CAPÍTULO 11

Serviría con eso.

Thompson Boyd miró las compras que tenía en la cesta y luego se encaminó hacia la caja registradora. Realmente le encantaban las ferreterías. Se preguntaba a qué se debería. Tal vez a que su padre le llevaba todos los sábados a una sucursal de Ferreterías Ace, en las afueras de Amarillo, para proveerse de lo que necesitaba en el taller que tenía en el cobertizo, junto a la caravana.

O tal vez se debía a que en casi todas las ferreterías, como en ésa, las herramientas estaban limpias y ordenadas, la pintura, las colas y las cintas colocadas de manera lógica, y eran fáciles de encontrar.

Todo organizado siguiendo las reglas al pie de la letra.

A Thompson también le gustaba el olor, ese olor acre como a fertilizante, a gasolina o disolvente, que era imposible describir, pero que todo el que alguna vez hubiera estado en una vieja ferretería reconocería al instante.

El asesino era bastante habilidoso. Lo había heredado de su padre, quien, aunque pasaba todo el día entre herramientas, trabajando en los oleoductos, las torres de perforación y las bombas de cabeza de dinosaurio que subían y bajaban sin parar, pasaba mucho tiempo con su hijo enseñándole pacientemente a trabajar con herramientas —y a respetarlas—, a medir, a dibujar planos. Thompson pasaba horas aprendiendo a reparar lo que estaba averiado y a transformar madera y metal y plástico en cosas que antes no existían. Juntos trabajaban en el camión o en la caravana, reparaban la cerca, hacían muebles, fabricaban un regalo para mamá o la tía, un broche o una pitillera o una mesa de madera maciza. «Sea pequeño o grande», explicaba su padre, «tienes que poner la misma dosis de habilidad en lo que estás haciendo, hijo. Una cosa no es mejor ni más difícil que la otra. Todo es cuestión de dónde pones la coma de los decimales».

Su padre era un buen maestro, y se sentía orgulloso cuando su hijo fabricaba algo. Cuando Hart Boyd murió, tenía consigo un equipo de limpieza y lustrado de zapatos que había hecho su hijo, y un llavero de madera con forma de cabeza de indio con la palabra «papá» grabada a fuego.

Fue una suerte, dado el curso que siguieron los acontecimientos, que Thompson aprendiera esas habilidades, porque de eso trata el oficio de la muerte. Mecánica y química. No muy diferente de la carpintería, la pintura o la reparación de coches.

De dónde pones la coma de los decimales.

De pie ante la caja registradora, pagó —en efectivo, por supuesto— y le dio las gracias al cajero. Cogió la bolsa de las compras con sus manos enguantadas. Se encaminó hacia la puerta, se detuvo y se quedó mirando una pequeña segadora de césped eléctrica, verde y amarilla. Estaba perfectamente limpia, brillante, una joya de aparato, una esmeralda. Sentía una curiosa atracción por ella. «¿Por qué?», se preguntó. Bueno, puesto que había estado pensando en su padre, se le ocurrió que la máquina le hacía acordarse de cuando cortaba la hierba en el minúsculo jardín detrás de la caravana de sus padres, los domingos por la mañana, y luego entraba a ver el partido con su padre mientras su madre preparaba algo en el horno.

Recordaba el olor dulce de la gasolina, recordaba el estallido, que sonaba como un disparo, cuando la cuchilla daba contra una piedra y la hacía saltar y salir volando, el entumecimiento en las manos, causado por la vibración de la barra por donde agarraba la máquina.

Entumecido, así es como se sentiría uno si yaciera muriéndose a consecuencia de la mordedura de una serpiente de cascabel, supuso.

Se dio cuenta de que el cajero le estaba hablando.

—¿Qué? —preguntó Thompson.

—Se la dejo a buen precio —dijo el cajero, señalando la segadora con un movimiento de cabeza.

—No, gracias.

Al salir a la calle se preguntó por qué se habría detenido ante la segadora, qué era lo que le atraía tanto de ella, por qué tenía tantas ganas de tenerla. Entonces se le ocurrió la perturbadora idea de que no era en absoluto por los recuerdos familiares, sino tal vez porque la máquina era en verdad una pequeña guillotina, un modo muy eficiente de matar.

