CAPÍTULO 15

Lo había hecho de maravilla.

A la perfección.

Veinticuatro preguntas tipo test: todas correctas, Geneva Settle lo sabía. Y había escrito una respuesta de siete páginas para un ejercicio de redacción en sólo una hora.

Dabuti…

Estaba charlando con el detective Bell sobre cómo le había ido y él asentía con la cabeza —con lo que ella se dio cuenta de que no la estaba escuchando, sino que estaba vigilando los pasillos—, pero al menos él conservó una sonrisa en el rostro, así que la joven simuló creer que él la escuchaba. Y, esto era extraño, se sentía bien hablando y yéndose por las ramas. Hablándole sin más de lo chungo que se lo había puesto la profesora con la redacción, del modo en que Lynette Tompkins había susurrado «Dios, sálvame» cuando se dio cuenta de que había estudiado para otra asignatura. A nadie, salvo a Keesh, le interesaría escuchar su charla, dale que te dale, sin parar.

Ahora tenía que hacer frente al examen de matemáticas. No disfrutaba mucho con el cálculo, pero conocía el tema, había estudiado, tenía las ecuaciones grabadas en la cabeza.

—¡Amiga! —Lakeesha se puso a caminar a su lado—. Demonios, ¿todavía estás aquí? —Tenía los ojos abiertos de par en par—. Casi te matan esta mañana, y tú, como si nada. Estás chiflada, chica.

—El chicle. Suena como si estuvieras haciendo restallar un látigo.

Keesh siguió con el chasquido, tal como Geneva sabía que haría.

—Tú ya tienes un sobresaliente. ¿Para qué tienes que hacer esos exámenes?

—Si no hago esos exámenes, no tendré un sobresaliente.

La chica gordita miró al detective Bell frunciendo el ceño.

—En mi opinión, usted debería andar ahí afuera buscando al capullo que ha atacado a mi amiga.

—Ya hay un montón de gente que lo está haciendo.

—¿Cuánta? ¿Y dónde está?

—¡Keesh! —susurró Geneva.

Pero el señor Bell esbozó una ligera sonrisa.

—Montones.

Paf, paf.

—Bueno, ¿cómo te fue en el examen de civilizaciones del mundo? —preguntó Geneva a su amiga.

—El mundo no está civilizado. El mundo está jodido.

—¿Pero no te lo saltaste?

—Te dije que iría. Lo hice dabuti, chica. Puse todo de mi parte. Estoy casi segura de que sacaré un aprobado. Por lo menos eso. Puede que hasta un notable.

—Vaya.

Llegaron a un cruce de pasillos y Lakeesha giró a la izquierda.

—Hasta luego, chica. Llámame esta tarde.

—Hecho.

Geneva se rio para sí misma al ver a su amiga corriendo por los pasillos. Keesh era como cualquier otra chavala de barrio, vestida a su aire, con ropa de colores chillones, muy ceñida, uñas de película de miedo, trenzas tirantes y bisutería barata. Bailando entusiasmada al ritmo de L. L. Cool J, Twista y Beyoncé. Dispuesta a meterse en peleas, incluso a hacerles frente a las pandilleras (a veces llevaba un cúter o una navaja). De vez en cuando hacía de pinchadiscos, con el nombre de Def Mistress K, Señorita K Molona, haciendo girar el vinilo en los bailes escolares, y también en los clubes en los que los gorilas de la puerta decidían que sí tenía veintiún años.

Pero la chica no era tan del gueto como fingía. Usaba esa imagen del mismo modo que se ponía esas uñas estrafalarias y las extensiones de tres dólares. Las claves eran obvias para Gen: si se la escuchaba detenidamente, cualquiera se daba cuenta de que su primera lengua era el inglés estándar. Era como esos cómicos negros que tratan de usar el lenguaje de la calle, pero que lo hacen de manera poco convincente. Puede que la chica usara los tiempos verbales en «ebónico» —la nueva expresión políticamente correcta era «inglés afroamericano»—, pero cometía todo tipo de errores por querer exagerar la nota. Sólo alguien que escuchara sin prestar atención podía creer que la chica se había criado en el gueto.

