Era así como siempre funcionaban las cosas?
¿Los chicos siempre pretendían algo de una?
En el caso de Kevin, él quería su cerebro. Bueno, ¿acaso no habría estado igual de disgustada si ella tuviera el cuerpo de Lakeesha y él se hubiera acercado a ella por su culo redondo o sus tetas?
No, pensó, enojada. Eso era distinto. Eso era normal. Las orientadoras hablaban mucho sobre las violaciones, sobre decir que no, sobre qué hacer en caso de que un chico intentara avasallarte. Sobre qué hacer después si sucedía.
Pero jamás decían ni una palabra acerca de qué hacer si alguien quería violarte la mente.
¡Mierda, mierda, mierda!
Apretó los dientes y se enjugó las lágrimas, sacudiéndose los dedos. ¡Olvídate de él! Es un completo gilipollas. El examen de matemáticas, eso era lo único importante.
d dividido entre dx multiplicado por x elevado a n es igual a…
Movimiento a su izquierda. Geneva miró hacia ese lado y, entrecerrando los ojos por el sol a contraluz, vio una silueta en la acera de enfrente, entre las sombras, en una casa: un hombre con un pañuelo negro en la cabeza, que tenía puesta una cazadora verde oscuro. Había ido caminando hacia el patio de la escuela, pero luego había desaparecido detrás de una gran furgoneta que había allí cerca. Su primer pensamiento, presa del pánico, fue que el hombre de la biblioteca había ido a por ella. Pero no, este tipo era negro. Tranquilizándose, miró su Swatch. Era hora de volver adentro.
Pero…
Desesperada, pensó en la pinta que tendría. En los colegas de Kevin, que le echarían una mirada furiosa. En las chicas bling-bling, que le clavarían los ojos y se reirían.
Al suelo con ella, al suelo con esa zorra…
Olvídate de ellas. ¿A quién demonios le importa lo que piensen? Lo único que importa es el examen.
d dividido entre dx multiplicado por x elevado a n es igual a n x elevado a n menos uno…
Al empezar a volver hacia la puerta lateral se preguntó si sancionarían a Kevin. O si le expulsarían. Esperaba que así fuera.
d dividido entre dx…
Fue entonces cuando oyó un ruido de pasos provenientes de la calle. Geneva se detuvo y se dio la vuelta. No podía ver bien porque el brillo del sol la deslumbraba. ¿Era el negro de la cazadora verde el que iba hacia ella?
El ruido de pasos cesó. Geneva se dio la vuelta, empezó a andar hacia el edificio del instituto, apartando de sí cualquier idea que no fuera la regla de potenciación del cálculo.
…es igual a nx elevado a n menos uno…
Y fue entonces cuando volvió a oír los pasos, ahora veloces. Alguien se dirigía directamente hacia ella, corría hacia ella. Geneva no podía ver nada. ¿Quién era? Hizo visera con la mano para contrarrestar la intensa luz del sol.
Y oyó la voz del detective Bell que gritaba:
—¡Geneva! ¡No se mueva!
El hombre corría a toda velocidad, y otra persona —el agente Pulaski— iba a su lado.
—Señorita, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ha salido?
—Yo estaba…
Se oyó el chirrido cercano de tres coches patrulla. El detective Bell levantó la vista y miró la enorme furgoneta, frunciendo los ojos contra el sol.
—¡Pulaski! ¡Es él! ¡Deprisa, persígalo!
Estaban mirando la silueta del hombre que se iba perdiendo de vista, el mismo que ella había visto hacía un minuto, el de la cazadora verde. Se alejaba corriendo a toda velocidad, con una leve cojera, por un callejón.
—Ahora mismo. —El agente salió corriendo tras él. Pasó a través de las rejas del portón y desapareció en el callejón, persiguiendo al hombre. Entonces, en el patio del instituto aparecieron media docena de policías. Se abrieron en abanico y rodearon a Geneva y al detective.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella.
Llevándola a toda prisa hacia el coche, el detective Bell le explicó que acababan de recibir información por un agente del FBI, alguien de apellido Dellray, que trabajaba con el señor Rhyme. Uno de sus informantes se había enterado de que un hombre había estado preguntando en Harlem por Geneva esa mañana, tratando de averiguar a qué instituto iba y dónde vivía. Era afroamericano y llevaba una cazadora verde tipo militar. Había sido arrestado hacía unos años, acusado de asesinato, e iba armado. El señor Rhyme había llegado a la conclusión de que dado que el tipo que había perpetrado el ataque en el museo esa mañana era blanco y podría no conocer Harlem muy bien, probablemente habría decidido utilizar un cómplice que conociera el barrio.