Tal vez era eso.

No le gustaba haber tenido ese pensamiento. Pero ahí estaba.

Entumecido…

Silbando ligeramente una canción de su juventud, Thompson empezó a remontar la calle, llevando la bolsa con las compras en una mano y, en la otra, su maletín, que contenía su pistola, su porra y algunas otras herramientas del oficio.

Continuó calle arriba, hacia Little Italy, donde los barrenderos estaban haciendo limpieza después de la feria del día anterior. Se puso en guardia al ver que había varios patrulleros. Dos agentes estaban hablando con un coreano y su esposa, dueños de un puesto de frutas. Se preguntó qué pasaría. Luego siguió hasta una cabina telefónica. Volvió a comprobar si tenía mensajes en el buzón de voz, pero no había ninguno relativo al paradero de Geneva. No era para preocuparse. Su contacto conocía Harlem bastante bien, y sólo sería cuestión de tiempo hasta que Thompson averiguara a qué instituto iba la chica y dónde vivía. Además, podía aprovechar el tiempo libre. Tenía otro trabajo, uno que había estado planeando durante más tiempo que la muerte de Geneva, y que era tan importante como este último trabajo.

Más importante, en realidad.

Y, curiosamente, ahora que pensaba en ello: ése también tenía que ver con niños.

—¿Sí? —dijo Jax al atender su móvil.

—Ralph.

—¿Qué passsa, tronco? —Jax se preguntó si el pequeño faraón esquelético estaría apoyado en algo en ese momento—. ¿Ya te ha informado nuestro amigo? —Se refería a si DeLisle Marshall ya había dado a Ralph referencias sobre Jax.

—Ajá.

—¿Y el rey del graffiti es un tipo legal? —preguntó Jax.

—Ajá.

—Bueno. Y ¿cómo va la cosa?

—He encontrado lo que querías, hombre. Es…

—No digas nada. —Los teléfonos móviles eran la mismísima invención del diablo en cuanto a cómo podían usarse como prueba incriminatoria. Le dio al otro una dirección: una esquina en la calle 116—. Diez minutos.

Jax cortó y empezó a andar calle arriba; dos señoras con abrigos largos, que llevaban recargados sombreros de ir a la iglesia y sostenían firmemente en sus manos unas biblias muy gastadas, dieron un rodeo para no cruzarse con él. Jax hizo caso omiso de sus miradas inquietas.

Fumando, andando con paso firme, con su cojera de «herido de bala, no de chulería», Jax aspiró el aire, entusiasmado por estar de nuevo en casa. Harlem… Miró a su alrededor las tiendas, los restaurantes y los vendedores ambulantes. Aquí uno podía comprar cualquier cosa: telas de África Occidental —kente y malinké— y ankhs egipcias, cestos bolga, máscaras y estandartes y dibujos enmarcados de siluetas de hombres y mujeres del Congreso Nacional Africano, en negro, verde y amarillo. Y también pósters: de Malcolm X, Martin Luther King Jr., Tina, Tupac, Beyoncé, Chris Rock, Shaq… Y cientos de retratos de Jam Master Jay, el brillante y generoso rapero pinchadiscos, con Run-D.M.C., asesinado a tiros por algún gilipollas en su estudio de grabación de Queens, hacía unos años.

A Jax los recuerdos le golpeaban por todos los lados. Miró hacia otra esquina. Bueno, fíjate en eso. Ahora era un sitio de comida rápida; había sido el lugar en el que Jax había cometido su primer delito, cuando tenía quince años, el que le puso en la senda que le llevaría a una justa notoriedad. Porque lo que birló no eran bebidas alcohólicas ni cigarrillos ni armas ni dinero, sino una caja muy chula de aerosoles de pintura Krylon en una ferretería. Los cuales utilizó durante las siguientes veinticuatro horas, hasta que se le terminaron, pintando, por todo Manhattan y el Bronx —con lo que agravó el hurto con allanamiento y daños a la propiedad privada—, las letras Jax 157, en forma de pompa.

