De pie en la esquina de Canal con la Sexta Avenida, a unas diez calles de su escondite, Thompson Boyd esperó a que cambiara el semáforo. Estaba sin aliento, y se enjugó el rostro humedecido.
No estaba impresionado, no estaba asustado —el jadeo y el sudor se debían a la carrera para ponerse a salvo—, pero sentía curiosidad por saber cómo le habían encontrado. Siempre tenía muchísimo cuidado con sus contactos y con los teléfonos que usaba, y siempre controlaba si le estaban siguiendo, así que supuso que había sido por pruebas físicas. Tenía sentido, porque estaba bastante seguro de que la mujer de blanco, la que iba de un lado a otro por el escenario del museo como una serpiente de cascabel, era una de las que estaban fuera del apartamento de la calle Elizabeth. ¿Qué había dejado en el museo? ¿Algo en la bolsa en la que llevaba los objetos para la agresión? ¿Algún resto de algo que tenía en los zapatos o la ropa?
Eran los mejores investigadores con los que se había topado jamás. Tendría que tenerlo presente.
Mirando el tráfico, reflexionó sobre la fuga. Cuando había visto venir a los agentes por las escaleras, rápidamente había puesto el libro y las compras de la ferretería en la bolsa en las que las había traído, había agarrado su maletín y su arma, y luego había accionado la llave que activaba la electrificación del pomo. Había dado un puntapié a la pared y había escapado hacia la nave de al lado, había trepado hasta el tejado y luego había ido a toda velocidad en dirección sur hasta el final del bloque de pisos. Había bajado por una escalera de incendios, había girado al oeste y se había puesto a correr a toda velocidad, cogiendo el camino que había planeado y probado docenas de veces.
Ahora, en la confluencia de Canal con la Sexta Avenida, estaba perdido en medio de una multitud que esperaba a que cambiara el semáforo, oyendo las sirenas de los coches patrulla que se unían a su búsqueda. Su rostro estaba impasible, sus manos ni siquiera temblaban, no estaba furioso, no le había entrado pánico. Así era como tenía que estar. Lo había visto una y otra vez: a muchísimos asesinos profesionales que había conocido los habían cogido porque les había entrado el pánico, habían perdido su frialdad ante la policía y se habían derrumbado durante un interrogatorio de rutina. O eso, o habían perdido la calma cuando estaban haciendo la faena, dejando restos incriminatorios, o testigos vivos. Las emociones —el amor, la ira, el miedo— le vuelven a uno descuidado. Uno tenía que ser frío, distante.
Entumecido…
Thompson empuñó su revólver, oculto en el bolsillo de su gabardina, mientras veía varios coches patrulla que subían a toda velocidad por la Sexta. Los vehículos daban patinazos al doblar en la esquina y coger Canal hacia el este. Se estaban saltando todas las señales de detención para ir a buscarle. Lo que no era sorprendente, Thompson lo sabía. La fuerza pública de Nueva York pondría una mueca de mucho disgusto ante un criminal que ejecutara a uno de los suyos (aunque en la opinión de Thompson, la culpa había sido del propio poli, por ser poco cuidadoso).
Luego una ligera voz de preocupación le sonó en el cerebro cuando vio a otro coche patrulla que frenaba dando un patinazo, a tres calles de allí. Los agentes bajaron y empezaron a interrogar a la gente en la calle. Luego otro se detuvo a menos de cien metros de donde él se encontraba. Y se movían en esa dirección. Su coche estaba aparcado cerca de Hudson, a unos cinco minutos. Tenía que llegar a él enseguida. Pero el semáforo seguía en rojo.
Más sirenas llenaron el aire.
Esto se estaba convirtiendo en un problema.
Thompson miró a la multitud que le rodeaba, casi todos con la vista fija en el este, atraída por los coches policiales y los agentes.
