CAPÍTULO 13

Bo Haumann llamó por la radio:

—Equipo B, equipo B, estamos dentro. Ni rastro del sospechoso. Bajen, peinen el callejón. Pero recuerden: la última vez, él se quedó esperando en las cercanías. Va a por personas inocentes. Y va a por polis.

La lámpara del escritorio estaba caliente, y cuando Sachs tocó el asiento de la silla, notó que estaba tibio. Sobre el escritorio había un pequeño monitor de circuito cerrado de televisión; la pantalla borrosa mostraba el rellano, delante de la puerta. El asesino tenía una cámara de seguridad oculta en algún lugar allí fuera y los había visto venir. Se había escapado hacía unos momentos. Pero ¿por dónde? Los agentes miraron por todas partes buscando una vía de escape. La ventana que estaba al lado de la salida de incendios estaba tapada con contrachapado. La otra estaba descubierta, pero estaba a diez metros de altura por encima del callejón.

—Él estaba aquí. ¿Cómo diablos se escapó?

La respuesta llegó un momento después.

—He encontrado esto —dijo un agente. Había mirado debajo de la cama; luego separó el catre de la pared, dejando a la vista un agujero del tamaño justo para que se arrastrara una persona. Parecía que el sujeto había quitado el yeso y los ladrillos de la pared que separaba el edificio del de al lado. Cuando los vio por el monitor de televisión, sencillamente le dio un puntapié al yeso del otro lado de la pared y se deslizó al edificio adyacente.

Haumann mandó más agentes a revisar el tejado y las calles cercanas, y a otros a cubrir las entradas del edificio de al lado.

—Alguien que se meta por el agujero —ordenó el comandante de la USU.

—Iré yo, señor —dijo un agente bajito.

Pero con su voluminoso armamento, no pasaba por el hueco.

—Lo haré yo —dijo Sachs, con diferencia la más delgada de los agentes que había allí—. Pero necesito que despejen esta habitación. Para preservar las pruebas.

—Entendido. La meteremos ahí dentro y luego nos retiraremos. —Haumann ordenó que pusieran la cama a un lado. Sachs se arrodilló y alumbró con su linterna a través del agujero, al otro lado del cual había una pasarela, dentro de un almacén o fábrica. Para llegar a ella tuvo que arrastrarse a través del estrecho espacio.

—Mierda —masculló Amelia Sachs, la mujer que conducía a 250 kilómetros por hora e intercambiaba disparos frente a frente con delincuentes acorralados, pero que casi se paralizaba con sólo una insinuación de situación claustrofóbica.

¿Entrar de cabeza, o por los pies?

Suspiró.

De cabeza daba miedo pero era más seguro; al menos tendría unos segundos para localizar la posición desde donde le dispararía el sujeto antes de que éste pudiera apuntar al blanco. Miró el espacio estrecho, oscuro. Una inspiración profunda. Pistola en mano, empezó a avanzar.

«¿Qué demonios me pasa?», pensó Lon Sellitto, de pie frente al almacén que estaba al lado de los importadores de productos de herboristería, el edificio cuyo frente se suponía que estaba vigilando. Miró hacia la puerta y hacia las ventanas, buscando al sujeto fugitivo, rogando al cielo que el criminal se dejara ver, para que él pudiera trincarle.

Rogando que no se dejara ver.

«¿Qué demonios es lo que me inquieta?».

En los años que llevaba en la policía, Sellitto había estado en una docena de tiroteos, le había quitado armas de fuego a psicópatas desquiciados, incluso había forcejeado con un suicida en el tejado del edificio Flatiron, sin que lo separara de la muerte otra cosa que una cornisa de quince centímetros. A veces se había echado a temblar, por supuesto. Pero siempre se recuperaba. Nunca le había afectado nada como la muerte de Barry esa mañana. Estar en la línea de fuego le había dejado asustado, no había por qué negarlo. Pero era otra cosa lo que le tenía así. Algo que tenía que ver con estar tan cerca de una persona en ese preciso instante… el momento de la muerte. No podía quitarse de la cabeza la voz del bibliotecario, sus últimas palabras antes de morir.

