Andando por una calle de Queens, llevando la bolsa con sus compras y su maletín, Thompson Boyd se detuvo repentinamente. Simuló mirar un periódico en una máquina expendedora y, ladeando la cabeza preocupado por las noticias del mundo, echó una mirada hacia atrás.
Nadie le seguía, nadie prestaba atención al ciudadano medio.
No es que creyera que realmente hubiera una posibilidad de que alguien le estuviera pisando los talones. Pero Thompson siempre minimizaba los riesgos. Uno nunca podía ser descuidado cuando su profesión era la muerte, y él estaba particularmente alerta después de haberse salvado por los pelos en la calle Elizabeth, con la mujer de blanco.
Te liquidarían con un beso mortífero…
Ahora volvió sobre sus pasos, hacia la esquina. No vio a nadie escabulléndose dentro de algún edificio o dándose la vuelta a toda prisa.
Satisfecho, Thompson siguió su camino en la dirección en la que venía andando originalmente.
Miró su reloj. Era la hora acordada. Caminó hasta una cabina telefónica y realizó una llamada a otra cabina que estaba en el centro de Manhattan. Después de sólo un tono de llamada, oyó:
—¿Hola?
—Soy yo. —Thompson y el otro intercambiaron unas palabras sobre un espectáculo de variedades, medidas de seguridad, como los espías, para cerciorarse de que ambos sabían quién estaba al otro lado de la línea. Thompson disimulaba todo lo que podía su acento, y su cliente también cambiaba la voz. No engañarían a un analizador de huellas vocales, por supuesto. Pero uno hace lo que puede.
El hombre ya sabría que el primer intento había fracasado, ya que los medios locales habían dado la noticia. Su cliente preguntó:
—¿Está muy mal la cosa? ¿Tenemos problemas?
El asesino inclinó la cabeza hacia atrás y se puso gotas Murine en los ojos. Parpadeando mientras la molestia iba cediendo, Thompson respondió con una voz tan entumecida como su alma:
—Bueno, tiene que entender lo que estamos haciendo aquí. Es como todo en la vida. Las cosas nunca van al cien por cien como la seda. Nada termina saliendo tal como nos hubiera gustado. La chica fue más lista que yo.
—¿Una chica de instituto?
—La chica es muy despierta, tiene calle, es tan sencillo como eso. Buenos reflejos. Vive en una jungla. —Thompson sintió una ligera punzada de arrepentimiento por haber dicho eso, pensando que el hombre podría creer que él se estaba refiriendo al hecho de que ella era negra, un comentario racista, aunque él sólo quería decir que ella vivía en una parte chunga de la ciudad y que no le quedaba otra que ser espabilada. Thompson Boyd era la persona con menos prejuicios de la tierra. Eso se lo habían enseñado sus padres. El mismo Thompson había conocido personas de todas las razas y ambientes culturales, y lo único en que basaba su predisposición hacia ellas eran sus conductas y actitudes, no su color. Había trabajado para blancos, negros, árabes, asiáticos, latinos, y había matado a personas de esas mismas razas. No veía diferencias entre unos y otros. Las personas que le habían contratado habían evitado mirarle a los ojos y se habían mostrado tensas y llenas de cautela. La gente que había muerto de su mano se había ido al otro mundo mostrando diversos grados de dignidad y miedo, lo que nada tenía que ver con su color o nacionalidad. Prosiguió—: No era lo que usted quería. Ni lo que quería yo, se lo aseguro. Pero lo sucedido era lógicamente posible. Tiene gente que la está cuidando. Ahora lo sabemos. Haremos algún apaño y seguiremos adelante. No tenemos que actuar dejándonos llevar por los nervios. La próxima vez la pillaremos. He encontrado a alguien que conoce muy bien Harlem. Ya hemos averiguado a qué instituto va, nos estamos ocupando de averiguar dónde vive. Confíe en mí, tenemos todo bajo control.
—Más tarde revisaré si tengo mensajes —dijo el hombre. Y colgó abruptamente. No habían hablado más de tres minutos, el límite máximo de Thompson Boyd.