En cuanto lo supo el señor Bell, el detective entró en el aula a buscarla, y se encontró con que ella se había escabullido por la puerta del fondo. Pero Jonette Monroe, la poli de incógnito, la estaba vigilando y la había seguido. Y luego había comunicado a la policía dónde estaba Geneva.
Ahora, dijo el detective, tenían que llevarla a casa del señor Rhyme, inmediatamente.
—Pero el examen. Yo…
—Nada de exámenes ni de instituto hasta que no atrapemos a ese tipo —dijo Bell con firmeza—. Ahora, venga conmigo, señorita.
Furiosa por la traición de Kevin, furiosa por verse metida en semejante follón, se cruzó de brazos.
—Tengo que hacer ese examen.
—Geneva, usted no sabe hasta qué punto puedo ponerme más terco que una mula. Mi objetivo es mantenerla con vida, y si eso significa cogerla en brazos y llevarla a la fuerza al coche, tenga la seguridad de que lo haré. —Sus ojos oscuros, que habían parecido tan mansos, ahora eran duros como la piedra.
—De acuerdo —masculló ella.
Siguieron andando hacia el coche; el detective mirando alrededor, vigilando lo que pudiera haber entre las sombras. Ella notó que mantenía la mano en un costado, cerca del arma. El agente rubio fue trotando hacia ellos un instante después.
—Le he perdido —jadeó, sin aliento—. Lo siento.
Bell suspiró.
—¿Alguna descripción?
—Negro, uno ochenta, de constitución robusta. Cojo. Pañuelo negro en la cabeza. Ni barba ni bigote. Treinta y tantos, cerca de los cuarenta.
—¿Vio usted algo más, Geneva?
La joven sacudió la cabeza, con expresión huraña.
—De acuerdo. Vámonos de aquí —dijo Bell.
Subió al asiento trasero del Ford del detective, con el agente rubio a su lado. El señor Bell estaba a punto de subir al asiento del conductor cuando vio que la orientadora con la que habían estado antes, la señora Barton, venía a toda prisa, con el rostro descompuesto.
—Detective, ¿qué sucede?
—Tenemos que sacar a Geneva de aquí. Es posible que una de las personas que quiere hacerle daño haya estado muy cerca. Por lo que sabemos, puede que aún lo esté.
La corpulenta mujer miró alrededor, frunciendo el ceño.
—¿Aquí?
—No estamos seguros. Lo único que digo es que es una posibilidad. Será mejor que tomemos precauciones. —El detective añadió—: Creemos que ha estado aquí hace unos cinco minutos. Un tipo grande, afroamericano. Llevaba una chaqueta verde y un pañuelo en la cabeza. Sin barba ni bigote. Cojo. Estaba en el otro extremo del patio del instituto, al lado de aquella furgoneta grande. ¿Podría preguntarles a los estudiantes y profesores si le conocen o si han visto algo más?
—Por supuesto.
También le pidió que se fijara si la imagen del tipo había quedado grabada en alguna de las cámaras de seguridad del instituto. Intercambiaron sus números de teléfono; luego el detective se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha.
—Abróchense los cinturones. No vamos a dar un paseo precisamente.
Justo en el momento en que Geneva trabó la hebilla de su cinturón, el policía pisó a fondo el acelerador y el coche se apartó del bordillo derrapando, y dio comienzo una montaña rusa a través de las destrozadas calles de Harlem, mientras el instituto Langston Hughes —que para la chica era el último baluarte de cordura y bienestar— desaparecía de la vista.
Mientras Amelia Sachs y Lon Sellitto ordenaban las pruebas que ella había recogido en el escondite de la calle Elizabeth, Rhyme pensaba en el cómplice de SD 109, el hombre que había llegado a estar condenadamente cerca de Geneva en el instituto.
Cabía la posibilidad de que el sujeto se hubiera servido de ese hombre sólo para tareas de vigilancia; pero, teniendo en cuenta el violento origen del ex presidiario y el hecho de que estuviera armado, era muy probable que tuviera también el encargo de matarla. Rhyme abrigaba esperanzas de que el hombre hubiera dejado alguna prueba cerca del patio del instituto, pero no, un equipo de la policía científica había inspeccionado el lugar cuidadosamente y no había encontrado nada. Y los agentes que peinaron la zona no pudieron localizar a ningún testigo que le hubiera visto por la calle o hubiera visto a alguien huyendo. Tal vez…
—Hola, Lincoln —dijo una voz de hombre.
Sobresaltado, Rhyme levantó la vista y vio a un hombre de pie cerca de él. De cuarenta y tantos años, ancho de hombros, un casquete de cabello canoso cortado al rape, con flequillo. Llevaba un costoso traje gris oscuro.
—Doctor. No he oído el timbre.
—Thom estaba fuera. Me dejó pasar.