Necesitaba algo con que distraer la atención, algo que le permitiera cruzar disimuladamente la calle. Cualquier cosa… no tenía que ser nada espectacular. Sólo suficiente para desviar la atención de la gente durante un momento. Fuego en una papelera, la alarma de un coche, el ruido de cristales rotos… ¿Alguna otra idea? Echando un vistazo al sur, a su izquierda, Thompson vio que venía un gran autobús suburbano que subía por la Sexta Avenida. Se acercaba a la esquina en la que esperaba de pie el grupo de peatones. ¿Prender fuego a la papelera, o lo otro? Thompson Boyd se decidió. Se acercó al bordillo, se puso detrás de una chica asiática, delgada, de veintitantos años. Lo único que tuvo que hacer fue darle un empujoncito en la base de la espalda para que cayera en la trayectoria del autobús. Tambaleándose llena de pánico, intentando conservar el equilibrio, y dando un grito ahogado, resbaló del bordillo.
—¡Se ha caído! —aulló Thompson con un grito, disimulando su acento—. ¡Agárrenla!
Los gritos de desesperación de la chica se interrumpieron cuando el espejo retrovisor derecho del autobús le golpeó el hombro y la cabeza y arrojó su cuerpo sobre la acera, donde cayó dando volteretas. La sangre había salpicado la ventanilla, y también a las personas que estaban de pie cerca de ella. Los frenos chirriaron. Y también varias de las mujeres de entre la multitud.
El autobús se detuvo dando un patinazo en el medio de la calle Canal, bloqueando el tráfico; iba a tener que permanecer allí hasta que se investigara el accidente. Fuego en una papelera, una botella que se rompe, la alarma de un coche, esas cosas podrían haber funcionado. Pero él había decidido que matar a la chica era más eficaz.
El tráfico se paralizó de inmediato, lo que incluía dos coches de la policía que venían por la Sexta Avenida.
Cruzó la calle despacio, dejando atrás la multitud de transeúntes horrorizados que se iban apiñando, que gritaban, o lloraban, o contemplaban, espantados, el cuerpo exánime, ensangrentado, acurrucado contra una cerca de tela metálica. Los ojos sin mirada de la chica estaban en blanco, apuntando al cielo. Al parecer a nadie se le ocurrió que la tragedia no fuera sino un terrible accidente.
La gente corría hacia ella, la gente llamaba al 911 con sus teléfonos móviles… Un caos. Thompson cruzó la calle tranquilamente, esquivando los vehículos detenidos. Ya se había olvidado de la chica asiática y estaba pensando en cuestiones más importantes: había perdido su escondite. Pero al menos había escapado con sus armas de fuego, las cosas que había comprado en la ferretería y el manual de instrucciones. En el apartamento no había ninguna pista que llevara hacia él o hacia el hombre que le había contratado; ni siquiera la mujer de blanco podría hallar conexión alguna. No, esto no era un problema serio.
Se detuvo en una cabina telefónica, llamó a su buzón de voz y recibió buenas noticias. Supo que Geneva Settle asistía al instituto Langston Hughes en Harlem. Además, se enteró de que estaba bajo protección policial, lo que no era una sorpresa, por supuesto. Thompson sabría pronto más detalles: su domicilio, imaginaba; o incluso, con un poco de suerte, se enteraría de que se había presentado una oportunidad y que la chica había muerto a tiros, y el trabajo estaba concluido.
Thompson Boyd se dirigió hacia su coche, un Buick de tres años, de un anodino tono azul, un coche normal, un coche medio, para el ciudadano medio. Se metió en el tráfico y rodeó de lejos el atasco provocado por el accidente del autobús. Se dirigió hacia el puente de la calle 59, concentrado en lo que había aprendido en el libro que había estado estudiando hacía una hora, el que rebosaba de post-it, pensando en cómo aplicaría sus nuevas habilidades.
—No sé… no sé qué decir.