La verdad es que no vi…

No podía olvidar el ruido de las tres balas alcanzándole en el pecho.

Tap… tap… tap…

Habían sido como unas palmaditas suaves, apenas audibles. Nunca había oído un ruido como ése. Ahora Lon Sellitto tenía escalofríos y sentía náuseas.

Y los ojos castaños del hombre… Estaban mirando fijamente a los de Sellitto cuando impactaron los proyectiles. En una fracción de segundo hubo sorpresa, luego dolor, luego… nada. Fue la cosa más extraña que Sellitto había visto en su vida. Sólo había una manera de describirlo: en un momento había algo complejo y real detrás de aquellos ojos y, un instante después, incluso antes de que el hombre cayera hecho un ovillo sobre la acera, no había nada.

El detective se había quedado helado, con la vista clavada en el muñeco fofo que yacía frente a él, pese al hecho de que sabía que tendría que estar intentando dar caza al autor de los disparos. De hecho los médicos tuvieron que echarle a un lado para llegar a Barry; Sellitto había sido incapaz de moverse.

Tap… tap… tap…

Luego, cuando llegó el momento de llamar a los familiares más cercanos de Barry, Sellitto había vuelto a resultar un estorbo. Había hecho muchísimas de esas difíciles llamadas, a lo largo de los años. Ninguna de ellas había sido fácil, por supuesto. Pero ese día, sencillamente, no podía enfrentarse a ello. Había inventado alguna excusa tonta sobre su teléfono y había dejado que otro se encargara de la tarea. Había temido que se le quebrara la voz. Había temido que se le escapara el llanto, lo que jamás le había sucedido en décadas de servicio.

Ahora oyó por la radio el informe sobre la inútil persecución del criminal.

Oyendo: tap… tap… tap

«¡Joder!, yo sólo quiero irme a casa».

Quería estar con Rachel, tomar una cerveza con ella en el porche de su casa, en Brooklyn. Bueno, era demasiado temprano para una cerveza. Un café. O tal vez no fuera demasiado temprano para una cerveza. O un whisky. Quería estar sentado allí, mirando la hierba y los árboles. Conversando. O no diciendo nada. Sólo estar con ella. De pronto los pensamientos del detective se desviaron hacia su hijo adolescente, que vivía con la ex de Sellitto. No había llamado al chico desde hacía tres o cuatro días. Tenía que hacerlo.

Él…

Mierda. Sellitto se dio cuenta de que estaba de pie en medio de la calle Elizabeth dándole la espalda al edificio que se suponía que estaba vigilando, perdido en sus pensamientos. «¡Dios santo! ¿Pero qué coño estás haciendo?». El pistolero anda suelto en algún lado, por aquí, ¿y tú estás soñando despierto? El tipo podía estar esperando en ese callejón de allí, o en el otro, igual que había hecho esa mañana.

Sellitto se puso en cuclillas y se dio la vuelta, observando las ventanas oscuras, tal vez oscurecidas adrede. El criminal podía estar detrás de cualquiera de ellas, mirando hacia abajo, con la vista puesta en él en ese preciso momento, con esa jodida pistola pequeña que tenía. Tap… tap… Las agujas de las balas rasgando la carne en jirones al abrirse en abanico. Sellitto sintió escalofríos y dio unos pasos atrás, refugiándose entre dos furgones de reparto aparcados, donde no se le pudiera ver desde las ventanas. Asomándose por el lateral de una furgoneta, miró las ventanas negras, miró la puerta.

Pero no eran esas cosas lo que veía. No, estaba viendo los ojos castaños del bibliotecario, ante él, a unos pocos centímetros.

No vi…

Tap… tap…

La vida volviéndose no-vida.

Esos ojos…

Se secó la mano con la que empuñaba el arma en los pantalones del traje, diciéndose a sí mismo que estaba sudando sólo debido al chaleco antibalas. ¿Qué pasaba con el puto tiempo? Hacía demasiado calor para ser octubre. ¿Quién demonios no iba a sudar?

—No le veo, K —susurró Sachs en su micrófono.

