esperar un par de días e intentarlo con Jeanne. La idea le provocó inquietud. Tal vez eso fuera el empujón que necesitaba. Sería un buen experimento. Sí, lo intentaría y vería si mejoraba.

Uva, cereza, leche…

Ahora Thompson se detuvo en una cabina telefónica frente a una charcutería griega. Marcó otra vez el número de su buzón de voz y tecleó el código. Escuchó un mensaje nuevo, por el que supo que casi había habido una posibilidad de matar a Geneva Settle en el instituto, pero que la estaban vigilando demasiados policías. El mensaje seguía: daba su dirección, en la calle 118, e informaba que cerca había aparcados al menos un coche camuflado de la policía y un coche patrulla, y que los cambiaban de lugar de tanto en tanto. El número de agentes que la vigilaban parecía oscilar entre uno y tres.

Thompson memorizó la dirección y borró el mensaje, y luego prosiguió con su andar laberíntico hasta un edificio de apartamentos de seis pisos que estaba considerablemente más deteriorado que la casa de Jeanne. Dio la vuelta y entró por la puerta trasera. Subió las escaleras hasta el apartamento que constituía su principal escondite. Entró, echó el cerrojo y luego desactivó el sistema que había montado para detener a los intrusos.

Este lugar era un poco más bonito que el de la calle Elizabeth. Las paredes estaban forradas con paneles de madera clara cuidadosamente claveteadas y tenía una moqueta color tabaco que olía exactamente como debía de oler el tabaco rubio. Había media docena de muebles. A Thompson el apartamento le recordaba la sala de juegos que construyeron entre su padre y él los fines de semana en el bungalow de Amarillo, que había reemplazado a la caravana destrozada por el tornado.

De un gran armario de herramientas sacó varios botes y los llevó al escritorio, silbando el tema de Pocahontas. A las niñas les había fascinado esa película. Abrió la caja de herramientas, se puso unos gruesos guantes de goma, una mascarilla y gafas y montó el artefacto que mañana mataría a Geneva Settle… y a cualquiera que estuviese cerca de ella.

Tssssst…

La melodía se convirtió en otra: no más Disney. Forever Young, de Bob Dylan.

Cuando terminó el artefacto lo revisó cuidadosamente, y se quedó satisfecho. Guardó todo y luego fue al cuarto de baño, rasgó los guantes hasta dejarlos hechos jirones y se lavó las manos tres veces. El silbido se fue apagando cuando empezó a recitar mentalmente el mantra de ese día.

Uva, cereza, leche. Uva, cereza, leche…

Nunca interrumpía su preparación para el día en que desapareciera el entumecimiento.

—¿Cómo va todo, señorita?

—Bien, detective.

El señor Bell estaba de pie en la puerta de la habitación de la chica y le echó una mirada a la cama, que estaba llena de papeles y libros escolares.

—Vaya, debo decir que usted no para de trabajar.

Geneva se encogió de hombros.

—Me voy a casa a ver a mis muchachos.

—¿Tiene hijos?

—¿Que si tengo? Dos. Puede que se los presente algún día. Si usted quiere.

—Por supuesto —dijo ella. Y pensó: «Eso no va a suceder nunca»—. ¿Están en casa con su esposa?

—Ahora están en casa de sus abuelos. Mi mujer murió.

A Geneva esas palabras le tocaron el corazón. Percibió en ellas el más puro dolor, por la manera, bastante extraña, en la que a él no le cambió la expresión del rostro al pronunciarlas. Era como si hubiera ensayado cómo decírselas a la gente sin ponerse a llorar.

—Lo siento.

—Oh, eso ocurrió hace años.

Geneva asintió con la cabeza.

—¿Dónde está el agente Pulaski?

—Se ha ido a su casa. Tiene una hija. Y su mujer está esperando otro.

—¿Niño o niña? —preguntó Geneva.

—Sinceramente, no sabría decirle. Volverá mañana por la mañana. Entonces podremos preguntárselo. Su tío está en la habitación de al lado y la señorita Lynch se quedará esta noche aquí.

—¿Barbe?

—Sí, señorita.

—Es una persona agradable. Me estuvo hablando de unos perros que tiene. Y de unos nuevos programas de televisión. —Geneva señaló sus libros con la cabeza—. No tengo mucho tiempo para la tele.

El detective Bell se rio.

—A mis chicos les vendría bien un poco de influencia suya, señorita. Como me llamo Bell que se los voy a presentar para que la conozcan. Bueno, y ahora cualquier cosa que necesite, no dude en llamar a Barbe. —Vaciló un instante—. Incluso si tiene una pesadilla. Sé que es duro a veces que los padres no estén en casa.

—Estaré bien, no me importa quedarme sola —dijo ella.

—No lo dudo. Aun así, si es necesario, pegue un grito. Para eso estamos aquí. —Caminó hasta la ventana, echó un vistazo a través de las cortinas, se aseguró de que el pestillo estuviera cerrado y volvió a soltar la tela—. Buenas noches, señorita. No se preocupe. Nos ocuparemos de atrapar a ese tipo. Es sólo una cuestión de tiempo. No hay nadie mejor que el señor Rhyme y la gente que tiene trabajando con él.