Había otras cosas: muchas de las chicas de las viviendas de protección oficial presumían de birlar cosas en las tiendas. Pero, como mucho, Keesh se llevaba un frasco de esmalte de uñas o un paquete de trenzas. Ni siquiera compraba bisutería o joyas en la calle a alguien que pudiera habérselas robado a algún turista, y enseguida echaba mano del móvil para llamar al 911 cuando por los vestíbulos de los edificios de apartamentos veía a chavales merodeando durante la «temporada de caza»: los días del mes en que el paro y los cheques de las ayudas sociales empezaban a llenar los buzones.

Keesh se costeaba ella misma los estudios. Tenía dos trabajos: hacía extensiones y trenzas por su cuenta, y atendía la barra de un restaurante cuatro días a la semana (el lugar estaba en Manhattan, varios kilómetros al sur de Harlem, para asegurarse de que no se toparía con gente del barrio, lo que haría añicos su tapadera de diva bling-bling pinchadiscos de la calle 124). Gastaba el dinero con moderación y guardaba lo que ganaba para ayudar a su familia.

Había además otro aspecto de Keesh que la separaba de muchas chicas de Harlem. Ella y Geneva pertenecían a lo que a veces recibía el nombre de «hermandad de las chicas de la nada». Lo que quería decir: nada de sexo. (Bueno, tontear por ahí se aceptaba, pero, como decía una de las amigas de Geneva: «A mí no me mete su cosa fea ningún chico, palabra»). Las chicas habían hecho un pacto de virginidad en la escuela primaria, y lo respetaban. Esto las convertía en una rareza. Un gran porcentaje de las chicas de Langston Hughes llevaban varios años acostándose con chicos.

Las adolescentes de Harlem entraban en dos categorías, y la diferencia se definía por una imagen: un cochecito de bebé. Estaban las que iban empujando uno por las calles, y las que no. Y no importaba si una leía a Ntozake Shange o a Sylvia Plath o si era analfabeta, no importaba si una usaba tops y trenzas compradas o blusas blancas y faldas tableadas… si acababas del lado del cochecito de bebé, entonces tu vida tomaría una dirección muy distinta de la de las chicas de la otra categoría. Un bebé no implicaba necesariamente el fin de los estudios y de la posibilidad de una profesión, pero a menudo así era. Y aunque no lo fuera, a las chicas del cochecito les esperaba un tiempo francamente duro.

La meta inflexible de Geneva era huir de Harlem a la primerísima oportunidad, con alguna parada en Boston o New Haven para obtener uno o dos diplomas y luego seguir hacia Inglaterra, Francia o Italia. No iba ni siquiera a arriesgarse a que un niño le estropeara los planes. A Lakeesha no le interesaban los estudios superiores, pero también tenía sus ambiciones. Iría a algún college y, como empresaria con sentido común, tomaría Harlem por asalto. La chica iba a ser la Frederick Douglass o la Malcolm X de los negocios del norte de Manhattan.

Eran estos puntos de vista compartidos lo que hermanaba a estas chicas, por lo demás diferentes como el día y la noche. Y como en la mayoría de las amistades verdaderas, el vínculo escapaba a toda definición. Keesh lo expresó muy bien una vez, gesticulando con su mano incrustada en un brazalete —una mano cuyos dedos tenían los extremos rematados por uñas a lunares—, de la siguiente manera: «Amigas, pase lo que pase. ¿A que sí?».

Y, sí, así era.

Geneva y el detective Bell llegaron a la clase de matemáticas. Él se instaló fuera del aula, en la puerta.

—Yo me quedaré aquí. Después del examen, espere dentro. El coche estará aparcado en la puerta del instituto.

La chica asintió y luego se dio la vuelta para entrar. Vaciló y miró hacia atrás.