Durante unos cuantos años, Jax se dedicó a bombardear miles de superficies con esa firma suya: pasos elevados, puentes, viaductos, muros, carteleras, tiendas, autobuses urbanos, autobuses privados, edificios de oficinas, y hasta estampó su insignia en el Rockefeller Center, justo al lado de esa estatua dorada, antes de que se le echaran encima dos gigantes gorilas de seguridad que arremetieron contra él con gas lacrimógeno y con sus porras.

En cuanto el joven Alonzo Jackson se encontraba solo cinco minutos y con una superficie lisa, aparecía Jax 157.

Luchando por salir adelante en el instituto, hijo de padres divorciados, hasta el gorro de los trabajos normales, constante sólo en lo de tener problemas, buscó consuelo como escritor (los guerrilleros del graffiti eran «escritores», no «artistas», como propalaban a los cuatro vientos Keith Haring, los galeristas del Soho y las agencias de publicidad). Anduvo un tiempo con la banda local de los Blood, pero cambió de idea un día que andaba con su grupete en la calle 140, y pasaron en coche los Trey-Sevens, y pum, pum, pum, Jimmy Stone, que estaba de pie a su lado, cayó con dos agujeros en la sien, muerto antes de dar contra el suelo. Y todo por una bolsita de crack, o por ninguna razón en absoluto.

A tomar por culo con ello. Jax se estableció por su cuenta. Menos dinero. Pero condenadamente más seguro, mucho más (pese a estampar su firma en lugares como el puente Verrazano y en un vagón de un tren de la línea A en movimiento, lo que era una historia muy chula de la que habían oído hablar hasta los hermanos que estaban en chirona).

Alonzo Jackson, rebautizado extraoficial pero definitivamente con el nombre de Jax, se sumergió en su oficio. Empezó simplemente estampando su firma por toda la ciudad. Pero pronto se dio cuenta de que si eso es lo único que haces, aunque lo plantes por todos los rincones de la ciudad, no eres nada más que un «juguete» tonto, y los reyes del graffiti no te darán ni la hora.

De modo que, haciendo novillos, trabajando en restaurantes de comida rápida durante el día para pagar la pintura, o mangando lo que podía, Jax pasó a las potas o vómitos, firmas escritas rápidamente pero mucho más grandes. Se convirtió en un as del «de arriba abajo»: llenaba toda la altura de los vagones del metro. El tren A, que se suponía que era la línea más larga que atravesaba la ciudad, era su favorita. Miles de visitantes viajaban del aeropuerto Kennedy a la ciudad en un tren en el que no ponía Bienvenidos a la Gran Manzana, sino que les ofrecía este misterioso mensaje: Jax 157.

Para cuando tenía veintiún años, Jax ya había hecho dos «punta a punta» completos —cubriendo con su graffiti un lado entero de un vagón de metro, de un extremo al otro— y casi había llegado a hacerlo con un tren entero, que era el sueño de todo rey del graffiti. También había hecho su parte de obras maestras. Jax había tratado de describir qué era una obra maestra del graffiti. Pero lo único que se le ocurrió fue que una obra maestra era algo más. Algo que dejara sin aliento. Una obra que tanto un cabeza hueca adicto al crack tirado en una cuneta como un agente de bolsa de Wall Street en la autopista de Nueva Jersey se quedaran mirando y pensaran: «¡Joder!, esto mola».

«Aquellos eran buenos tiempos», pensó Jax. Era un rey del graffiti en medio del más poderoso movimiento cultural negro desde el Renacimiento de Harlem: el hip-hop.

Seguro que el Renacimiento debió de ser dabuten. Pero para Jax había sido una cosa de personas pensantes. Venía de la cabeza. El hip-hop explotaba desde el fondo del alma y desde el corazón. No había nacido en las universidades o los lofts de los escritores: venía directamente de las putas calles, de los chavales airados, luchadores y desesperados, cuyas vidas eran de una dureza increíble y cuyos hogares estaban rotos, que andaban por las aceras colocados hasta arriba con las ampollas de crack que desechaban los adictos, las cuales tenían puntitos de sangre seca, que ya estaba marrón. Era el grito salvaje de la gente que tenía que gritar para que se la oyera… Los cuatro puntales del hip-hop lo ofrecían todo: música, con los pinchadiscos; poesía, con el rap de los maestros de ceremonias; baile, con el breakdance; y arte, con lo que era la propia contribución de Jax: los graffiti.