—Buenas noches. —Se alegró de que se fuera. Puede que él tuviera buenas intenciones, pero Geneva detestaba que la trataran como a una cría, lo mismo que detestaba todo lo que le recordara la terrible situación que se había producido. Quitó los libros de la cama y los apiló con esmero al lado de la puerta, de modo que pudiera encontrarlos en la oscuridad y llevárselos consigo si tenía que salir de allí a toda prisa. Hacía eso todas las noches.

Alargó la mano para coger su bolso y encontró la violeta desecada que le había regalado la ilusionista, Kara. Estuvo mirándola durante un largo rato y luego la puso cuidadosamente en el libro que estaba en lo alto del montón, y lo cerró.

Fue deprisa al cuarto de baño, donde limpió el lavabo color perla después de lavarse y cepillarse los dientes. Se dedicó una risa a sí misma, pensando en el escandaloso desorden del baño de Keesh. En el corredor, Barbe Lynch le deseó buenas noches. De regreso en su habitación, Geneva echó el cerrojo, y luego, tras una breve vacilación, sintiéndose como una tonta, apoyó la silla del escritorio trabando el pomo. Se desvistió y se puso un short y una camiseta ya desteñida y regresó a la cama. Apagó la luz y se quedó tendida boca arriba, ansiosa y exaltada, durante unos veinte minutos, pensando en su madre, luego en su padre, luego en Keesh.

La imagen de Kevin Cheaney apareció en escena; malhumorada, trató de quitársela de la cabeza.

Luego sus pensamientos terminaron recayendo en su antepasado, Charles Singleton.

Corriendo, corriendo, corriendo.

El salto al Hudson.

Pensando en su secreto. ¿Qué era tan importante que lo había arriesgado todo por mantenerlo oculto?

Pensando en el amor que sentía por su esposa, por su hijo.

Pero el horrible hombre de esa mañana en la biblioteca se entrometía una y otra vez en su mente. Ah, ella habló tranquila y muy segura de sí misma delante de la policía. Pero por supuesto que estaba asustada. El pasamontañas, el tonc que hizo la porra al golpear el maniquí, las pisadas sonando ruidosamente en el suelo, persiguiéndola. Y ahora también el otro, el negro con la pistola en el patio del instituto.

Estos recuerdos eliminaron rápidamente cualquier posibilidad de dormir.

Abrió los ojos y se quedó acostada, despierta, intranquila, pensando en otra noche en la que no había podido dormir, años atrás: la pequeña Geneva, de siete años, se había bajado de la cama y había ido hasta el salón del apartamento. Una vez allí, había encendido la televisión y durante diez minutos había mirado una estúpida telecomedia, hasta que vino su padre.

—¿Qué haces viendo eso? —había dicho él, parpadeando al mirar el destello de la televisión.

—No puedo dormir.

—Lee un libro. Es mejor.

—No tengo ganas de leer.

—De acuerdo. Yo lo haré. —Y entonces el padre se acercó a la estantería—. Éste te va a gustar. Uno de los mejores libros de todos los tiempos.

Cuando él se sentó en su sillón, que crujió y bufó bajo su peso, ella miró el libro de edición barata, pero no pudo ver la cubierta.

—¿Estás cómoda? —preguntó él.

—Ajá. —Estaba recostada en el sofá.

—Cierra los ojos.

—No tengo sueño.

—Cierra los ojos y así podrás imaginarte lo que te leo.

—De acuerdo. ¿Qué…?

—Shhhh.

—De acuerdo.

Él comenzó a leer el libro, Matar a un ruiseñor. Toda esa semana se convirtió en un ritual que él se lo leyera cuando ella se iba a la cama.

Geneva Settle llegó a la conclusión de que era uno de los mejores libros que se habían escrito, y a esa edad ya había leído o escuchado muchos. Amaba a los protagonistas: el tranquilo y fuerte padre viudo; el hermano y la hermana (Geneva siempre quiso tener hermanos). Y la historia sobre el coraje que hay que tener para enfrentarse al odio y la estupidez era fascinante.

El libro de Harper Lee se le quedó grabado en la memoria. Y, cosa curiosa, cuando lo releyó a los once años, halló un montón de cosas nuevas. Y luego a los catorce todavía comprendió más. Volvió a leerlo el año anterior y escribió un trabajo sobre él para la clase de lengua inglesa. Obtuvo un sobresaliente cum laude.

Matar a un ruiseñor era uno de los libros del montón que había junto a la puerta de la habitación en ese momento, la de «en caso de incendio coja estos libros». Era un libro que solía llevar consigo en su mochila, aun cuando no lo estuviera leyendo. Ése era el libro en el que había colocado la violeta de la buena suerte.

Esa noche, sin embargo, cogió otro del montón. Oliver Twist, de Charles Dickens. Se recostó, apoyó el libro en el pecho y lo abrió por donde estaba el gastado marcapáginas (nunca doblaba las páginas de ningún libro, ni aunque fueran de edición barata). Empezó a leer. Al principio, los crujidos del viejo inmueble la asustaron, y le vino otra vez la imagen del hombre con el pasamontañas, pero enseguida se dejó llevar por la historia. Y a la hora, más o menos, a Geneva Settle empezaron a pesarle los párpados hasta que finalmente cayó dormida, no a causa del arrullo y el beso de buenas noches de una madre, ni por la profunda voz de un padre recitando una plegaria, sino por la letanía de las hermosas palabras de un extraño.