Abatido, Lon Sellitto miraba desde abajo al capitán, que había venido directamente desde la comisaría en cuanto los mandamases se enteraron del incidente del disparo. Sellitto estaba sentado en el bordillo, despeinado, con la tripa caída sobre el cinturón; las carnes rosadas le asomaban entre los botones. Sus zapatos desgastados apuntaban hacia afuera. En ese momento cada detalle de su persona estaba arrugado.
—¿Qué ha sucedido? —El enorme y calvo capitán afroamericano había tomado posesión del revólver de Sellitto y lo tenía en la mano, descargado, con el tambor abierto, siguiendo los procedimientos del Departamento de Policía de Nueva York para los casos en los que un agente dispara un arma.
Sellitto miró a los ojos a aquel hombre alto.
—Se me cayó el arma —dijo.
El capitán sacudió lentamente la cabeza y se volvió hacia Amelia Sachs.
—¿Está usted bien?
La mujer se encogió de hombros.
—No fue nada. El proyectil no impactó cerca de de donde yo estaba.
Sellitto vio que el capitán sabía que ella se estaba enrollando con lo del incidente, tratando de minimizarlo. El hecho de que le estuviera protegiendo hizo que el detective se sintiera aún más miserable.
—Sin embargo, usted estaba en la línea de fuego —dijo el capitán.
—No hubo ninguna…
—¿Usted estaba en la línea de fuego?
—Sí, señor —dijo Sachs.
El proyectil 38 le había pasado a un metro. Sellitto lo sabía. Ella lo sabía.
No impactó cerca de donde yo estaba…
El capitán examinó la nave.
—Si esto no hubiera sucedido, ¿habría logrado de todas maneras huir el criminal?
—Ajá —dijo Bo Haumann.
—¿Está seguro de que esto no tuvo nada que ver con su fuga? Eso va a estar sobre el tapete.
El comandante de la USU negó con la cabeza.
—Parece que el sujeto subió al tejado de la nave y se dirigió hacia el norte o el sur, probablemente al sur. El disparo —señaló con la cabeza el revólver de Sellitto— se produjo después de que hubiéramos cubierto los edificios adyacentes.
Sellitto volvió a pensar: «¿Qué me está pasando?».
Tap… tap… tap…
—¿Por qué sacó el arma? —preguntó el capitán.
—No esperaba que nadie saliera por la puerta del sótano.
—¿No oyó las comunicaciones que informaban de que el edificio estaba despejado?
Un momento de duda.
—Se me pasó por alto. —La última vez que Lon Sellitto había mentido a los mandamases había sido para proteger a un novato que se había saltado el procedimiento al tratar de salvar a la víctima de un secuestro, algo que logró llevar a buen término. Había sido una mentira piadosa. Ésta era una mentira del tipo «protégete», y soltarla dolía como un hueso roto.
El capitán inspeccionó el lugar. Había varios agentes de la USU pululando por ahí. Parecían sentirse apurados por su presencia. Finalmente el mandamás dijo:
—No ha habido heridos, ni daños importantes en la propiedad. Haré un informe, pero lo de la junta para revisar el incidente del disparo es facultativo. No lo recomendaré.
Sellitto se sintió inundado por el alivio. Una junta de revisión de un incidente ocasionado por un disparo accidental estaba a sólo un paso de una investigación de Asuntos Internos, con lo que eso conllevaba. Aunque fuera exculpado, la reputación quedaba manchada durante una buena temporada. A veces para siempre.
—¿Quiere unos días de permiso? —preguntó el capitán.
—No, señor —dijo Sellitto con firmeza.
Para él —para cualquier poli— lo peor del mundo era tener un tiempo de inactividad después de una cosa así. Se lo pasaría dándole vueltas, se pondría hasta arriba de comida basura, tendría un humor de perros con todos los que le rodearan. Y se asustaría todavía más de lo que ya estaba. (Aún recordaba avergonzado cómo había saltado como una colegiala con la detonación del tubo de escape del camión, poco antes).
