CAPÍTULO 10

En la década de 1920 surgió en la ciudad de Nueva York el Nuevo Movimiento Negro, llamado luego el Renacimiento de Harlem.

Involucró a un asombroso grupo de pensadores, artistas, músicos y, sobre todo, escritores, que abordaban su quehacer mirando la vida de los negros no desde el punto de vista de la América blanca sino desde su propia perspectiva. Este movimiento pionero tuvo entre sus adeptos a hombres y mujeres como los intelectuales Marcus Garvey y W. E. B. DuBois, a escritores como Zora Neale Hurston, Claude McKay y Countee Cullen, a pintores como William H. Johnson y John T. Biggers, y, por supuesto, a los músicos que pusieron la inmortal banda sonora a todo ello: gente como Duke Ellington, Josephine Baker, W. C. Handy y Eubie Blake.

En semejante panteón de luminarias era difícil que destacara la voz de cualquier artista en particular, pero si sobresalió la de alguno, tal vez haya sido la del poeta y novelista Langston Hughes, de cuya voz y mensaje son representativas las siguientes palabras:

«¿Qué le sucede a un sueño postergado? / ¿Se seca como una uva al sol…? ¿O explota?».

Hay muchos monumentos que conmemoran a Hughes por todo el país, pero sin duda uno de los más grandes y más dinámicos, y probablemente aquel que más le habría llenado de orgullo, era un viejo edificio de cuatro plantas en Harlem, de ladrillo rojo, situado cerca de Lennox Terrace, en la calle 135.

Al igual que todas las escuelas de la ciudad, el Instituto Langston Hughes tenía problemas. Siempre había exceso de alumnado y déficit presupuestario, y luchaba desesperadamente por conseguir y conservar buenos profesores, y también para mantener a los alumnos en clase. Sufría de bajos índices de graduación, violencia en los pasillos, drogas, bandas, embarazos adolescentes y absentismo. Aun así, del instituto habían salido graduados que se habían convertido en abogados, empresarios de éxito, médicos, científicos, escritores, bailarines y músicos, políticos, y profesores, de uno y otro sexo. Tenía equipos ganadores en competiciones deportivas y un buen número de sociedades académicas y clubes de artes.

Pero para Geneva Settle, el Instituto Langston Hughes era más que esas estadísticas. Era su vía de salvación, una isla de bienestar. En ese momento, cuando las sucias paredes de ladrillo entraron en su campo visual, el miedo y la ansiedad que la habían atenazado desde el terrible incidente en el museo, esa mañana, disminuyeron considerablemente.

El detective Bell aparcó el coche y, después de mirar a su alrededor por si hubiera algún peligro, ambos descendieron. El hombre señaló con la cabeza una esquina y le dijo al joven agente, el señor Pulaski:

—Usted espere aquí.

—Sí, señor.

—Usted también puede esperar aquí, si quiere —agregó Geneva, dirigiéndose al detective.

Bell soltó una risa.

—Yo me quedaré un rato con usted, si no le importa. Bueno, de acuerdo, ya veo que le importa. Pero creo que de todas maneras la acompañaré. —Se abotonó la americana para ocultar las armas—. Nadie me prestará la menor atención. Cogió el libro de estudios sociales.

Sin responder, Geneva hizo una mueca de disgusto y se encaminaron hacia el instituto. En el detector de metales, la chica mostró su carné de identidad y el detective Bell enseñó veladamente su cartera y se le permitió pasar por un lateral del aparato. Era justo antes de la quinta clase, que comenzaba a las 11:37, y los pasillos estaban abarrotados: chavales arremolinándose por todos lados, dirigiéndose a la cafetería o al patio exterior del instituto o a la calle a comprar comida rápida. Había bromas, toqueteos, flirteos, morreos. Alguna que otra pelea. Reinaba el caos.

—Es la hora de comer —anunció Geneva, levantando la voz por encima del griterío—. Me voy a la cafetería a estudiar. Es por aquí.