—Quería decirle algo, detective.

—¿Y qué es?

—Sé que a veces no soy muy agradable. La gente dice que soy obstinada. Bueno, sobre todo dicen que soy un dolor de muelas. Pero… gracias por lo que está haciendo.

—Es mi trabajo, señorita. Además, la mitad de los testigos y personas que protejo no valen ni las baldosas en las que pisan. Me alegra cuidar de alguien decente. Ahora, vaya y conteste otras veinticuatro preguntas tipo test.

Geneva parpadeó.

—¿Estaba escuchándome? Yo creí que no me estaba prestando atención.

—La estaba escuchando, sí. Y protegiéndola también. Aunque, lo confieso, hacer dos cosas a la vez está en el límite de mi capacidad. No espere que haga nada más. Bueno… ahora… yo estaré aquí cuando salga.

—Y yo voy a devolverle el dinero de la comida.

—Ya le dije que la paga el alcalde.

—La pagó usted de su bolsillo. Y no pidió factura.

—¡Mírenla! No se le escapa detalle.

En el aula Geneva vio a Kevin Cheaney, de pie al fondo, hablando con algunos de sus colegas. Él estiró la cabeza, saludándola con una enorme sonrisa y fue hacia ella. Casi todas las chicas de la clase —las guapas y las feas— siguieron con la vista sus largas zancadas. La sorpresa —y luego el estupor— les brilló a todas en los ojos cuando vieron hacia quién se acercaba Kevin.

«Bueno», pensó ella como si les hablara, triunfante, «a ver si os grabáis esto en la cabeza».

«Estoy en los cielos». Geneva Settle bajó la vista, con el rostro encendido.

—Qué pasa, chica —dijo él, llegando a su lado. La joven sintió el perfume de su loción para después del afeitado. Se preguntó cuál sería. Quizá podría averiguar cuándo era su cumpleaños y regalarle una.

—Hola —dijo ella, con la voz temblorosa. Se aclaró la garganta—. Hola.

De acuerdo, había tenido su momento de gloria ante la clase, que duraría para siempre. Pero ahora, una vez más, sólo podía pensar en mantenerle a distancia, para asegurarse de que no le hicieran daño por su culpa. Le diría lo peligroso que era estar cerca de ella. Olvídate de los azotes, olvídate de las bromas sobre tu madre. Seriedad. Dile lo que de veras sientes: que estás preocupada por él.

Pero antes de que pudiera decir nada, él gesticuló señalándole el fondo del aula.

—Ven conmigo. Tengo algo para ti.

«¿Para mí?», pensó ella. Respiró hondo y le siguió a un rincón de la clase.

—Aquí tienes. Te he traído un regalo. —Le deslizó algo en la mano. De plástico negro. ¿Qué era? ¿Un teléfono móvil? ¿Un busca? No estaba permitido tenerlos en el instituto. Aun así, el corazón de Geneva latía con fuerza. La chica se preguntó cuál sería la finalidad del regalo. ¿Era para llamarle si se encontraba en peligro? ¿O para que él pudiera darle un toque cuando quisiera?

—Qué guay —dijo ella, examinándolo. Se dio cuenta de que no era un teléfono ni un busca, sino uno de esos organizadores personales. Como un Palm Pilot.

—Tiene juegos, Internet, correo electrónico. Todo inalámbrico. Estos chismes molan mogollón.

—Gracias. Sólo que… bueno, parece una cosa muy cara, Kevin. No sé si…

—Ah, tranquila, tía. Te lo ganarás.

Ella levantó la vista y le miró.

—¿Ganármelo?

—Escucha. No tiene ningún misterio. Mis coleguis y yo lo hemos probado. Ya está conectado al mío. —Se dio una palmadita en el bolsillo de la camisa—. Lo que tienes que hacer es, y es lo primero que debes meterte en el coco, guardarlo entre las piernas. Mejor si llevas falda. Los profes no mirarán ahí, porque les pueden dar por culo con una denuncia, ¿sabes? Ahora, la primera pregunta del examen: presionas la tecla del uno. ¿Ves? Luego le das a la tecla de espacio y tecleas la respuesta. ¿Lo pillas?