Robert Sherman, el médico que supervisaba la terapia física de Rhyme, dirigía una clínica especializada en el tratamiento de pacientes con lesiones en la espina dorsal. Era él quien había desarrollado el régimen terapéutico de Rhyme, la rutina de bicicleta y de locomoción, así como la hidroterapia y los ejercicios tradicionales de rehabilitación que Rhyme hacía con Thom.
El médico y Sachs se saludaron, y luego él echó una ojeada al laboratorio, fijándose en lo ajetreada que era la actividad. Desde un punto de vista terapéutico, le parecía muy bien que Rhyme tuviera un trabajo. Estar comprometido en una actividad, solía decir, mejoraba enormemente la voluntad y el deseo de superación (aunque exhortaba mordazmente a Rhyme a que evitara situaciones en las que se expusiera a, digamos, sobrecargas mortales, lo que casi había sucedido en un caso reciente).
El médico tenía talento y era afable y condenadamente listo. Pero en ese momento Rhyme no tenía tiempo para ocuparse de él, ahora que sabía que dos criminales armados estaban tras Geneva. Saludó al médico como ajeno a su presencia.
—Mi recepcionista dijo que había cancelado la cita de hoy. Me preguntaba si estaría usted bien.
Una preocupación que podría haber expresado fácilmente por teléfono, reflexionó el criminalista.
Pero de esa manera el médico no hubiera podido ejercer la misma presión sobre Rhyme para que se hiciera los exámenes que si venía él mismo en persona.
Y en verdad Sherman había estado presionándole. Quería comprobar que el plan de ejercicios estaba dando resultados. No sólo por el bien del paciente, sino también porque de ese modo el médico podría incorporar esa información a las conclusiones de sus investigaciones en curso.
—No, todo va bien —dijo Rhyme—. Sencillamente estamos metidos de lleno en un caso importante. —Señaló con un gesto la pizarra de las pruebas. Sherman le echó un ojo.
Thom asomó la cabeza por la puerta.
—Doctor, ¿quiere un café? ¿Soda?
—Será mejor que no entretengamos al doctor. Seguro que está muy ocupado —dijo Rhyme rápidamente—. Ahora que sabe que todo va bien, estoy seguro de que querrá…
—¿Un caso? —preguntó Sherman, todavía inspeccionando la pizarra.
Un momento después Rhyme contestó con la voz crispada.
—Uno muy complicado. Por ahí anda un hombre muy malo. Estábamos trabajando para intentar atraparlo cuando usted apareció por aquí. —Rhyme no tenía la menor intención de ceder ni un milímetro, y no se disculpó por su grosero comportamiento. Pero los médicos y terapeutas que atienden pacientes tetrapléjicos saben que éstos vienen con premio: ira, actitudes hostiles y lenguas viperinas. A Sherman el comportamiento de Rhyme no le afectaba en absoluto. El médico seguía estudiando a Rhyme cuando respondió:
—No, para mí nada, Thom, gracias. No puedo quedarme mucho rato.
—¿Está seguro? —Señaló a Rhyme con la cabeza—. No se preocupe por él.
—No me apetece tomar nada, gracias.
Pero aunque no quería un refresco ni podía quedarse mucho rato, de todas maneras ahí estaba, sin hacer el menor movimiento para marcharse inmediatamente. De hecho, estaba arrastrando una puta silla para sentarse.
Sachs miró a Rhyme. Éste le devolvió una mirada vacía y se volvió hacia el médico, que arrimó la silla aún más. Entonces éste se inclinó hacia adelante y susurró:
—Lincoln, ya hace meses que viene resistiéndose a hacerse las pruebas.
—Hemos tenido un jaleo tremendo. Trabajando en cuatro casos. Y ahora cinco. Lo que, como usted se imaginará, lleva mucho tiempo… Unos casos fascinantes, dicho sea de paso. Asuntos sin igual, extraordinarios. —Confiaba en que el médico le pidiera algunos detalles, lo que al menos desviaría el curso de la conversación.
Pero el hombre no lo hizo, por supuesto. Los médicos que trabajaban con pacientes con lesiones en la espina dorsal nunca mordían el anzuelo. Lo veían todo. Sherman dijo:
—Permítame que le diga algo.
«¿Y cómo demonios puedo impedírselo?», pensó el criminalista.
—Usted ha trabajado más intensamente en nuestros ejercicios que cualquier otro de mis pacientes. Sé que está resistiéndose a los exámenes porque teme que no hayan tenido ningún efecto. ¿Estoy en lo cierto?
—La verdad es que no, doctor. Simplemente estoy ocupado.
Como si no hubiera oído, Sherman continuó:
—Sé que los resultados van a indicar una mejoría considerable de su estado general y de su respuesta funcional.
