CAPÍTULO 12

La pequeña mujer asiática observaba a Sachs cautelosamente.

Su desasosiego no era de extrañar, supuso la detective, teniendo en cuenta que estaba rodeada de media docena de agentes que le doblaban el tamaño, y que otra docena esperaba en la acera, fuera de la tienda.

—Buenos días —dijo Sachs—. Estamos buscando a un hombre, y es muy importante que le encontremos. Puede que haya cometido graves delitos. —Hablaba un poco más despacio de lo que suponía que era políticamente correcto.

Lo que fue, tal como se vio, una bonita metedura de pata.

—Entiendo lo que dice —dijo la mujer en perfecto inglés, con acento francés, nada menos—. Ya les dije a esos otros agentes todo lo que recuerdo. Yo estaba bastante asustada. Cuando él se probó el gorro, no sé si me entiende. Bajándoselo como si fuera una máscara. Daba miedo.

—Estoy segura de que así fue —respondió Sachs, volviendo a su manera normal de hablar—. Dígame, ¿le molestaría que le tomáramos las huellas dactilares?

Se trataba de verificar que eran las huellas que había en el tique y en las mercancías halladas en el lugar de los hechos, en la biblioteca. La mujer aceptó, y un analizador portátil verificó que efectivamente eran las de ella.

—¿Está segura de que no tiene ni idea de quién es o dónde vive? —preguntó Sachs.

—Ni idea. Sólo ha estado aquí una o dos veces. Tal vez más, pero es la clase de persona en la que nadie se fija. Normal. No sonreía, no gesticulaba, no decía nada. Totalmente neutro.

Un aspecto de lo más apropiado para un asesino, pensó Sachs.

—¿Qué hay de sus otros empleados?

—Les he preguntado a todos. Ninguno de ellos le recuerda.

Sachs abrió la maleta, volvió a guardar el analizador portátil de huellas dactilares y extrajo un ordenador Toshiba. En un minuto ya lo había puesto en funcionamiento y había cargado el software de técnica electrónica de identificación facial. Era una versión informatizada del viejo retrato robot, utilizado para recrear imágenes de rostros de sospechosos. El sistema manual usaba tarjetas preimpresas de rasgos faciales y de cabellos, que los agentes combinaban y les mostraban a los testigos para crear un parecido con el sospechoso. El TEIF utilizaba el software para hacer lo mismo, generando una imagen casi fotográfica.

En cinco minutos, Sachs obtuvo un fotomontaje de un hombre blanco con papada, pulcramente afeitado, con cabellos bien recortados, de color castaño oscuro, de cuarenta y tantos años. Se parecía a cualquiera de los millones de empresarios o contratistas o cajeros de tienda de mediana edad que uno se cruza en el metro.

Promedio…

—¿Recuerda qué llevaba puesto?

Hay un programa auxiliar del TEIF que sirve para poner a la imagen del sospechoso diferentes vestimentas, como las muñecas de papel a las que se les colocan prendas de vestir. Pero lo único que recordaba la mujer era una gabardina oscura.

—Ah, una cosa. Creo que tenía acento sureño —añadió la mujer.

Sachs hizo un gesto con la cabeza y anotó eso en su libreta. Luego conectó una pequeña impresora láser y al poco ya tenía dos docenas de copias en tamaño 13x18 centímetros de la imagen de SD 109, con una breve descripción de su altura, su peso y el dato de que podría llevar una gabardina oscura y que hablaba con acento sureño. Agregó la advertencia de que atacaba a inocentes. Alargó las copias a Bo Haumann, el antiguo instructor, de cabello entrecano cortado al rape, que ahora era el jefe de la Unidad de Servicios de Urgencias, el grupo táctico de Nueva York. Haumann distribuyó a su vez los retratos entre sus agentes y los polis uniformados que estaban allí con el equipo. Dividió a los agentes en grupos —mezclando uniformados con personal de la USU, la cual tenía mayor poder de fuego— y les ordenó que empezaran a peinar el barrio.

La docena de policías se dispersó.

El Departamento de Policía de Nueva York, encargado de velar por la tranquilidad en la ciudad, no organizaba sus equipos tácticos con transportes blindados del tipo de los que se usan en el ejército, sino con coches y furgones comunes y corrientes en los que se desplazaban las brigadas, y el armamento se transportaba en un autobús de la USU, un anodino camión azul y blanco. En aquel momento había uno de ésos aparcado cerca de la tienda, sirviendo de vehículo de apoyo.