—¿La respuesta?

—Entonces, presta atención, esto es importante. Tienes que presionar este botón para enviármela. Ese pequeño botón que tiene una antenita. Si no lo presionas, no envía nada. Para la segunda pregunta, le das al dos. Luego la respuesta.

—No entiendo.

Él se rio, preguntándose cómo era posible que ella no lo pillara.

—¿A ti qué te parece? Tenemos un trato, chica. Yo te cubro las espaldas en la calle. Tú me cubres las mías en clase.

De pronto entendió de qué se trataba, y fue como recibir una bofetada.

—Quieres decir copiar.

Kevin frunció el ceño.

—No vayas diciendo esa mierda en voz alta. —Miró a su alrededor.

—Estás de guasa. Es una broma.

—¿Broma? No, chica. Tú vas a ayudarme.

No era una pregunta. Era una orden.

Geneva sintió como si se ahogara o fuera a vomitar. Empezó a jadear.

—No voy a hacerlo. —Le alargó él organizador. Él no lo cogió.

—¿Qué problema tienes? Montones de chicas me ayudan.

—Alicia —susurró Geneva con ira, moviendo la cabeza y acordándose de una chica que había estado en la clase de matemáticas con ellos hasta hacía poco: Alicia Goodwin, una chica lista, un as en matemáticas. Se había ido del instituto cuando su familia se mudó a Jersey. Ella y Kevin habían sido íntimos. Así que todo se trataba de esto: al haber perdido a su socia, Kevin había estado buscando una nueva, y había escogido a Geneva, mejor estudiante que su predecesora, pero ni remotamente tan guapa. Geneva se preguntó qué lugar ocuparía en la lista. La ira y el dolor le rugían por dentro, como una caldera al fuego. Esto era aún peor que lo que le había pasado esa mañana en el museo. Al menos, el hombre de la máscara no había pretendido pasar por un amigo.

Judas…

—Tienes un montón de chicas que te soplan las respuestas… ¿Qué sería de tu nota media si no fuera por ellas? —dijo Geneva furiosa.

—No soy tonto, chica —susurró él, enfadado—. No tengo que aprenderme esta mierda. Yo ganaré una pasta gansa dándole a la pelota el resto de mi vida. Es mejor para todos que entrene, en lugar de estudiar.

—«Para todos». —Ella soltó una risa amarga—. Así que es de ahí de donde salen tus calificaciones: las robas. Como si le birlaras una cadena de oro a alguien en Times Square.

—Mira, chica, te lo advierto, te cuidado con lo que dices —susurró amenazante.

—No pienso ayudarte —dijo ella entre dientes.

Entonces él sonrió, y le dedicó una mirada seductora, con los párpados a medio cerrar.

—Haré que te merezca la pena. Puedes venir a mi casa cuando quieras. Te follaré bien. Incluso bajaré ahí abajo. Soy muy bueno en ese apartado.

—¡Vete al infierno! —gritó ella. Todas las cabezas se dieron la vuelta.

—Escucha —gruñó él, agarrándola del brazo con fuerza. Le empezó a doler—. Tienes un cuerpecito de niña de diez años y vas por ahí como si fueras una rubia de Long Island, creyéndote que vales más que todo el mundo. Una zorra de pelos de alambre como tú no puede ser tan exigente con los hombres, ¿entiendes a lo que me refiero? ¿Dónde vas a encontrar a un tipo tan guay como yo?

Ante semejante insulto, Geneva dio un grito ahogado.

—Eres asqueroso.

—De acuerdo, chica, muy bien. Se ve que eres frígida. Te pagaré por ayudarme. ¿Cuánto quieres? Un billete de cien. ¿O dos? Tengo pasta gansa. Venga, dime cuál es tu precio. Tengo que aprobar ese examen.