Siguiendo las reglas…
Thompson colgó; no era necesario limpiar las huellas; tenía puestos unos guantes de piel. Siguió andando por la calle. En esa parte había una agradable franja de chalés en la acera del este y de edificios de apartamentos en la del oeste; un barrio antiguo. Andaban por allí unos cuantos niños, que regresaban a casa después del colegio. Thompson podía ver que en las casas titilaban los culebrones y los programas de entrevistas de la tarde, y que las mujeres planchaban y cocinaban. Fuera como fuera la vida en el resto de la ciudad, buena parte de ese vecindario nunca había salido de la década de los cincuenta. Le hizo recordar el cámping de caravanas y la casa de su infancia. Una vida bonita, una vida reconfortante.
Su vida antes de la cárcel, antes de quedarse entumecido como un brazo amputado o una pierna mordida por una serpiente.
En la manzana siguiente Thompson vio a una chica pequeña, rubia, vestida con el uniforme del colegio, que se acercaba a una casa color beige. Su corazón se aceleró un poco —sólo un par de latidos más— al mirarla trepar por los escalones de hormigón, sacar una llave de su mochila escolar, abrir la puerta y meterse dentro.
Siguió hacia esa misma casa, que estaba tan cuidada como las otras, tal vez un poco más, y que tenía algunos cervatillos de cerámica pastando en el cortísimo césped amarillento. Pasó despacio ante la casa, mirando por las ventanas, y luego siguió calle arriba. Una ráfaga de viento sopló en la bolsa de las compras, que describió un arco; las latas hicieron un sordo ruido metálico al chocar entre sí. Eh, ten cuidado con eso, se dijo a sí mismo. Y sujetó la bolsa.
Al final de esa manzana dobló y miró hacia atrás. Un hombre haciendo jogging, una mujer tratando de aparcar, un chico regateando con una pelota de baloncesto en un aparcamiento lleno de hojas. Nadie le prestaba la menor atención.
Thompson Boyd volvió sobre sus pasos hacia la casa.
En el interior de la casa de Queens, Jeanne Starke le dijo a su hija:
—Nada de mochilas en el salón, Brit. Ponla en el estudio.
—Mamá —suspiró la chica de diez años, arreglándoselas para hacer que la palabra tuviera cuatro sílabas. Se echó los cabellos dorados hacia atrás, colgó la chaqueta del uniforme en el perchero y recogió el pesado macuto, gruñendo con exasperación.
—¿Tienes deberes? —preguntó su madre, una bonita mujer de unos treinta y cinco años. Tenía una mata de cabello moreno rizado, que llevaba sujeto con una cinta entre roja y rosa.
—No tengo —dijo Britney.
—¿Ninguno?
—No.
—La última vez que me dijiste que no tenías deberes, sí que tenías —dijo su madre con una cara que lo decía todo.
—No eran deberes realmente. Era un informe. Sólo tenía que recortar algo de una revista.
—Tenías que hacer en casa una tarea para la escuela. Eso se llama deberes.
—Bueno, hoy no tengo ninguno.
Jeanne se daba cuenta de que había algo más. Enarcó una ceja.
—Solamente tenemos que llevar algo italiano. Para mostrarlo y hablar de ello. ¿Sabes?, por el 12 de octubre, el día de Colón. ¿Sabías que era italiano? Yo creía que era español o algo así.
Resultó que la madre, que tenía dos hijas, conocía ese dato. Se había graduado en el instituto y tenía un diploma en enfermería. Podría haber trabajado, de haberlo querido, pero su novio ganaba bastante dinero como agente comercial y le hacía feliz dejar que ella se ocupara del cuidado de la casa, hacer las compras con sus amigas y criar a las niñas. Parte de lo cual consistía en cerciorarse de que hicieran los deberes, fuera cual fuera la forma que éstos adoptasen, incluyendo el llevar objetos para mostrar y hablar de ellos.
—¿Eso es todo? ¿La verdad? ¿La pura verdad?
—Mamáááááááááááááááá.
—¿La verdad?
—Ajá.
—«Sí», no «ajá». ¿Qué vas a llevar?
—No lo sé. Algo de la charcutería de Barrini, tal vez. ¿Sabes que Colón parece que estaba equivocado? Creyó que había llegado a Asia, no a América. Y vino tres veces y aun así nunca supo que se había equivocado.
—¿De verdad?
—Ajá…, sí. —Britney desapareció.