La charla de un médico podía ser tan irritante como la de un poli, reflexionó Rhyme.
—Así espero. Pero si no es así, créame, doctor, no importa. Ya he logrado una mejoría en la masa muscular, en la densidad ósea… Los pulmones y el corazón están mejor. Eso es todo lo que me importa. No la locomoción…
Sherman le miró de arriba a abajo, observándole.
—¿Realmente es eso lo que siente?
—Absolutamente. —Mirando a su alrededor, bajó la voz y dijo—: Estos ejercicios no van a hacer que pueda caminar.
—No, eso no va a ocurrir.
—Entonces, ¿por qué iba a querer una minúscula mejoría de mi pulgar izquierdo? Eso no cambia nada. Haré los ejercicios, me mantendré en forma lo mejor que pueda y en cinco o diez años, cuando ustedes salgan con un injerto milagroso o una clonación o algo, estaré preparado para volver a andar.
El médico sonrió y le dio una palmada a Rhyme en la pierna, un ademán que éste no percibió. Sherman sacudió la cabeza.
—Me alegra oírle decir eso, Lincoln. El mayor problema que tengo son los pacientes que tiran la toalla porque se encuentran con que todos los ejercicios y el trabajo duro que han hecho no produce un gran cambio en sus vidas. Quieren grandes triunfos y curas. No se dan cuenta de que esta clase de guerra se gana con victorias pequeñas.
—Creo que yo ya he ganado.
El médico se puso de pie.
—De todas maneras, sigo queriendo que se haga esos estudios con los escáneres. Necesitamos los datos.
—En cuanto… Eh, Lon, ¿estás escuchando? ¡Ahí viene un cliché! En cuanto tengamos despejado el terreno.
Sellitto, que no tenía ni idea de qué estaba hablando Rhyme, o no le importaba, le dedicó una mirada perdida.
—De acuerdo —dijo Sherman, y se encaminó hacia la puerta—. Y buena suerte con el caso.
—Esperamos que todo termine bien —dijo Rhyme alegremente.
El hombre de las pequeñas victorias salió de la casa e inmediatamente Rhyme retornó a las pizarras de las pruebas.
Sachs recibió una llamada, escuchó durante un momento y luego colgó.
—Era Bo Haumann. Esos tíos del equipo de asalto, los que recibieron la descarga eléctrica. El primero tiene quemaduras serias, pero sobrevivirá. Al otro acaban de darle el alta.
—Gracias a Dios —dijo Sellitto, que parecía profundamente aliviado—. Lo que debe haber sido eso… Toda esa electricidad pasándote por el cuerpo. —Cerró un momento los ojos—. Las quemaduras. Y el olor. ¡Dios! Se le quemó el pelo… Le enviaré algo. No, le llevaré yo mismo un regalo. Tal vez flores. ¿Creéis que le gustarán unas flores?
Esa reacción, al igual que el comportamiento que había mostrado poco antes, no era típica de Sellitto. Los polis sufrían heridas y los polis terminaban muertos, y todos en la policía aceptaban esa realidad, cada uno a su manera. Había muchos agentes que decían: «Gracias a Dios está vivo», y se bendecían y corrían a la iglesia más cercana para rezar en agradecimiento. Pero la manera de reaccionar de Sellitto era sacudir la cabeza y continuar con el trabajo. No actuar de esta forma.
—Ni idea —dijo Rhyme.
¿Flores?
Mel Cooper llamó a Rhyme.
—Lincoln, tengo al capitán Ned Seely al teléfono. —El técnico había estado hablando con los Rangers de Texas sobre el asesinato en Amarillo del que VICAP había informado que era similar al incidente del museo.
—Pasa la llamada al manos libres.
Cooper lo hizo, y Rhyme saludó:
—Hola, ¿capitán?
—Sí, señor —fue la respuesta, arrastrando las palabras—. ¿El señor Rhyme?
—El mismo.
—Recibí la solicitud de su colega en la que pedía información sobre el caso de Charlie Tucker. Estuve viendo lo que tenemos, pero no es mucho que digamos. ¿Cree que es el mismo tipo que les está complicando la vida a ustedes?
—El modus operandi es similar al incidente que hemos tenido aquí esta mañana. Los zapatos eran de la misma marca, y el modo de caminar. Y dejó pruebas falsas para desviarnos de la pista correcta, del mismo modo que dejó esas velas y esas marcas ocultistas en el asesinato de Tucker. Ah, y nuestro criminal tiene acento sureño. Hubo un asesinato similar en Ohio unos años después. Ése fue un golpe por encargo.
—¿De modo que todos ustedes están pensando que alguien contrató a ese tipo para matar a Tucker?
—Puede ser. Hábleme de él.