Tres de sus amigas acudieron a toda prisa: Ramona, Chalette y Janet. Se pusieron a andar a su lado, siguiéndole el paso. Como ella, eran chicas listas. Agradables, nunca causaban problemas, seguían el camino marcado por el estudio. Aun así —o tal vez a causa de ello— no estaban especialmente unidas; no salían juntas. Después de clase se iban a casa, estudiaban violín o piano en un instrumento marca Suzuki, hacían tareas de voluntariado en grupos de alfabetización o se preparaban para concursos de ortografía o para los torneos de ciencias Westinghouse, y, por supuesto, estudiaban. Las actividades académicas implicaban soledad. (Una parte de Geneva envidiaba a las otras camarillas del instituto, como las chicas pandilleras, las blingstas, las deportistas y las hermanas activistas del grupo de Angela Davis). Las tres revoloteaban a su alrededor como si fueran sus amigas íntimas, echándose encima de ella, acribillándola a preguntas. ¿Te tocó? ¿Le viste el pito? ¿Te golpeó? ¿Viste al tipo cuando le dispararon? ¿A qué distancia estabas?

Se habían enterado de todo, de boca de chavales que habían entrado tarde, o de los que habían hecho novillos y habían visto la televisión. Aunque los relatos no habían mencionado a Geneva por su nombre, todos sabían que ella había sido el centro del suceso, probablemente gracias a Keesh.

Marella —una golfilla compañera de clase— pasó a su lado y le dijo:

—¿Qué tal, colega? ¿Todo bien?

—Sí, guay.

La compañera, alta, miró al detective Bell frunciendo los ojos y le preguntó:

—¿Por qué te está llevando el libro un madero, Gen?

—Pregúntaselo a él.

El policía se rio, incómodo.

Hacerse pasar por profesor. Estupendo.

Keesha Scott, que estaba en un grupo junto a su hermana y a algunas de sus amigas blingstas, no daba crédito a sus ojos.

—Chica, estás como una cabra —gritó—. Si te dan la posibilidad de no venir, pues pasas de venir. Podrías haberte quedado en casa, viendo culebrones. —Sonrió, señaló el comedor con la cabeza—. Te pillo luego.

Algunos de los estudiantes no fueron tan amables. A medio camino hacia el comedor, oyó la voz de un chico:

—Hola, hola, allí está la zorra del canal Fox con el carapálida. ¿Aún está viva?

—Pensaba que alguien la había zurrado a esa mamona.

—Coño, si esa tía está tan esquelética, que basta con soplar para que se caiga.

Hubo un estallido de risas estridentes.

El detective Bell se giró, pero los jóvenes que habían vociferado esas palabras desaparecieron en un mar de sudaderas y cabezas rapadas (los sombreros estaban prohibidos en los pasillos del Langston Hughes).

—No pasa nada —dijo Geneva, con la mandíbula rígida, mirando el suelo—. A algunos de ellos no les gusta que uno se tome el instituto en serio, ¿sabe? —Había sido la estudiante del mes varias veces y tenía un premio por asistencia continuada durante los dos años anteriores. Estaba permanentemente en el cuadro de honor de la dirección, con una media de 98 sobre 100, y había sido investida miembro de la Sociedad Nacional de Honor en una ceremonia formal la primavera anterior—. No tiene importancia.

Incluso el venenoso insulto de rubia o debutante —chica negra con aspiraciones de blanca— no le hacía mella, ya que hasta cierto punto era verdad.

En el comedor, una mujer negra muy grande, atractiva, con un vestido granate, que llevaba colgada del cuello una insignia que la identificaba como autoridad educativa, se acercó al señor Bell. Dijo que era la señora Barton, orientadora educativa. Se había enterado del incidente y quería saber si Geneva estaba bien y si quería hablar con alguien de su departamento.

«Vaya, hombre, una orientadora», pensó la chica, y se le cayó el alma a los pies. «Ahora no necesito esta mierda».

—No —dijo—. Estoy bien.

—¿Estás segura? Podríamos tener una sesión esta tarde.

—De verdad. Estoy bien. Guay.

—Debería llamar a tus padres.

—Están fuera.

—No estarás sola, ¿verdad? —La mujer frunció el ceño.