—No sé. —El capitán tenía la potestad de ordenar un permiso obligatorio. Quiso preguntarle a Sachs su opinión, pero eso hubiera estado fuera de lugar. Ella era una detective recién llegada, una subalterna. Aun así, el capitán se quedó dubitativo, con la intención de darle a ella la oportunidad de que hiciera algún comentario. De que dijera, tal vez: «Mira, Lon, sí, sería una buena idea». O: «Está bien. Nos arreglaremos sin tu ayuda».
En cambio, Amelia no dijo nada. Lo que, como todos sabían, era un voto a favor.
—Tengo entendido que hoy han matado a un testigo delante de usted, ¿verdad? ¿Tiene algo que ver con esto? —preguntó el capitán.
«Joder, sí; joder, no…».
—No sabría decirle.
Otra larga vacilación. Pero digan lo que digan de los mandamases, en el Departamento de Policía de Nueva York nadie escala posiciones en el rango sin saberlo todo sobre la vida en la calle y lo que ésta les hace a los polis.
—De acuerdo, le mantendré en activo. Pero vaya a ver a un consejero.
Sintió que le hervía el rostro. Un loquero. Pero dijo:
—Por supuesto. Pediré una cita enseguida.
—Bien. Y manténgame al tanto de cómo le va.
—Sí, señor. Gracias.
El capitán le devolvió el arma y regresó al puesto de mando con Bo Haumann. Sellitto y Sachs se dirigieron al vehículo de emergencias de la policía científica, que acababa de llegar.
—Amelia…
—Olvídalo, Lon. Ya está. Ya pasó. El fuego amigo es algo que ocurre todo el tiempo. —Según las estadísticas, los polis corrían mucho más riesgo de ser alcanzados por una bala disparada por sus propios colegas que por las de un criminal.
El fornido detective meneó la cabeza.
—Yo sólo… —No sabía cómo continuar la frase.
Mientras andaban hacia el autobús, hubo un largo silencio. Finalmente Sachs dijo:
—Una cosa, Lon. Se va a correr la voz. Ya sabes lo que pasa. Pero ningún civil se enterará de nada de esto. Al menos no de mi boca. —Al no participar en las comunicaciones por radio (la red por la que circulaban los rumores dentro de la policía), Lincoln Rhyme sólo podía enterarse del incidente por boca de alguno de ellos dos.
—No iba a pedírtelo.
—Lo sé —dijo ella—. Sólo te digo cómo voy a manejar este asunto. —Empezó a descargar los artefactos para la investigación del lugar de los hechos.
—Gracias —dijo con voz áspera. Y se dio cuenta de que los dedos de su mano izquierda habían vuelto al estigma de sangre de su mejilla.
Tap… tap… tap…
—Es un tipo delgado, Rhyme.
—Continúa —dijo él por el micrófono.
Con su traje blanco Tyvek, Sachs estaba haciendo la cuadrícula en el pequeño apartamento, un piso franco, lo sabían por la ausencia casi total de muebles y enseres. La mayoría de los asesinos profesionales tenían un lugar así. Allí guardaban las armas y los pertrechos y lo utilizaban como una escala técnica para los golpes cercanos, y como escondite si algo salía mal.
—¿Qué hay dentro? —preguntó él.
—Un catre, una mesa vacía y una silla. Una lámpara. Una televisión conectada a una cámara de seguridad, montada en el corredor de fuera. Es un sistema Video-Tect, pero le ha quitado las pegatinas del número de serie, para que no podamos saber cuándo y dónde se compró. He encontrado cables y unos relés para el apaño que hizo para electrificar la puerta. Las imágenes electrostáticas coinciden con los zapatos Bass. He esparcido polvo por todas partes y no he podido encontrar ni una sola huella dactilar. Un tipo que usa guantes dentro de su escondite… ¿qué significa eso?
—¿Aparte del hecho de que es un tipo muy listo? Seguramente no vigilaba demasiado el lugar, y sabía que tarde o temprano apareceríamos por allí. Pero me encantaría encontrar una huella. Sin duda, está fichado en algún lado. Puede que en muchos.