—¿Puedes repetirlo? —fue la respuesta de Haumann.

—No hay rastro de él, K.

El almacén al que había huido SD 109 era fundamentalmente un gran espacio abierto dividido por pasarelas de tejido metálico. En el suelo había palés de botellas de aceite de oliva y de latas de salsa de tomate, sellados con plástico termocontraíble. La pasarela sobre la que estaba Sachs, de unos diez metros de altura, rodeaba todo el perímetro y estaba al nivel del apartamento del sujeto, en el edificio de al lado. Era un almacén en uso, aunque lo más seguro fuera que sólo se utilizara de manera esporádica; no había rastros de que últimamente hubieran ido empleados por allí. Las lámparas estaban apagadas, pero a través de las grasientas claraboyas se filtraba suficiente luz como para que ella pudiera tener una visión de conjunto del lugar.

Los suelos estaban limpios, bien barridos, y Sachs no encontró huellas de pisadas que revelaran por dónde se había ido SD 109. Además de la puerta del frente y de la que daba al muelle de carga del fondo, había otras dos al nivel del suelo, a un lado. En una ponía «Servicios»; en la otra no había ninguna indicación.

Avanzando lentamente, moviendo la Glock delante de ella, buscando un blanco con el haz de la linterna, Amelia Sachs comprobó que todas las pasarelas y las áreas abiertas de la nave estaban despejadas. Informó de ello a Haumann. Entonces los agentes de la USU dieron un puntapié al portón de cargas de la nave y entraron, dispersándose dentro de ésta. Aliviada por la llegada de los refuerzos, Sachs hizo señas con las manos para señalar las dos puertas laterales. Los polis se dirigieron a ellas.

Haumann informó por radio:

—Hemos estado peinando la zona, pero fuera no le ha visto nadie. Todavía podría estar dentro, K.

En voz muy baja, Sachs acusó recibo de la transmisión. Bajó la escalera hasta el nivel del suelo, y se unió a los otros agentes.

Señaló la puerta del servicio.

—A la de tres —susurró.

Ellos asintieron con la cabeza. Uno hizo un gesto señalándose a sí mismo, pero ella movió la cabeza, queriendo decir que iba a entrar ella misma. A Sachs le enfurecía que el criminal hubiera huido, que tuviera una bolsa con objetos para perpetrar violaciones con una carita sonriente, que hubiera disparado a un inocente sólo como maniobra de distracción. Quería que trincaran a ese tipo y quería estar segura de quedarse con un pedazo suyo.

Tenía puesto el chaleco antibalas, por supuesto, pero no pudo evitar pensar en lo que ocurriría si una de esas balas de agujas le diera en el rostro o en el brazo.

O en la garganta.

Empezó a contar con los dedos en alto.

Uno…

Entrar rápido, entrar agachada, con un kilo de presión sobre el gatillo que se dispara con un kilo y un cuarto.

¿Estás segura de lo que haces, chica?

Le vino a la mente la imagen de Lincoln Rhyme.

Dos…

Luego un recuerdo de su padre, agente de policía, impartiendo su filosofía de vida desde su lecho de muerte:

—Recuerda, Amie, cuando te mueves, no pueden cogerte.

Así que, ¡muévete!

Tres.

Hizo una señal con la cabeza. Un agente abrió la puerta de un puntapié —nadie se acercaba a ningún pomo— y Sachs se lanzó hacia adelante, aterrizando en cuclillas, dolorosamente, y rociando con el haz de luz de la linterna todo el baño, que era pequeño y no tenía ventanas.

Vacío.

Retrocedió y pasó a ocuparse de la otra puerta. Aquí, la misma rutina.

A la de tres, otro fuerte puntapié. La puerta cedió con un crujido.

Las armas y las linternas en alto. Sachs pensó: «Vaya, nunca es fácil, ¿eh?». Bajó la vista hacia una larga escalera que descendía hundiéndose en una oscuridad total. Notó que los escalones no tenían tabicas, lo que significaba que el sujeto podía estar agazapado detrás de la escalera y, a través de los huecos, podía dispararles en los tobillos, las pantorrillas o la espalda cuando los agentes descendieran.