Sachs y Sellitto se pusieron chalecos antibalas con placas antiimpacto en la zona del corazón, y se encaminaron hacia Little Italy. El barrio había cambiado radicalmente en los últimos quince años. Un enorme enclave de inmigrantes italianos de clase trabajadora en el pasado se había reducido casi a la nada, debido a la expansión del Barrio Chino desde el sur y de los jóvenes profesionales venidos del norte y el oeste. En la calle Mulberry los dos detectives pasaron ahora ante un emblema de ese cambio: el edificio que había albergado al antiguo Club Social Ravenite, hogar de la familia mafiosa Gambino, que había sido dirigida, en tiempos ya lejanos, por John Gotti. El club había sido confiscado por el gobierno —lo que tuvo como consecuencia que recibiera el inevitable mote de «Club Fed»— y ahora era simplemente otro edificio comercial en alquiler.

Los dos detectives eligieron una calle y empezaron a realizar su parte del peinado del área, mostrándoles sus placas y el retrato del sujeto a los vendedores ambulantes y a los cajeros de las tiendas, a los adolescentes que estaban haciendo novillos tomando café en Starbucks, a los jubilados sentados en los bancos o en las escaleras de entrada de los edificios. Cada tanto oían informes de los otros agentes.

Nada… Negativo en Grand, K… Recibido… Negativo en Hester, K… Lo intentaremos en el este…

Sellitto y Sachs siguieron recorriendo su ruta, sin que tuvieran más suerte que los otros.

Detrás de ellos se oyó un estridente bang.

Sachs lanzó un grito ahogado —no por el ruido, ya que lo reconoció al instante como la detonación del tubo de escape de un camión—, sino por la reacción de Sellitto. Éste había dado un salto hacia un lado, y de hecho se había puesto a cubierto detrás de unas cabinas telefónicas, con la mano sobre la empuñadura de su revólver.

Parpadeó y tragó saliva. Soltó una risa lánguida.

—Putos camiones —masculló.

—Ajá —dijo Sachs.

Cuando continuaron la marcha, el se limpió la cara.

Sentado en el escritorio, en su escondite, percibiendo el olor a ajo proveniente de uno de los restaurantes cercanos de Little Italy, Thompson Boyd estaba acurrucado con un libro entre las manos, leyendo las instrucciones que en él se exponían; luego revisó lo que había comprado en la ferretería, hacía una hora.

Señaló algunas páginas con post-it amarillos y garabateó algunas notas en los márgenes. Los procedimientos que estaba estudiando eran un poco complicados, pero él sabía que terminaría por desentrañarlos. No había nada que no se pudiera hacer si uno se tomaba su tiempo. Eso se lo había enseñado su padre. Fueran tareas difíciles o sencillas.

Es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales.

Deslizó la silla hacia atrás, apartándose del escritorio, el cual, junto con la silla, una lámpara y un catre, eran los únicos muebles de la casa. Una televisión pequeña, un refrigerador, un cubo de la basura. También guardaba algunos pertrechos, objetos que usaba en su trabajo. Thompson estiró con el dedo la abertura del guante de látex a la altura de la muñeca derecha y sopló dentro, refrescándose la piel. Luego hizo lo mismo con la izquierda. (Uno siempre tenía que suponer que un escondite podría ser descubierto en cualquier momento, de modo que tenía que tomar sus precauciones para no dejar pruebas que terminaran incriminándole, ya fuera usando guantes o poniendo una bomba trampa). Ese día los ojos le estaban dando guerra. Los entrecerró, se puso gotas, y el escozor cedió. Cerró los párpados.

Silbando suavemente la evocadora canción de la película Cold Mountain.

Soldados disparando a soldados, esa gran explosión, bayonetas. Las imágenes de la película caían en cascada por su mente.

Tssssst…

Desapareció esa canción, junto con las imágenes, y apareció una melodía clásica. Bolero.

Por lo general no sabía decir de dónde venían las melodías. Era como si en su cabeza hubiera un cargador de CDs que hubiera programado alguna otra persona. Pero del Bolero sí conocía el origen. Su padre tenía la obra en un disco. El enorme hombre de cabello cortado al rape la ponía una y otra vez en el giradiscos de plástico verde de Sears que tenía en el taller.

—Escucha esta parte, hijo. Cambia de clave. Espera… espera… ¡Ahí! ¿Lo has oído?

El chico creía haberlo oído.

Ahora Thompson abrió los ojos y volvió al libro.