—Encontré el resto de la baraja de tarot, pero no tiene etiquetas de ninguna tienda. Y la única carta que falta es la número doce, la que dejó en la biblioteca. De acuerdo, voy a seguir buscando.
Continuó haciendo la cuadrícula con mucho cuidado, aunque el apartamento era muy pequeño y podía verse casi por entero sencillamente situándose en el centro y girando 360 grados. Sachs encontró una prueba oculta: al pasar junto al catre notó que sobresalía algo blanco debajo de la almohada. La quitó y abrió cuidadosamente la sábana doblada.
—Aquí hay algo, Rhyme. Un mapa de la calle en la que está el Museo de Cultura e Historia Afroamericana. Hay un montón de detalles sobre los callejones y las entradas y salidas de todos los edificios que lo rodean, zonas de carga, áreas para aparcar, tomas de agua para incendios, alcantarillas, cabinas telefónicas. El hombre es un perfeccionista.
No muchos asesinos se tomarían tantas molestias por un encargo.
—Además tiene unas manchas. Y algunas migajas. Parduzcas. —Sachs olfateó—. Ajo. Las migajas parecen de comida. —Deslizó el mapa dentro de un sobre de plástico y prosiguió la búsqueda.
—Tengo algunas fibras más, como las otras, cuerda de algodón, supongo. Un poco de polvo y tierra. Pero eso es todo.
—Me gustaría poder ver el lugar —dijo, y se quedó en silencio.
—¿Rhyme?
—Me lo estoy imaginando —susurró. Otra pausa. Luego—: ¿Qué hay sobre la superficie del escritorio?
—No hay nada. Ya te he dicho…
—No me refiero a si hay objetos encima. Quiero decir: ¿está manchado de tinta? ¿Garabatos? ¿Muescas hechas con un cuchillo? ¿Marcas de tazas de café? —Y añadió con mordacidad—: Cuando los criminales no son lo suficientemente zoquetes como para dejar ahí encima la factura de la luz, cogemos lo que podemos.
Ajá, el buen humor estaba oficialmente muerto.
Sachs examinó la tabla de madera.
—Sí, está manchada. Tiene raspones y marcas.
—¿Es de madera?
—Sí.
—Coge algunas muestras. Usa un cuchillo y raspa la superficie.
Sachs encontró un bisturí entre las herramientas. Al igual que los utilizados en cirugía, estaba esterilizado y sellado con papel y plástico. Raspó cuidadosamente la superficie y colocó los resultados en pequeñas bolsas de plástico.
Al mirar hacia abajo para tomar las muestras, notó un resplandor luminoso en el borde de la mesa. Se acercó a mirarlo.
—Rhyme, he encontrado unas gotas. Un líquido transparente.
—Antes de que tomes las muestras, aplícale Mirage a una. Con el spray n.° 2. A este tipo le gustan demasiado los juguetes mortales.
Mirage Technologies fabrica un práctico sistema de detección de explosivos. El spray n.° 2 detecta los explosivos del grupo B, que incluyen los altamente inestables, como la nitroglicerina líquida transparente, de la cual una sola gota sería suficiente para destrozar una mano.
Sachs probó la muestra. Si la sustancia hubiera sido un explosivo, su color habría cambiado al rosa. No hubo ningún cambio. Le aplicó el spray n.° 3 a la muestra, sólo para cerciorarse: éste revelaría la presencia de cualquier nitrato, el elemento clave en la mayor parte de los explosivos, no sólo la nitroglicerina.
—Negativo, Rhyme. —Recogió una segunda gota de líquido y transfirió la muestra a un tubo de vidrio, y luego lo selló.
—Creo que eso es todo, Rhyme.
—Tráelo todo aquí, Sachs. Necesitamos dar un salto y ponernos un paso por delante de ese tipo. Si puede escaparse de un equipo de la USU tan fácilmente, significa que puede acercarse a Geneva con la misma rapidez.