—Un tío mío se ha quedado a mi cargo.

—Y nosotros estamos cuidando de ella —dijo el detective. Geneva se dio cuenta de que la mujer ni siquiera pidió ver su identificación, tan obvio resultaba que el tío era un poli.

—¿Cuándo regresa tu familia?

—Vienen de camino. Estaban en el extranjero.

—La verdad es que no tenías ninguna obligación de venir al instituto hoy.

—Tengo dos exámenes. No quiero perdérmelos.

La mujer soltó una risa lánguida y le dijo al señor Bell:

—Yo nunca me tomé la escuela tan en serio como esta chica. Probablemente debería haberlo hecho. —Miró a la chica—. ¿Estás segura de que no te quieres ir a casa?

—He pasado mucho tiempo preparando estos exámenes —farfulló—. Y quiero hacerlos.

—De acuerdo. Pero luego creo que deberías irte a casa y quedarte allí unos días. Nosotros te llevaremos los deberes. —La señora Barton dio un bramido para detener una pelea de empujones entre dos chicos.

Una vez que ella se hubo marchado, el agente preguntó:

—¿Tienes algún problema con ella?

—Es que los orientadores… siempre se meten donde no les llaman, ¿sabe?

Bell puso cara de que no, de que no sabía, pero ¿por qué debía saberlo? Ése no era su mundo.

Fueron por el pasillo hacia la cafetería. Cuando entraron en el ruidoso lugar, Geneva sacudió la cabeza señalando la arcada y el pasillo que daba a los servicios de las chicas.

—¿Hay algún problema si entro ahí?

—Por supuesto que no. Pero espera un minuto.

Se acercó a una profesora y le susurró algo, explicándole la situación, supuso Geneva. La mujer asintió con la cabeza y entró en el servicio. Salió poco después.

—Está vacío.

El señor Bell se apostó en la puerta.

—Me aseguraré de que sólo entren estudiantes.

Geneva se metió en el servicio, dando gracias al cielo por tener un momento de paz, por estar fuera del alcance de todas las miradas. Lejos de la angustia de saber que alguien quería hacerle daño. Antes estaba enojada. Antes se había mostrado desafiante. Pero ahora la realidad empezaba a venírsele encima y se sentía asustada y confundida.

Salió del aseo y se lavó las manos y la cara. Había entrado otra chica y se estaba maquillando. Del último curso, creía Geneva. Alta, de buen ver, con las cejas depiladas con mucho arte y el flequillo peinado a la perfección con secador. La chica la miró de arriba abajo, por la historia de la televisión. Estaba catalogándola. Aquí eso se veía todo el tiempo; cada minuto de cada día, la observación de las competidoras: qué llevaba puesto una chica, cuántos piercings, si eran de oro puro o chapado, si tenía puesto demasiado brillo, si sus trenzas estaban bien o si se le estaban aflojando, si iba emperifollada o llevaba un vestido sencillo; esas extensiones, ¿eran auténticas o falsas? ¿Usaba ropa holgada para ocultar un embarazo?

Geneva, que gastaba su dinero en libros, no en ropa ni en maquillaje, siempre quedaba muy abajo en el ránking.

No era que lo que Dios le había dado fuera de mucha ayuda. Tenía que respirar hondo para llenar el sujetador, y normalmente ni siquiera se molestaba en ponérselo. Para las chicas de Delano, ella era esa «zorra de tetitas de yema de huevo», y se habían dirigido a ella como si fuera un chico miles de veces durante el último año. (Lo más doloroso era cuando alguien realmente la confundía con un chico, no cuando se estaban metiendo con ella). Y luego estaba el pelo: apretado e hirsuto como lana de acero. No tenía tiempo para hacerse rastas o atarse cintitas. Las trenzas y las extensiones requerían una eternidad, y aunque Keesh se las habría hecho gratis, en realidad la habrían hecho parecer aún más joven, como si fuera un niñito vestido por su mamita.