Jeanne volvió a la cocina, pensando en ese dato que ella desconocía. ¿De verdad Colón creyó que había llegado a Japón o a China? Rebozó el pollo en harina, luego en huevo, luego en pan rallado, y empezó a perderse en una fantasía en la que la familia viajaba a Asia, imágenes: cortesía de la televisión por cable. A las niñas eso les encantaría. Tal vez… Fue entonces cuando levantó la vista y vio por la ventana, a través de la cortina apenas traslúcida, que afuera la silueta de un hombre aminoraba el paso al acercarse a la casa.
Eso la inquietó. Su novio, cuya empresa fabricaba componentes de ordenadores que vendía a contratistas del gobierno, le había contagiado cierta paranoia. «Siempre estate alerta con los extraños», decía. «Si ves a alguien que aminora la marcha cuando pasa en coche frente a la casa, si alguien parece que se interesa de un modo llamativo por las niñas… dímelo de inmediato». Una vez, no hacía mucho, se encontraban en el parque que había en esa misma calle, con las niñas, que estaban jugando en los columpios, cuando un coche disminuyó la velocidad y el conductor, que llevaba gafas de sol, miró a las niñas. Su novio se había dado un gran susto y las había hecho regresar a casa.
—Espías —explicó.
—¿Qué?
—No, no como los espías de la CIA. Espionaje industrial, de nuestra competencia. Mi empresa ganó más de seis mil millones de dólares el año pasado y yo soy en buena medida responsable de ello. A la gente le encantaría averiguar lo que conozco sobre el mercado.
—¿De verdad que las empresas hacen eso? —había preguntado Jeanne.
—Con la gente nunca se sabe —había sido la respuesta.
Y Jeanne Starke, que tenía un tornillo implantado en el brazo, en el lugar en el que se lo habían partido con una botella de whisky, hacía unos años, había pensado: nunca se sabe, es cierto.
Se secó las manos en el mandil, se acercó a la cortina y miró hacia afuera.
El hombre se había ido.
«De acuerdo, basta de meterte miedo. Es…».
Pero un momento… Vio movimiento en los escalones de la entrada. Y creyó ver el extremo de una bolsa —de una bolsa de supermercado— en el porche. ¡El hombre estaba ahí!
¿Qué estaba pasando?
¿Debía llamar a su novio?
¿Debía llamar a la policía?
Pero la policía tardaría al menos diez minutos.
—¡Hay alguien fuera, mami! —gritó Britney.
Jeanne echó a andar deprisa.
—Brit, quédate en tu cuarto. Voy a ver.
Pero la chica ya estaba abriendo la puerta del frente.
—¡No! —gritó Jeanne.
Y oyó:
—Gracias, cariño. —Thompson Boyd lo dijo arrastrando las palabras, todo simpatía, cuando entró en la casa, con la bolsa que había visto la madre.
—Me has dado un buen susto —dijo Jeanne. Le abrazó y le dio un beso.
—No encontraba las llaves.
—Has regresado pronto.
Él hizo una mueca.
—Problemas con las negociaciones de esta mañana. Las han pospuesto hasta mañana. He pensado que podía venir a casa y trabajar un poco aquí.
La otra hija de Jeanne, Lucy, de ocho años, corrió hacia el vestíbulo.
—¡Tommy! ¿Podemos ver La juez Judy?
—Hoy no.
—Vamos, por favor. ¿Qué hay en la bolsa?
—Son las cosas con las que tengo que trabajar. Y necesito que me ayudéis. —Puso la bolsa en el suelo, en el vestíbulo, miró solemnemente a las niñas y dijo—: ¿Estáis listas?
—¡Estoy lista! —dijo Lucy.
Brit, la chica mayor, no dijo nada, pero sólo porque no le molaba mostrarse de acuerdo con su hermana; pero estaba completamente dispuesta a ponerse a ayudar ella también.
—Después de que pospusiéramos la reunión, salí y compré estas cosas. He estado leyendo sobre esto toda la mañana. —Thompson estiró la mano y sacó de la bolsa botes de pintura, esponjas, rodillos y brochas. Luego mostró en lo alto un libro lleno de páginas marcadas con post-it:
Decoración fácil para el hogar. Volumen 3. Decore la habitación de los niños.
—¡Tommy! —dijo Britney—. ¿Para nuestros cuartos?