—¿Tucker? Un tipo común y corriente. Recién jubilado del Departamento de Justicia, así le decimos aquí al servicio penitenciario. Estaba felizmente casado, era abuelo. Nunca estuvo metido en problemas. Asistía regularmente a la iglesia.
Rhyme frunció el ceño.
—¿Qué hacía en las cárceles?
—Guardia. En nuestra penitenciaría de máxima seguridad en Amarillo… Hummmm, ¿usted cree que tal vez un presidiario contrató a alguien para vengarse por algo ocurrido allí dentro? ¿Trato abusivo a los presidiarios, o algo así?
—Podría ser —dijo Rhyme—. ¿Alguna vez abrieron expediente a Tucker?
—En el historial que tengo aquí no pone nada de eso. A lo mejor quiere usted verificarlo con la dirección de la cárcel.
Rhyme consiguió el nombre del alcaide de la cárcel en la que había trabajado Tucker y luego dijo:
—Gracias, capitán.
—No hay de qué. Que tengan un buen día.
Unos minutos después Rhyme estaba hablando con el alcaide J. T. Beauchamp, de la Institución Penitenciaria de Máxima Seguridad del Norte de Texas, en Amarillo. Rhyme se identificó y dijo que trabajaba con el Departamento de Policía de Nueva York.
—Bien, señor alcaide…
—Llámeme J. T., por favor, señor.
—De acuerdo, J. T. —Rhyme le explicó la situación.
—¿Charlie Tucker? Por supuesto, el guardia que fue asesinado. Estrangulado, o lo que sea. En esa época yo no estaba aquí. Tucker se retiró justo antes de que yo me viniera de Houston. Voy a buscar su expediente. No cuelgue, por favor. —Un momento después, el alcaide regresó—. Aquí lo tengo. No, no hubo ninguna queja formal contra él, salvo de un presidiario. Dijo que Charlie la tenía bastante tomada con él. Y como Charlie siguió igual, tuvieron una pequeña refriega por ello.
—Ése podría ser nuestro hombre —señaló Rhyme.
—Sólo que el presidiario fue ejecutado la semana siguiente. Y Charlie no fue asesinado hasta un año después.
—Pero tal vez Tucker fastidió a otro presidiario, que contrató a alguien para ajustar cuentas.
—Es posible. Pero ¿qué sentido tiene contratar a un asesino a sueldo para eso? Es un poco rebuscado para la gente de por aquí.
Rhyme se mostró bastante de acuerdo con ello.
—Bueno, tal vez el criminal fue él mismo un presidiario. Fue a por Tucker en cuanto salió, y luego montó el escenario para que pareciera un asesinato ritual. ¿Podría preguntarles a algunos de sus guardias o a otros funcionarios? Estamos buscando a un varón blanco, de cuarenta y tantos años, de constitución media, cabello castaño claro. Probablemente haya cumplido condena por algún delito violento. Y probablemente haya sido puesto en libertad o se haya escapado…
—Fugas, ninguna, de aquí no —aseguró el alcaide.
—De acuerdo, entonces, puesto en libertad no demasiado tiempo antes de que Tucker fuera asesinado. Eso es más o menos todo lo que sabemos. Ah, y sabe de armas, y tiene buena puntería.
—Eso no va a servir de nada. Esto es Texas. —Una risita.
Rhyme prosiguió:
—Tenemos un fotomontaje por ordenador de su rostro. Le enviaré una copia por correo electrónico. ¿Podría hacer que alguien lo compare con las fotos de los que fueron puestos en libertad alrededor de esa fecha?
—Sí, señor. Pediré que lo haga a la chica que tengo aquí. Tiene bastante buen ojo. Pero puede que le lleve un tiempo. Hemos tenido un montón de reclusos por aquí. —Le dio su dirección de correo electrónico y colgaron.
Justo cuando se estaba cortando la comunicación, llegaron Geneva, Bell y Pulaski.
Bell narró lo de la fuga del cómplice en el instituto. Añadió algunos detalles acerca de éste y les contó a todos que alguien iba a sondear a los estudiantes y profesores y conseguir la grabación de la cámara de seguridad, si es que había una.
—No he podido hacer mi último examen —dijo Geneva enojada, como si eso fuera culpa de Rhyme. Definitivamente, esta chica podía ponerle a uno los nervios de punta. Aun así, el criminalista dijo pacientemente:
—Tengo algunas novedades que tal vez puedan interesarte. Tu antepasado sobrevivió a la zambullida en el Hudson.
—¿Que sobrevivió? —El rostro de la chica se iluminó, y leyó con avidez la copia del artículo de la revista de 1868. Luego frunció el ceño—. Le ponen bastante mal. Como si él lo hubiera estado planeando todo. Él no era así. Lo sé. —Levantó la vista—. Y todavía no sabemos qué le sucedió, si es que alguna vez le pusieron en libertad.