—Oscuridad —susurró.

Los hombres apagaron sus linternas, montadas sobre los cañones de las ametralladoras. Sachs avanzó primera; le dolían las rodillas. Por dos veces estuvo a punto de tropezar en los escalones flojos e irregulares. La siguieron cuatro agentes de la USU.

—Formación en 360 grados —susurró, sabiendo que no estaba técnicamente a cargo, pero incapaz de detenerse en ese momento. Los agentes no cuestionaron su orden. Hombro contra hombro, para orientarse, formaron un cuadrado aproximado, todos mirando hacia afuera y controlando un cuarto del sótano.

—¡Luz!

Los haces de las poderosas lámparas halógenas llenaron de pronto el pequeño recinto; las armas buscaban un blanco.

Ella no vio amenaza alguna, no oyó ni un ruido. «Salvo el puto latido de un corazón», pensó.

«Pero es el mío».

En el sótano había una caldera, tuberías, tanques de combustible y mil botellas de cerveza vacías. Montañas de basura. Media docena de ratas enardecidas.

Los agentes revisaron las apestosas bolsas de basura, pero estaba claro que el criminal no estaba metido en ninguna de ellas.

Sachs comunicó a Haumann por radio lo que habían encontrado. Nadie había visto ni rastro del sujeto. Todos los agentes iban a reunirse en el camión del puesto de mando para proseguir el peinado del barrio, mientras Sachs investigaba los escenarios en busca de pruebas, y todos tenían presente que, al igual que antes en el museo, el asesino podía estar cerca.

… guárdense las espaldas.

Dando un suspiro, guardó el arma y se volvió hacia la escalera. Entonces se detuvo. Si subiera por los mismos escalones por los que había bajado de la planta principal, tendría que bajar otro trecho para volver al nivel de la calle. Una alternativa más sencilla era coger la escalera mucho más corta que daba directamente a la acera.

A veces, pensó, dándose la vuelta para salir por esa segunda escalera, uno tiene que mimarse un poco.

Lon Sellitto se había obsesionado con una ventana en particular.

Había oído la comunicación de que la nave estaba limpia, pero se preguntó si los de la USU habrían mirado realmente hasta en el último recoveco. A fin de cuentas, el sujeto había pasado inadvertido ante todos esa mañana, en el museo. Se había colado fácilmente hasta tener a su blanco a tiro.

Tap, tap, tap.

Esa mismísima ventana, la del extremo derecho, en el primer piso… A Sellitto le pareció que había vibrado una o dos veces.

Puede que sólo fuera el viento. Pero puede que el movimiento fuera provocado por alguien que estuviera intentando abrirla.

O apuntando a través de ella.

Tap.

Le dio un escalofrío y dio un paso atrás.

—Eh —llamó a un agente de la USU, que acababa de salir del importador de hierbas—. Eche un vistazo… ¿Ve algo en aquella ventana?

—¿Dónde?

—En aquella. —Sellitto se asomó, exponiéndose un poco, y señaló el cuadrado negro de cristal.

—No. Pero el lugar está limpio. ¿No lo ha oído?

Sellitto se inclinó, asomándose un poco más, oyendo tap, tap, tap, viendo unos ojos castaños volviéndose inertes. Frunció la vista y, temblando, examinó la ventana con mucho cuidado. Entonces, en los bordes de su campo visual vio de pronto un movimiento a su izquierda y el chirrido de una puerta que se abría. Un destello de luz cuando el frío sol se reflejó en un objeto metálico.

¡Es él!

—Dios —suspiró Sellitto. Cogió su pistola, arrodillándose y rodando hacia el destello luminoso. Pero en lugar de seguir los procedimientos, según los cuales cuando uno saca rápido el arma hay que mantener el dedo fuera del guardamonte, le entró el pánico y sacó su Colt de la pistolera de un tirón.

Y fue por esa razón por la que el arma se le disparó un instante después, enviando el proyectil directamente al punto en el que Amelia Sachs estaba saliendo por la puerta del sótano de la nave.