—Ajá —dijo él arrastrando las palabras—. Desde luego tu mami y yo no queremos a Dumbo en las paredes del nuestro.
—¿Vas a pintar a Dumbo? —Lucy frunció el ceño—. Yo no quiero un Dumbo.
Britney tampoco quería uno.
—Pintaré a quien queráis.
—¡Déjame ver a mí primero! —Lucy le cogió el libro de las manos.
—¡No, a mí!
—Miraremos todos juntos —dijo Thompson—. Dejadme que cuelgue mi abrigo y que guarde mi maletín.— Se dirigió a su despacho, en la parte delantera de la casa.
Y regresando a la cocina, Jeanne Starke pensó que a pesar de sus incesantes viajes, de la paranoia del trabajo, de que su corazón parecía incapaz de sentir alegría o tristeza, de que no era un gran amante, bueno, ella sabía que en el asunto de los novios las cosas podían irle bastante peor.
Huyendo de la policía por el callejón, cuando regresaba del patio del instituto Langston Hughes, Jax se había metido en un taxi y le había dicho al chófer que se dirigiera al sur, rápido, diez pavos extra si se salta ese semáforo. Entonces, cinco minutos después, le había dicho al hombre que diera la vuelta, y éste le dejó no demasiado lejos del instituto.
Había tenido suerte en su fuga. La policía iba a hacer, como era obvio, todo lo que fuera necesario para mantener a la gente lejos de la chica. Estaba intranquilo; era casi como si supieran que iba a ir. ¿Le habría vendido el mamón de Ralph después de todo?
Bueno, Jax tendría que espabilar. Que era lo que estaba tratando de hacer en ese preciso instante. Exactamente igual que en la cárcel: nunca mover pieza hasta tener controlados todos los detalles.
Y sabía dónde buscar ayuda.
Los hombres de la ciudad siempre tendían a estar juntos, fueran jóvenes o viejos, negros o hispanos o blancos, vivieran en el este de Nueva York o en Bay Ridge o en Astoria. En Harlem se reunían en iglesias, bares, clubes de rap y jazz y cafés, en los salones de las casas, en los bancos de los parques o en los umbrales. En el verano estaban en las escalinatas de entrada de los edificios y en las salidas de incendio, y en invierno alrededor de contenedores de basura a los que habían prendido fuego. También en las barberías (el verdadero nombre de pila de Jax, Alonzo, se debía de hecho a Alonzo Henderson, el antiguo esclavo de Georgia que se había hecho millonario con la creación de una popular cadena de barberías; el padre de Jax había tenido la esperanza de que se le pegara el empuje y el talento de ese hombre; en vano, tal como demostró el paso del tiempo).
Pero el lugar más popular para reunirse en Harlem eran las canchas de baloncesto.
Por supuesto, la gente iba allí a jugar a la pelota. Pero también a decir gilipolleces, a resolver los problemas del mundo, a hablar de mujeres despampanantes y de mujeres de poca monta, a discutir de deportes, a mangonear, y a presumir, en una versión moderna, alucinada, del arte tradicional de contar historias de personajes míticos de la cultura negra, como el criminal Stackolee o el fogonero del Titanic que sobrevivió al helado desastre nadando hasta ponerse a salvo.
Jax localizó el parque más cercano a Langston Hughes que tuviera canchas de baloncesto. A pesar del frío aire de otoño y del sol bajo, estaban llenas de gente. Se aproximó lentamente a la más cercana y se quitó la cazadora, de la que los polis ya estarían al tanto, le dio la vuelta y se la colgó del brazo. Se inclinó contra la alambrada, fumando; parecía faraón Ralph, pero en grande. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se cepilló con los dedos el peinado afro.
Su aspecto cambió de inmediato. Vio pasar un coche patrulla, despacio, por la calle de enfrente de las canchas. Jax se quedó donde estaba. Nada atraía más rápidamente a un madero que ponerse a andar (le habían parado cientos de veces por el delito de CSN: caminar siendo negro). Frente a él, un puñado de chavales de instituto se movía mágicamente sobre el asfalto gris, desgastado, de la cancha, mientras otra docena miraba. Jax vio la polvorienta y pequeña pelota marrón rebotando contra el suelo, y después de un instante oyó el ruido de ese rebote. Observó cómo forcejeaban las manos, cómo chocaban los cuerpos entre sí, cómo la pelota volaba hacia el tablero.