—Seguiremos buscando información. Espero que podamos averiguar más.
El ordenador del técnico emitió un pitido y éste se acercó a ver de qué se trataba.
—Tal vez aquí tengamos algo. Un correo electrónico de una profesora de Amherst que dirige una página web de historia afroamericana. Es una de las personas a las que escribí preguntando sobre Charles Singleton.
—Léelo.
—Es del diario de Frederick Douglass.
—Por cierto, ¿quién era ése? —preguntó Pulaski—. Lo siento, probablemente debería saberlo. Hay una calle que lleva su nombre, y tal.
—Un antiguo esclavo. El líder abolicionista y de la lucha por los derechos civiles del siglo XIX. Escritor, profesor —dijo Geneva.
El novato estaba ruborizado.
—Como decía, debería haberlo sabido.
Cooper se inclinó hacia adelante y leyó de la pantalla:
—«3 de mayo, 1866. Otra noche en Gallows Heights…
—Ah —interrumpió Rhyme—, nuestro misterioso barrio. —La palabra gallows, «horca», volvió a recordarle la carta de tarot del hombre colgado, el sereno personaje del dibujo meciéndose colgado por las piernas de un cadalso. Echó una mirada a la carta, y luego volvió a prestar atención a Cooper.
—»… discutiendo nuestro vital esfuerzo, la Decimocuarta Enmienda. Varios miembros de la comunidad de personas de color de Nueva York y yo mismo nos encontramos con, entre otros, el honorable gobernador Fenton y algunos miembros del Comité Conjunto para la Reconstrucción, incluyendo a los senadores Harris, Grimes y Fessenden, y a los diputados Stevens y Washburn y al demócrata Andrew T. Rogers, que resultó estar menos en contra de lo que habíamos temido.
»El gobernador Fenton abrió la reunión con una conmovedora evocación, tras lo cual empezamos a presentar a los miembros del comité nuestras opiniones acerca de los diversos borradores de la enmienda, lo que llevó bastante tiempo. (El señor Charles Singleton expresó con particular elocuencia su punto de vista de que la enmienda debía incluir el derecho de sufragio universal para todos los ciudadanos, negros y caucásicos, mujeres y hombres, lo cual fue puesto a consideración por los miembros del comité). Los dilatados debates se prolongaron hasta bien entrada la noche».
Geneva se inclinó y leyó por detrás del hombro de Cooper.
—«Particular elocuencia» —cuchicheó en voz alta—. Y además quería el voto para las mujeres.
—Aquí hay otra anotación —dijo Cooper.
—«27 de junio, 1867. Estoy preocupado por la lentitud del avance. Hace un año que la Decimocuarta Enmienda fue presentada a los Estados para su ratificación, y por la cuenta que les traía, veintidós bendijeron la medida con su aprobación. Sólo hacen falta otros seis, pero estamos encontrando una pertinaz resistencia.
»Willard Fish, Charles Singleton y Elijah Walker están viajando por esos Estados que hasta ahora no se han comprometido, y haciendo lo que pueden para implorar a los legisladores de esos lugares que voten a favor de la enmienda. Pero a cada paso se topan con la ignorancia y la incapacidad de percibir la sabiduría de esta ley, y el desdén personal, y las amenazas y la ira. Haber sacrificado tantas cosas, y seguir sin alcanzar todavía nuestra meta… Nuestro importante papel en la guerra, ¿fue meramente una hueca victoria pírrica? Rezo por que la causa de nuestro pueblo no se marchite en este nuestro más importante esfuerzo». —Cooper levantó la vista de la pantalla—. Eso es todo.
—De modo que Charles estaba trabajando con Douglass y los demás en la Decimocuarta Enmienda. Eran amigos, por lo que parece —dijo Geneva.
¿De verdad?, se preguntó Rhyme. ¿Estaba en lo cierto el artículo del periódico? ¿Realmente Charles no se había abierto camino en ese círculo para enterarse de todo lo que pudiera sobre el Fondo para los Libertos y desvalijarlo?
Aunque para Lincoln Rhyme la verdad era la única meta de cualquier investigación forense, albergó una inusual esperanza sentimental de que Charles Singleton no hubiera cometido el delito.
Miró la pizarra de las pruebas, viendo muchos más signos de pregunta que respuestas.
—Geneva, ¿puedes llamar a tu tía y preguntarle si ha encontrado más cartas o alguna otra cosa referida a Charles?
La chica llamó a la mujer con quien estaba viviendo su tía Lilly. No respondieron, pero dejó un mensaje en el contestador para que una u otra la llamaran al laboratorio de Rhyme. Luego hizo otra llamada. Sus ojos se iluminaron.