Altiva, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… Agarradla…

La chica mayor, que seguía a su lado en los lavabos, se volvió otra vez hacia el espejo. Era bonita y ancha de espaldas, se le marcaban las tiras y los elásticos de su sexy sujetador, su largo cabello era lacio, muy alisado, sus suaves mejillas tenían un ligero toque granate. Sus zapatos eran rojos como manzanas acarameladas. Era todo lo que no era Geneva.

Fue entonces cuando se abrió la puerta y a Geneva se le heló el corazón.

La que entró era Jonette Monroe, otra chica del último curso. No mucho más alta que Geneva, aunque mucho más ancha de espaldas, más pechugona, con hombros sólidos y musculatura bien torneada. Tatuajes en ambos brazos. Rostro alargado de color café.

Y unos ojos fríos como el hielo. La había reconocido y miraba de refilón a Geneva, que apartó inmediatamente la vista.

Jonette era sinónimo de problemas. Una pandillera. Corrían rumores de que estaba trapicheando, que podía conseguir lo que uno quisiera: hierba, crack, caballo. Y si no le traías los billetes, ella misma se encargaba de molerte a palos —o a tu mejor amiga, o a tus padres— hasta que te pusieras al día con la deuda. Ese año ya iban dos veces que se la habían llevado los polis, e incluso le había metido un puntapié en las pelotas a uno de ellos.

Geneva mantuvo la vista baja, pensando. Cuando la dejó entrar, el detective Bell no tenía manera de saber lo peligrosa que era. Con las manos y la cara todavía mojadas, Geneva fue hacia la puerta.

—Eh, eh, chica —le dijo Jonette—. Sí, tú, Martha Stewart. Tú no vas a ninguna parte.

—Yo…

—Cállate. —Miró a la otra chica, la de las mejillas granates—. Y tú, lárgate de aquí.

La chica del último curso pesaba veinticinco kilos más y le sacaba diez centímetros a Jonette, pero dejó de acicalarse y recogió lentamente su maquillaje. Intentó salvar un poco su dignidad, diciendo:

—No hace falta que adoptes esa pose conmigo, tía.

Jonette no dijo palabra. Dio un paso adelante; la chica agarró el bolso y corrió hacia la puerta. Se le cayó al suelo un delineador de labios. Jonette lo recogió y deslizó el lápiz labial en el bolsillo. Geneva intentó nuevamente emprender la retirada, pero Jonette levantó la mano y gesticuló indicándole que volviera al fondo del servicio. Cuando Geneva llegó allí, muerta de miedo, Jonette la cogió del brazo y empujó las puertas de los aseos para asegurarse de que estaban solas.

—¿Qué es lo que quieres? —susurró Geneva, a la vez desafiante y aterrorizada.

—Cierra el pico —le espetó Jonette.

«Mierda», pensó, furiosa. ¡El señor Rhyme tenía razón! Ese espantoso hombre de la biblioteca estaba todavía siguiéndole los pasos. Había averiguado de alguna manera a qué instituto iba y había contratado a Jonette para terminar la faena. ¿Por qué demonios había ido al instituto hoy? «Grita», se dijo Geneva a sí misma.

Y lo hizo.

O comenzó a hacerlo.

Jonette la vio venir y a la velocidad del relámpago la cogió por detrás, tapándole con fuerza la boca con la mano, sofocando el ruido.

—¡Silencio! —Con la otra mano cogió a la chica por la cintura y la arrastró hasta el rincón del fondo del baño. Geneva le agarró la mano y el brazo y tiró de ellos, pero no podía competir con Jonette. Miró el tatuaje de una cruz sangrante que tenía la chica mayor en el antebrazo, y gimoteó:

—Por favor…

Jonette hurgó en su bolso y en su bolsillo, buscando algo. «¿El qué?», se preguntó Geneva presa del pánico. Hubo un resplandor metálico. ¿Un cuchillo, o un arma de fuego? ¿Para qué tenían los putos detectores de metales si era tan fácil meter un arma en el instituto?

Geneva chilló, retorciéndose violentamente.

Entonces la pandillera alargó la mano hacia adelante.

No, no…

Y Geneva se encontró de pronto mirando una placa plateada del departamento de policía.

—¿Te vas a callar, chica? —preguntó Jonette, exasperada.