Cinco minutos más tarde: Tssssst… El Bolero desapareció y otra tonada empezó a abrirse camino a través de sus labios fruncidos: Time After Time. Esa canción que Cyndi Lauper había hecho famosa en los años ochenta.

A Thompson Boyd siempre le había gustado la música y desde que era muy pequeño quiso tocar un instrumento. Su madre le obligó a asistir a clases de guitarra y flauta durante varios años. Después de que ella tuvo el accidente, era su padre el que le llevaba en el coche, aunque eso le hiciera llegar tarde al trabajo. Pero había problemas que ponían trabas a los progresos de Thompson: sus dedos eran demasiado grandes y regordetes para los trastes de la guitarra y las teclas del piano y la flauta, y además no tenía voz. Así fuera en el coro de la iglesia, o cantando canciones de Willie, o de Waylon, o de Asleep at the Wheel, nada, de la laringe no le salía más que un graznido. Así que después de un año o dos dejó la música y se dedicó a llenar su tiempo con lo que los chicos hacían normalmente en lugares como Amarillo, Texas: pasar el tiempo con su familia, claveteando y cepillando y lijando en el taller que su padre tenía en el cobertizo, jugando al fútbol americano, cazando, teniendo citas con chicas tímidas, yendo a pasear por el desierto.

Y guardó su amor por la música en ese lugar al que van a parar las esperanzas frustradas.

Lo que normalmente no está muy por debajo de la superficie. Más tarde o más temprano, vuelven a salir.

En su caso, eso había sucedido en la cárcel, unos años atrás. Un guardia del pabellón de máxima seguridad fue y le preguntó a Thompson:

—¿Qué coño era eso?

—¿Qué dice usted? —preguntó el siempre apacible ciudadano medio.

—Esa canción. Lo que estabas silbando.

—¿Yo estaba silbando?

—Sí, coño. ¿No te habías dado cuenta?

—Lo habré hecho sin darme cuenta —le respondió al guardia.

—Demonios, sonaba bien. —El guardia siguió su camino, dejando a Thompson riéndose para sus adentros—. ¡Vaya! Siempre había tenido un instrumento, había nacido con él; a dondequiera que fuese, lo llevaba encima. Thompson fue a la biblioteca de la cárcel e investigó sobre ello. Se enteró de que él era lo que la gente llamaría un «silbador profesional». Los silbadores profesionales son escasos —casi toda la gente tiene una gama de notas limitada al silbar— y podían ganarse muy bien la vida como músicos profesionales dando conciertos, participando en anuncios, en la televisión y en el cine (todo el mundo conocía el tema de El puente sobre el río Kwai, por supuesto; ni siquiera se podía pensar en él sin silbar las primeras notas, al menos mentalmente). Incluso había torneos de silbido profesional, el más famoso de los cuales era el Gran Campeonato Internacional, en el que participaban decenas de artistas, muchos de los cuales se dedicaban a presentarse con orquestas por todo el mundo, y tenían sus propios números de cabaret.

Tssssst…

Le vino otra melodía a la cabeza. Thompson Boyd exhaló las notas débilmente, produciendo un trino suave. Se dio cuenta de que había dejado la 22 fuera del alcance de la mano. Eso no era hacer las cosas siguiendo las reglas… Deslizó la pistola, acercándosela, y luego volvió otra vez al folleto de instrucciones, pegando más post-it en las páginas, echando un ojo a la bolsa de las compras para cerciorarse de que tenía todo lo que le hacía falta. Pensó que ya tenía dominada la técnica. Pero, como siempre que abordaba algo nuevo, iba a aprenderse todo desde cero antes de llevar a cabo el trabajo.

—Nada, Rhyme —dijo Sachs por el micrófono que colgaba cerca de sus carnosos labios.

Cuando él espetó: «¿Nada?», resultó evidente que el buen humor que había demostrado antes había desaparecido como el vapor.

—Nadie le ha visto.

—¿Dónde estás?

—Hemos peinado fundamentalmente todo Little Italy. Lon y yo estamos en el extremo sur. En la calle Canal.

—Demonios —masculló Rhyme.

—Podríamos… —Sachs se interrumpió—. ¿Qué es eso?

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

—Espera un momento. —Y a Sellitto—: Vamos.

Mostrando su placa, se abrió paso a través de cuatro carriles de tráfico denso. Miró a su alrededor y luego cogió hacia el sur por la calle Elizabeth, una oscura calle de casas, tiendas al por menor y almacenes. Volvió a detenerse.