El coche patrulla desapareció, y Jax tomó impulso para separarse de la cerca y se acercó a los chicos que estaban en el extremo de la cancha. El ex presidiario les miró detenidamente. No eran una banda, no eran pandilleros. Sólo un puñado de chicos, algunos con tatuajes, otros sin ellos, algunos con cadenillas, otros con una cruz, algunos con malas intenciones, otros con buenas. Pavoneándose ante las chicas, mandando despóticamente a los chavalitos pequeños. Hablando, fumando. Siendo jóvenes.
Mirándolos, Jax se dejó llevar por la melancolía. Siempre había querido tener una gran familia, pero al igual que muchas otras cosas, ese sueño no se había hecho realidad. Había perdido un niño a manos de los servicios sociales y a una niña en una visita que hizo con su novia a una clínica de la calle 125. Un mes de enero, años atrás, para alborozo de Jax, ella le había anunciado que estaba embarazada. En marzo había tenido algunos dolores y habían ido a un hospital gratuito, que era su única posibilidad de recibir atención médica. Pasaron horas en la abarrotada y sucísima sala de espera. Para cuando finalmente la vio un doctor, había tenido un aborto.
Jax cogió al hombre y estuvo a punto de molerle a palos. «No es culpa mía», dijo el hindú pequeñito, encogiéndose contra una camilla. «Nos han recortado el presupuesto. El ayuntamiento, quiero decir». Jax se hundió en la ira y la depresión. Tenía que desquitarse con alguien, tenía que asegurarse de que eso no volvería a ocurrir, ni a su chica ni a ninguna otra. No era consuelo que el médico explicara que al menos le habían salvado la vida a ella, lo que probablemente no habría ocurrido si hubieran sido aprobados los planes de otros recortes presupuestarios del sistema sanitario para indigentes.
¿Cómo podía un puto gobierno hacerle eso a la gente? ¿Acaso la razón de ser del ayuntamiento y del gobierno estatal no era el bienestar de los ciudadanos? ¿Cómo podían permitir que muriera un bebé sólo por el hecho de nacer?
Ni el médico ni la policía, que esa noche se lo llevó del hospital esposado, se habían mostrado dispuestos a responder esas preguntas.
El pesar y la ira abrasadora que le provocó ese recuerdo fortalecieron aún más, mucho más, su decisión de quitarse de encima de una vez lo que estaba haciendo.
Con una expresión adusta, Jax observó a los chicos que estaban en las canchas y le hizo una seña con la cabeza al que le pareció que entraba en la categoría de líder de alguna clase. El que llevaba bermudas holgadas, zapatillas altas de deporte y un jersey de sport. Tenía un corte de cabello estilo Gumby, corto de un lado, largo del otro. El chico le miró de arriba a abajo.
—¿Qué pasa, abuelo?
Los otros soltaron algunas risotadas.
Abuelo.
En el Harlem de antes —bueno, puede que en todos los sitios de antes— ser adulto conllevaba respeto. Ahora significaba que le denigraran a uno. Un hampón habría cogido la pipa que llevaba en el calcetín y hubiera hecho sudar a aquel irrespetuoso. Pero Jax tenía los suficientes años de calle y la suficiente experiencia conseguida en la cárcel como para saber que no era ésa la manera de moverse, no allí. Se lo tomó a broma. Luego susurró:
—¿Pasta gansa?
—¿Quieres un poco?
—Yo quiero darte un poco. Si te interesa, mamón. —Jax se dio una palmadita en el bolsillo, donde tenía su fajo de billetes, un grueso rollo.
—No vendo nada.
—Y yo no quiero comprar nada de lo que piensas. Ven. Vamos a dar un paseo.
El chaval asintió con la cabeza y empezaron a andar alejándose de la cancha. Mientras lo hacían, Jax sintió que el chaval le estudiaba, y que había percibido su cojera. Ajá, es una cojera tipo «me han disparado», pero podría haber sido perfectamente una cojera de matón. Y luego el chico miró los ojos de Jax, fríos como el lodo, y luego los músculos y el tatuaje carcelario. Tal vez pensando: por la edad, Jax no podía ser el capo de una banda, de esos a los que es peligroso joder. Los capos tenían AKs y Uzis y Hummers y una docena de mamones en sus filas. Los capos eran los que usaban a chavales de doce años para liquidar testigos y camellos rivales porque los tribunales no los enviaban para siempre al sistema penitenciario, como hacían cuando uno tenía diecisiete o dieciocho años.