—Yo…

—¿Te callas?

Una afirmación con la cabeza.

—No quiero que nadie oiga nada afuera… ¿Estás bien? —dijo Jonette.

Geneva volvió a asentir con la cabeza y Jonette la soltó.

—Eres…

—Poli, sí.

Geneva se deslizó hasta la pared y se apoyó en ella, respirando con dificultad, mientras Jonette iba hacia la puerta, y la abría un par de centímetros. Susurró algo y el detective Bell entró y echó el cerrojo.

—Así que ya os habéis presentado —dijo.

—Algo parecido —replicó Geneva—. ¿De verdad que es poli?

—Todos los institutos tienen policías de incógnito. En general son mujeres, que fingen ser estudiantes del último curso. O, ¿qué decía usted? Que se hacen pasar por estudiantes —explicó el detective.

—¿Y por qué no me lo dijiste sin más? —le soltó Geneva.

Jonette echó una mirada a los aseos.

—No sabía que estábamos solas. Lamento haber tenido que comportarme así. Pero no podía decir nada que estropeara mi tapadera. —La mujer policía se quedó mirando a Geneva, moviendo la cabeza—. Qué pena que esto tuviera que ocurrirte a ti. Tú eres de las buenas. Nunca me has dado ningún problema.

—Una poli —susurró Geneva, incrédula.

Jonette se rio con una voz potente, pero femenina y aniñada.

—Soy la jefa, exacto.

—¡Cómo mola! —dijo Geneva—. Nunca sospeché…

—¿Recuerda cuando trincaron a esos chicos del último curso que habían metido armas de contrabando en el instituto, hace unas semanas? —preguntó el señor Bell.

Geneva asintió con la cabeza.

—Y también una bomba hecha con un tubo, o algo por el estilo.

—Iba a haber otro Columbine aquí mismo —dijo el hombre con su acento perezoso, arrastrando las palabras—. Jonette fue la que oyó algo sobre ello y paró todo el asunto.

—Tenía que mantener mi tapadera, así que no pude ocuparme de ellos yo misma —dijo como si lamentara no haber podido trincar personalmente a los chicos—. Ahora, mientras estés en el instituto, lo que en mi opinión es una chifladura de las grandes, pero ésa es otra historia, mientras estés aquí, no te quitaré ojo en ningún momento. Si ves algo que te inquiete, me haces una seña.

—¿Una seña como las que se hacen las pandilleras?

Jonette se rio.

—Tú estarías fuera de lugar en cualquier pandilla, Gen, nada personal. Si sacas la bandera para hacerme señales, todo el mundo se va a dar cuenta de que pasa algo. Mejor ráscate una oreja, sencillamente. ¿Qué te parece?

—Perfecto.

—Entonces vendré, te meteré en un follón y te diré alguna grosería. Te sacaré de dondequiera que estés. ¿Estás de acuerdo? No te haré daño. A lo mejor te empujo un poco.

—Vale, de acuerdo… Oye, gracias por hacer esto. Y no diré nada de ti.

—Lo sabía antes de que te lo contara —dijo Jonette. Luego miró al agente—. ¿Quiere hacerlo ya?

—Por supuesto.

Entonces el agradable policía de voz suave puso cara de perro rabioso y gritó:

—¿Qué coño está haciendo aquí?

—¡Quítame tus asquerosas manos de encima, gilipollas! —gritó Jonette, volviendo a meterse en su personaje.

El detective la cogió por el brazo y la empujó contra la puerta. Ella se tropezó y se dio de bruces contra la pared.

—Que te den por culo, mamón, te voy a demandar por maltrato o alguna otra mierda. —La chica se frotó el brazo—. No puedes tocarme. ¡Eso es un delito, cabronazo! —Salió pitando por el pasillo. Tras unos segundos, el detective Bell y Geneva volvieron a la cafetería.

—Buena actriz —susurró Geneva.

—Una de las mejores —dijo el policía. Le devolvió el libro de estudios sociales y sonrió—. Mi tapadera no estaba funcionando muy bien que digamos.