—¿Hueles eso?

Rhyme preguntó en tono cáustico:

—¿Si huelo?

—Le estoy preguntando a Lon.

—Sí —dijo el corpulento detective—. ¿Qué es? Algo… dulce.

Sachs señaló una empresa mayorista de productos de herboristería, jabones e incienso, dos puertas al sur de Canal, en la calle Elizabeth. Las puertas abiertas despedían un fuerte aroma floral. Era jazmín, el aroma que habían detectado en la bolsa de los objetos para la violación y que Geneva misma había notado en el museo.

—Puede que tengamos una pista, Rhyme. Te llamaré luego.

—Ajá, ajá —dijo el delgado chino de la herboristería mayorista, mirando el fotomontaje de SD 109 generado mediante el TEIF—. Yo vel él en alguna palte. En piso de aliba. Él no estal mucho allí. ¿Qué hacel, él?

—¿Está arriba ahora?

—No sabel. No sabel. Cleo que vel a él hoy. ¿Qué hacel, él?

—¿En qué apartamento?

El hombre se encogió de hombros.

La empresa importadora de productos de herboristería ocupaba la planta baja, pero al final del oscuro corredor de entrada había unas escaleras empinadas que se perdían hacia arriba en la oscuridad. Sellitto cogió su radio y llamó por la frecuencia destinada a las operaciones.

—Le tenemos.

—¿Quién es? —espetó Haumann.

—Ah, lo siento. Soy Sellitto. Estamos dos portales al sur de Canal, en Elizabeth. Tenemos una identificación positiva del inquilino. Puede que esté en el edificio en este momento.

—Comando de la USU, todas las unidades. ¿Me reciben, K?

Las ondas hertzianas se llenaron de respuestas afirmativas.

Sachs se identificó y transmitió:

—Acérquense en silencio y manténgase fuera de Elizabeth. El sujeto puede ver la calle desde la ventana del frente.

—Recibido, cinco-ocho-ocho-cinco. ¿Cuál es la dirección? Estoy pidiendo por radio una orden de registro, K.

Sachs le dio el número del portal.

—Cambio y fuera.

No habían pasado quince minutos cuando los equipos estaban en posición y los oficiales de registro y vigilancia estaban observando el frente y el fondo del edificio con binoculares y sensores infrarrojos y sónicos. El oficial jefe de RYV dijo:

—El edificio tiene tres pisos. La empresa de importación está en la planta baja. Podemos ver el interior del primer y tercer piso. Están ocupados: familias asiáticas. En el primero una pareja de ancianos y en el último una mujer con cuatro o cinco niños.

—¿Y el segundo piso? —preguntó Haumann.

—Las ventanas tienen cortinas, pero el infrarrojo da positivo: hay una fuente de calor. Podría ser una televisión o una estufa. Pero también podría ser una persona. Y estamos detectando algunos ruidos. Música. Y algo que suena como el crujido del suelo.

Sachs miró el portero automático del edificio. La chapa que estaba encima del botón del telefonillo del segundo piso estaba vacía.

Llegó un agente y le dio un papel a Haumann. Era la orden de registro firmada por un juez del tribunal estatal y acababan de enviarla por fax al camión del puesto de mando de la USU. Haumann la examinó, se aseguró de que la dirección fuera la correcta; una orden de registro en el domicilio equivocado podía hacer caer la responsabilidad sobre los agentes y poner en peligro todo el caso, favoreciendo al reo. Pero el papel estaba bien. Haumann dijo:

—Dos equipos de asalto de cuatro personas cada uno: uno por la escalera del frente y el otro por la salida de incendios. —Separó ocho agentes del grupo y los dividió en dos equipos. Uno de ellos (el equipo A) era el que entraría por el frente. El B lo haría por la salida de incendios. Dijo al segundo grupo—: Ustedes rompan la ventana después de contar hasta tres, y arrojen una bomba de estruendo dos segundos después.

—Comprendido.

—Cuando diga cero, derriben la puerta de entrada —dijo al jefe del equipo A. Luego encomendó a los otros agentes que resguardaran las puertas de los vecinos y que cubrieran a sus compañeros—. Ahora, despliéguense. Muévanse, muévanse, ¡muévanse!

Los agentes —casi todos hombres, sólo dos eran mujeres— se pusieron en movimiento, acatando la orden de Haumann. El equipo B dio la vuelta hacia la parte trasera del edificio, mientras que Sachs y Haumann se unieron al equipo A, junto a un agente que se encargó del ariete.