Precisamente allí, en la calle 116, se detuvo a mirar el lugar en donde había estado el baratillo de Woolworth. La tienda no sobrevivió al caos que siguió al famoso apagón de 1977, pero lo que surgió en su lugar fue un auténtico milagro, el club de hip-hop número uno de toda la nación, Harlem World. Tres pisos con todas las clases de música que uno pudiera imaginar: radical, adictiva, electrificante. Bailarines de breakdance girando como peonzas, contorsionándose como olas en medio de una tormenta. Pinchadiscos tocando para las pistas de baile que estaban hasta arriba, y maestros de ceremonias haciendo el amor con sus micrófonos y llenando la sala con sus duros poemas estilo «no me jodas», palpitando al ritmo de un corazón de verdad. En Harlem World era donde empezaban los desafíos, las batallas de raperos. Jax había tenido la suficiente fortuna como para ver a los que eran considerados los más famosos de todos los tiempos: los Cold Crush Brothers y los Fantastic Five…

Harlem World ya no existía, por supuesto. Tampoco existían —las habían limpiado o se habían borrado o habían pintado encima de ellas— las miles de firmas y obras maestras de Jax, así como las de las otras leyendas del graffiti de los inicios de la era del hip-hop, Julio y Kool y Taki. Los reyes del graffiti.

Había quien lamentaba la muerte del hip-hop, que se había convertido en la BET —Black Entertainment Televisión—, raperos multimillonarios en todo terrenos metalizados, Bad Boys II, grandes negocios, chicos blancos de zonas residenciales, descargas para iPods y reproductores de MP3 y radio por satélite. Era… bueno, allí mismo había un ejemplo de ello: Jax estaba mirando un autobús turístico de dos pisos que iba tranquilamente hacia un club cercano. En un lado había un cartel que ponía Tours del rap y el hip-hop. Vea el auténtico Harlem. Los pasajeros eran una mezcla de negros y blancos y turistas asiáticos. Oyó fragmentos de la perorata memorizada del conductor, así como la promesa de que pronto iban a detenerse a comer en un restaurante de «auténtica comida soul».

Pero Jax no estaba de acuerdo con los quejicas que lamentaban que los viejos tiempos se habían ido para siempre. El corazón de la zona norte del barrio permanecía puro. Nada podría cambiarlo jamás. Fíjate en el Cotton Club, reflexionó, esa institución de los años veinte, templo del jazz, el swing y el piano lleno de ritmo. Todo el mundo creía que era el auténtico Harlem, ¿verdad? ¿Cuánta gente sabía que era exclusivamente para público blanco? (Hasta el célebre W. C. Handy, uno de los más grandes compositores americanos de todos los tiempos, había sido rechazado en la puerta mientras su propia música sonaba dentro).

Bueno, ¿saben qué? El Cotton Club estaba muerto. Harlem no. Y nunca lo estaría. El Renacimiento había terminado y el hip-hop había cambiado. Pero filtrándose por las calles en medio de las cuales estaba Jax en ese momento, se percibía un movimiento completamente nuevo. Se preguntó cómo sería exactamente. Y si él estaría allí para verlo. Si no manejaba bien el asunto de Geneva Settle, en veinticuatro horas estaría muerto o de nuevo en la cárcel.

«Disfruten de su comida soul», les dijo mentalmente a los turistas cuando el autobús se apartó del bordillo.

Siguiendo calle arriba todavía otro trecho, Jax finalmente encontró a Ralph, que estaba —por supuesto— apoyado en un edificio tapiado.

—Tronco —dijo Jax.

—¿Q'passa?

Jax siguió andando.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ralph, apresurándose para seguirle el paso al hombretón.

—Bonito día para un paseo.

—Hace frío.

—Andando entrarás en calor.