Geneva se sentó en una mesa en un rincón y sacó de su mochila un libro de lenguaje.

—¿No va a comer? —le preguntó el detective Bell.

—No.

—¿Su tío le ha dado dinero para la comida?

—La verdad es que no tengo hambre.

—Se le ha olvidado, ¿verdad? Con todo respeto, se nota que no tiene hijos. Yo le puedo dar algo.

—No, de verdad…

—La verdad es que yo tengo más hambre que un granjero al anochecer. Y no he tomado tetrazzini con pavo como lo preparan en los institutos desde hace muchos años. Me voy a pedir un poco. No me importa pedir dos platos. ¿Le gusta la leche?

Geneva se quedó dubitativa. Finalmente dijo:

—De acuerdo. Se lo devolveré.

—Lo pasaremos a la cuenta del ayuntamiento.

Bell se puso en la cola. Geneva acababa de volver a posar la vista en su libro cuando vio a un chico que miraba en su dirección y saludaba con la mano. La joven miró hacia atrás para ver a quién estaba haciendo señas el chaval. No había ninguna otra persona. A Geneva casi se le cortó el aliento cuando se dio cuenta de que el chico la estaba saludando a ella.

Kevin Cheaney se abrió paso a empujones, alejándose de la mesa en la que había estado sentado con sus colegas, y empezó a acercarse a ella con paso rápido. ¡Oh, Dios mío! ¿Realmente venía hacia donde estaba ella?… Kevin, un chico con un cierto aire a Will Smith. Labios perfectos, cuerpo aún más perfecto. El chico que desafiaba a la gravedad cuando jugaba al baloncesto, que podía moverse como si fuera un participante en un torneo de breakdance en el show de B-Boy Summit. Kevin era toda una institución en todos los grupos.

En la cola, el detective Bell se puso tenso y empezó a caminar hacia Geneva, pero ella le hizo un gesto con la cabeza indicándole que todo iba bien.

Y así era. Mejor que bien. ¡Descarao!

Kevin estaba predestinado a obtener una beca para ir a Connecticut o a Duke. Era un tipo atlético, había sido capitán del equipo de baloncesto que había ganado el campeonato PSAL el año anterior. Pero también tenía buenas calificaciones. Puede que no profesara el mismo amor por los libros y el instituto que sentía Geneva, pero aun así se encontraba entre el cinco por ciento mejor de la clase. Se conocían de manera superficial, estaban en la misma clase de matemáticas ese semestre, y también se cruzaban de vez en cuando por los pasillos o en el patio del instituto. Por casualidad, se decía Geneva a sí misma. Pero, vale, de acuerdo, el hecho era que ella tendía a andar por donde él estuviera de pie o sentado.

La mayor parte de los chavales que molaban pasaban de ella o la maltrataban; Kevin, sin embargo, le decía hola de vez en cuando. Le hacía preguntas sobre los deberes de matemáticas o de historia, o simplemente se detenía a conversar unos minutos.

No la invitaba a salir, por supuesto —eso nunca sucedía—, pero la trataba como a un ser humano.

Un día de la primavera anterior incluso la acompañó a casa a la salida del instituto.

Un día hermoso, despejado, que recordaba como si lo tuviera grabado en DVD.

El 21 de abril.

Generalmente Kevin se relacionaba con las chicas esbeltas con aspiraciones de modelo, o con las chicas más desenfadadas, las blingstas. (Incluso una vez tonteó un poco con Lakeesha, lo cual enfureció a Geneva, que soportó los rabiosos celos esbozando una sufrida sonrisa de indiferencia).

Así que, ¿qué querría ahora?

—Hola, chica, ¿cómo va eso? —preguntó, frunciendo el ceño y dejándose caer junto a ella en una silla de cromo toda abollada, estirando sus largas piernas.

—Bien. —Geneva tragó saliva, con la lengua trabada. Tenía la mente en blanco.

—Me he enterado de lo que pasó. ¡Qué mal rollo!, ¿no? Alguien tratando de sacudirte para luego estrangularte. Estaba preocupado por ti —dijo.

—¿Sí?

—Palabra.