El capo de una banda te reventaría la cabeza por llamarle «abuelo».
El chico empezó a inquietarse.
—Vale, ¿qué quieres exactamente, hombre? ¿Adónde vamos?
—A dar una vuelta, sencillamente. No quiero hablar delante de todo el mundo. —Jax se detuvo detrás de unos arbustos. Los ojos del chaval miraron rápidamente a su alrededor. Jax se rio—. No te voy a follar, chaval. Tranqui.
El chaval también se rio. Pero nerviosamente.
—Estoy dabuti, hombre.
—Tengo que encontrar el nido de una persona. Alguien que va al Langston Hughes. ¿Tú también vas a ese instituto?
—Ajá, casi todos nosotros. —Señaló las canchas con la cabeza.
—Estoy buscando a la chica que salió esta mañana en las noticias.
—¿A ella? ¿A Geneva? ¿A la que esta mañana quiso violar un tipo? ¿La zorra que siempre saca sobresalientes?
—No lo sé. ¿Saca siempre sobresalientes?
—Ajá. Es lista.
—¿Dónde vive?
El chaval se quedó callado, tenía sus reservas. Reflexionó. ¿Le iban a joder por pedir lo que quería? Decidió que no.
—¿Estabas hablando de pasta?
Jax le deslizó algunos billetes.
—Yo no conozco a esa zorra personalmente, hombre. Pero puedo ponerte en contacto con un hermano que sí. Un negro amigo mío que se llama Kevin. ¿Quieres que le llame?
—Ajá.
De las bermudas del chico emergió un minúsculo teléfono móvil.
—Hola, tronco. Habla Willy… En las canchas del parque… Ajá. Oye, un tío aquí, que tiene unos billetes, está buscando a tu zorra… Geneva. La zorra esa, Settle… Eh, tranqui, tronco. Estoy de guasa, ¿sabes lo que te digo?… Eso es. Ahora, este tío, él…
Jax le arrancó el teléfono de la mano a Willy.
—Doscientos si me sueltas su dirección —dijo.
Un momento de duda.
—¿En efectivo? —preguntó Kevin.
—No —le espetó Jax—, con la puta American Express. Claro que en efectivo.
—Voy para las canchas. ¿Tienes esos billetes encima?
—Ajá, están sentados justo al lado de mi pipa, por si te interesa. Y cuando digo pipa no me refiero a algo para fumar.
—Dabuti, hombre. Sólo estaba preguntando. No ando fastidiando a la gente.
—Estaré por aquí con mi banda —dijo Jax, sonriéndole burlonamente al nervioso Willy. Desconectó el teléfono y se lo arrojó al chaval. Luego volvió hacia la alambrada, y se apoyó en ella para ver el partido.
A los diez minutos llegó Kevin; a diferencia de Willy, él era un auténtico chulito, alto, guapo, desenvuelto. Se parecía a algún actor que Jax no podía identificar. Para lucirse delante del tío viejo, mostrar que no estaba demasiado ansioso por ganarse unos billetes de cien —y para impresionar a algunas de las chicas bling-bling, por supuesto—, Kevin se tomó su tiempo. Se detuvo, saludó intercambiando choques de puños, abrazó a uno o dos chicos. Soltó unos cuantos «hola, hola, amigo», y luego se metió en la cancha, se apropió de la pelota e hizo un par de impresionantes lances.
El tío sabía jugar con un aro delante, no había duda.
Finalmente Kevin se acercó de una zancada a donde estaba Jax y le observó detenidamente, porque eso era lo que se hacía cuando un extraño se metía en la manada, tanto si era en las canchas, como en un bar o en las barberías de la época victoriana de Alonzo Henderson, supuso Jax. Kevin trató de adivinar dónde llevaba Jax la pipa, cuántos papeles tenía encima en realidad y en qué andaba. Jax preguntó:
—Sólo dime cuánto tiempo vas a estar mirándome con mala cara, ¿vale? Porque me estoy aburriendo.
Kevin no sonrió.
—¿Dónde están los billetes?