—¡Mamá! ¿Estás en casa?
Gracias a Dios, pensó Rhyme. Al fin habían regresado sus padres.
Pero un momento después, a la chica se le crispó el rostro.
—No… ¿Qué ha pasado…? ¿Cuándo?
Alguna demora, dedujo Rhyme. Geneva puso a su madre al tanto de todo, la tranquilizó diciéndole que estaba a salvo y que la estaba protegiendo la policía. Le pasó el teléfono a Bell, que habló con su madre largo y tendido sobre la situación. Luego éste le devolvió el teléfono a Geneva y ella se despidió de su madre y de su padre. Colgó, de mala gana.
—No pueden salir de Londres. Han cancelado el vuelo y no han conseguido ningún otro para hoy. Vienen mañana en el primer avión, que va a Boston; de allí cogerán el primer vuelo hasta aquí —explicó Bell.
Geneva se encogió de hombros, pero Rhyme pudo ver la decepción en sus ojos.
—Será mejor que vuelva a casa. Tengo que hacer los deberes —comentó la joven.
Bell telefoneó para hacer las comprobaciones de rigor con los agentes de su equipo de la BPCT y con el tío de Geneva. Informó que parecía no haber peligro.
—¿Te quedarás sin ir al instituto mañana?
Una vacilación. Ella hizo una mueca. ¿Iba a haber otra batalla?
Entonces, alguien dijo algo. Fue Pulaski, el novato.
—Geneva, el hecho es que ya no eres sólo tú. Si ese tipo de hoy, el de la cazadora, se hubiera acercado y hubiera empezado a disparar, podría haber habido otros estudiantes heridos o muertos. Podría volver a intentarlo cuando tú estés en medio de la gente, fuera del instituto o en la calle.
Rhyme pudo ver en el rostro de la chica que estas palabras le llegaron al alma. Tal vez estaba pensando en la muerte del doctor Barry.
Así que murió por mi culpa…
—Por supuesto —dijo ella en voz baja—. Me quedaré en casa.
Bell hizo un gesto con la cabeza.
—Gracias. —Y le lanzó una mirada llena de agradecimiento al novato.
El detective y Pulaski acompañaron a la chica hacia la salida y los otros volvieron a trabajar sobre las pruebas halladas en el escondite del sujeto.
Rhyme se disgustó al ver que no había gran cosa. El mapa de la calle frente al Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que Sachs encontró escondido en la cama del hombre, no arrojó la presencia de huella alguna. El papel era genérico, completamente estándar, del tipo de los que se venden en cualquier librería. La tinta era una barata, imposible de seguirle la pista. El boceto tenía muchos más detalles de los callejones y edificios que del museo en sí; el mapa estaba pensado para la ruta de escape del asesino, supuso Rhyme. Pero Sachs ya había investigado cuidadosamente esos lugares y los detectives habían sondeado a los potenciales testigos de la empresa de corredores de diamantes y de otros edificios que aparecían en el plano.
Había más fibras de la cuerda, su garrote, imaginaron.
Cooper analizó el mapa con el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, y el único vestigio hallado en el papel fue carbono puro.
—¿Carboncillo de algún vendedor de mercadillo callejero? —se preguntó.
—Tal vez —dijo Rhyme—. O tal vez quemó las pruebas. Ponlo en la tabla. Tal vez encontremos alguna conexión más adelante.
Los otros restos encontrados en el mapa —manchas y migajas— eran más comida: yogur y garbanzos, ajo y aceite de maíz.
—Falafel —sugirió Thom, un cocinero que era todo un gourmet—. De Oriente Próximo. Y a menudo servido con yogur. Muy refrescante, dicho sea de paso.
—Y extremadamente común —dijo Rhyme amargamente—. Podemos rastrear su origen en más o menos dos mil sitios sólo en Manhattan, ¿no os parece? ¿Qué demonios tenemos, aparte de eso?
De camino cuando regresaban, Sachs y Sellitto se habían detenido en la inmobiliaria que administraba el edificio de la calle Elizabeth y habían obtenido información sobre el contrato de alquiler del apartamento. La mujer que estaba a cargo de la oficina había dicho que el arrendatario había pagado tres meses de alquiler en efectivo, más otros dos meses de depósito de garantía, y le había dicho que se los quedara. (El efectivo, por desgracia, ya lo habían dado en pago; no había quedado nada de éste para buscar huellas dactilares). Para el contrato había dado el nombre de Billy Todd Hammil, anteriormente domiciliado en Florida. El retrato robot que había hecho Sachs guardaba cierto parecido con el hombre que había firmado el contrato, aunque éste llevaba una gorra de béisbol y gafas. La mujer confirmó que tenía acento sureño.