—Fue todo muy extraño.

—Bueno, mientras tú estés bien, entonces todo tranqui.

La joven sintió una oleada de calor que le subía al rostro. ¿Realmente Kevin le estaba diciendo eso a ella?

—Bueno, ¿por qué no te vuelves a casa? —preguntó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—El examen de lengua. Y luego el de matemáticas.

Él se rio.

—Demonios. ¿Te preocupas por el instituto después de la mierda que te ha pasado?

—Ajá. No puedo perderme esos exámenes.

—¿Y vas bien en matemáticas?

Sólo era de cálculo. Nada del otro mundo.

—Sí, todo bajo control. Ya sabes, nada complicado.

—Mola mazo. De todos modos sólo quería decirte que sé que mucha gente de aquí te hace la vida imposible. Aunque tú te lo tomas con calma. Pero ellos no habrían venido hoy a clase, como tú, si les hubiera pasado lo mismo. Si lo miras bien, ninguno te llega a la suela de los zapatos. Tienes agallas, chica.

Sin aliento por el cumplido, Geneva sólo atinó a bajar la vista y encogerse de hombros.

—Así que, ahora que sé realmente cómo eres, tenemos que ser más colegas. Pero nunca te veo por ahí.

—Es que… ya sabes, el instituto y todo el rollo. —Cuidado, se advirtió a sí misma. No tienes por qué decir esas cosas.

Kevin bromeó:

—¡Y una mierda va a ser eso! Lo que pasa es que tú te dedicas a trapichear con crack en Brooklyn.

—Yo… —Se negó a que se le escapara un taco. Esbozó una tímida sonrisa, bajó la vista al suelo desgastado—. No es en Brooklyn. Yo sólo trabajo en Queens. Manejan más pasta, ¿sabes? —Pero qué ridícula, chica. Mira que eres patética. Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor.

Pero Kevin se rio estridentemente. Luego sacudió la cabeza.

—Ahh… ya sé por qué me he confundido. Debía de ser tu madre la que vendía crack en Brooklyn.

Eso parecía un insulto, pero en realidad era una invitación. Kevin la estaba invitando a jugar a la guerra de palabras. Así le decían los mayores. Ahora se decía «azotar», intercambiar «azotes», insultos. Proveniente de una larga tradición dentro de la poesía y los concursos de cuentacuentos de la cultura negra, el azote era el combate verbal, el intercambio de pullas. Los azotadores serios actuaban sobre el escenario, aunque la mayor parte de los azotes tenían lugar en los salones de las casas y en los patios de los institutos y en las pizzerías y en los bares y en los clubes y en las escalinatas de entrada de los edificios, y era algo tan penoso como lo que había arrojado Kevin en su volea inicial, tipo: «Tu vieja es tan tonta que pregunta los precios en el todo a cien», o «Tu hermana es tan fea que nadie se acostaría con ella ni aunque estuviera buena».

Pero, en aquel momento, la cuestión no tenía nada que ver con ser ingeniosos. Porque la guerra de palabras era tradicionalmente de hombres contra hombres o mujeres contra mujeres. Cuando un varón iniciaba el juego con una mujer, tenía un único significado: flirteo.

Geneva pensó: «Qué raro, ¿no? Han tenido que atacarme para que la gente me respete». Su padre decía que lo mejor puede surgir como consecuencia de lo peor.

Vale, sigue, chica; te toca a ti. El juego era ridículamente juvenil, tonto, pero ella también sabía azotar; ella y Keesh y la hermana de Keesh eran capaces de hacerlo durante una hora seguida. Tu mami es tan gorda que su grupo sanguíneo es la grasa. Tu Chevy es tan viejo que robaron el muñeco del espejo y dejaron el coche… Pero ahora, con el corazón latiéndole con fuerza, Geneva se limitó a sonreír y a transpirar en silencio. Trató desesperadamente de pensar en algo que decir.

Pero estaba ante el mismísimo Kevin Cheaney. Aunque pudiera armarse del coraje necesario para soltarle algo sobre su madre, tenía la mente bloqueada.