En circunstancias normales, a un miembro de la policía científica no se le permitía formar parte de un grupo de asalto. Pero Haumann había visto a Sachs en un tiroteo y tenía claro que ella sabía defenderse bien. Y, lo que era más importante, los mismos agentes de la USU la aceptaban de buen grado. Nunca lo hubieran reconocido, al menos no ante ella, pero consideraban a Sachs como a uno de los suyos y estaban contentos de tenerla entre ellos. Ni que decir tiene que no hacía ningún daño que ella fuera una de las mejores tiradoras de pistola de la policía.

En cuanto a Sachs, bueno, a ella le molaba eso de entrar a patadas.

Sellitto se ofreció a quedarse en la planta baja y no quitar ojo a la calle.

Con dolor en las rodillas a causa de la artritis, Sachs subió al segundo piso con los otros agentes. Dio unos pasos hasta ponerse al lado de la puerta, y pegó la oreja. Le hizo a Haumann una señal con la cabeza.

—Oigo algo —susurró.

Haumann dijo por la radio:

—Equipo B, informen.

—Estamos en posición —oyó Sachs por su auricular—. No podemos ver el interior. Pero estamos listos para entrar en acción.

El comandante miró a los miembros del equipo que le rodeaba. El enorme agente del ariete —que era un tubo relleno con lastre, de un metro de largo— gesticuló con la cabeza. Otro poli se puso en cuclillas a su lado y colocó la mano en el pomo de la puerta para ver si estaba echado el cerrojo.

Haumann dijo por el micrófono:

—Cinco… cuatro… tres…

Silencio. Ése era el momento en que tendrían que haber oído el ruido de cristales rotos y luego la explosión de la granada destinada a aturdir al sujeto.

Nada.

Y aquí también había algo que no iba bien. El agente que tenía la mano en el pomo tenía convulsiones y gemía.

«Dios», pensó Sachs, mirándole fijamente. Al tío le estaba dando un ataque o algo así. ¿Un agente del equipo táctico con epilepsia? ¿Por qué diablos no había salido eso a la luz en su reconocimiento médico?

—¿Qué sucede? —susurró Haumann.

El hombre no respondió. El temblor empeoró. Tenía los ojos como huevos fritos y en blanco.

—Equipo B, informen —ordenó el comandante por la radio—. ¿Qué ocurre? K.

—Comandante, la ventana está tapiada —transmitió el jefe del equipo—. Contrachapado. No podemos arrojar una granada dentro. ¿Estado de Alpha? K.

Ahora el agente que estaba en la puerta se había desplomado, con la mano paralizada todavía aferrada al pomo, aún convulsionándose. Haumann susurró con voz áspera:

—¡Estamos perdiendo tiempo! Quítenlo de en medio y derriben esa puerta. ¡Ya!

El segundo hombre también empezó a temblar.

Los otros agentes dieron un paso atrás. Uno masculló:

—Pero qué…

En ese momento el cabello del primer agente empezó a arder.

—¡Ha electrificado la puerta! —Haumann señaló una placa metálica que había sobre el suelo. Eran comunes en los edificios antiguos, se usaban como parches baratos para los suelos de madera noble. Ésta, sin embargo, SD 109 la había usado para hacer una bomba trampa eléctrica; por los cuerpos de ambos hombres fluía una corriente de alto voltaje.

La cabeza del primero de los dos agentes echó fuego; luego, sus cejas, el dorso de sus manos, el cuello de su camisa. El otro estaba inconsciente, pero continuaba agitándose espantosamente.

—Dios —susurró un agente.

Haumann le arrojó su ametralladora H&K a un agente que tenía al lado, cogió el ariete y lo lanzó con fuerza contra la muñeca del agente que estaba aferrado al pomo. Probablemente los huesos se le hicieron añicos, pero el golpe del ariete hizo que se le abrieran los dedos. El cortocircuito se interrumpió, los dos hombres cayeron exánimes. Sachs apagó las llamas, que estaban llenando el rellano de un olor repugnante a cabellos y carne quemados.

Dos de los agentes de apoyo empezaron a practicarles resucitación cardiorrespiratoria a sus compañeros inconscientes, mientras que un poli del equipo A cogió las asas del ariete y lo arrojó contra la puerta, que cedió violentamente. Sin perder ni un instante, el equipo entró a toda velocidad, con las armas en alto. Sachs les siguió.

Sólo les llevó cinco segundos darse cuenta de que el apartamento estaba vacío.