Jax le deslizó el dinero a Kevin.
—¿Dónde está la chica?
—Ven. Te lo mostraré.
—Sólo quiero la dirección.
—¿Me tienes miedo?
—Sólo la dirección. —Ni se le inmutaron los ojos.
Kevin sonrió.
—No sé el número, hombre. Sé cuál es el edificio. La acompañé una vez la primavera pasada. Te lo voy a señalar.
Jax asintió con la cabeza.
Se encaminaron hacia el oeste y el sur, lo que sorprendió a Jack; él pensaba que la chica viviría en una de las zonas más chungas, más al norte, hacia el río Harlem, o al este. Las calles de ahí no eran elegantes, pero estaban limpias, y parecía que muchos de los edificios habían sido rehabilitados. También había un montón de nuevas construcciones recién empezadas.
Jax frunció el ceño, mirando a su alrededor las agradables calles.
—¿Estás seguro de que estamos hablando de Geneva Settle?
—Es la zorra por la que me has preguntado. Yo te estoy mostrando su redil… Eh, hombre, ¿quieres comprar un poco de hierba, o de crack?
—No.
—¿Seguro? Tengo una mierda muy buena.
—Una puta pena, tan jóvenes y os estáis quedando sordos.
Kevin se encogió de hombros.
Llegaron a una manzana cerca del parque Morningside. En la parte superior de la pendiente rocosa estaba el campus de la Universidad de Columbia, un lugar que había bombardeado con frecuencia con su Jax 157, años atrás.
Iban a doblar la esquina, pero ambos se detuvieron enseguida.
—Oye, ahí lo puedes ver —susurró Kevin. Había un Crown Vic (evidentemente, un coche de la policía camuflado) aparcado en doble fila frente a un viejo edificio.
—¿Ése es su redil? ¿Donde está aparcado el coche?
—No. El de ella son dos portales antes. Ése de allí. —Señaló el edificio.
Era antiguo, pero estaba en perfecto estado. Había flores en las macetas de las ventanas, todo limpio. Bonitas cortinas. Parecía recién pintado.
—¿Vas a darle su merecido a la zorra? —preguntó Kevin y miró a Jax de arriba a abajo.
—Lo que yo haga es asunto mío.
—Asunto tuyo, asunto tuyo… Por supuesto que lo es —dijo Kevin en voz baja—. Sólo que… la razón por la que te lo pregunto es que si a ella fueran a darle su merecido, cosa que no me parecería nada mal, te aclaro, pero si algo le sucediera a ella, mira, óyeme bien: yo sabría que has sido tú. Y alguien podría venir por aquí y querer hablar conmigo sobre ello. De modo que, esto es lo que creo, con toda esa pasta gansa que llevas encima, ahí en tu bolsillo, tal vez a mí me podría tocar un poco más, y podría olvidarme de que te he visto. Por otra parte, es posible que yo pudiera acordarme mucho de ti y de tu interés en la pequeña zorra.
Jax ya tenía a sus espaldas bastante experiencia. Después de haber sido un rey del graffiti, soldado en la Operación Tormenta del Desierto, de haber conocido a miembros de bandas criminales dentro y fuera de la cárcel y haber recibido un disparo en… Si había una regla en este loco mundo era que por muy estúpida que uno pensara que era la gente, nunca le importaba serlo un poco más.
En una fracción de segundo, Jax cogió al chaval por el cuello y le hundió el puño con todas sus fuerzas en las tripas, tres veces, cuatro, cinco…
—Cagüen… —fue todo lo que pudo exteriorizar el chico.
El modo en que se peleaba en la cárcel. Nunca darles ni un segundo para que se recuperen.
Otra vez, otra vez, otra vez…
Jax le soltó y el chico rodó por el callejón, gimiendo de dolor. Con el lento y calculado movimiento de un jugador de béisbol que está escogiendo un bate, Jax se agachó y extrajo la pistola de su calcetín. Mientras Kevin miraba aterrorizado, sin poder hacer nada, el ex convicto corrió el seguro de la automática para cargar un proyectil en la recámara y luego envolvió con su pañuelo negro el cañón, dándole varias vueltas. Ésta era, tal como Jax había aprendido de DeLisle Marshall en el pabellón S, una de las mejores y más baratas maneras de silenciar el ruido de un disparo.