Miró el reloj, y luego bajó la vista, posándola en el libro de lenguaje. «Dios santo, tontaina», se enfureció consigo misma. «¡Di algo!».

Pero de su boca no salió ni una sola sílaba. Sabía que Kevin estaba a punto de mirarla de aquella manera que ella conocía tan bien, esa mirada de «tengo más que hacer que perder el tiempo con una gilipollas», y marcharse. Pero no, daba la impresión de que pensaba que sencillamente ella no estaba de humor para jugar a ese juego; lo más seguro era que aún estuviera asustada por los acontecimientos de esa mañana; y se diría que a él eso le parecía normal. Lo único que dijo fue:

—Hablo en serio, Gen, tú estás por encima del rollo ese de los pinchadiscos, las trenzas y la movida bling-bling. Eres lista. Resulta agradable conversar con alguien inteligente. Mis colegas —señaló con la cabeza hacia la mesa en la que estaban sus amiguetes— no son lo que se dice físicos nucleares, ¿sabes lo que quiero decir?

De pronto, se le iluminó la mente como con un fogonazo. Adelante, chica.

—Ajá —dijo—, algunos de ellos son tan bobos que si su mente hablara, sería muda.

—¡Descarao, chica! Tal cual. —Riendo, entrechocaron los puños, y a ella le dio una descarga eléctrica que le recorrió el cuerpo. Hizo un esfuerzo para no sonreír; estaba muy mal visto que uno festejara sus propios azotes.

Entonces, en medio de la euforia del momento, Geneva pensó en cuánta razón tenía él, en lo infrecuente que es estar simplemente charlando con alguien listo, alguien a quien le importara lo que uno dijera.

Kevin enarcó una ceja apuntando hacia el detective Bell, que estaba pagando la comida, y dijo:

—Ese tío que está haciéndose pasar por profe es un madero.

—Es como si llevara la palabra «madero» escrita en la frente —susurró ella.

—Exacto —dijo Kevin, riendo—. Sé que te anda siguiendo los pasos, y eso está dabuten. Pero quiero decirte que yo también voy a guardarte las espaldas. Y mis colegas. Si vemos cualquier cosa rarilla, se lo diremos.

A ella le conmovió ese gesto.

Pero luego se preocupó. ¿Y si el horrible hombre de la biblioteca hería a Kevin o a alguno de sus amigos? Aún no se había recuperado de la pena que le había causado el hecho de que el doctor Barry hubiera muerto por ella, ni de que la mujer que se encontraba en la acera hubiera resultado herida. Tuvo una horrible premonición: Kevin yaciente en la sala del tanatorio Williams, como tantos otros chicos de Harlem, muerto a tiros en la calle.

—No tienes que hacerlo —dijo ella, con gesto adusto.

—Ya lo sé —contestó él—. Quiero hacerlo. Nadie te va a hacer daño. Te doy mi palabra. Bueno, ahora me voy con mis colegas. ¿Te veo luego? ¿Antes de la clase de matemáticas?

Con el corazón desbocado, Geneva tartamudeó:

—Por supuesto.

Él volvió a entrechocar su puño con el de ella, y se marchó. Mirándole, Geneva se sentía febril; le temblaban las manos tras el saludo. «Por favor», pensó, «que no le suceda nada malo…».

—¿Señorita?

Geneva levantó la vista y parpadeó.

El detective Bell estaba colocando una bandeja sobre la mesa. La comida olía muy bien… Tenía más hambre de lo que creía. Se quedó mirando el plato humeante.

—¿Le conoce? —preguntó el policía.

—Ajá, es un chico guay. Somos compañeros de clase. Le conozco desde hace años.

—Parece un poco aturdida, señorita.

—Bueno… no lo sé. A lo mejor lo estoy. Sí.

—Pero no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el museo, ¿verdad? —preguntó él con una sonrisa.

La joven desvió la mirada, notando que se ruborizaba.

—Ahora —dijo el detective, poniéndole un plato delante—, a zampar. No hay nada como el tetrazzini con pavo para calmar a un alma atribulada. ¿Sabe una cosa?, estoy por pedirles la receta.