—Entonces estudia —le espetó ella, y le arrojó el organizador personal.

Él lo cogió con una mano, y con la otra la tiró del brazo para atraerla hacia sí.

—Kevin —le llamó un hombre con voz severa.

—¡Joder! —susurró el chico con desprecio, cerrando los ojos un instante, soltándole el brazo a Geneva.

El señor Abrams, el profesor de matemáticas, se acercó y se llevó el organizador. Mirándolo, preguntó:

—¿Qué es esto?

—Quería que le ayudara a copiar —dijo Geneva.

—Esta zorra está chiflada. Es de ella, y…

—Ven, vamos al despacho —le dijo el profesor a Kevin.

El chico la miró fijamente, con una furia helada en los ojos. Geneva le devolvió la mirada hostil.

—¿Estás bien, Geneva? —preguntó el profesor.

Se estaba frotando el brazo en el lugar donde él la había agarrado. Dejó caer la mano y asintió con la cabeza.

—Me gustaría ir un momento al servicio.

—Ve. —Luego se dirigió a los alumnos, que estaban todos mirando hacia ese lado, todos en silencio—: Tenéis diez minutos para estudiar antes de comenzar el examen. —El profesor se llevó a Kevin, y salieron por la puerta del fondo del aula. El silencio se llenó de pronto con un bombardeo de murmullos, como si alguien hubiera subido de pronto el volumen de la televisión. Geneva esperó unos segundos, y luego salió por la misma puerta.

Mirando hacia el corredor, vio al detective Bell, que estaba con los brazos cruzados, cerca de la puerta principal. Él no la vio. Ella salió al pasillo y se sumergió entre el montón de estudiantes que se dirigían a sus respectivas clases.

Sin embargo, Geneva Settle no se dirigió al servicio de las chicas. Llegó al final del corredor y empujó la puerta que daba al patio desierto, pensando: «Nadie sobre la faz de la tierra me va a ver llorar».

¡Allí! A menos de treinta metros de él.

El corazón de Jax casi explotó cuando vio a Geneva Settle de pie, sola, en el patio del instituto.

El rey del graffiti estaba en la desembocadura de un callejón, en la acera de enfrente, donde se había apostado hacía media hora, esperando poder verla aunque fuera fugazmente. Pero esto superaba todas sus esperanzas. Estaba sola. Jax echó un vistazo a la calle. Había un coche de policía camuflado, dentro del cual había un madero, aparcado frente al instituto, pero estaba muy lejos de la chica, y el madero no estaba mirando hacia el patio; no podría verla desde donde estaba, aunque se volviera. Esto podría ser más fácil de lo que había creído.

Todo estaba tan tranquilo, se dijo a sí mismo. Mueve el culo.

Se sacó un gran pañuelo negro del bolsillo y se lo puso en la cabeza para aplastar el peinado afro. Moviéndose despacio, deteniéndose al lado de una furgoneta abollada, el ex convicto barrió con la vista el patio (que le recordó muchísimo al patio de la cárcel, salvo, claro, que aquí no había alambre de espino ni torretas de vigilancia). Decidió que podía cruzar la calle por donde estaba la furgoneta y utilizar como parapeto el chiringuito-caravana de la cadena Food Emporium que estaba aparcado en la acera con el motor en marcha. Podría acercarse quizá a menos de diez metros de Geneva sin que ella ni el madero le vieran. Eso sería mucho más que suficientemente cerca.

Mientras la chica siguiera con la vista baja podía atravesar la alambrada sin que nadie se diera cuenta. Ella estaría asustada después de todo lo que le había sucedido, y si le viera acercándose, probablemente se daría la vuelta y saldría corriendo, pidiendo ayuda a gritos.

Despacio, avanza con cuidado.

Pero ahora muévete. Puede que no vuelvas a tener una oportunidad como ésta.

Jax empezó a andar en dirección a la chica, caminando con mucho cuidado, para evitar que su pierna coja arrastrara las hojas y le delatara.