Siguieron andando durante un rato; Jax hacía caso omiso de las puñeteras quejas de Ralph. Se detuvo en Papaya King y compró cuatro perritos y dos zumos, sin preguntarle a Ralph si tenía hambre. O si era vegetariano o si el zumo de mango le revolvía las tripas. Pagó y volvió a salir a la calle, tendiéndole al esquelético hombre su comida.

—No te lo comas aquí. Vámonos. —Jax miró a un lado y a otro de la calle. Nadie los seguía. Empezó a andar otra vez, moviéndose con rapidez. Ralph le seguía.

—¿Estamos andando porque no confías en mí?

—Ajá.

—¿Y por qué de repente ya no confías en mí?

—Porque has tenido tiempo de jugármela desde la última vez que nos vimos. ¿Qué pasa aquí exactamente?

—Bonito día pa' dar un paseo —fue la respuesta de Ralph. Y dio un mordisco a su perrito caliente.

Continuaron unos metros hasta una calle que parecía desierta y doblaron hacia el sur. Jax se detuvo. Ralph también, y se apoyó en una reja de hierro forjado, frente a un edificio de piedra rojiza. Jax comió sus perritos y bebió su zumo de mango. Ralph devoró su comida.

Comiendo y bebiendo, como si fueran dos albañiles o limpiadores de cristales a la hora del almuerzo. No tenía nada de sospechoso.

—¡Mierda! Sí que hacen buenos perritos en ese lugar —dijo Ralph.

Jax se terminó su comida, se limpió las manos en la cazadora y palpó la camiseta y los vaqueros de Ralph. No tenía micrófonos.

—Adelante. ¿Qué has encontrado?

—La chica Settle, ¿no? Va al Langston Hughes. ¿Lo conoces? El instituto.

—Por supuesto que lo conozco. ¿Está ahora allí?

—No lo sé. Tú preguntaste dónde, no cuándo. Pero les oí decir algo más a mis chavales del barrio.

El barrio…

—Dicen que la llevó alguien a casa. Que está con ella to'el tiempo.

—¿Quién? —preguntó Jax—. ¿Maderos? —Se preguntó por qué se tomaba la molestia de preguntar. Por supuesto que eran ellos.

—Eso parece.

Jax se terminó su zumo.

—¿Y la otra cosa?

Ralph frunció el ceño.

—Lo que te pedí.

—Ah. —El faraón miró alrededor. Luego se sacó del bolsillo una bolsa de papel y la deslizó en la mano de Jax. Éste palpó la bolsa y notó a través de ella que la pipa era una automática y que era pequeña. Bien. Tal como había pedido. Al mover la bolsa, las balas sueltas que estaban en el fondo hicieron un ruidillo seco al chocar unas contra otras.

—Entonces… —dijo Ralph con cautela.

—Entonces… —Jax sacó unos billetes de su bolsillo y se los entregó a Ralph, y luego se inclinó acercándose al hombre. Sintió un olor a whisky, a cebolla y a mango—. Ahora, óyeme bien. Nuestro negocio ha terminado aquí. Si me entero de que le has hablado a alguien de esto, o incluso de que has mencionado mi nombre, te encontraré y haré picadillo con tu culo. Le puedes preguntar a DeLisle, y él te contará que soy un tío chungo cuando me fastidian. ¿Me entiendes?

—Sí, señor —susurró Ralph con la mirada puesta en su zumo de mango.

—Ahora quita tu culo de aquí. No, vete para allí. Y no mires atrás.

Entonces Jax se puso en movimiento en la dirección contraria, de regreso hacia la calle 116, perdiéndose entre la multitud de gente que estaba haciendo compras. La cabeza agachada, andando rápido, pese a la cojera, pero no tan rápido como para llamar la atención.

Calle abajo, los frenos de otro autobús turístico rechinaron para detenerse frente al emplazamiento del muerto y tan muerto Harlem World, y un rap anémico babeaba desde un altavoz en el interior del vehículo de color chillón. Pero en ese momento el rey del graffiti que usaba sangre como pintura no estaba reflexionando sobre Harlem, el hip-hop o su pasado criminal. Tenía la pistola. Sabía dónde estaba la chica. Lo único que estaba pensando era cuánto tiempo le llevaría llegar hasta el instituto Langston Hughes.