Una búsqueda de identificación en las bases de datos reveló 173 concordancias para el nombre de Billy Todd Hammil en todo el país durante los últimos cinco años. De los que eran blancos y tenían entre treinta y cinco y cincuenta años, ninguno estaba en la zona de Nueva York. Los de Florida eran todos ancianos o de veintitantos años, y de ellos, tres estaban presos y uno había muerto hacía seis años.
—Se sacó el nombre de la chistera —masculló Rhyme. Observó la imagen generada por ordenador.
«¿Quién eres, SD 109?», se preguntó.
«¿Y dónde estás?».
—Mel, envíale el retrato a J. T.
—¿A quién?
—A nuestro buen amigo el alcaide, el de Amarillo. —Hizo un gesto con la cabeza apuntando al retrato—. Todavía me inclino a creer en la teoría de que nuestro chico es un presidiario que tuvo un roce con ese guardia que fue estrangulado.
—Entendido —dijo Cooper. Después de enviar el mensaje, cogió el tubo del líquido que Sachs había recogido en el escondite, lo abrió cuidadosamente y preparó la muestra para el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa.
Al poco rato los resultados aparecieron en la pantalla.
—Esto es algo nuevo para mí. Alcohol polivinílico, povidona, cloruro de benzalconio, dextrosa, cloruro de potasio, agua, bicarbonato de sodio, cloruro de sodio…
Rhyme metió la cuchara.
—Más sal. Pero esta vez no son palomitas de maíz.
—Y citrato de sodio y fosfato de sodio. Y poco más.
—A mí todo eso me suena a chino. —Sellitto se encogió de hombros y empezó a deambular por la sala, encaminándose hacia el cuarto de baño.
Cooper señaló la lista de ingredientes haciendo un gesto con la cabeza.
—¿Alguna pista de lo que es?
Rhyme sacudió la cabeza.
—¿Y en nuestra base de datos?
—Nada.
—Envíaselo a los de Washington.
—Eso haré. —El técnico envió la información al laboratorio del FBI y luego se centró en la última prueba encontrada por Sachs: las raspaduras de la madera de la mesa. Cooper preparó una muestra para el cromatógrafo.
Mientras esperaban los resultados, Rhyme estudió de arriba a abajo la pizarra de las pruebas. Estaba examinando lo que estaba apuntado cuando vio un movimiento rápido por el rabillo del ojo. Sobresaltado, se volvió hacia ese lado. Pero en esa parte del laboratorio no había nada. ¿Qué había visto?
Luego volvió a ver movimiento y se dio cuenta de lo que estaba viendo: un reflejo en el espejo de un armario. Era Lon Sellitto, que estaba solo en el pasillo, aparentemente convencido de que nadie podía verle. El rápido movimiento había sido el del corpulento detective practicando para ver lo rápido que podía desenfundar su arma. Rhyme no podía ver claramente el rostro del hombre, pero su expresión parecía angustiada.
¿Qué le ocurría?
El criminalista buscó los ojos de Sachs y le hizo un gesto con la cabeza, señalándole la entrada. Ella se acercó a la puerta y se fijó en lo que le estaba señalando Rhyme: entonces vio al detective que desenfundaba su arma varias veces más, y luego sacudía la cabeza, haciendo una mueca. Sachs se encogió de hombros. Después de practicar este ejercicio durante tres o cuatro minutos, el detective guardó su arma, se metió en el cuarto de baño y sin cerrar la puerta tiró de la cadena y volvió a salir un instante después.
Regresó al laboratorio.
—Dios, Linc, ¿cuándo vas a instalar un cuarto de baño con más estilo en esta casa? La combinación de amarillo y negro, ¿no estaba de moda en los setenta?
—¿Sabes? No acostumbro a tener muchas reuniones en el servicio.
El hombre corpulento se rio, pero no demasiado fuerte. La risa sonó falsa, al igual que la broma que la había provocado.
Pero fuera lo que fuera lo que estaba preocupando al hombre, Rhyme dejó instantáneamente de pensar en ello cuando los resultados del cromatógrafo aparecieron en la pantalla del ordenador: las raspaduras de madera del escritorio del sujeto, en el escondite. Rhyme frunció el ceño. El análisis había informado que la sustancia que había manchado la madera era ácido sulfúrico puro, una noticia que para Rhyme fue particularmente desalentadora. Para empezar, desde el punto de vista de la investigación de las pruebas, era algo fácil de conseguir y por tanto era virtualmente imposible seguirle la pista para averiguar de dónde provenía.
Pero lo más triste era el hecho de que tal vez era el ácido más potente —y peligroso— de los que se podían comprar; como arma, incluso una minúscula cantidad podía, en segundos, matar o desfigurar para siempre.